NOSTALGIA
Nostalgia anticipada me desgarraba y mantenía en trance de llanto. No sospechaba la alegría que con los años se aprende, alegría de desechar, desdeñar etapas enteras de nuestra modalidad, no sólo la imagen exterior de las cosas queridas que luego se vuelven indiferentes. Tan atada tenía el alma a mi ambiente, que me dolía poco dejar a las gentes y mucho más separarme de la visión exterior cotidiana. El viaje me permitía presentarme ufano ante los conocidos como uno que se va a la capital en busca de su destino glorioso. Pero ¿quién me devolvería jamás la realidad de la pequeña urbe y la huella de mi sensibilidad sobre sus cosas? Con los del pueblo no sería ingrato; mis ojos iban a ver por todos ellos el esplendor de las tierras patrias. La conciencia misma del pueblo iba conmigo para ensancharse y retornar alguna ocasión a devolver, en experiencia y servicio, la deuda de amor que nos ligaba. Nunca había querido a mi ciudad como en el instante de dejarla.
Una extraña saudade me invadía al echar las últimas miradas de adiós a mi mi escuela de Eagle Pass. La gratitud y el afecto me ablandaban el ánimo. Imposible consumar el recuento de lo que debía al plantel; y una cierta acidez se mezclaba a mi añoranza, por la huella de los conflictos raciales patrióticos que allí había padecido. Los campos devastados de nuestros juegos y peleas me harían menos falta que los salones de clase donde la curiosidad robó tesoros. Sin embargo, advertía que me iba después de haber sacado todo el fruto posible de aquellos años ingenuos. Por delante se hallaba una serie de épocas fecundas; la vida entera se me aparecía como tarea explotable con miras de eternidad.
Al concluir las clases, una tarde, me llamó el director de la escuela, gringo alto, correcto, grave y bondadoso. Caminando a pie lo seguí varias cuadras rumbo a su casa.
-Es sensible que te vayas -decía-, dejando interrumpida tu carrera entre nosotros. Si tú padre quisiera dejarte al cuidado de alguna familia... Tienes ahora trece años... al cumplir los catorce, concluido el curso primario, podría obtenerse para ti una beca en la Universidad del Estado, en Austin. Háblale a tu padre; si está conforme, dile que me vea. Será fácil arreglarlo.
Mi padre se ofendió primero; después comprendió que la desinteresada oferta merecía una negativa cortés, agradecida, y fue a darla. Mi madre no necesitó intervenir pero tampoco hubiera consentido entregarme con personas excelentes, mas de otra religión. En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella. En suma: dejé pasar la oportunidad de convertirme en filósofo yanqui. ¿Un Santayana de México y Texas?
Los Estados Unidos eran entonces país abierto al esfuerzo de todas las gentes. The land of the free. ¿Los años maduros me hubieran visto de profesor de Universidad enseñando filosofías?
No estaba entonces por los destinos modestos. El futuro me sonreía ilimitado de dichas y éxitos. Tan intenso lo soñaba, que a menudo la cabeza me ardía de esperanza y anticipadas certidumbres. Horas de exaltación desmedida, que alternaban con estados de anulación y pesimismo, claudicaciones del albedrío.
Entre los de Las mil y una noches, el episodio que me obsesionaba era el de los compañeros que se reparten por los cuatro rumbos del horizonte, tomando camino según el viento que sopla. Lo urgente era caminar, tomar rumbo, trasponer horizontes. ¿No era yo un alma caída al mundo? Pues urgía lanzarse a explorar toda la extensión de la temporal morada.
Por fin, una mañana, desde la ventanilla del tren, dijimos adiós a la pradera de la Villita, y con el pecho sobresaltado nos internamos luego en el arenal sobre los rieles y entre las nubes de tierra.
Periódicamente, en el llano, los remolinos del aire cavan el suelo, levantan el polvo y lo bailan en espirales, dispersándolo en la altura.
