¡Los elotes! ¡Los elotes cocidos! ¡Tiernitos los elotes!
De verdad tiernos; de veras dientes de leche para nuestros cansados dientes.
-¿A cómo los da, marchantita?
La elotera va sacando del agua hervida, dentro del bote de lata renegrida, tiznada a fuerza de tantas lumbres, atados de blancos peces, sartas de perlas, y los va colocando en la tablita de madera bañada que está sobre el bote, pero a modo de ocupar sólo una tercera parte de su obertura.
-Éstos grandes a ochenta; éstos cuestan sesenta…
-Caray, marchanta, ni que fueran las perlas de la virgen. A ver, búsqueme uno chiquito de a cuarenta para este muchacho de porra, tan necio.
-Pos sólo que sea este, marchanta. Pero tiéntelo, está muy tiernito.
Exactamente como en los peces: la clienta o el cliente clava la uña al elote previamente despojado de la seda verdenilo de sus hojas.
-Póngale sal, marchanta.
-¿Con chile?
Y la elotera unta de la sal húmeda de los platitos sobre la tabla, el elote túrgido. Sal con chile o blanca. Al gusto.
Llovió a cántaros, quedaban despidiéndose las gotitas menudas de la lluvia cuando la elotera recogió sus cosas: el bote ya vacío, la tablita, el banquito también de madera en que se sienta, los platos de la sal blanca y de chile y el cerrito de hojas dos veces mojadas de los elotes, y se encamina a su vivienda olorosa a maíz, arrebujada en su rebozo a pintas azules, brincando los charcos de la calle. Y uno va por la tarde con la abierta sonrisa del campo entre los dientes, y el aroma del campo y su figura morena que se ha vuelto blanca para nuestra gula.
(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (texto) y Alberto Beltrán (dibujo) – Los mexicanos se pintan solos)
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