Los narcosatánicos II
Las víctimas: Claudia Ivette
Constanzo se relaciona con esa zona intermedia donde conviven jefes policiacos, narcotraficantes, artistas del show business, los niveles más deprimentes del esoterismo. Entre sus nuevas amistades se haya Salvador Antonio Gutiérrez, cuyo nombre artístico es Jorge Montes "Carta Brava", actor ocasional que vive de hacer "limpias" y que comparte un departamento en Londres 31 con su amigo Juan Carlos Fragoso, un joven desempleado. Constancio le exhibe a Montes sus "poderes", lo inicia en su ritual, y probablemente lo utiliza en el reparto de la droga.
Constanzo ejecuta su primer crimen (demostrable) con tal de proteger a su "ahijado". El travesti Claudia Yvette, a quien Montes le renta un cuarto, es abusivo y agresivo, no paga renta, utiliza desmedidamente el teléfono. Constanzo dicta sentencia: "Nadie le hace esto a un ahijado mío." Él y su grupo capturan a Claudia, lo introducen a fuerzas al departamento, lo asesinan, lo desmembran con navaja de peluquero y segueta de herrero, le arrancan los ojos con las manos y le "arremangan" la piel a jalones. Luego, llevan los restos a un lote baldío y cuando se disponen a la incineración un grupo de jóvenes los ahuyenta.
Y el asesinato es registrado en las publicaciones de nota roja como episodio chusco. Se acusa a un amigo del travesti Claudia (que nada tuvo que ver) y se "clama al cielo":
...El criminal desolló a su víctima luego de destazarla e incluso la escalpó, o sea, le desprendió la cabellera. Ni un lobo hambriento, ni una hiena inánica y mucho menos un león, pleno de nobleza, hubieran sido capaces de desollar tan minuciosamente a su víctima, como este sujeto mal nacido, que quiso hacer de su crimen una obra de arte. (En Alarde Policiaco, 13 de agosto de 1988.)
Los seguidores: Omar Orea
Omar Orea, un nacido para perder. Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UNAM, conoce a Adolfo de Jesús en una discotheque gay en la Zona Rosa, y se deja atraer por la personalidad y por el derroche. A cambio, acepta pagar precios muy altos, entre otros la calidad de prisionero de Constanzo, que lo cela, le ordena al Duby vigilarlo en su ausencia y, cuando hay pleitos, va por él a su casa con escándalo.
Omar carece de visiones unificadas del mundo, no tiene reacciones morales ante los asesinatos, le dan igual las religiones y los cultos santeros. Es un determinista: le sucede lo que debía sucederle, y el pleno sometimiento a Constanzo es una de sus fatalidades. Él se limita a vivir asustado, sin comprender, gozando al límite las escasas oportunidades. Ya en la cárcel, le insiste a los reporteros: "Mi verdadera vocación es la política."
Los espacios de Constanzo: la zona del desperdicio
En los centros urbanos en perpetua expansión, se consolida y amplía un espacio: el del "desperdicio humano". Cada ciudad con 800 mil o un millón de habitantes, genera su propia zona prescindible, compuesta por esa "gente sin oficio ni beneficio", en el filo de la navaja entre la sobrevivencia y el delito. Son empleados a disgusto con su trabajo, ex-presidiarios, prostitutas, pushers en pequeña escala, campesinos expulsados de su tierra por el hambre y la violencia, travestis, débiles mentales abandonados por sus familiares.
Ellos viven dónde y cómo pueden, en hoteles de paso, en casuchas, en casas abandonadas, en vecindades, en sitios que les alquilan otros como ellos. No tienen identidad o identificación posible, vagan por las calles o se encierran en sus habitaciones a sumergirse en los pozos televisivos, viajan sin ataduras ni agenda, en la indistinción entre el anonimato y el exhibicionismo contumaz. Un día, de pronto, ya no aparecen y su ausencia apenas si causa algunas preguntas de rutina. "Ya volverá o si no, da igual", dicen los pocos que se acuerdan. La familia es un accidente o el ámbito brumoso que sólo se conserva mientras no se pida ayuda. Y su existencia, para los cultores de la "normalidad", es horrenda, inútil, provisional.
Constanzo elige a sus víctimas entre los habitantes de la zona prescindible de la sociedad. ¿Quién se obsesiona por la suerte de un "madrina" de la policía? ¿A quién le atañe si un campesino analfabeta, que salió de su pueblo a hacerla en el Norte, anda en Brownsville o en Chicago o en Reynosa? ¿A quién le importan los restos descuartizados de un travesti?... A los "prescindibles" las familias los dan por muertos o, con frecuencia, por jamás nacidos. Y Constanzo ,con pleno conocimiento de causa extrae sus víctimas de la zona prescindible. Con eso eleva su condición de jefe de secta a la de dueño de la vida y de la muerte. Así, él será el financiero y el sacerdote, el líder arriesgado y el representante del Más Allá.
La ruina de Constanzo se inicia cuando elige para el sacrificio a un habitante de la zona imprescindible, el joven Mark Kilroy. Al matarlo, el grupo transgrede sus límites; su ventaja ha sido la indiferencia de la policía hacia quienes no importan, y nunca obtendrán solidaridad alguna. Kilroy sí tiene padres que lo reclaman, instituciones que lo defienden, identidad que una semana de olvido no desvanece.
El clímax: regreso al infierno.
