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martes, 1 de octubre de 2019

Manuel M. Ponce


Ponce: el gran precursor


A principio de siglo vivía en Aguascalientes una ciega llamada Sebastiana Rodríguez, que recorría los pueblos y ferias de la región interpretando con su hermosa voz canciones populares. entre sus oyentes más asiduos se contaba un jovencito llamado Manuel M. Ponce.
Manuel tenía fama de ser todo un “fenómeno musical”. Según afirman sus biógrafos, no había cumplido los cuatro años de edad cuando, después de haber escuchado atentamente las clases de piano que recibía su hermana Josefina, se sentó frente al instrumento y sin más preámbulo interpretó completa una de las piezas que había oído. Inmediatamente sus padres lo pusieron a recibir clases de piano y solfeo. Al parecer, su propia hermana Josefina colaboró muy activamente en su enseñanza.
Un año después, Manuel enfermó de sarampión. Cierto día, cuando aún estaba en cama, Josefina le dio algunas hojas de papel pautado para entretenerlo, y se llevó una gran sorpresa. Horas más tarde, el niño de cinco años le presentaba la partitura de su primera pieza, a la que había puesto por nombre La danza del sarampión. A los seis años ya tenía tres o cuatro canciones más en su haber.
En aquella época se había pasado del italianismo en materia musical al más acentuado afrancesamiento que, a esas alturas, se había tornado “prácticamente intolerable”, según palabras del musicólogo Vicente T. Mendoza. Así, en sus primeros años la producción de Manuelito se reducía a gavotas, valsecillos y otras melodías de inspiración semejante. Con los años, sin embargo, las tonadas tristes con rasgos de alegría o las alegres con rasgos de tristeza que entonaba Sebastiana llevarían al joven Ponce a integrar un concepto que ya intuía desde los primeros años de su adolescencia: que la música popular mexicana, si se refinaba y metodizaba sin desechar su esencia original, no sólo se convertiría en algo dignísimo y muy valioso, sino que presentaría grandes posibilidades de aceptación en el mundo entero.
Pero para consolidar y poner en práctica esta idea -aún nebulosa- Manuel tenía que recorrer un largo camino.


El niño serio


Manuel M. Ponce nació en Fresnillo, Zacatecas, en 1886. Tenía sólo unas cuantas semanas de vida cuando su numerosa familia se trasladó a la ciudad de Aguascalientes, en busca de mejores posibilidades económicas. Era Manuel el menor de los doce hijos de don Felipe Ponce -contador de profesión- y su esposa, doña María de Jesús Cuéllar. En Aguascalientes vivió el joven músico hasta la edad de 15 años; y se cuenta que su característica más notable -aparte, desde luego, de su precocidad musical- era su carácter dócil y serio.
Hizo los primeros estudios en la ciudad de Aguascalientes, donde siguió componiendo. En 1900 escribió una pieza de piano para la mano izquierda a la que tituló Malgré Tout (A pesar de todo), en honor del escultor manco Jesús Contreras; el mismo título lleva una célebre escultura de Contreras que adorna la Alameda Central de la ciudad de México y que habla elocuentemente de la determinación del artista de sobreponerse a la tragedia y continuar su obra a pesar de todo.
En 1901, Ponce ingresó al Conservatorio Nacional de Música, ya con cierto prestigio de pianista y compositor. Allí permaneció hasta 1903, año en que volvió a la ciudad de Aguascalientes. Este era sólo el inicio de su peregrinar. En 1904 marchó a Italia para cursar estudios superiores de música en el Liceo de Bolonia. Siguió estudiando entre 1906 y 1908 en Alemania y volvió a México para hacerse cargo de la cátedra de piano (que antes ocupó en el Conservatorio Ricardo Castro) y la de Historia de la Música.
En 1912 compuso su obra cumbre, Estrellita, que no es propiamente una canción de amor, como se suele pensar, sino “una nostalgia viva; una queja por la juventud que comienza a perderse. Reuní en ella el rumor de las callejas empedradas de Aguascalientes, los sueños de mis paseos nocturnos a la luz de la luna, el recuerdo de Sebastiana Rodríguez”, según escribió el propio autor. Ese mismo año, Ponce realizó en el teatro Arbeu el memorable concierto de música popular mexicana que, si bien escandalizó a los ardientes defensores de lo europeo, vino a constituir un hito fundamental en la historia de la canción nacional.
Con esta valiosa actividad de promoción de la música del país y con melodías como Estrellita, A la orilla de un palmar, Alevántate, La pajarera, Marchita el alma y una multitud más, Ponce ganó el honroso título de “creador de la canción mexicana moderna”. Y fue también el primer compositor mexicano de música popular que proyectó sus obras al extranjero: Estrellita, por ejemplo, ha sido parte del repertorio de las principales orquestas del mundo y de incontables cantantes, aunque muy a menudo sus intérpretes ignoran el origen de la canción y el nombre del autor.


