Es incuestionable que el problema de la tierra es uno de los más importantes en la historia mexicana. Desde la época colonial y hasta nuestros días se suceden innumerables debates acerca de las modalidades de la propiedad agraria, de las formas de su explotación y de los beneficios sociales que debe producir.
Sin embargo, será a partir de los primeros años de este siglo, y muy particularmente desde el estallido revolucionario de 1910, cuando tales discusiones se agudicen, pues para muchos la reforma agraria será el único medio de lograr la independencia económica de México, su progreso social y el que llegue a constituirse como una nacionalidad verdadera.
En esos años y sobre tales asuntos se produjo una obra que habría de constituir uno de los análisis más completos y certeros de la vida mexicana: Los grandes problemas nacionales, de Andrés Molina Enríquez (1866-1940).
Abogado, miembro de la judicatura en su estado natal, periodista y revolucionario, investigador y maestro de etnología en sus últimos años, este personaje mantuvo siempre una gran preocupación por analizar los problemas sociales y políticos de México. En 1895 publica Molina Enríquez su primer escrito importante sobre cuestiones agrarias, El evangelio de una nueva reforma. En 1902 sus reflexiones se hacen más precisas y da a luz otro trabajo: La cuestión del día: la agricultura nacional. Más tarde, en los primeros meses de 1909, y cuando (como el propio autor señala) se vivían en México momentos de “graves cuestiones políticas”, aparece la que sería su obra fundamental, Los grandes problemas nacionales.
Molina Enríquez es un producto típico del positivismo mexicano. Sus trabajos se llevan a cabo siguiendo los métodos de la sociología de su tiempo: es decir, que ateniéndose a los datos de la experiencia, intenta extraer de ellos las constantes del desarrollo social. Es el suyo un esfuerzo serio, riguroso, para comprender la totalidad de la vida nacional y organizar los resultados de sus análisis en una auténtica “sociología mexicana”.
En su explicación de las grandes cuestiones nacionales, Molina Enríquez parte de los siguientes presupuestos: las particularidades del territorio que ocupe serán determinantes en la vida de una sociedad, puesto que de él obtiene lo necesario para nutrirse y sobrevivir. A su vez, la manera como ejerza su dominio sobre tal territorio, es decir, sus formas de propiedad y aprovechamiento de los recursos agrarios, determinarán la forma particular de su vida social y política. Finalmente, Molina Enríquez piensa, con Spencer, que la ley general de evolución de las sociedades consiste en un ir de lo heterogéneo a lo homogéneo, pero a medida que una sociedad se integra sus miembros se diferencian, especializándose.
Armado con estas concepciones generales, Molina Enríquez emprende el análisis de la sociedad mexicana surgida con la Independencia y asegura que en ella no se ha dado ese doble proceso de integración y de diferenciación, porque en su seno existen simultáneamente todas las formas de propiedad de la tierra, lo cual resulta en un compuesto social cuyos elementos se hallan en estados muy diferentes de desarrollo y que él clasifica del modo siguiente: “criollos señores”, “criollos nuevos”, “indios” y “mestizos”.
Los criollos señores, tanto laicos como religiosos, son los herederos de los españoles. Los laicos, dueños de los latifundios y de las minas, aristocratizantes y católicos, representan la mentalidad conservadora. Los religiosos, no menos acaudalados que los laicos y con actitudes socialmente semejantes, ejercen dominio sobre el bajo clero, compuesto en su mayoría por indios, pero sin formar con ellos una unidad. El clero criollo agrupa también a su alrededor a una amplia gama de servidores laicos, principalmente administradores de sus bienes, que constituyen un sector reaccionario.
Los criollos nuevos son de origen europeo pero no español, con buenos recursos económicos, con gran capacidad para los negocios, y a quienes su falta de antecedentes católicos les permite una conducta social moderna y un espíritu abierto, liberal.
Los indios, divididos en tribus innumerables, incapaces de unirse al menos entre sí, en busca siempre de lo necesario para sobrevivir, son jornaleros en las grandes haciendas, soldados en las interminables luchas políticas de los caudillos –criollos o mestizos- a quienes siguen por razones emocionales, son otras veces clérigos de categoría ínfima. Sólo los indios que poseen propiedades comunales guardan una situación que rebasa la de mera subsistencia, pero todos tienen una conducta social aislacionista o indiferente.
Finalmente los mestizos, resultado ellos mismos de una asimilación racial y social, son los únicos capaces de absorber y superar, sintetizándolos, a los otros elementos sociales. Al reaccionar contra las limitaciones de la vida nacional, los mestizos se han convertido en rebeldes, en defensores de una vida social libre, desprejuiciada y dinámica.
En esta doble heterogeneidad de la vida mexicana: la de las formas de la propiedad y la de los grupos humanos que la componen, encuentra Molina Enríquez la explicación del atraso político del país. Mientras existan tantas divergencias no podrá operar en México una organización política basada en la aplicación general de una ley constitucional. Así, el sistema de gobierno adecuado, socialmente necesario, tendría que ser el dictatorial, único capaz de entender y resolver situaciones particulares.
Por último, Molina Enríquez propone un remedio a la situación de México –que comprende pero no justifica-, y que consistiría en el fraccionamiento de los grandes latifundios, en la creación de la pequeña propiedad. Acuña además una tesis histórico-jurídica que justifique lo forzoso y legal de esa acción fraccionadora que deberá ser llevada a cabo por el estado. Durante el régimen colonial español –dice Molina Enríquez-, la propiedad de la tierra tenía el carácter de una merced real y era otorgada a título precario. Al llevar a cabo su independencia, la nación mexicana heredó esa soberanía antes ejercida por la corona. Ahora, al practicarla según las nuevas exigencias del país, pondría a éste en el camino seguro de su evolución social, es decir, de su integración como una nacionalidad verdadera.
Ha llegado el tiempo – escribía- en que el “interés social… tiene por fuerza que predominar sobre el interés privado, so pena que esta nación no pueda existir”.
(Tomado de: Eduardo Blanquel – El otoño del porfiriato. Historia de México, tomo 10, Etapa Reforma, Imperio y República; Salvat Mexicana de Ediciones, S.A. de C.V. México, D.F., 1978)
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