Entre los
escasos restos de antigüedades mexicanas, interesantes para un viajero
instruido, que quedan ya en el recinto de la ciudad de México, ya en sus
inmediaciones, pueden contarse las ruinas de las calzadas (albarradones) y de
los acueductos aztecas;
la piedra llamada de los sacrificios, adornada de un
bajo relieve que representa el triunfo de un rey mexicano,
el gran monumento
calendario que con el precedente está abandonado en la plaza mayor;
la estatua
colosal de la diosa Teoyaomiqui, tendida por el suelo en uno de los corredores
de la Universidad y por lo común envuelta en tres o cuatro dedos de polvo; los
manuscritos o sean cuadros jeroglíficos aztecas pintados sobre piel de maguey,
sobre pieles de ciervo y telas de algodón (colección preciosa de que se despojó
injustamente al caballero Boturini, Muy mal conservada en el archivo del
palacio de los virreyes y cuyas figuras atestiguan la imaginación extraviada de
un pueblo que se complacía en ver ofrecer el corazón palpitante de las víctimas
humanas a ídolos gigantescos y monstruosos); los cimientos del palacio de los
reyes de Acolhuacán, en Texcoco; el relieve colosal esculpido en la faz
occidental del peñasco de pórfido llamado el Peñón de los Baños; y otros varios
objetos que recuerdan al observador instruido las instituciones y las obras de
pueblos de la raza mongolesa, y cuya descripción y dibujos daré en la relación
histórica de mi viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente.
(Tomado de: Humboldt, Alejandro de – Ensayo Político sobre el reino de la Nueva España. Estudio preliminar, revisión del texto, cotejos, notas y anexos de Juan A. Ortega y Medina. Editorial Porrúa, colección “Sepan Cuantos…” #39. México, D.F.,2004)
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