Las estaciones, muy distantes unas de otras, constan apenas de un tejadillo que abriga la sala de boletos y el telégrafo. Al lado, la choza de adobe de algún pastor, unas cuantas gallinas desmedradas, ni una brizna de hierba y en torno leguas y leguas de páramo. Sólo al día siguiente, por la Laguna, vimos los primeros pastos reverdecidos, bajo el sol caliente. Luego, al atardecer, la tierra empezó a ponerse roja, y muy altas montañas dibujaron estupendos perfiles. Los valles empezaron a poblarse de rebaños. Un sol encendido iluminó un ocaso bermejo, como metal de fundición. En los riscos, sobre la montaña, se adivinaba también el cobre, el oro, en bruto, el óxido de plata.
Un airecillo frío y una sordera parcial advierten la entrada en el altiplano. Y los valles se ensanchan circundados de serranías. La vía férrea corre a la falda de los montes y serpea en las gargantas. Es famosa la cuesta que conduce a Zacatecas. Trepa jadeante la locomotora por una serie de curvas que periódicamente ocasionan descarrilamientos. El viajero desde un vagón se asoma a la noche y de pronto descubre un enjambre de luces que aparecen y desaparecen al fondo de un abismo. Aproximándose, adviértese el trazo irregular de la ciudad cuyo nombre evoca historias de mineros enriquecidos o fracasados. Al detenernos en la parada subieron al convoy damas y caballeros de porte distinguido. Empezaba el México de los refinamientos castizos. Al deseo de habernos quedado un día para conocer Zacatecas se mezclaba la impaciencia de ver pronto las maravillas del interior de la patria. Sobre camas improvisadas con mantas nos fue cogiendo el sueño al ritmo del acero en fuga estrepitosa.
Amanecimos más allá de Aguascalientes. El paisaje había cambiado; pero sólo después de León, por Irapuato y Celaya, comienza el deslumbramiento de los campos verdes de alfalfa y los trigales que la brisa agita en la distancia. Bajo un cielo azul diáfano y en el marco de montañas violeta, aparece el milagro de ciudades de ocre y blanco y rosa. Cúpulas de vidriado amarillo, que fingen el esplendor del oro, y campanarios de cantería en tonos claros, se levantan como aleluya perenne. Los caminos, arbolados, conducen a quintas de recreo y a santuarios con leyendas piadosas. Todo engendraba dichoso contraste con los páramos de nuestra frontera.
En cada parada consumábamos pequeñas compras. Abundaba la tentación en forma de golosinas y frutas. Varas de limas y cestos de fresas o de higos y aguacates de pulpa aceitosa; cajetas de leche en Celaya; camotes en Querétaro y turrones de espuma blanca y azucarada; deshilados en linos y mantas o sarapes de colorido detonante; manufacturas de cerda que recuerdan la paciencia china; por ejemplo: cestitos de colores, trenzados, que embonan en orden descendente o sombreritos minúsculos; pequeñas cajas de secreto, incrustadas; sobre papel negro docenas de ópalos de llama o de celaje claro. No alcanzaba el tiempo ni el dinero para elegir. Los vendedores de comestibles ofrecen también a gritos tacos de aguacate, pollo con arroz, enchiladas de mole, fríjoles, cerveza y café. Y del seno de la algarabía, tímidamente y, sin embargo, permeándola toda, la voz del ciego ambulante, que improvisa corridos, tañe la guitarra y recoge limosnas.
Docenas de chiquillos descalzos, trigueños, piden: "Un centavito, niño; un centavito, jefe."
Con el cuerpo fuera de la ventanilla, todo lo vemos, deseándolo; adquirimos baratijas y dulces, repartimos cobres. Mucho he viajado después, pero nunca he visto en las paradas de ningún ferrocarril semejante animación abigarrada y fascinante. En México mismo, las gentes visten cada día con más uniformidad; las artes menores decaen, el estilo de comer se americanista, el traje se vuelve uniforme y el viajero ya no asoma la cabeza a la ventana; la hunde en la partida de póker o, por excepción, en la revista recién entintada. El prejuicio sanitario veda el gusto de los platos populares y el comercio ambulante decae.