El 6 de mayo de 1989 una patrulla de judiciales que investiga un auto robado, se detiene ante un edificio en Río Sena 19, en la Colonia Cuauhtémoc. Ya se retiran cuando encuentran un papel donde se pide auxilio (enviado por Sara Aldrete). Deciden quedarse y se oye un grito: "¡Ya nos llevó la chingada!" Acto seguido desde el departamento 11 se les dispara con metralleta. La policía manda por refuerzos y la balacera arrecia. El Padrino tira centenario de oro y billetes de 100 dólares por la ventana y en español y, según dice el Duby en un "idioma extraño", maldice a sus perseguidores mientras les dispara sin puntería alguna: "¡Tomen cabrones! ¡Agarren esto, muertos de hambre! ¡Van a morir todos! ¡Este dinero no será para nadie! ¡No me detendrán hijos de la chingada! ¡Los veré en el infierno!" En la calle, sin miedo reconocible, policías y curiosos recogen el dinero.
En el departamento, una secuencia de pesadilla bélica. El ruido de los disparos ensordece y Constanzo se jacta: "No se escondan. Los mataremos a todos", mientras le implora su intervención a las deidades Ochún y Eleguá y quema fajos de dólares. De acuerdo con los relatos de Omar, el Duby y Sara, se vive en el departamento una escena trágica filtrada por el grand-guignol. Al irse acabando las balas, Constanzo se calma: "Recuerden nuestro pacto. Moriremos ahora y volveremos. Naceremos de nuevo." Él quiere convencer a Omar para que los mate y se suicide. Omar se niega. Martín acepta morir con el Padrino. El Duby se rehúsa a ejecutarlos y Constanzo lo amenaza con perseguirlo desde el infierno. El Duby accede, Omar y Sara se abrazan en la cama, Constanzo y Martín se meten en el clóset y el Duby los ametralla. Poco más tarde señales de rendición.
Los seguidores: Sara María Aldrete
Para Sara María Aldrete, estudiante destacada en Brownsville, el trato con Adolfo de Jesús Constanzo le resulta la experiencia más extraordinaria. Él no participa de la estrechez de miras de Matamoros, es elegante, es pródigo. Al principio se siente envuelta en un romance. Luego, al cerciorarse de las inclinaciones sexuales de Constanzo, cree hallarse en la cima de una pequeña gran empresa. Ella recluta, enlaza, informa, conspira, y al irse extendiendo la cadena de crímenes se limita a enterarse, sin asesinar, sin rebelarse, siempre al lado de Constanzo en la huída patética ¿Para qué irse si todo da igual, para qué tener reacciones morales si la gente se va a seguir muriendo? En la imaginación del amarillismo, Sara es la Madrina, la Sacerdotisa del mal. En verdad, sólo es un cómplice menor en la orgía de sangre que la rebasa y nulifica.
Los seguidores: el Duby
Muy temprano, el Duby aprende las reglas que normalizarán su juego o su falta de juego. Mata a un hombre en una riña de cantina, y escapa. Se le invita a un grupo de narcos y él cede ante lo irresistible: el trabajo bien remunerado. Él no sostiene puntos de vista, acepta no consumir droga, participa sin protesta alguna en el primer asesinato y ya nada lo perturba. En su cuadro valorativo, hecho de fragmentos e incomprensiones, la vida humana es asunto muy menor y esto no depende de "Muerte de Dios" alguna, o de la irracionalidad de la santería, sino de su registro del sitio que ocupa en el mundo, en su mundo. Sólo unos cuantos le reconocen existencia plena y a él le da igual porque sabe hacer lo que muchos y es exactamente como muchos. Y su conclusión es inexorable: si yo soy nadie, los demás también lo son.
El Duby no respeta la vida ajena. Nunca le ha hecho falta tal actitud. No es un asesino nato, si tal cosa existe; es alguien que mata porque ya lo hizo alguna vez, y porque a eso lo lleva el compromiso con el jefe. En su mapa moral, el elemento determinante es el temor al castigo. Él no cree representar el mal, ni halla su identidad en el culto a las fuerzas demoníacas.
"¡Esto está muy grueso!", es el único comentario que a Duby le merece su primer asesinato, donde él aferra la pierna de una persona a quien degüellan. "¡Qué grueso!" Es decir, qué terrible, qué increíble y de ningún modo que inmoral. El Duby actúa -esto desprendo del conjunto de sus declaraciones y acciones- al margen de criterios éticos, como inmerso en una película que ni decide ni concibe, y donde él, un extra, obtiene como pago máximo la promesa de la inmortalidad. En la ausencia de convicciones y creencias que lo determina, él cree en lo que le dicen: jamás será detenido, no lo tocará las balas, no será interrogado, y ocupará un sitio de privilegio en el otro mundo, si es que existe. Y su dogma conspicuo es el impulso de las armas de fuego.
El ámbito del crimen: la indiferencia moral
¿Qué tiene en común los "narcosatánicos"? La ignorancia de los procesos racionales, el desinterés por lo que ocurre en el ámbito público, la debilidad moral que ni siquiera se percibe a sí misma, la codicia elemental, la credulidad, la falta de aceptación de los valores humanos, la devoción por el dinero. Y a Constanzo, la impunidad le resulta el hecho central. Lo otro (los crímenes bárbaros, los descuartizamientos, los rituales) son estímulos para su psicología torturada, sus creencias infantiles, la idea frenética de sí mismo.
Constanzo ha matado y debe morir, para no sufrir a manos de sus perseguidores. Él se sabe frágil en la cárcel, pero se considera inapresable como imagen del mal y del infierno. Él no funda religión alguna, él se agrega a lo que hay. Si su casa desborda cualquier imaginación, a los "narcosatánicos" también los explica un paisaje más racional: las atmósferas del narcotráfico. Allí Constanzo no es "enviado de las fuerzas del Mal", sino un gánster menor, cuyos crímenes, por horribles que sean, corresponden a un esquema general, en la semi clandestinidad de la Ciudad de México o en las penumbras de Matamoros. A la inmensa estupidez del crimen la circunda la zona cuya clave amnésica es la fosa común.
(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)
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