Mostrando las entradas con la etiqueta carlos monsivais. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta carlos monsivais. Mostrar todas las entradas

domingo, 24 de marzo de 2024

Los narcosatánicos II

 


Los narcosatánicos II


Las víctimas: Claudia Ivette

Constanzo se relaciona con esa zona intermedia donde conviven jefes policiacos, narcotraficantes, artistas del show business, los niveles más deprimentes del esoterismo. Entre sus nuevas amistades se haya Salvador Antonio Gutiérrez, cuyo nombre artístico es Jorge Montes "Carta Brava", actor ocasional que vive de hacer "limpias" y que comparte un departamento en Londres 31 con su amigo Juan Carlos Fragoso, un joven desempleado. Constancio le exhibe a Montes sus "poderes", lo inicia en su ritual, y probablemente lo utiliza en el reparto de la droga.

Constanzo ejecuta su primer crimen (demostrable) con tal de proteger a su "ahijado". El travesti Claudia Yvette, a quien Montes le renta un cuarto, es abusivo y agresivo, no paga renta, utiliza desmedidamente el teléfono. Constanzo dicta sentencia: "Nadie le hace esto a un ahijado mío." Él y su grupo capturan a Claudia, lo introducen a fuerzas al departamento, lo asesinan, lo desmembran con navaja de peluquero y segueta de herrero, le arrancan los ojos con las manos y le "arremangan" la piel a jalones. Luego, llevan los restos a un lote baldío y cuando se disponen a la incineración un grupo de jóvenes los ahuyenta.

Y el asesinato es registrado en las publicaciones de nota roja como episodio chusco. Se acusa a un amigo del travesti Claudia (que nada tuvo que ver) y se "clama al cielo":

...El criminal desolló a su víctima luego de destazarla e incluso la escalpó, o sea, le desprendió la cabellera. Ni un lobo hambriento, ni una hiena inánica y mucho menos un león, pleno de nobleza, hubieran sido capaces de desollar tan minuciosamente a su víctima, como este sujeto mal nacido, que quiso hacer de su crimen una obra de arte. (En Alarde Policiaco, 13 de agosto de 1988.)

Los seguidores: Omar Orea 

Omar Orea, un nacido para perder. Estudiante de Ciencias de la Comunicación en la UNAM, conoce a Adolfo de Jesús en una discotheque gay en la Zona Rosa, y se deja atraer por la personalidad y por el derroche. A cambio, acepta pagar precios muy altos, entre otros la calidad de prisionero de Constanzo, que lo cela, le ordena al Duby vigilarlo en su ausencia y, cuando hay pleitos, va por él a su casa con escándalo.

Omar carece de visiones unificadas del mundo, no tiene reacciones morales ante los asesinatos, le dan igual las religiones y los cultos santeros. Es un determinista: le sucede lo que debía sucederle, y el pleno sometimiento a Constanzo es una de sus fatalidades. Él se limita a vivir asustado, sin comprender, gozando al límite las escasas oportunidades. Ya en la cárcel, le insiste a los reporteros: "Mi verdadera vocación es la política."

Los espacios de Constanzo: la zona del desperdicio

En los centros urbanos en perpetua expansión, se consolida y amplía un espacio: el del "desperdicio humano". Cada ciudad con 800 mil o un millón de habitantes, genera su propia zona prescindible, compuesta por esa "gente sin oficio ni beneficio", en el filo de la navaja entre la sobrevivencia y el delito. Son empleados a disgusto con su trabajo, ex-presidiarios, prostitutas, pushers en pequeña escala, campesinos expulsados de su tierra por el hambre y la violencia, travestis, débiles mentales abandonados por sus familiares.

Ellos viven dónde y cómo pueden, en hoteles de paso, en casuchas, en casas abandonadas, en vecindades, en sitios que les alquilan otros como ellos. No tienen identidad o identificación posible, vagan por las calles o se encierran en sus habitaciones a sumergirse en los pozos televisivos, viajan sin ataduras ni agenda, en la indistinción entre el anonimato y el exhibicionismo contumaz. Un día, de pronto, ya no aparecen y su ausencia apenas si causa algunas preguntas de rutina. "Ya volverá o si no, da igual", dicen los pocos que se acuerdan. La familia es un accidente o el ámbito brumoso que sólo se conserva mientras no se pida ayuda. Y su existencia, para los cultores de la "normalidad", es horrenda, inútil, provisional.