El exilio voluntario


Ponce parecía destinado a llevar, por fin, una vida metódica y tranquila, pero la inestabilidad creada por la Revolución le impedía desarrollar adecuadamente su labor de enseñanza y en 1913 decidió trasladarse a La Habana. Estuvo en Nueva York en 1916 y presentó algunas de sus obras en el Aeolian Hall. Después volvió a Cuba y ahí permaneció hasta septiembre de 1917. Retornó a México para hacerse cargo de una cátedra en el Conservatorio Nacional. Se enamoró de una de sus discípulas, llamada Clementina Morel, y en 1918 profesor y alumna contrajeron matrimonio. La boda coincidió con el nombramiento de Ponce como director de la Orquesta Sinfónica Nacional, puesto que desempeñó brillantemente por espacio de dos años y durante esa etapa dio a conocer muchas obras mexicanas y europeas de compositores jóvenes.
Hacia 1925 su situación económica era precaria, a pesar de que trabajaba intensamente en la composición y la transcripción de música mexicana. la cual era aceptada cada vez mejor por las clases media y alta. Por otra parte, se percató de que en Europa se hacían avances musicales vertiginosos, mientras que sus propios conocimientos se rezagaban. Su ansia de estudio pesó más que su angustia por alejarse del país y marchó a París tras pedir una licencia de seis meses en el Conservatorio. Al término de la licencia, Ponce decidió quedarse en Europa.
Estableció su residencia en París, donde permaneció hasta 1933 desempeñando empleos modestos y dirigiendo una revista en español sobre asuntos musicales. Mientras, absorbía las corrientes vanguardistas que en París alcanzaban la máxima expresión. Su ánimo se debatía entre el terror que le inspiraba la penuria de la vida en México y la nostalgia por su patria. Un día fue a un cafetín de los barrios bajos parisienses y escuchó a una cantante ciega interpretar Estrellita. El recuerdo de Sebastiana Rodríguez volvió a introducirlo súbitamente a la corriente musical de su patria y Ponce decidió regresar.


La vuelta del juglar


Ya en México volvió al Conservatorio y en la Universidad Nacional creó una cátedra de música folclórica. La periodista Rosario Sansores lo recordaría “con su abundante cabellera blanca y sus ojos negros y brillantes”, trabajando en el Conservatorio en ruinas, entre muebles polvorientos y pianos viejos y desafinados. El contraste con su vida musical y personal en Europa era abrumador, pero Ponce no perdió los ánimos; siguió revolucionando la enseñanza musical y componiendo infatigablemente. Al ser nombrado director del Conservatorio, instauró también en él la cátedra de música folclórica. 
Si en el periodo de la Revolución se había dedicado primordialmente a componer canciones y a transcribir tonadas populares recogidas en todo el país, en esta segunda etapa de su carrera -cumplida ya en buena parte su tarea de precursor de la canción mexicana- consagró casi todo su tiempo a la composición de música de altura, observando generalmente una tendencia nacionalista. Una de sus obras más importantes en este campo es, según los eruditos, el Concierto del sur, que dedicó a su amigo el guitarrista español Andrés Segovia y en el cual la guitarra desempeña el papel de instrumento solista. Al virtuoso Henrik Szeryng le dedicó igualmente su excepcional Concierto para violín y orquesta. No menor interés despertó en el mundo de la música clásica su obra sinfónica Chapultepec, dividida en tres partes.


Cuando la ilusión se desvanece


Compuso muchas otras obras de primer orden: Trío para piano y cello, Sonata para violoncello y piano, Instantáneas mexicanas, Suite en estilo antiguo y las deliciosas Miniaturas mexicanas para orquesta, aparte de innumerables motetes, romanzas y nocturnos. En cuanto a sus canciones populares, el pueblo siguió cantándolas durante muchos años y un buen número de ellas -que fueron en total más de 250- se incluyeron en las películas de la época. Todavía se dio tiempo para dirigir una revista musical y para escribir una gran cantidad de artículos.
Su trabajo intenso y la gran difusión de su obra no se tradujo, sin embargo, en una situación económica desahogada. En las casas que habitó, primero en la colonia Condesa y más tarde en San José insurgentes, vivió siempre en la mayor estrechez, escribiendo canciones para los jardines de niños con el fin de complementar sus magros ingresos. En 1942 se convirtió en miembro del Seminario de Cultura y en 1948 recibió del gobierno mexicano el Premio Nacional de Artes y Ciencias, que constaba de un diploma y $20,000.
La amargura de la pobreza se hizo presente en la solemne velada musical organizada para hacerle entrega del premio. En su discurso de agradecimiento, Ponce expresó: "…un premio, una ayuda que llega en los momentos en que la ilusión se desvanece ante la realidad desconsoladora…
Muy poco tiempo después, hacia la medianoche del 24 de abril de 1948, el padre de la canción mexicana murió, a causa de un ataque de uremia. En cumplimiento de su voluntad, se le enterró en el popular panteón de Dolores, en un sitio que los cronistas describieron como “un gran herbazal” de donde sería trasladado posteriormente a la Rotonda de los Hombres ilustres. Su cuerpo bajó a la tierra mientras la soprano Fanny Anitúa entonaba con infinita emoción la célebre Estrellita.


