viernes, 12 de septiembre de 2025

Batalla de Santa Isabel, 1866


Muerte en Santa Isabel


El comandante Brian (de Foussieres Fonteneuille) Paul (1828-1866), era un hombre robusto, de barba y bigote cerrados y parecía de más edad que la suya. No tenía familia y manifestaba poca inclinación para las mujeres más allá de las exigencias del cuerpo. Eso sí, tomaba ajenjo y mucho, y se volvía entonces muy platicador. Generalmente bebía con el teniente Liberman. Brian aguantaba muy bien. Linberman no. En esa región de México sobraba el vino local y también el whisky que venía del Norte con los americanos de Juárez. Salido de Saint Cyr entre los últimos de su promoción, había pasado 15 de sus 19 años militares en el regimiento extranjero. Por cierto, no sé por qué la Legión decidió hacer del combate de Camarón otra derrota, algo como su símbolo. El combate de Santa Isabel, el primero de marzo de 1866, no fue menos catastrófico, ni los legionarios menos valientes. Hasta fueron más, bastantes más los que murieron en ese desgraciado encuentro. Pensándolo bien, digo tonterías. El capitán D'Anjou no cometió ningún error, se sacrificó para cubrir el convoy de pólvora sin el cual no se rinde Puebla, mientras que Brian sacrificó a sus hombres para nada, combinando errores y mala suerte y, quizá, ajenjo, a un peso la botella. 

No fue sólo el responsable de su propia muerte, sino de la de 103 hombres. El destacamento francés quedó aniquilado, y todos los sobrevivientes -yo entre ellos- presos. Quizá no fue realmente culpable. A veces en el cuerpo expedicionario soplaba un viento de bravura loca, quizás soplaba para él en esos últimos días de febrero, en esa terrible primera noche de marzo, quizá su destino era llevar a su tropa a la catástrofe. Hacía frío. Lo veo todavía, montado en su caballo, con sus botas anchas y altas, muy altas, sobre su caballo alto, las riendas colgando a lo largo de su brazo, las manos en las bolsas para protegerse del frío, caminando delante de nosotros. Nos empujaba hacia lo desconocido una fuerza tan invisible como el viento en la noche fría. Veo también la cara algo adolescente del subteniente Royiaux, titiritando de frío, y las caras campesinas de nuestros alemanes y polacos, la tropa en su uniforme azul oscuro. Todos, casi todos murieron en esa mañanita, al mismo tiempo. La realidad no podría ser más nítida que mi recuerdo. Todo se me grabó, no olvido nada, no olvidaré, nunca. 

El 28 de febrero, al atardecer, Brian, comandante de las fuerzas de Parras, cuatro compañías del segundo batallón del regimiento extranjero, fue informado de que los liberales se encontraban a tres leguas de la ciudad, en la hacienda de Santa Isabel. Contra la opinión de todos los oficiales, decidió salir a medianoche con tres compañías y 400 mexicanos de las fuerzas rurales, entre ellos 90 jinetes, pero todos mal armados, con un solo cartucho en la bolsa y menos de 15 días de servicio. 

A paso rápido llegamos en 3 horas a la primera vanguardia del enemigo, quien se retiró a la primera descarga, y poco después nos topamos con el grueso de sus fuerzas, parapetadas en un peñón de unos sesenta metros de altura, arriba de la hacienda de mampostería, con terrazas. Tardamos una hora en reconocer la posición y los liberales no dejaron de disparar. Les sobraba parque. Éramos 185 legionarios, contando a los ocho oficiales, y 400 mexicanos contra dos mil hombres. Recuerdo el viento, ligero, ligero, y el olor que llevaba consigo, un olor a cuartos sin ventilación o a fogata, y de repente se me ocurrió que ese olor era el de la muerte o que el olor de la muerte debería ser algo semejante. Era de noche todavía. Brian decidió atacar. ¿Irresponsabilidad? Eso dijeron después: que no había esperado al despuntar del día para reconocer mejor el terreno y apreciar la fuerza adversa. Pero sabíamos que eran muchos, muchos más que nosotros, y Brian quería esconder nuestra inferioridad numérica y atacar protegido por los últimos momentos de oscuridad. En otras ocasiones habíamos hecho lo mismo y la sorpresa había derrotado a un enemigo tres o cuatro veces más numeroso. Pero no hubo sorpresa. Nos esperaban bien protegidos en las terrazas y detrás de los bancos de roca; además, nos disparaban desde arriba. 