Constanzo elige a sus víctimas entre los habitantes de la zona prescindible de la sociedad. ¿Quién se obsesiona por la suerte de un "madrina" de la policía? ¿A quién le atañe si un campesino analfabeta, que salió de su pueblo a hacerla en el Norte, anda en Brownsville o en Chicago o en Reynosa? ¿A quién le importan los restos descuartizados de un travesti?... A los "prescindibles" las familias los dan por muertos o, con frecuencia, por jamás nacidos. Y Constanzo ,con pleno conocimiento de causa extrae sus víctimas de la zona prescindible. Con eso eleva su condición de jefe de secta a la de dueño de la vida y de la muerte. Así, él será el financiero y el sacerdote, el líder arriesgado y el representante del Más Allá.

La ruina de Constanzo se inicia cuando elige para el sacrificio a un habitante de la zona imprescindible, el joven Mark Kilroy. Al matarlo, el grupo transgrede sus límites; su ventaja ha sido la indiferencia de la policía hacia quienes no importan, y nunca obtendrán solidaridad alguna. Kilroy sí tiene padres que lo reclaman, instituciones que lo defienden, identidad que una semana de olvido no desvanece.

El clímax: regreso al infierno.

El 6 de mayo de 1989 una patrulla de judiciales que investiga un auto robado, se detiene ante un edificio en Río Sena 19, en la Colonia Cuauhtémoc. Ya se retiran cuando encuentran un papel donde se pide auxilio (enviado por Sara Aldrete). Deciden quedarse y se oye un grito: "¡Ya nos llevó la chingada!" Acto seguido desde el departamento 11 se les dispara con metralleta. La policía manda por refuerzos y la balacera arrecia. El Padrino tira centenario de oro y billetes de 100 dólares por la ventana y en español y, según dice el Duby en un "idioma extraño", maldice a sus perseguidores mientras les dispara sin puntería alguna: "¡Tomen cabrones! ¡Agarren esto, muertos de hambre! ¡Van a morir todos! ¡Este dinero no será para nadie! ¡No me detendrán hijos de la chingada! ¡Los veré en el infierno!" En la calle, sin miedo reconocible, policías y curiosos recogen el dinero.

En el departamento, una secuencia de pesadilla bélica. El ruido de los disparos ensordece y Constanzo se jacta: "No se escondan. Los mataremos a todos", mientras le implora su intervención a las deidades Ochún y Eleguá y quema fajos de dólares. De acuerdo con los relatos de Omar, el Duby y Sara, se vive en el departamento una escena trágica filtrada por el grand-guignol. Al irse acabando las balas, Constanzo se calma: "Recuerden nuestro pacto. Moriremos ahora y volveremos. Naceremos de nuevo." Él quiere convencer a Omar para que los mate y se suicide. Omar se niega. Martín acepta morir con el Padrino. El Duby se rehúsa a ejecutarlos y Constanzo lo amenaza con perseguirlo desde el infierno. El Duby accede, Omar y Sara se abrazan en la cama, Constanzo y Martín se meten en el clóset y el Duby los ametralla. Poco más tarde señales de rendición.

Los seguidores: Sara María Aldrete

Para Sara María Aldrete, estudiante destacada en Brownsville, el trato con Adolfo de Jesús Constanzo le resulta la experiencia más extraordinaria. Él no participa de la estrechez de miras de Matamoros, es elegante, es pródigo. Al principio se siente envuelta en un romance. Luego, al cerciorarse de las inclinaciones sexuales de Constanzo, cree hallarse en la cima de una pequeña gran empresa. Ella recluta, enlaza, informa, conspira, y al irse extendiendo la cadena de crímenes se limita a enterarse, sin asesinar, sin rebelarse, siempre al lado de Constanzo en la huída patética ¿Para qué irse si todo da igual, para qué tener reacciones morales si la gente se va a seguir muriendo? En la imaginación del amarillismo, Sara es la Madrina, la Sacerdotisa del mal. En verdad, sólo es un cómplice menor en la orgía de sangre que la rebasa y nulifica.

