Respetable público:
lucharaaaaaaaaaán, dos a tres caídaaaaaaaas,
sin límite de tiempooooo.
En esta esquinaaaa el Santo y Cavernario;
y en esta otraaaaa Blue Demon y el Bulldog.
La lucha libre mexicana
por Francisco Correa y Selynda Pérez Argueta
¿Quién no ha oído esa canción del Conjunto África? La letra es emblema de una de las manifestaciones culturales más representativas del país y, en particular, del entorno urbano. Nos introduce al universo de los héroes populares que no tienen relación con los cómics o el cine hollywoodense. Frente a ésos, los de los gringos -extravagantes seres superdotados o multimillonarios que "regalan su tiempo libre" a la caza de villanos con resentimiento social- los mexicanos oponemos el héroe enmascarado, surgido de los barrios marginales de Tepito, la Doctores o Peralvillo; el luchador que esconde su identidad tras una colorida máscara y no con unos lentes y un copete envaselinado -que sólo engaña a aquellos con miopía intelectual.
¿Qué puede Batman contra Blue Demon? ¿Qué Hulk contra Psicosis?¿Cuál de todos los Ironman sería capaz de derrotar al Huracán Ramírez?¿Qué miembro de la Liga de la Justicia le haría frente a los Perros del Mal? ¿Podría Spider-man ganarle al Rayo de Jalisco? ¿Derrotaría Superman al Santo?
Preguntas hipotéticas que tienen por respuesta una sola certeza: los héroes mexicanos siempre saldrán vencedores por la sencilla razón que ellos sí existieron -y siguen vigentes-. Cada fin de semana se materializan en el ring -de la Arena México o la Coliseo- pero no se esfuman al terminar la función. Los encontramos inmortalizados en el llamado Cine de Oro, pero también en las calles de las colonias Doctores, Obrera y Bondojto, como parte inherente de la gráfica popular y recientemente de la publicidad de otros productos que "se cuelgan" de la fama de estos personajes; los vemos en orfanatos u hospitales dando ánimos a los niños con leucemia o en funciones públicas que son parte de las ferias regionales o en la carpa improvisada de cualquier plaza del país.
La lucha libre mexicana es el espacio del desahogo colectivo, de la catarsis social, donde el chingón -ése que describió Octavio Paz en El laberinto de la soledad-, se encarna con musculatura de hierro en un ring de seis por seis metros, donde el hombre marginal condenado al ostracismo económico tiene la oportunidad de renacer como héroe de las arenas de concreto -el gladiador redivivo que pelea por algo más que su libertad- y se gana la admiración y el aplauso de la gente, hasta alcanzar su propia estatua en el barrio o el pueblo que lo vio nacer".
Deporte y disciplina, pasión y sufrimiento, donde la violencia, a decir de Carlos Monsiváis, se vuelve estética y refleja la eterna lucha entre el bien y el mal: los técnicos contra los rudos, la máscara contra la cabellera, en un duelo de dos a tres caídas -con límite de espacio, sin límite de tiempo- hasta que el derrotado salga entre un bullicio de chiflidos -cubriéndose el rostro- y el puño del vencedor sea levantado por El Tirantes [uno de los referís más polémicos y reconocidos que lleva casi treinta años en activo], y cual efigie de guerrero helénico, se corone su victoria con un cinturón de fino metal labrado.
Emulando a los griegos
la arena estaba de bote en bote,
la gente loca de la emoción
en el ring luchaban los cuatro rudos
ídolos de la afición.
La lucha libre mexicana nace como un espectáculo ideado por extranjeros que se aventuraron con una osada propuesta: inventar un deporte que combinara el catch europeo y el wrestling americano. Presentaron a los primeros luchadores -entre los que se encontraban Conde Koma, León Navarro y Kawamula- emulando a los atletas griegos que, en tiempos de Heracles, se batían para demostrar quién era, no sólo el mejor luchador, sino "digno de la gracia de los dioses".
En la década de 1920 Giovanni Relesevitch, Antonio Fournier y Constant Le Marin organizaron los primeros espectáculos. Pero no fue sino hasta 1933 cuando se fundó la Empresa Mexicana de lucha libre hoy como hoy conocida como el consejo mundial de Lucha Libre, hoy conocida como el Consejo Mundial de Lucha Libre -CMLL-, por Salvador Lutteroth, quien es considerado como el "padre de la lucha libre mexicana".
La fusión entre la lucha y la identidad desconocida -combinar el deporte con la teatralidad y emparentarlo con la "eterna lucha del bien contra el mal"- comenzó con Ciclón Mackey, el primer enmascarado en pisar una arena en el país. Antes de la Arena México hubo otros escenarios como la Coliseo -también llamado El Embudo de Perú 77-, sede de históricas batallas donde se forjaron los cimientos de, además de uno de los deportes más populares, un emblema de la mexicanidad ante el mundo.