La noche ya era más clara. Un perro aulló, otro le respondió y varios más. Cuando el capitán Moulinier menciona la posibilidad de retirarnos, Brian montó en cólera. Dicen que había tomado bastante, pero no me consta y además aguantaba demasiado bien. Eso sí, regañó fuertemente a Moulinier. Dijo que jamás había huido, que los mexicanos no eran tantos y que nos íbamos a tumbar tranquilamente con una buena carga de bayoneta, y que la caballería aliada terminaría su derrota. Dio la orden, gritó ¡La France!, grito que repetimos todos con entusiasmo, olvidando las tres horas de marcha forzada, y ¡a la carga! Corrimos, corrimos bajo una lluvia de balas, detrás de nuestro comandante, que había dejado su caballo y desenvainado su espada. Nos disparaban por delante, por atrás, por los lados, desde la hacienda y desde el cerro. Tres veces intentamos con esfuerzo sobrehumanos tomar la posición, tres veces fuimos rechazados con pérdidas crecientes. Los auxiliares mexicanos, ¿qué podían hacer sin parque y sin práctica? Nos abandonaron al inicio de la carga, menos el jefe Campos, prefecto de Parras, quién atacó una vez con 50 de sus hombres. Logró escapar en su buen caballo y no hay nada que reprocharle, bueno, sí, algo se le debió reprochar: se habían equivocado sobre la distancia y por eso Brian lanzó el ataque desde muy lejos; tampoco nos había dicho que una barranca cruzaba el camino antes de llegar a los muros de la hacienda, la cual nos impidió amenazar el flanco enemigo. Nuestra ala tuvo que replegarse al centro de nuestra línea de frente y nos encabestramos unos a otros. Perdí a mis hombres o mis hombres me perdieron a mí y llegamos en grupo compacto y desordenado, con la respiración cortada después de una carrera de 800 metros. Normalmente uno va al paso de carga durante 200 metros nada más. Sin embargo, tratamos de escalar tres veces el cerro.

Ahí cayó herido el comandante y muerto a su lado el teniente Roiyaux.  Brian gritó y agitó su sable como si fuera a hablar a la columna, pero era tan fuerte el ruido de los disparos que no se oyó una sola palabra. ¿Se habría dado cuenta de que nos conducía a una muerte segura? Nadie lo sabrá porque en ese momento explotó una granada a su derecha y unas esquirlas dejaron su corazón al descubierto. El sable se le cayó de la mano, pero su brazo derecho seguía en alto; luego Brian se derrumbó y no volvía a ver ni su cadáver. 

Todos nuestros esfuerzos, 150 contra 2000, fracasaron; entre los liberales bien protegidos, unos 100 tenían el famoso rifle yanqui de ocho tiros ¡una maravilla! Nos retiramos después de haber perdido a más de la mitad de lo nuestros, ya no había caballería para protegernos y nos vimos rodeados por 600 jinetes; el teniente Schmidt, valiente entre los valientes, cayó en la bajada, acribillado, alentando aún a los soldados con su voz debilitada; tenía los dos brazos rotos cuando un balazo en la cabeza acabó con él. El capitán Cazes también. El capitán Moulinier, ya sin caballo, tomó el mando con la ayuda del teniente Rabix y la mía, los tres sin heridas. Varias veces intentamos formar el cuadrado pero era imposible, eran demasiado numerosos, como dijo un viejo soldado de Waterloo. Moulinier, al brincar una barranca, recibió quince balazos y lo remataron a sablazos. Quedamos Rabix y yo, intentando formar una línea de tiradores, pero el enemigo venía más y más; caímos en una tercera barranca, ya protegidos contra los sables de la caballería, pero ahora llegaba la infantería y nosotros adentro de la barranca y ellos fusilándonos desde arriba, por todos lados. Mataron a Rabix. Armé mi pistola para acabar pronto y no ser masacrado, hice una breve oración y de repente me acordé de mis padres. Entonces me levanté, preferí sufrir y sobrevivir por ellos. En ese instante se presentó un oficial enemigo que me pidió cortésmente mis armas. Sobrevivimos 82, 37 de los cuales heridos. Habían muerto 97 soldados y seis oficiales. Entre las filas liberales había un francés, un tal Albert, no sé si era su nombre o su apellido, un desertor del 62° de línea. Brian había sido capitán el regimiento 62° de 1861 a 1864. Dicen que Albert mutiló su cadáver. Sé que remató a nuestro médico, el buen Rustegho, herido, recogido por los mexicanos, en su ambulancia. Espero que el diablo se haya llevado al tal Albert. Los liberales, ellos se portaron bien, nos trataron como se trata a presos de guerra y no me quejaré nunca de ellos. 

Atravesamos a pie el desierto del Bolsón de Mapimí, sufriendo como ellos sed y hambre, pero siempre nos trataron bien. Los generales Treviño y Viesca nos perdonaron la vida cuando pudieron fusilarnos, puesto que desde el abominable decreto de Maximiliano teníamos instrucciones de no tomar prisioneros, de fusilar a los oficiales y soltar a los soldados. Quisieron hacer matones de nosotros. Duré preso nueve meses, libre bajo palabra en la ciudad de Monterrey, con oficiales austríacos; terminé de aprender el español a fondo, aprendí algo de alemán y de inglés. De no ser tan francés, me hubiera quedado en Monterrey con esas mexicanas tan bonitas. Y es todo lo que le puede contar Ernest Moutiez, en aquel entonces subteniente en el regimiento extranjero.

(Tomado de Meyer, Jean - Yo, el francés. Crónicas de la Intervención francesa en México, 1862-1867, Maxi Tusquets Editores S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 2009)

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