Los seguidores: el Duby 

Muy temprano, el Duby aprende las reglas que normalizarán su juego o su falta de juego. Mata a un hombre en una riña de cantina, y escapa. Se le invita a un grupo de narcos y él cede ante lo irresistible: el trabajo bien remunerado. Él no sostiene puntos de vista, acepta no consumir droga, participa sin protesta alguna en el primer asesinato y ya nada lo perturba. En su cuadro valorativo, hecho de fragmentos e incomprensiones, la vida humana es asunto muy menor y esto no depende de "Muerte de Dios" alguna, o de la irracionalidad de la santería, sino de su registro del sitio que ocupa en el mundo, en su mundo. Sólo unos cuantos le reconocen existencia plena y a él le da igual porque sabe hacer lo que muchos y es exactamente como muchos. Y su conclusión es inexorable: si yo soy nadie, los demás también lo son.

El Duby no respeta la vida ajena. Nunca le ha hecho falta tal actitud. No es un asesino nato, si tal cosa existe; es alguien que mata porque ya lo hizo alguna vez, y porque a eso lo lleva el compromiso con el jefe. En su mapa moral, el elemento determinante es el temor al castigo. Él no cree representar el mal, ni halla su identidad en el culto a las fuerzas demoníacas.

"¡Esto está muy grueso!", es el único comentario que a Duby le merece su primer asesinato, donde él aferra la pierna de una persona a quien degüellan. "¡Qué grueso!" Es decir, qué terrible, qué increíble y de ningún modo que inmoral. El Duby actúa -esto desprendo del conjunto de sus declaraciones y acciones- al margen de criterios éticos, como inmerso en una película que ni decide ni concibe, y donde él, un extra, obtiene como pago máximo la promesa de la inmortalidad. En la ausencia de convicciones y creencias que lo determina, él cree en lo que le dicen: jamás será detenido, no lo tocará las balas, no será interrogado, y ocupará un sitio de privilegio en el otro mundo, si es que existe. Y su dogma conspicuo es el impulso de las armas de fuego.

El ámbito del crimen: la indiferencia moral

¿Qué tiene en común los "narcosatánicos"? La ignorancia de los procesos racionales, el desinterés por lo que ocurre en el ámbito público, la debilidad moral que ni siquiera se percibe a sí misma, la codicia elemental, la credulidad, la falta de aceptación de los valores humanos, la devoción por el dinero. Y a Constanzo, la impunidad le resulta el hecho central. Lo otro (los crímenes bárbaros, los descuartizamientos, los rituales) son estímulos para su psicología torturada, sus creencias infantiles, la idea frenética de sí mismo.

Constanzo ha matado y debe morir, para no sufrir a manos de sus perseguidores. Él se sabe frágil en la cárcel, pero se considera inapresable como imagen del mal y del infierno. Él no funda religión alguna, él se agrega a lo que hay. Si su casa desborda cualquier imaginación, a los "narcosatánicos" también los explica un paisaje más racional: las atmósferas del narcotráfico. Allí Constanzo no es "enviado de las fuerzas del Mal", sino un gánster menor, cuyos crímenes, por horribles que sean, corresponden a un esquema general, en la semi clandestinidad de la Ciudad de México o en las penumbras de Matamoros. A la inmensa estupidez del crimen la circunda la zona cuya clave amnésica es la fosa común.


