Otra costumbre que ha sido conservada por toda la población, pero que para los indios tiene un significado especial, es la festividad de “Todos los Santos”. Para los mexicanos ha adquirido un sello nacional que proviene de los aborígenes y que, gradualmente, ha sido adoptada por los mestizos y aun por los criollos. No es ciertamente el festival basado en ritos de la Iglesia romana, porque esto, aquí, es sólo una consideración secundaria; en rigor viene a ser un antiguo festival indio, añadido a las celebraciones cristianas, debido a la prudencia de los sacerdotes católicos, quienes consideraron que esta costumbre ya estaba demasiado arraigada entre los neocatólicos. Antes de la fecha consagrada a todos los santos, la gente suele hacer muchas compras. Hay que usar ese día un vestido nuevo, zapatos nuevos, ponerse nuevos adornos. Las mujeres compran vajillas nuevas de todas clases, esteras multicolores, pequeños cestos de hojas de palma (tompiatl) y otros productos; sobre todo la compra de cirios de cera es la que más atareada tiene a la gente.
Durante varias semanas, antes de la fecha, se observa gran actividad entre los comerciantes minoristas. Cada uno de ellos trata de adquirir cera a un precio razonable; los fabricantes de velas trabajan hasta en sus casas elaborando cirios de todos los tamaños y, por las tardes, la familia entera se ocupa de adornar las velas con cintas de papel de colores. No hay casa ni cabaña que carezca de cirios de cera; hasta el trabajador más pobre prefiere quedarse sin pan, pero no sin un cirio; y los indios dedican a la compra de este producto sus ingresos de varias semanas.
Estos hábitos no se ven mucho en las ciudades grandes; las clases altas se abstienen en lo posible de adoptar costumbres plebeyas; si queremos ver un festival en su forma antigua, tendremos que trasladarnos a alguna aldea.
Los que tienen la fortuna de hacerse de un padrino entre los indios, deben ir a visitar a sus “compadres” el día primero de noviembre. La calle, frente a la casa, esta limpiamente barrida y delante de la puerta hay una gran cruz cubierta de siemprevivas. El indio las llama “cempasúchil” y procura cultivarlas cerca de su cabaña. La casa está arreglada como en días de fiesta; hay flores ante todas las imágenes de santos adosadas al muro; entre éstas, hay una corona de flores y dos cirios encendidos en sus candeleros de barro. No se ve a nadie en casa, pero cerca de allí se escucha el palmoteo de las tortillas.
Observemos a través de la puerta este sanctorum de las mujeres. Tres robustas doncellas preparan la masa en los metates; pero allí está nuestra “comadre” con un cuchillo en la mano, como Judith frente a Holofernes; en este caso su víctima es un enorme pavo. En un rincón se encuentra un segundo guajolote, sentenciado a correr la misma suerte que el primero; no lejos de allí se encuentran cuando menos seis gallinas; todo listo para la comilona. Le pregunto después de saludarla: “Dígame, comadre, ¿qué va a hacer con tantas provisiones? ¿Acaso se va a casar una de las muchachas?” Las tres se miran pícaramente unas a otras. “Ojalá –dice la mamá entre risitas-, así me quitarían una de mis preocupaciones; pero esas gallinas que ve usted son para el día de muertos, y ya nos hará usted el honor de probar el tlatonile.”
Si el lector pensara aceptar la invitación, yo le rogaría que no se llenara la boca con este platillo antes de probarlo; el “tlatonile” parece un guisado inocente, pero arde como el fuego; es el mero extracto de chile y nadie que no tenga una boca a prueba de llamas debe aventurarse a saborearlo.
Pero ahora explicaremos el significado del festival. Los antiguos aztecas efectuaban anualmente una festividad en honor de los difuntos y les ofrecían sacrificios de animales.
En tumbas amuralladas de los viejos tiempos encontré los huesos de muslos de pavos, tapados con un plato, y en el piso alrededor, en otras tumbas, los huesos de pequeños pájaros. Los sacrificios eran probablemente de varias clases, ya que los indios presumían que sus muertos estarían en las ilustres moradas del sol, en la sombría morada de Tláloc o en el tenebroso “Mictlan”. Inclusive parece que se hacían sacrificios humanos, sacrificios de esclavos, pues se encontraron algunos cráneos enfrente de una pirámide funeraria, dentro de un recinto amurallado. No hay duda de que en estas festividades había sacrificios y alimentos de seres sacrificados. Los sacerdotes cristianos aceptaron que estos ritos se combinaran con las ceremonias de todos los santos y de esta suerte se ha mantenido hasta el presente día la costumbre pagana, probablemente de origen tolteca. Por el nombre –todos los santos- podría pensarse que se trata de una festividad lúgubre dedicada a recordar a los seres amados que han fallecido. Pero ni el indio ni el mestizo conocen la plena amargura del sentimiento; no temen a la muerte; abandonar la vida no es nada terrible para ellos; no se apasionan por los bienes terrenales que van a dejar en este mundo y tampoco se preocupan por los parientes que les sobrevivirán, ya que éstos seguirán disfrutando de la fértil tierra y del suave cielo. ¿Es indiferencia o acaso una frivolidad lo que esta rica naturaleza tropical ofrece a sus hijos? No sabría decirlo; pero lo cierto es que, a los ojos del pueblo, la muerte no parece tan tenebrosa ni funesta; que la tristeza por los que se van no absorbe todos los deleites de la vida. El primer estallido de dolor es violento, muchas lágrimas se derraman, pero pronto se secan. Al igual que el musulmán, el mexicano dice: “Dios lo ha querido, todos debemos morir.” Así mira las cosas cada indio, desde el lado práctico. Cuando una persona fallece, parientes y vecinos acuden a ofrecer sus condolencias, especialmente por la noche cuando el cuerpo permanece todavía en la casa. El tributo ofrecido es un cirio o algo que beber. Se dicen plegarias por el eterno descanso del desaparecido y después transcurre la noche en medio de entretenimientos sociales y contento, en la misma estancia donde yace el cadáver sobre el piso, rodeado por cuatro cirios encendidos.