(Tomado de: Morales, Salvador y los redactores de CONTENIDO - Auge y ocaso de la música mexicana. Editorial Contenido, S.A. México, 1975)







domingo, 22 de abril de 2018

Angeline Beloff

Angelina Beloff (1879-1969)


Por Victoria García Jolly

El crítico de arte Olivier Debroise dijo sobre el trabajo de Beloff: "Sus cuadros de pequeñas dimensiones, sus delicados y deslavados paisajes, sus ilustraciones acuareladas, los diminutos grabados de un modern clasicismo, parecen contenidos si se les compara con la furia coloristica, el monumentalismo de los cuadros de Diego que cuelgan de las mismas paredes en muchas casa de México”. Nació en San Petersburgo, Rusia, donde estudió en la Academia Imperial de las Artes, continuó sus estudios en París.

Angelina fue la primera esposa de Diego Rivera, de quien se separó en 1921. Germán y Lola Cueto la ayudaron a instalarse en suelo mexicano en 1932, donde trabajó como profesora de arte y marionetista hasta su muerte.


(Tomado de: Algarabía #138, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V. México, D.F. 2016)




(Tepoztlán, 1949-1950. Angelina Beloff. Óleo / tela)
Angeline Beloff, olvidada en París.

Cuando Rivera regresó a México, una tarde de 1922, Angeline Beloff, Gachita Amador y Siqueiros fueron a despedirlo al Puerto del Havre. La más tierna camaradería los ligaba. Sus manos permanecieron enlazadas mucho tiempo  y hubo lágrimas en los ojos de los cuatro. El viajero, en el ultimo minuto, ya a punto de subir al barco que lo llevaría a América, le dijo a Angeline:

-Aleja de ti las dudas, mi amor, y sonríe como cuando estás contenta. En cuanto llegue a México sabrás por mis cartas que estoy bien y que no hago otra cosa que reunir dinero para el pasaje de mi mujercita –y le acariciaba la barbilla y la besaba-. El mayor día de mi vida esperaré tu regreso en el puerto de Veracruz y nunca, nunca más nos volveremos a separar.


-¿De veras, Diego? –y la voz de Angeline, que había decidido adoptar la patria del artista, por amor a él, se escapó como el suspiro que aleja de un alma cándida los últimos temores.


En París, Diego y Angeline habían vivido en un departamento de la rue de Saix, callecita proletaria no lejos de la Torre Eiffel. El rumbo estaba invadido por por legiones de gatos pardos y por un penetrante olor a alimentos descompuestos y vino tierno. Las casas –de una misma altura, de un mismo tono gris, casi negro- se parecían todas entre sí y en ellas se perdían, ya entrada la madrugada, sombras que trastabillaban.

En el departamento, ella era “el señor de la casa”. Aportaba hasta el ultimo centavo para el gasto y aun sumas adicionales para distracciones modestas. Frente a su mujer, la actitud de Rivera, satisfecho de sí mismo, el cuerpo presto para recibir todos los placers de la vida, era la del fauno.


(Pareja, s/f. Angelina Beloff. Grabado en madera)

Cuando Angeline, por las noches, regresaba de la casa de antiguedades en que estaba empleada, daba principio a sau trabajo como falsificadora de obras maestras. En un pequeño cualrto al que ni Siqueiros tuvo acceso jamás, había montado su fábrica de primitivos italianos y flamencos, así como de pintores catalanes de la antigüedad.


“No sé si serían sus preferidos, pero de lo que no me cabe duda es de que tenían aceptación en el estrecho ámbito en que ella se movía en aquel entonces. De sensibilidad cultivada con esmero y diestras manos que manejaban con soltura el pincel y la paleta, Angeline era ejemplo de celo en su clandestina actividad.


Diego le decía que se comportaba igual que una alucinada.


-Cuando pinta parece que quiere hipnotizar la tela. ¡Vieras cómo la mira! A veces pienso que sus ojos se han vuelto duros y que ya no podrá moverlos. Trabaja, Siqueiros, con la pasión del creador.