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

viernes, 24 de noviembre de 2023

Los narcosatánicos I

 


IX

1989. Los narcosatánicos

Prólogo: la matanza jamás esclarecida

El 6 de mayo de 1987, en las aguas negras del Gran Canal en Zumpango, Estado de México, se encuentran mutilados y amarrados a tapas de alcantarilla de concreto, los cadáveres de Federico de la Vega Lonstalót (a) el Tití, agente de la policía judicial, y Gabriela Mondragón, empleada doméstica. El 8 de mayo, en el Gran Canal, atado a una tapa de alcantarilla, con cuatro heridas de arma punzocortante en el abdomen, se encuentra el cadáver de Martha Calzada Gallegos. El 9 de mayo, en las mismas circunstancias, los cuerpos de José de Jesús González Rolón, dueño de la empresa F.M. Asociados S.A. Master, y su secretaria, Celia Campos de Klein. En el local de la empresa, en Barcelona 25, colonia Cuauhtémoc, se descubren señales de una "limpia": pirú, ajos, huevos de gallina, plantas de sábila, crucifijos de madera. Hay cortinas arrancadas y manchas de sangre.

La empresa F.M. Asociados, S.A. se dedicaba al narcotráfico. Se recibía la cocaína de Colombia, y se procesaba y enviaba al norte dentro de extinguidores. Hay más muertos, se supone, y si nadie duda de la causa: ajustes de cuentas entre los narcos, sorprenden la virulencia y los rituales.


Entrada en materia: el asesinato del travesti

El 20 de julio de 1988, en la colonia popular Santa Teresa, se localizan cuatro bolsas de plástico negro, con 21 fragmentos de un cuerpo masculino. Al rostro se le quitó la piel que se dejó como máscara. Se identifica al muerto: Ramón Paz Esquivel de 39 años, rebautizado para los shows travestis como Claudia Ivette Bonjour de Moa.


Los crímenes: los hallazgos de Matamoros

En marzo de 1989, Mark Killroy joven norteamericano de Brownsville, desaparece en Matamoros, Tamaulipas. Pese a las recompensas ofrecidas, nada se averigua. Semanas después, el 3 de abril, la policía detiene al agricultor Elio Hernández propietario, junto con su hermano Ovidio, del rancho Santa Elena. En los interrogatorios, el velador del rancho reconoce a Killroy en una foto. Elio confiesa: él es narcotraficante, la estudiante de Brownsville Sara María Aldrete Villarreal lo reclutó para un culto a Satán. El dirigente o "sumo sacerdote" es Adolfo de Jesús Constanzo, el Padrino. Elio narra la iniciación en su propio rancho:

Me vendaron los ojos y me llevaron a la casa de madera en donde el Padrino acondicionó un templo para las ceremonias. Ahí me desnudaron y me acostaron boca abajo en el piso. Escuché ruidos como de maracas y un penetrante olor a puro inundó el ambiente y me mareó, pues lo exhalaban sobre mi cuerpo. A continuación sentí unos cortes en los hombros, espalda y pecho, sobre los que empezó a correr la sangre. Me dieron a beber un líquido amargo y espeso, con sabor a vinagre mezclado con aguardiente... Eran como las seis de la tarde. El Padrino pidió dos chivos y dos gallos a los que degollaron como parte del rito. Sara me dijo que con eso me iba a ir muy bien.

Prosiguen las revelaciones de los Hernández. La secta se inicia con un sacrificio propiciatorio (un campesino ofrecido al demonio para que la policía nunca lo capture) y culmina con el de Mark Killroy. En el rancho se encuentran 13 cadáveres mutilados. Hay ofrendas, fetiches, vasijas con restos humanos, semillas de maíz "inscripciones cabalísticas" pintadas con sangre en las paredes, ajos, puros a medio consumir, cabezas de cabra, patas de gallo, corazones de cerdo. Con estos elementos se elaboraba un líquido para untarse en el cuerpo: "Con esto declara -Elio- seríamos inmunes a las balas de la policía, pero no a las de nosotros mismos." Por su parte, Serafincito Hernández, el sobrino de Elio, se sorprende al ser detenido. Él estaba seguro: las pócimas de Constanzo lo harían invisible, los policías no lo podrían ver y las balas no lo podrían tocar.