Desde la década de 1950 hasta los años 70, la lucha libre vivió su época de oro: se definieron los personajes más relevantes dentro del ring y de la pantalla grande; se volvieron ídolos internacionales mientras combatían a los más estrafalarios maleantes, reales o imaginarios: momias, brujas, vampiros, hombre lobo, científicos desquiciados, magnates del mal, villanos del absurdo. Ahí Santo y Blue Demon forjaron sus leyendas.
Nombres como el Huracán Ramírez, célebre por su "huracarrana", el Perro Aguayo y sus peludas botas; la Parka derrotando a Pierrot en un duelo de máscaras; Octagón y su cinta roja en la frente a imitación de los guerreros ninja; Mil Máscaras y el Matemático en los tiempos de la Legión de los Villanos; Cavernario Galindo gritando su bramido salvaje; el Rayo de Jalisco aplicando por última vez la desnucadora, Tinieblas y su inseparable amigo Alushe; Dos Caras ganando los campeonatos en los EE. UU.; Lismarck sin nunca haber perdido su máscara; Psicosis y su característica mezcla de cabellera-máscara-cuernos; el Negro Casas y su gusto por Juan Luis Guerra y su 440 -de ahí su apodo-; Máscara Sagrada y su disputa con la AAA; y Atlantis rivalizando con el tiempo, uno de los más longevos y que hasta la fecha sigue vigente en el ring.
En los últimos años peleadores como Dr. Wagner, Shoker el Hijo del Perro Aguayo, Místico o Rey Misterio le han dado otro matiz a las arenas, desarrollando una lucha de acrobacia y espectáculo más cercana a la WWE estadounidense que a la lucha tradicional mexicana. No obstante, también son responsables que este deporte sea muy admirado y respetado en todo el mundo; ni los gringos han podido con el entrenamiento la disciplina y la agilidad que se requieren y más de uno ha salido con un brazo roto o decepcionado por "no dar el ancho" ante las exigencias del público mexicano.
La tragedia nacional
Y la gente comenzaba a gritar
se sentía enardecida sin cesar:
"¡Métele la Wilson, métele la Nelson,
la quebradora y el tirabuzón…!"
Todo caos puede ser derrotado por una sobrecarga de tensión: la inseguridad, la corrupción , las injusticias, los desaparecidos, la pobreza o el desempleo. En nuestro país sobran miles de razones por las que un mexicano necesita gritar. Alaridos que reconfortan y desahogan, que exasperan y relajan, que se hacen indispensables -y presentes- en cualquier festejo, pero que cobran especial fuerza en las esquinas de los cuadriláteros.
El colectivo inconsciente se ve constantemente amedrentado, la insatisfacción social amenaza con estallar en cualquier momento, lo que genera la imperiosa necesidad de encontrar válvulas de escape. En su obra El Malestar en la Cultura, Sigmund Freud señala que es necesario que las sociedades tengan medios para liberarse del hartazgo y así no desencadenar algún tipo de histeria colectiva. En México hay varias válvulas de escape y una de las más efectivas -junto con el fútbol- ha sido la lucha libre.
Semejante a un juego ancestral, este deporte puede conceder su origen al pueblo grecorromano. Por un lado nos remonta a las luchas cuerpo a cuerpo que se desarrollaban en el imponente coliseo como preparación física para los gladiadores. Por otro, rememora las tragedias griegas, las cuales asumían la función de caja de resonancia de las ideas y las principales problemáticas de los pueblos que habitaban las polis de la hélade.
Con el tenis término κάθαρση/kátharsis, Aristóteles describió la práctica liberadora de hechos traumáticos que producía la tragedia: sacar a la luz cuanto está en el fondo del ser y que constituye un obstáculo para alcanzar la purificación mental y espiritual. De esta manera se presenta la construcción del escenario idóneo para la puesta en escena de cuanto aqueja al mexicano, como representación teatral contenida en la lucha libre. Arriba del ring los luchadores representan la eterna dualidad de la Hybris y la Némesis griegos, manteniendo un vínculo por medio de la violencia como instinto humano y hermanados por el riesgo a la muerte.
La lucha libre es pues, la catarsis de las energías contenidas en hombres y mujeres de todas las edades, es un fenómeno surgido del barrio y de las colonias populares y que ha logrado permear todos los estratos sociales. Al ser uno partícipe de la batalla en la arena, la imaginación se desborda por el audaz juego de acrobacias y saltos mortales desde la tercera cuerda. El cuadrilátero iluminado es el escenario donde los titanes se enfrentan; reflejo a su vez de la lucha diaria por la supervivencia, de la que todos somos parte aún de forma involuntaria.
