El de los algodones
Las nubes nos sacan la lengua, escupen y luego se ríen de nosotros en los charcos del aguacero. Pero como los niños ni los grandes saben de poesía estridentista, las nubes, para ellos, son las que venden los algodoneros de los algodones de azúcar. Unas nubes de color rosa, asidas a estirados palitos, como antes, en los mastodónticos hangares, prendidos a largos mástiles hinchaban su suficiencia los zepelines alemanes. Hasta que los reventó el tiempo.
La civilización o lo que presume de serlo, aventó al algodonero como a otros vendedores ambulantes de los primeros cuadros de la ciudad, para no ofender al tránsito y al qué dirán de nosotros las naciones extranjeras; pero el algodonero, como los otros, ha ido a refugiar la feérica y ferial belleza de su colorido, que nadie podrá quitarnos, en los rumbos que frecuentan las gentes sin mancha, como los niños y los grandes que se parecen a los niños. Y aquí está el algodonero con sus copos sedosos, pizcando su cosecha dulce, para almohadas deleitosas; inflando sus globos de Cantolla que se quedaron lamiendo l'olla. Y los niños deshilando, desbaratando, reventando nubes a dentelladas felices. Creciéndose y rasurándose barbas color del alba o atardecer de octubre.
Aquí están el algodonero y su aparato elemental: un gran cazo que gira al calor de mínimo horno de petróleo, con su varita mágica naciendo alrededor del cono que centra interiormente este caso los aéreos y ¡ay! pasajeros azúcares.
El algodonero que amontona las nubes, como Zeus.
(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)
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