El relato de la muerte de Killroy resulta escalofriante en más de un sentido. Constanzo les ordenó que consiguieran un joven de raza blanca para depositar su cerebro en la gnanga, el recipiente de santería, porque eso vigorizaría a los espíritus. A Killroy lo secuestran en un bar, lo llevan al rancho y lo desnudan. Luego Constanzo lo golpea, lo tortura, lo sodomiza, lo mutila y lo asesina con un machetazo que le parte el cráneo... A esta descripción sigue el hallazgo de cadáveres: "desobedientes" del grupo, policías, agentes judiciales: Gilberto Garza Sosa, ex-comandante de Servicios Especiales de los Ferrocarriles Nacionales de México; Jorge Valente del Fierro o Pedro Gloria, ex-policía preventivo y "madrina" (informante) de la Policía Judicial; Víctor Saúl Sauceda Galván, ex-policía municipal; Joaquín Manzo Rodríguez, de la Brigada Antinarcóticos de la PJF.

También se encuentran los restos de Mark Killroy. Se le cercenaron los genitales y se le arrancó la columna vertebral, y con los huesos se hicieron un collar 

En Matamoros hay pánico y la población, en un acto de fe en las prácticas diabólicas, quema el rancho donde ocurrieron los asesinatos. La persecución se inicia.


El espacio del crimen: Matamoros 

No es casual la elección de Matamoros. En un clima de ambiciones de dinero rápido, los narcos erosionan profundamente el aparato de justicia. Sin educación formal, sometidos a las vejaciones del clasismo y a las incitaciones de la vida norteamericana, muchos jóvenes aceptan riesgos gravísimos con tal de asir por un instante la impunidad de otro modo inaccesible. Un episodio ilustrativo de Matamoros: en 1983 muere un capo local y la herencia (el territorio de la distribución) se reparte entre sus dos ayudantes. Uno de ellos localiza a su rival en un restaurante, lo rodea con pistoleros, lo golpea y lo humilla. En venganza, el agraviado prepara una celada, donde mueren varios, y el rival, muy mal herido, es trasladado a un hospital. Eso no es suficiente: en la noche, pistoleros que se disfrazan de soldados asaltan el hospital, y victiman a seis enfermeras y pacientes. El mafioso logra quitarse las sondas, se esconde debajo de la cama y escapa, sólo para morir horas más tarde desangrado, en el avión que lo conducía a un hospital privado "para narcos" en Monterrey.


El protagonista: el Padrino Constanzo 

En 1984 llega a México Adolfo de Jesús Constanzo, educado en Miami y Haití por padres cubanos dedicados a la santería, en el rito del Palo Mayombe. Tiene 23 años de edad, viene de la cultura de la droga en Miami, y se adentra en un México cuyas claves esenciales a fin de cuentas conoce: es el orbe del esoterismo y del narco, del horizonte televisivo como la medida del poder social. Por eso, sin dificultades, distribuye cocaína y practica la santería, modificándola a su desaforada conveniencia. Desde el principio, el atractivo físico de Constanzo y su manejo despiadado de la supersticiones propias y ajenas, le habilitan una clientela y un grupo de seguidores fanáticos. Él es, según los testimonios disponibles, un individuo "carismático". Sabe vestir, sabe gastar, sabe jactarse, sabe comprometer irremediablemente a sus allegados, sabe prometer, sabe amenazar, sabe adular. A varios comandantes de la policía judicial -en ceremonias de su invención- los inicia ("raya") para "concederle la inmunidad", dándole la protección de las fuerzas del mal a cambio de apoyo directo y cierto vasallaje; a sus clientes del show business los convence de las ventajas de agradar a los dioses antiguos; a sus fieles les organiza el sentido de la vida.

El de Constanzo es el hedonismo marginal de la sociedad de consumo que se atiene al dogma: nada escapa a la seducción monetaria, ni jueces, ni agentes del ministerio público, ni presidentes municipales, ni policias locales o federales, ni políticos, ni hombres de negocios, ni artistas del espectáculo. A la ferocidad inherente al narco, Constanzo le añade su vertiginoso desequilibrio mental que, durante un tiempo, es un gran elemento persuasivo. Él, ajeno a toda determinación moral, ama la crueldad y, además, la crueldad le es indispensable para consolidar su despotismo sobre esas "almas muertas". En Matamoros y en México asesina y manda asesinar por razones de narcotráfico y de su demencia, y nada le acontece por liquidar, brutalmente, a travestis, mariguaneros, campesinos y judiciales.