La verdad, sin embargo, era otra, pues no había en Angeline más impulso que el de la generosidad. Una vez le pregunté por qué no dejaba las falsificaciones y hacía su propia obra, por qué no se lanzaba a ese mundo maravilloso en el cual ilumina el artista los cerros y los valles, como si la naturaleza hubiera sido hecha a medias y él tuviera que completarla, que descubrir su parte oculta, pero ella me contestó que uno de los dos debería sacrificarse por el otro.

¿Diego? –y se volvió a mirarle-. Sólo quedo yo, ¿no te parece?”

Empezaron a transcurrir los días, las semanas, inclusive algunos meses sin que Rivera diera la menor señal de vida, ¿Habría llegado a México? En su tránsito se habría desviado para pasar una temporada en La Habana o en los Estados Unidos? ¿Le habría sucedido algo, un accidente, alguna enfermedad grave, quizás mortal?

“En París padecíamos a causa de la miseria. Hasta la última moneda nos era útil. Pero el temor desplazaba todos los sentimientos y Angeline sufría los primeros ataques de histeria.


Decidimos, a costa de lo que fuera, telegrafiar a México. Varios mensajes quedaron sin contestación. ¿Y Diego? Cada vez más alarmados remitimos un telegrama con respuesta pagada. El resultado fue el mismo. Nada. Hicimos una instancia más y el telégrafo nos informó que el destinatario había recibido nuestro mensaje, pero… nada. Rivera había enmudecido. Angeline se hacía la fuerte, pero sus emociones la traicionaban. Cuando hablaba de él palpitaba su pecho, se agrandaban sus azules ojos de porcelana, sus mejillas se coloreaban y la voz se volvía cada vez más más nerviosa y precipitada, hasta que los gritos, las lágrimas, las acusaciones contra el ausente, el llanto, un llanto amargo, con lágrimas gruesas y pesadas, acababan por agotarla.

Yo le reprochaba a Diego su traición de colega. ¿Qué no habíamos decidido que él me contaría cómo encontraba el ambiente artístico de México y a quiénes podíamos tomar en cuenta para iniciar nuestro movimiento muralista, tantas veces proyectado, concebido con ilusión? Diego había ido a México como avanzada. Así lo habíamos convenido. El vería los primeros campos y pisaría antes que nadie esa tierra en la que anhelábamos trabajar. ¿Por qué callaba?


Vi su figura gigantesca, sus enormes pies que se arrastraban como dos reptiles, sus ojos redondos y saltones, de sapo o de vaca, sus manos pequeñitas, blancas, blancas, lampiñas, blanduchas y siempre mojadas; recordé su repugnancia al jabón, el tufo que siempre lo envolvía, sus poses de condescendiente superioridad, y sentí por él algo que se parecía al odio.


(Maternidad, s/d. Angelina Beloff. Grabado en madera / papel)


Por fin llegó un telegrama, pero no provenía de Rivera, sino de la Secretaría de Guerra y autorizaba mi regreso a México, que yo había solicitado tiempo atrás. Cuando Angeline supo que yo también dejaba París, me pidió que la llevara a su patria, que era la de Diego.


Sin poderla apartar de mis brazos, pues era como un ser desvalido que se aferra a lo último que puede salvarla, en vano le hacía yo promesas. Mira Angeline, óyeme, escúchame, por favor. Trataba de hacerle comprender que en México yo le exigiría a Diego, hasta a golpes, si era necesario, que le enviara el dinero suficiente para que ella pudiera reunirse con el pintor cuanto antes. Pero la bella mujer nacida en Tsaritsin sólo tenía en los labios las mismas palabras: ¡Llévame a mi patria, mi patria verdadera!

La crisis duró horas. No recuerdo cómo terminó. Sólo tengo presente que ya en la madrugada caminábamos ella y yo por las calles en penumbra y hacíamos recuerdos de Diego. Había llovido y el fresco nos obligó a levantarnos los cuellos de los abrigos. La visita de Ilya Ehrenburg al departamento de rue de Saix, cuando el escritor ruso trabajaba en su Julio Jurenito, basado precisamente en las mentiras de Rivera, nos divirtió un buen trecho.


Ella era como los niños que han asimilado una paliza y poco a poco retornan a la alegría de su mundo, entre suspiros y lágrimas. Yo la miré a los ojos: aún húmedos, brillaban como las hojas de los árboles.

Del brazo, sin cesar de hablar de Diego, contemplamos el amanecer en plena calle. Poco después reverberaban los adoquines, las fachadas de las casas, los monumentos. El Sena se acoplaba al despertar del día y era el correr de sus aguas un canto en voz baja.


Cuando nos despedimos, el sol daba de lleno en el rostro de Angeline.


-¿Te das cuenta –le dije- que tus cabellos rubios tienen el color de los girasoles de Van Gogh?


Ella se alejó llorando”.


(Tomado de: Julio Scherer García – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)