Corría el tren por las comarcas feraces del Bajío; la frescura del campo nos penetraba en todas las fibras, nos colmaba la sed orgánica de los años pasados en sitios resecos. Propiamente, veíamos campo por primera vez. Unas cuantas vacas enterradas en el pasto bastaban a darnos sensación de plenitud agrícola. Las nubes adoptan allá no sé qué distinción barroca, muy blancas y bien recortadas en el azul. Ya al oscurecer pasamos a la orilla de un río, quizá el Lerma. Sus aguas cristalinas corrían entre arboledas, se perdían en el cauce pedregoso. Lápiz en mano, intenté fijar en mí cuaderno siquiera algunas de las impresiones tumultuosas del día. No me guiaba la vanidad, sino el deseo de guardar de algún modo la emoción venturosa del viaje. Pero me estorbaban los adjetivos. En vez de apuntar las cosas, me empeñaba en calificarlas. Cada montaña tenía que ser alta; las ciudades me merecían el mismo epíteto de bonitas y cada paisaje resultaba encantador. Con plena conciencia de que traicionaba mi sentir, escribía y acusaba al lenguaje de llevarnos por caminos trillados, pese a la virginidad de la percepción. El caso es que mi ensayo me dejaba triste. No correspondía al intenso vivir. ¿Qué iba a ser de mi en la capital sabía? Recordaba las narraciones amenas de un libro de viajes alrededor del mundo, que en Piedras Negras leyera, y me sentía apocado. Era yo el grano de arena que se pierde en la sabana, brizna de muchedumbre. Así de humilde penetré al carricoche que nos condujo al hotel. La iluminación suntuosa de las avenidas producía estupor. Los cascos de docenas de caballos de tiro repercutían en la atmósfera urbana, ornada de piedra, esplendor y paz.
EN LA CAPITAL
Vagos son los recuerdos de esta mi primera estancia consciente en la metrópoli mexicana. Buscando en las aguas profundas y oscurecidas de mi pasado, extraigo: un doble corredor de columnas esbeltas en torno a un patio con palmeras pequeñas, sillones de mimbre y un comedor extenso con mesas blancas y cristalería. ¿Fue el Hotel Bazar? Luego, como si el tapete maravilloso nos hubiese transportado allí, veo una vivienda en la calle del Indio Triste. Farol de vidrio sobre una escalera angosta de piedra con barandal de hierro. Llega de afuera el olor de alquitrán sobre el asfalto nuevo. Mil circunstancias se pierden igual que si meses enteros y aun años de nuestro vivir muriesen antes que nosotros, sin que logremos resucitarlas. Y me pregunto: ¿Qué hay de común entre el jovenzuelo que se quedaba absorto ante las fachadas de los palacios citadinos y éste que soy ahora incapaz de reconstruirme en lo que fui? Los mismos afectos que parecen determinar modalidades perennes se descargan de su vehemencia y fluyen con lo que pasó.
Me es más fácil rememorar lo que era mi madre entonces, que lo que fui yo mismo. ¿Acaso porque era persona ella y yo todavía un conato? Sin embargo, en vano imagino lo que haya sido como persona social y sólo la concibo como una especie de divinidad que cumplía conmigo una tarea misteriosa. ¿Qué queda, pues, de cada uno?; ¿qué queda del todo? La única respuesta que da mi experiencia es que la pregunta conmueve, preocupa nada más en la juventud. Más tarde se alcanza la indiferencia dulce que nos acerca casi con agrado a la muerte común. Cama bien tendida del hospedaje que nos abriga tras la jornada penosa. Buena cama la muerte si en ella despertamos a mejor ventura que estás otras pequeñeces que se nos deshacen en la atención, aunque nos duela perderlas.