La santería, en la muy peculiar versión de Constanzo, es la creencia indicada para quienes se sienten juguetes del Destino, ese seudónimo de la negación de oportunidades. Los seguidores del Padrino conocen dos jerarquías: la reverencia ante la autoridad y los alcances del dólar, la única moneda que manejan. La dualidad modela sus vidas y esta incapacidad de percibir el delito se asemeja de manera alucinante a las persuasiones del universo totalitario. Quienes jamás se propusieron matar lo hacen, y con brutalidad, porque ese día estaban en el sitio indicado al alcance de las órdenes de Constanzo. La oportunidad es el criterio único del mal, y los que en otras circunstancias podrían ser distintos, alcanzan niveles de bestialidad porque, de pronto, alguien les concede el dominio sobre otros cuerpos. Pero Constanzo, así la perfeccione, no inventa esa psicología criminal, muy actuante en las zonas "perdidas" de ciudades como Matamoros o México, y determinada por el vacío existencial propio de los carentes de opciones, que a sus propias vidas y a las ajenas no les atribuyen significado alguno. Ni poseen criterios valorativos, ni conciben el mal o el bien porque lo suyo no es el universo de las decisiones autónomas.

En Constanzo, que se cree en la cima del mundo, no se dan ni se pueden dar reacciones morales. Y la clave para formar su "culto" se la da inesperadamente, una película: The Believers (1987, de John Schlesinger), thriller melodramático sobre satanismo de trama muy convencional: a la muerte de su esposa, un policía (Martin Sheen) se muda a Nueva York con su hijo pequeño y se encarga de investigar una serie de sacrificios humanos, atribuidos al rito del Palo Mayombe. El policía se ve envuelto en una red poderosísima desbordante en complicidades insólitas. Tras numerosos saltos lógicos, y el secuestro de su hijo que va a ser sacrificado, el policía destruye la secta.

Constanzo ve reiteradamente The Believers y perfecciona el sueño de la religión que solo a él pertenecerá. Más que la influencia del cine, localizo aquí un elemento de la expansión de la droga: la "estetización" de lo real, la idea de una vida superior, de una "metafísica del crimen" sólo accesible a unos cuantos. Y los sacrificios "satánicos" son el método peculiar de quienes santifican en su interior la reciedumbre que aporte el señorío sobre otras vidas. En el mismo orden de cosas, se encuentran las preferencias sexuales de Constanzo. Él es gay, pero en su actitud la índole sexual es secundaria. El ejercicio de la tiranía lo subyuga y no admite la mínima disidencia. A cambio, quiere ser generoso. Véase el testimonio hallado en el departamento de Sena:

Éste es mi testamento. Si me muero, mis propiedades y carros van a ser de Martín y Omar. El departamento se lo doy a Omar con todo lo de adentro. El Mercedes que se venda y el dinero se reparte en dos partes, una para Martín y otra para Omar Orea. Igual que el Lincoln. El dinero se reparta en dos partes, una para Martín Quintana Rodríguez y otra para Omar Orea Ochoa. Mis joyas también se las reparten Omar y Martín. Mis herederos son Martín Quintana Rodríguez y Omar Orea Ochoa.

Adolfo de Jesús Constanzo

(Continuará)

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

lunes, 30 de octubre de 2023

Manuel Buendía: lo público y lo privado

 


Manuel Buendía: lo público y lo privado

El 30 de mayo de 1984, al salir de su oficina, Manuel Buendía columnista de Excélsior, es asesinado por la espalda. La foto de portada de Impacto es despiadada: el cadáver de Buendía en la calle, de bruces, cubierto por su gabardina. En el momento de su muerte, Buendía, probablemente el periodista más leído del país, investiga diversos vínculos entre política y delito: los asesinatos de grupos ultraderechistas en Guadalajara, los negocios turbios del sindicato petrolero, el tráfico clandestino de armas, las "irregularidades" del aparato judicial y, tal vez, el narcotráfico. Nada se encuentra en sus archivos, presumiblemente saqueados.