Cuando fallece un niño menor de siete años, el hecho es celebrado como un día de íntimo regocijo, porque el alma del pequeño asciende directamente al cielo, sin el transitorio paso por el purgatorio. El cuerpecito lo cubren de flores y listones, sujeto a una tabla y colocado de pie en un rincón de la cabaña, en una especie de nicho formado con plantas y flores e iluminado por muchos cirios. Al acercarse la noche se queman algunos cohetes que son el anuncio del “velorio”; se toca música y la noche transcurre con alegría y bailes. Los padrinos de la criatura no aprueban este ceremonial porque tiene que cargar con los gastos. Todo el mundo permanece despierto hasta el amanecer, lo mismo los niños que los adultos, hasta que todos se dirigen al cementerio parroquial. Se acondiciona rápidamente el féretro con unas cuantas tiras de madera; una estera sirve de ataúd. Si hay algún sacerdote cerca, va al sitio de la exhumación, precedido por tres hombres que llevan la cruz, imparte la bendición y el cuerpo es bajado a la tumba. Los presentes arrojan puñados de tierra, la tumba se llena al fin y los dolientes se alejan, sin que en ellos se haya producido ninguna extraordinaria impresión. Si a una madre se le da el pésame por haber perdido a su pequeño, ella replica: “Yo amé a este angelito; pero me alegro de que esté feliz sin haber tenido que soportar las amarguras de la vida”.
Acostumbrados los indios a reconocer lo inevitable, y aun a danzar en torno de la tumba abierta, no es de sorprender que los ritos en honor de los que se marchan revistan un carácter más bien alegre que melancólico. Debemos repetir que sólo los indios y los mestizos observan esta práctica, en tanto que los criollos blancos rara vez imitan la costumbre indígena.
En los poblados de los indios se sigue este procedimiento: por la tarde del último día de octubre, la casa se pone en el mejor orden y al oscurecer se tiende sobre el piso de la vivienda una estera multicolor nueva. Toda la familia se reúne en la cocina en espera de que se prepare la comida que consiste en chocolate, champurrado de maíz, pollos cocidos y tortillas pequeñas. Se coloca una porción de cada cosa en nuevos cacharros que los miembros de la familia conducen a la casa donde se ha instalado la estera multicolor; a las porciones previamente servidas se añade una peculiar especie de pan de maíz, llamada “etotlascale” y “pan de muerto”, cierta clase de pan de trigo sin grasa, ni azúcar ni sal, y que es horneado para esta ocasión. Antes de hornearlo, la masa es dividida en pequeñas porciones y a cada una de éstas se le da la forma de una liebre, de un pájaro, etcétera, después de lo cual cada pieza es bellamente adornada. En candeleros de barro, en número igual al de los platillos, se encienden cirios delgados como canutillos; entre los platos se colocan rosas, caléndulas y botones de Datura grandiflora. Y ahora sí, el jefe de la familia invoca a los niños muertos de su propia familia, es decir, hijos, nietos, hermanos y hermanas, para que acudan a disfrutar de la ofrenda. Enseguida toda la familia retorna a la cocina para consumir lo que resta del alimento, que ha sido preparado en abundancia para que también los vivos lo disfruten. A ese ritual se le llama “la oferta de los niños”, y cada pequeño, de acuerdo con su edad, dispone de su platillo y de su cirio. Alrededor de la estera multicolor se colocan unos cuencos con incienso, y toda la estancia es invadida por una densa nube del humo aromático.
Al día siguiente se preparan en forma similar ofrendas para la gente adulta, pero en una escala mayor, que incluye desde la estera hasta los cirios. Además se añaden otros platillos, como el mole de guajolote, tamales y otras viandas deliciosamente sazonadas, una buena cantidad de bebidas en grandes vasos de metal con asa: alcohol, pulque, vino de Castilla y otras bebidas favoritas de los indios. Con la ofrenda de los adultos la gente se preocupa menos en adornar la casa con flores; pero en cambio se añaden objetos que pertenecieron a los difuntos: sus sandalias, sus sombreros de palma o las hachas pequeñas con que solían trabajar. La casa entera se llena con el humo del incienso colocado ante las imágenes de los santos patronos; imágenes que indudablemente fueron adoptadas hace tres siglos en sustitución de los ídolos.
Sin duda los toltecas les dejaron en herencia a los aztecas la creencia de que las almas de los muertos visitan los lugares que para ellos fueron más queridos en vida, y que esas almas a veces flotan en sus moradas en la forma de graciosos colibríes o de nubes; podemos presumir que tal creencia subsiste aún entre el pueblo, por más que no lo hemos confirmado por boca de los indios. Ellos son reservados en todo lo que concierne a la religión de sus mayores, y es posible que como consecuencia de su prolongada sumisión, sus tradiciones sean inconexas y sólo acá y acullá sean reconocidas.
(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)