El santuario de las pasiones urbanas abre sus puertas a la comunión masiva. Los vestuarios y las coreografías son el preámbulo para el rito místico que congrega a las masas. El grito de: "¡Lucharaaaán de dos a tres caídaaaas... sin límite de tiempoooo!" desata a las fuerzas universales, las cuales se enfrentan hasta alcanzar el punto en el que las máscaras son emblemas del día y la noche, de la dualidad que impera también en nosotros.
Todo sucede en un ambiente donde convergen la música surf con gritos a favor o en contra de tal o cual luchador; en donde los personajes que se encuentran sobre el ring trasladan su protagonismo a los espectadores, quienes, envalentonados con unos tragos de cerveza, son capaces de arrojar toda su ira en un vaso de cartón.
con cada golpe, con cada llave, con cada salto, se desahoga el hartazgo social y es posible posible liberarse de la frustración. Un pancracio [combate gimnico de origen griego, que estuvo de moda entre los romanos, en el que la lucha, el pugilato y toda clase de medios, como la zancadilla y los puntapiés, eran lícitos para derribar o vencer al contrario] que simula la batalla entre colosos, con patadas voladoras, candados asesinos y aterrizajes violentos; la interacción entre el público y los luchadores, se convierte en una especie de comunión, un rito catártico en el que todos desahogan sus miedos y frustraciones. Así, entre silbidos, gritos y mentadas, nos unificamos en una sola voz, somos iguales... excepto en un pequeño detalle: unos son técnicos y otros rudos.
De máscaras y artilugios
"¡Quítale el candado , pícale los ojos,
jálale los pelos, sácalo del ring…!"
La máscara y la personalidad son vocablos griegos que resultaron fundamentales para la representación dramática de la realidad. Al enmascararse, el luchador se vuelve una abstracción, su historia y su origen se transforman en un signo en forma de glifo mexica o maya, en ángel o demonio, héroe o villano; es una encarnación del misterio. Los elementos inspiradores para la creación de máscaras y personajes en la lucha libre son infinitos. Entidades metafísicas, fenómenos meteorológicos, adjetivos heroicos o en ocasiones despectivos, atributos puros, objetos vivos o inanimados, constituyen la fuente para la conformación del personaje.
La máscara se vuelve un elemento definitorio de su historia, sin importar la tela o el color con que se confeccione: es su tarjeta de presentación y el símbolo de inmortalidad para quien la porta. El valor de la máscara se mide en función del sudor, del estilo y de las maniobras aplicadas sobre el cuadrilátero. Sólo aquellos luchadores que sean capaces de despojarse de sí mismos y convertirse en el personaje -querido u odiado por el público- podrán convertirse en leyendas. Por ello los duelos en los que se apuesta la máscara -o la cabellera-, conllevan la lucha no sólo por un elemento decorativo del disfraz, sino por la identidad y el honor mismo. El luchador que pierde la máscara, pierde su nombre, su trayectoria, su misma existencia. Podría ser su último combate ser borrado de la memoria y sumarse al polvo del olvido; o puede reinventarse y transformar su derrota en el dintel de una nueva historia como lo hizo el mítico Blue Panther.
"¡Uno, dos...tres!"
De entre toda la parafernalia que rodea el espectáculo de la lucha libre mexicana: los carteles anunciando el siguiente encuentro, las arenas repletas de gente, las máscaras, cabelleras y disfraces, la música estridente y el lenguaje del público, se suman las incontables figurillas de plástico que representan a los luchadores en pseudoposición de combate: la mano izquierda levantada con la palma al enfrente, la derecha hacia abajo y las rodillas semiflexionadas. A esas figuras se suman "rines" -cuadriláteros y hexadriláteros- de madera u acolchonados con cuerdas de ligas juguetes tradicionales que han hecho la diversión de varias generaciones.
Finalmente, la lucha libre mexicana es una pelea por ser auténtico. Juan Villoro ha dicho al respecto: "Póngale una máscara a un hombre y dirá la verdad". Los luchadores son la encarnación viva de ello, sus cuerpos son el testimonio vivo de esta mezcla de teatralidad y rito que, por medio del dolor y el esfuerzo -del sudor y las lágrimas- logra su apoteosis. Alegoría de las batallas a que nos enfrentamos a diario, éste deporte se ha convertido en un emblema de nuestra mexicanidad -como los grabados de Posada, Frida Kahlo o el muralismo-, un entretenimiento que también nos remite a nuestras emociones más básicas, a nuestra infancia y, por lo mismo, a nuestra esencia como individuos y que nos anima a levantarnos cada día, sin importar que tanto nos hayan "dejado en la lona".
(Tomado de: Correa, Francisco, y Pérez Argueta, Selynda - La lucha libre mexicana. Algarabía #157, Año XVII, Especial Tragedia y Comedia, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V. México, D.F. 2017)