No conozco todo el mundo, pero en lo que conozco de él no he visto nada que pudiera inspirarme la frase que encabeza este capítulo. México es la primer nación donde encuentro datos suficientes para sugerirla. Calaveras que comen los niños, esqueletos que sirven de recreo y hasta cochecitos fúnebres para encanto de la gente menuda. Ayer me despertaron con un llamado pan de muerto para que me desayunase. El ofrecimiento me produjo mala impresión, francamente, y aún después de saboreado el bizcocho me rebelé contra el nombre.
La fiesta de los muertos existe en España también, pero lo que no existe allá es esta recreación con la muerte. Aquí cabe pensar que el mexicano no le da importancia ninguna. En las banquetas o aceras, hechos con maderitas o bejucos articulados con alambre y tachonados de lentejuelas claras y negras, y en las confiterías, montones de calaveritas de azúcar. Los muñecos macabros bailan apoyándolos en un cabello de mujer que se tiende disimuladamente de rodilla a rodilla; y las calaveritas de azúcar se las mete uno en la boca y las mastica.
Estoy seguro de que cualquier chico europeo retrocedería ante el ofrecimiento que le hicieran por primera vez de una de estas confituras. Es la mejor prueba de que nos hallamos ante un fenómeno exótico.
Además de los juguetes y de los dulces macabros, se pregona por las calles un periódico lleno de calaveras políticas, El Tornillo, hoja epigramática en que se dan por muertos a los hombres eminentes en política o en otras actividades nacionales. En esta otra forma vuelve a entrar la muerte como de rondón en las casas para regocijo de las familias.
Hubiera querido ver en México al buen don Miguel de Unamuno, que tanto se preocupó de la muerte. A él, que la tomaba tan en serio. A él, que la convirtió en centro mental de su vida.
Para nosotros la pregunta inmediata es ésta: ¿cómo puede llegar toda una comunidad a este manoseo y jugueteo con una cosa tan seria y tan importante? ¿Es concebible una invitación a la muerte como es concebible una invitación al vals? ¿Será esta costumbre un residuo del culto a la muerte que practicaban los aborígenes, como lo practicaban los egipcios? ¿Se enlaza con esto el libro de Xavier Villaurrutia Nostalgia de la Muerte?
Seguramente ningún mexicano de hoy ve en tal costumbre nada de particular. No ve la muerte en tales objetos. Le debe ocurrir lo que al blasfemo en mi tierra, que nombra Dios sin saber que lo nombra. O que lo mismo le da Dios que diez. ¡Rediós, rediez! ¡Qué invenciones verbales! Y es que la costumbre, el uso excesivo de los vocablos, hace que el hombre se olvide del significado primario a fuerza de la repetición. La costumbre es rutina. Después de abrocharse los botones del chaleco durante cuarenta años el hombre se los abrocha sin darse cuenta, y después de cuarenta años de tragar humo no es fácil que se maree como con el primer cigarrillo.
Vengo de un país donde ahora, más que nunca, la muerte no es un juego (año de 1938). Donde lo que se juega es la vida. Y, naturalmente, la costumbre mexicana me impresiona y obliga a filosofar. México ha tenido, como España, una educación religiosa y una educación taurófila. A la fiesta de los toros se le ha llamado fiesta de la sangre o fiesta de la muerte, y en la educación religiosa es un punto central la muerte, sea la de Cristo o la del individuo católico. Si de los toros o de la religión pudiera derivarse esta familiaridad mexicana con la muerte, ¿por qué no se derivó lo mismo en España?
En esto, como en muchas otras cosas, el europeo cree advertir un elemento asiático incomprensible para él. En Europa tuvimos durante la Edad Media la danza de la muerte, pero ella no puede separarse de la religión, mientras lo de aquí se me antoja paganismo, indiferencia.
(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)
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