Isidro Fabela en la Sociedad de Naciones
Vivía yo entonces a orillas del lago de Neuchátel, pero pasaba mis fines de semana en Ginebra. Como sede de la Sociedad de Naciones, la vieja ciudad de Juan Jacobo Rousseau se había convertido en capital política del mundo. Pero ¡qué mundo y qué política! Triunfaba la ilegalidad internacional: en China, en Etiopía, en España, en Checoslovaquia, en Austria, las traiciones se alternaban con las agresiones y la actitud de los diplomáticos en las asambleas ginebrinas se volvía cada vez más “diplomática”.
Enfrentarse con “realismo” a las nuevas situaciones creadas por las potencias totalitarias y evitar a todo trance mayores tensiones con Japón, Alemania e Italia –en otras palabras, la aceptación de los “hechos consumados”, el apaciguamiento a ultranza, la no intervención mal entendida, el cuidar ante todo el “equilibrio de las fuerzas”- era la tendencia de la equívoca política internacional seguida por Francia y Gran Bretaña, política que condujo directamente a la catástrofe.
Una sola nación se opuso entonces a la hipocresía y a la cobardía de los gobiernos europeos: una nación americana, todavía no industrializada, que carecía del respaldo de una poderosa organización militar. Un país “cuya fuerza consistía en su derecho y en el respeto a los derechos ajenos”. Su presidente se llamaba Lázaro Cárdenas y su delegado en Ginebra, Isidro Fabela.
Tuve la suerte de conocer a éste último la primavera de 1938, poco después de mi primer viaje a México. No ignoraba su actitud en defensa de Etiopía, cuando Víctor Manuel III sustituyó nominalmente al León de Judá, y admiraba el valor con que defendió a Austria, en las horas funestas del Anschluss, cuando ni una sola de las grandes potencias ni la propia Sociedad de las Naciones protestaron contra la supresión de un estado miembro de la Liga.
Ahora la preocupación principal de Fabela era la situación de la España republicana. La lucha, cada día más desigual, se volvía estéril, debido a la “no intervención” que de hecho era, como dijo muy bien el Presidente Cárdenas, “uno de los modos más cautelosos de intervenir”, pues dejaba al gobierno legítimo en condiciones de absoluta inferioridad frente a los rebeldes y a sus aliados nazis y fascistas.
A fines del mismo año el licenciado Fabela estaba turbado por la tragedia de los refugiados que vegetaban en condiciones pavorosas, en los campos de concentración improvisados por el gobierno francés cerca de la frontera. “El problema de migración a México de esos infelices es de una urgencia inmediata”, escribía al Presidente.
Sabemos que pocos meses más tarde empezaron a llegar a Veracruz los vencidos. México tendió sus brazos a decenas de millares de republicanos que aquí rehicieron sus vidas.
Ante la indiferencia del mundo y la cobardía colectiva, el general Cárdenas y el licenciado Fabela defendieron gallardamente los valores éticos fundamentales: libertad, justicia, humanidad. Es tan fácil pronunciar estas palabras, y tan difícil obrar en coherencia con ellas. Esta coherencia, a través de tantos años, es uno de los aspectos más positivos del clima, instaurado aquí por la Revolución. Al cabo de un cuarto de siglo, México sigue reconociendo el gobierno legítimo de España y no acepta el “hecho consumado”: actitud que singulariza a México en el mundo de conciencia algo elástica en que vivimos.
Fabela como profeta
La clarividencia política de Isidro Fabela en aquellos años demuestra que a su innato quijotismo aúna el sentido común de Sancho Panza. A principios de 1939 escribe a Cárdenas que la nueva guerra europea es inevitable: se llama Chamberlain “el apóstol negativo de la paz”; condena el antisemitismo nazi, que reduce a los judíos “que han contribuido al considerable progreso material y moral e intelectual del Estado alemán, y del mundo, a la condición de miserables parias, sin patria, sin paz y sin pan”; analiza las verdaderas causa por las cuales el Perú se ha retirado de la Sociedad de las Naciones: la afinidad de su gobierno con la ideología totalitaria de Hitler y Mussolini.
Además de Quijote-Sancho, es profeta. Escribe al general Cárdenas que Hitler sumirá a su país en el peor de los desastres, condenándole a su posible desaparición como gran potencia; añade que si la conflagración se generaliza, la intervención de los Estados Unidos será decisiva en la hora culminante.
Este es el hombre que me brindó su amistad en Ginebra; un hombre que ennoblece toda una nación. Allá en Suiza su valor civil y su postura tan distinta a la de todos los demás diplomáticos la había conquistado un respeto que, desde luego, repercutía sobre la nación que representaba. El licenciado Fabela me hablaba de México y de su Revolución, de la que había sido él uno de los protagonistas. Evitaba la hipérbole; pero aseguraba con la lucidez del vidente que en su nuevo clima social México adelantaría con un ritmo insospechado. Pocos años más tarde, él mismo contribuyó, como gobernador de su estado natal, a la industrialización de Toluca, Tlalnepantla y de Naucalpan. Su fe en la nueva generación de México no se fundaba en razones sentimentales, sino en el conocimiento de la historia: los mexicanos han logrado sobrellevar y dominar las crisis más duras de la conquista hasta la de la liberación del coloniaje; desde las de las intervenciones militares extranjeras del siglo pasado hasta la de la Revolución en la segunda y tercera década de nuestra centuria.
Estaba convencido de que un pueblo de tan recia personalidad como el suyo, confluencia de ríos culturales europeos y americanos, dotado además de una sensibilidad nueva y singularmente aguda, diría pronto una palabra nueva al mundo. ¿En el arte? ¿En la ciencia? ¿En la filosofía? Estaba por verse. Por el momento, él, Isidro Fabela, interpretaba en Ginebra el pensamiento del gobierno y del pueblo mexicano, y lo expresaba contra el viento de los demócratas acobardados y la marea de los totalitarios ensoberbecidos.
Cierto día don Isidro Fabela me preguntó si no me agradaría proseguir mi existencia en su país, esto era (son sus palabras), incorporarme a la vida nacional de México.
Un cuarto de siglo después puedo decir que aquí he ensanchando mis horizontes, trabajando con pasión y enjundia en el campo que he elegido, el de la investigación; que mi vida ha sido aquí dichosa y llena de estímulos; en fin, que desde el primer día he sentido que pertenecía para siempre (¡qué palabra tan definitiva, y sin embargo es la justa!) a esta tierra suya y ahora también mía.
(Tomado de: Gutierre Tibón - México en Europa y en África)
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