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¿HUBO 42 INVITADOS EN EL BAILE DE LOS 41?
El 19 de noviembre de 1901 los periódicos y las hojas informativas de México se regocijaron con una noticia que entonces resultaba escandalosa. La noche anterior, en una gran casa señorial ubicada en la calle de La Paz, hoy Ezequiel Montes, la Policía había llevado a cabo una redada particular, cuyo resultado fue por demás inesperado.
La tarde anterior, cuando no parecía haber nada que sacara de su tranquilidad a los policías que jugaban y platicaban en la comisaría de la zona, dos señoras se habían presentado ante ellos, presas de la indignación y la molestia. Recuperando la calma y el aliento, narraron la causa de su alteración: en una casa de la cuadra en la que vivían se preparaba una gran fiesta, de la que nadie había avisado y a la que nadie había dado permiso. Los policías, molestos por tener que interrumpir su aburrimiento, prometieron a las señoras mandar un oficial a revisar el asunto. Minutos después, las damas abandonaron la comisaría acompañadas de un representante de la ley, quien nunca imaginó lo que habría de encontrar.
Inexperto a causa del poco tiempo que tenía en la corporación, y quizás buscando un evento que lo hiciera quedar bien con sus jefes, el oficial sospechó de más ante lo que sus ojos encontraron cuando se asomó, sigiloso, por una de las ventanas: una montaña de ropa y diversas cajas le parecieron el camuflaje de un arsenal. Podía tratarse de un grupo que quisiera atentar contra el régimen, y que escondiera su actuar con la pantomima de una fiesta. Convencido, regresó apurando sus pasos hasta la comisaría, donde dio su parte trabajosamente, le faltaba el aliento.
Los oficiales reunieron el mayor número de policías posible, diseñaron el plan de acción y avisaron a los reporteros, tenía que quedar registro de la redada que se llevaría a cabo entrada la noche, tenía que recordarse su heroísmo. Valientes y ansiosos, nunca imaginaron que al derrumbar la puerta de la casa se encontrarían con una fiesta sumamente especial. Cuando entraron gritando y amenazando, con sus armas desenfundadas, se vieron rodeados por un grupo de hombres bebidos y contentos, la mitad de los cuales estaban disfrazados de mujeres. El silencio que se hizo fue sepulcral, acaso los reporteros estallaron en risas, antes de ser echados del lugar por los oficiales avergonzados.
En total, en la fiesta había cuarenta y dos hombres, todos pertenecientes a la clase alta del país, jóvenes ricos y presumidos que de día aceleraban los motores de sus coches por el rumbo de Plateros, como aseguraba una de las notas aparecidas durante los días siguientes. Pero lo más complicado del caso fue que, entre los detenidos acusados entonces por faltas a la moral, se encontraba Ignacio de la Torre, ni más ni menos que el yerno de Porfirio Díaz, uno de sus hombres más queridos y cercanos. Cuando el policía a cargo de la redada lo reconoció, el pánico se apoderó de él, su carrera podría terminarse de golpe. La única solución que pensó entonces fue sacar del lugar al muchacho, después de haberlo escondido en un clóset, llevarlo a su casa y negar que hubiera estado ahí aquella noche. Eso fue exactamente lo que hizo y eso fue también lo que convirtió a los cuarenta y dos en cuarenta y uno.
Los periódicos de la época, como hemos dicho, se dieron vuelo con la noticia, en la que, sin embargo, nunca apareció el yerno del dictador. Su presencia se convirtió en un rumor que corrió como pólvora en la sociedad de principios del siglo XX. Los policías no podían decir nada y los demás implicados en el asunto, los invitados a la fiesta, tampoco: habían sido enlistados en el ejército y enviados a Yucatán. Así fue como el número cuarenta y uno pasó a formar parte del imaginario colectivo mexicano para referirse a los homosexuales y el número cuarenta y dos para referirse a quienes niegan ser homosexuales, es decir, a quienes "no han salido del clóset".
(Tomado de: Marcelo Yarza - 101 Rumores y secretos en la historia de México, Editorial Grijalbo, Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2008)
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