Vivía, y por el hecho de vivir me estaba muriendo a diario; pero no me acongojaba, ni siquiera lo advertía. Muy distante aún, la muerte física no me preocupaba. Ímpetus tensos aguzaban mis sentidos y los saciaba de belleza urbana. Con sólo asomarse al balcón, en la acera de enfrente nos embobaba un palacio de piedra blanca, persianas verdes, zaguán con arco, entresuelo proporcionado y principal con balcones regios. De la noble mansión salía todas las tardes un carruaje flamante tirado por caballos magníficos. Asombrados lo mirábamos torcer por la calle de la Moneda. En ésta, el Museo Arqueológico al costado de Palacio, la Escuela de Bellas Artes y la cúpula de Santa Inés al fondo y la saliente de la Catedral en el otro extremo componen la más hermosa y singular perspectiva del México castizo. A menudo atravesábamos la Moneda con rumbo a Jesús María, de estilo neoclásico y columnas de acantos revestidas de oro. Todas las tardes rezábamos allí el rosario y cada mañana la misa en el altar del Perdón de la Catedral; "la mejor Catedral de América", recalcaba mi padre, mirándola. Y con doble placer de artista y de patriota nos paseaba delante de la cortina oriental del Sagrario churrigueresco. Tallas y encajes de piedra caliza entre dos tableros de rojo tezontle volcánico. Encima, una cornisa de curvas que recuerdan la gracia de un manto. Al lado, la Catedral majestuosa con su par de torres robustas que encuadran la fachada neoclásica de Tolsá, sobria y proporcionada. Nunca hubo construcción más severa y grandiosa.
Entrando por el Sagrario, las naves se reparten espaciosas en torno a una cúpula circular. El ábside vertical levanta el empuje de las bóvedas. A la izquierda, una magnífica nave liga las curvas redondeadas de las naves y columnas de la Catedral. En los costados de ésta hay capillas con enrejado de maderas olorosas; lujosa talla de bronce circunda en barandal el coro adornado de estatuas, candelabros y tubos de órgano. Al centro, el altar mayor bajo un cimborrio atrevido. Detrás, en el ábside, uno de los mejores retablos del barroco del mundo: el altar de los Reyes, todo de oro, imágenes damasquinas, columnas salomónicas, marcos suntuosos y óleos oscurecidos por el incienso. El corazón saltaba primero, se sobrecogía después y se sumaba al coro de las celestes alabanzas.
El atrio enverjado del costado poniente dejaba ver un jardín lateral con el mercado de flores, anexo sobre la calle de las Escalerillas. Ramos de claveles, manojos de rosas recién abiertas, refrescadas con finas gotas de agua que semejan el rocío; gardenias de carne blanca y aroma intenso, violetas fragantes, amapolas como llamas, lirios de rojo y gualda o de azul violáceo, begonias en macetas, tulipanes vistosos, pensamientos aterciopelados, dalias cárdenas, crisantemos y azucenas; flora de todos los climas gracias a la meseta sin estaciones y a la inexhausta fecundidad de la costa inmediata.
Apartándose de los puestos de los vendedores, se prolonga el jardín. Andadores irregulares de cemento en cuadros afirman el borde metálico de camellones de césped y plantas. Al centro de una fuente circular y asentada en planta de piedra, una mujer de mármol vierte una jarra de agua cristalina que en su caer incesante le ha desgastado un pie de blancura lustrosa. Serena la cabeza griega, finos los hombros, firmes las maternales pomas bajo la tela simulada de mármol y el talle opulento, la divinidad anónima se inclina alargando los muslos castos bajo los pliegues de la piedra y sonríe a los niños que juegan en torno. Encima, el ramaje siempre verde difunde fragancias, serena la alegría del cambio en la inmutable perennidad.
(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)