El crimen, determinante en la historia de la libertad de expresión, da lugar a protestas, promesas y búsquedas policiales tan costosas como inútiles. Se habla de la CIA y se investiga (o eso se dice) a la extrema derecha de Guadalajara (los "tecos"), a un traficante de armas alemán, a los dirigentes petroleros. (Se manejan 298 hipótesis de las causas del atentado). Se insinúa que la orden vino de José Antonio Zorrilla Pérez, jefe de la Dirección Federal de Seguridad y amigo de Buendía. Nada sucede, salvo el hostigamiento a las amistades del periodista y un rechazo categórico de los procuradores: "No hubo motivos políticos en el crimen." Por último, el 20 de junio de 1989 la Procuraduría de Justicia del D. F. arresta a Zorrilla Pérez y a Rafael Moro Ávila por el crimen. En ese coro de voces sin destinatario que es también la opinión pública, la convicción generalizada acerca de los autores intelectuales del asesinato apunta "hacia arriba" y ven en Zorrilla a un segundón.


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

viernes, 29 de septiembre de 2023

Balada de los dos abuelos

 


Balada de los dos abuelos

El 6 de octubre de 1978, en la madrugada, son asesinados a machetazos Gilberto Flores Muñoz, de 72 años, director de la Comisión Nacional de la Industria Azucarera, y ex secretario de Agricultura en el sexenio de Adolfo Ruiz Cortines, y su esposa Asunción Izquierdo (la novelista Ana Mairena). El duelo es tumultuoso y la familia se deshace en lágrimas, encabezada por el hijo único de los muertos, Gilberto Flores Izquierdo, subdirector médico del Instituto Mexicano del Seguro Social. La investigación queda a cargo del capitán Jesús Miyazawa Álvarez, director de la Policía Judicial del D. F.

La primera certeza: la residencia es inexpugnable y el asesino no pudo ser gente ajena a los Flores. En el velorio sobresalen los gritos del nieto: "¡Que esto no se quede así! ¡Castigo para quien lo haya hecho!" Pasado el entierro, Flores Alavez le informa a Miyazawa: el día anterior paseó por la ciudad junto con su amigo Anacarsis Peralta. Al interrogársele, Anacarsis confiesa: "Acompañé a Quiles (Gilberto) a comprar unos machetes que necesitaba, según él, para derribar una cabaña que ya no le servía. También compró unos limatones para afilar los machetes, aguarrás y guantes en una tlapalería, y el válium en una farmacia... Él me dijo que todo eso lo quería porque a la hora de usar el machete se pondría los guantes y que el valium era porque no podía conciliar el sueño..." Lo dejó en casa de sus abuelos en Las Palmas 1535, entre las 12 de la noche y la 1 de la mañana.

La escena que merecería la presencia la presencia de Hércules Poirot (en la versión de Miyazawa al periodista Francisco Pulido en Crónicas espeluznantes): la familia reza el rosario por el alma de los difuntos, se presenta el jefe de policía y anuncia: "Entre ustedes se halla el asesino. Y Flores Alavez responde: "Por mi parte, que desde este momento me detengan, ya que el que nada debe nada teme." Él tiene 20 años de edad, estudia con los Legionarios de Cristo en la Universidad Anáhuac y tiene aficiones místicas. Al presentársele ante la prensa declara: "Lo hice motivado por una enfermedad mental." En la confesión oscila entre la amnesia y el recuerdo preciso: "Sí le entregué a Anacarsis los guantes de color negro y el machete para que los tirara o los quemara y que no hiciera preguntas tontas, ya que después le explicaría. Todo esto lo hice para evitar que al encontrar los objetos me fueran a culpar." Más tarde se desdice y jura ser inocente.

