1. Porfirio Díaz
Eran los primeros días de julio de 1911. El expresidente de México, exiliado en París, había cumplido el pasado 16 de septiembre 81 años. Ahora había recibido la visita de un general francés, Gustave Niox gobernador de Los Inválidos, quien lo había invitado a visitar la tumba de Napoleón. Porfirio Díaz se hospedaba en el Hotel Astoria en la suite 102, frente al Arco del Triunfo.
El 20 de julio una escolta pasó por él y lo llevó a Les Invalides.
Vestía una levita negra cruzada que en el ojal de la solapa izquierda mostraba la única condecoración extranjera que don Porfirio usaba: el botón rojo de la Legión de Honor, concedido muchos años antes por la República Francesa a su glorioso adversario. Recibió con beneplácito las muestras de deferencia y afecto de los viejos oficiales franceses; el intercambio de frases cordiales, brevemente franco-mexicanas, no duró mucho porque el general Niox invitó a empezar la visita, primero de la tumba de Napoleón, luego de la sala México del Museo Histórico del Ejército.
Un gesto de Niox cambió el aire majestuoso y prudente de Don Porfirio. El general francés evocó la guerra de intervención. Al hacer un homenaje a los soldados muertos en defensa de su patria, tuvo también palabras para quienes defendieron con sus vidas el pabellón que les había sido confiado. Lo rodeaban algunos soldados más de la guerra de México, entre ellos el general Charles Lanes, que había participado en el sitio de Oaxaca como subteniente de un regimiento de zuavos bajo las órdenes del Mariscal Bazaine. Don Porfirio respondió a las palabras de Niox evocando algunas anécdotas de la guerra de Intervención. Recordó con admiración el brío del comandante Henri Testard, abatido el 3 de octubre de 1866 en Miahuatlán, y que por instrucciones suyas había sido sepultado con honores en la cañada de los Nogales. Su perro, dijo, no dejaba que nadie se acercara al cadáver de Testard; fue necesario apaciguarlo para recoger la espada, que se mandó después a su familia por conducto de Bazaine. Al terminar los discursos, todos pasaron a la capilla de Los Inválidos. Ahí, en el momento de bajar por uno de los lados, el custodio de la cripta, un inválido condecorado, entregó las llaves al general Díaz para que abriera con su propia mano la puerta de bronce de la tumba de Napoleón. Don Porfirio descendió los escalones hasta llegar a la tumba, frente a la cual inclinó la cabeza por unos instantes. Tal vez en ese momento recordó que durante la batalla de Puebla había vencido a los franceses con los mismos fusiles utilizados por ellos al ser derrotados junto con el Emperador en la batalla de Waterloo. Niox caminó en dirección al general tomando entre sus manos la espada que llevaba consigo Napoleón en Austerlitz. Pronunció algunas palabras en francés para dirigirse después a Díaz en un español arcaico.
-Mi general -le dijo-, en nombre del ejército francés os ruego que toméis esta espada.
Don Porfirio titubeo antes de aceptar
-No podría quedar en mejores manos.
*
El divisionario Gustave Niox (1840-1921) quien organizó la visita de Don Porfirio a la tumba de Napoleón y los encuentros con los veteranos de la Intervención francesa era un capitán de Estado Mayor de 23 años cuando llegó a México en 1862. Sirvió en el Estado Mayor General y en el Servicio Topográfico. Estuvo en los sitios de Puebla y Oaxaca antes de regresar a Francia el otoño de 1965 por una razón muy precisa: una sordera acelerada que le imposibilitaba participar en la guerra. Lo designaron al Servicio Histórico; recibió en 1867 los archivos del Cuerpo Expedicionario y fue encargado de su clasificación, que se ha mantenido tal cual hasta la fecha. Eso le permitió escribir una notable Historia de la expedición de México que no ha sido superada.
Huérfano, becario, era hijo de un teniente coronel de caballería, y tan pronto regresó de México se casó con una prima de la isla de la Reunión. Con todo y sordera cayó preso en Metz con Bazaine y tuvo una muy brillante carrera. Ya jubilado siguió trabajando como comandante de Les Invalides y director del Museo Histórico del Ejército. Por eso pudo recibir a Don Porfirio.
Porfirio Díaz:
“Cuando ustedes empezaron de verdad la guerra, a finales de abril (1862), el general Zaragoza me ordenó tomar posesión de los territorios que ustedes debían desocupar, según lo pactado. Llegué cerca de Orizaba y mandé a mi hermano Félix a observar su retirada; los suyos lo atacaron a él y a sus cincuenta jinetes. Félix quedó preso -no tardó en evadirse- con los que no murieron. Así empezó la guerra. Cuando Lorencez marchó rápidamente sobre Puebla, me tocó atrincherar la tropa en las cumbres de Acultzingo para frenar su progresión; cumplimos y nos retiramos sobre Puebla donde los zuavos nos alcanzaron a los dos días. Me tocó defender la Ladrillera hasta que al final de la tarde los franceses exhaustos se retiraron en buen orden. No volví a pelear contra ustedes sino hasta marzo de 1863. Durante ese terrible sitio de Puebla, defendí la línea de San Agustín sin mayor problema. Nos acabó el hambre. Nos rendimos el 17, una rendición muy digna frente a un enemigo caballeroso. Dos días después tuve la oportunidad de escapar tranquilamente, saliendo por la puerta, confundido entre las visitas. Acompañé al gobierno de Juárez, cubriendo su retirada hacia el norte, hasta que me encargaron la defensa de la ciudad de Oaxaca.
Recuerdo perfectamente el juego de las tres esquinas; los franceses construían un camino para llevar su artillería pesada a Teotitlán. Mi Ejército de Oriente adoptó entonces la guerra de guerrillas. Brincourt tenía toda la razón en lo que decía a Bazaine cuando le reclamaba libertad de maniobra.
El Ejército de Oriente en Oaxaca era la última gran fuerza organizada de la república, por eso Bazaine decidió hacer una campaña formal contra nosotros. Me preparé para un sitio, dejando fuera de la ciudad las dos brigadas de caballería.
El 8 de febrero de 1865 hice personalmente la rendición de la ciudad; esa misma noche quedé en el cuartel de Bazaine en calidad de prisionero; habíamos negociado personalmente, cara a cara, la rendición. Ahí nos conocimos y seguimos siempre en muy buenas relaciones. ¿Cómo han podido ver en este hombre un traidor? Me consta que era un militar pundonoroso y un hombre de palabra.”
(Tomado de Meyer, Jean - Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México, 1862-1867, Maxi Tusquets Editores S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 2009)
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