Al caso lo rodea el clima paroxístico propio de los grandes momentos de la nota roja, y los lectores (que, por lo mismo, se consideran necesariamente expertos) quedan al tanto del repertorio: las riñas de la familia; los hábitos y las obsesiones de Gilberto, el Quiles; los intentos del padre y del defensor del acusado por hallar con rapidez otros "culpables"; "la ambigüedad" observada por los psicólogos de la Procuraduría del Distrito Federal en quien a los 20 años se declara virgen; la lucha por salvar a Flores Alavez de su propia confesión. El caso da origen a tres novelas: Mitad oscura (1982) de Luis Spota; Los cómplices (1983) de Luis Guillermo Plaza, y la excelente reconstrucción documental de Vicente Leñero, Asesinato (1985).


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

lunes, 21 de agosto de 2023

Lo negro del "Negro" Durazo

 


V

La edad del crimen organizado

[...]

A la urgencia de una política judicial sobre derechos humanos se llega vía los crímenes del río Tula. La brigada Jaguar de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD) al mando de Francisco Sahagún Baca, lugarteniente del jefe de la policía metropolitana Arturo Durazo Moreno, tortura y asesina a 13 colombianos y el chofer mexicano que los acompañaba. Los colombianos asaltantes de residencias y violadores, roban un banco y los "jaguares" típicamente, se inclinan por la "expropiación". Según parece, al morir el primer colombiano en la tortura, se opta porque los demás le hagan compañía. Los cadáveres, arrojados al sistema de drenaje, se asoman destrozados en el río Tula.

La opinión pública se conmueve y, un tanto inesperadamente, eleva la exigencia: derechos humanos. El periodista Manuel Buendía denuncia los hechos, y las pruebas sobre el comportamiento de los judiciales se acumulan. Al terminar el sexenio de López Portillo, concluye la impunidad de Durazo y un libro (un libelo melodramático) impulsa otro vuelco de la nota roja. Y a Lo negro del Negro Durazo (Editorial Posada, noviembre de 1983), el testimonio de José González y González, ex-jefe de ayudantes de Durazo, lo hace creíble en cinismo y las bravatas del protagonista y relator: "En mi vida de gatillero profesional, yo, Pepe González y González, autor del presente trabajo, comencé a matar desde los 28 años de edad, y teniendo en mi conciencia una cifra superior a 50 individuos despachados al otro mundo, agradezco la intervención de los funcionarios por cuyas gestiones no me quedaron antecedentes penales. Advierto que maté por órdenes de gente como Gustavo Díaz Ordaz, Alfonso Corona del Rosal y muchos más. Sólo cumplí órdenes."

En el libro de González, Durazo y su amigo y subalterno Francisco Sahagún Baca, son casi personajes de una novela de Jim Thompson. El único aval de Durazo (la amistad de infancia con el presidente López Portillo) lo autoriza para 6 años de abusos y destrucción. Y el exceso que protagoniza anuncia el exceso mayor, el de quien, conociéndolo, lo designa jefe de la policía de la gran capital. González refiere el saqueo de la ciudad, el envilecimiento del cuerpo policiaco, las extorsiones, los fraudes, las torturas, las ventas de protección al hampa, el esplendor del contrabando y el narcotráfico, la red del capitalismo alternativo. Y a todas horas el humor de la impunidad. Habla el general don Arturo:

-Mira pinche flaco, aprende hijo de tu chingada madre. ¿Cuántos años te has jodido y no tienes ni en dónde caerte muerto? Yo en cambio, ya soy accionista principal de este pinche changarro y no se los compro completo porque sería mucha pinche ostentación. (p. 78)

A González los agraviados no lo contradicen o desmienten. Su testimonio, el de un asesino confeso, no tiene valor moral, y mucho de lo que revela ya se sabe. Pero la escandalera, que mezcla indignación y relajo, es la toma de conciencia posible. Sí, a la metrópolis la ha "protegido" un ser codicioso y despiadado que hace edificar residencias faraónicas y "helénicas" en el Ajusco y en Zihuatanejo, con estatuas del escultor Ponzanelli, y ambiciones de Partenón. Sí, Durazo alterna con ministros de la Suprema Corte de Justicia y con figuras del espectáculo a las que protege y provee de droga. Sí, Durazo es lo que no nos merecíamos.

Un millón de compradores de Lo negro del Negro Durazo y (por lo menos) diez millones de lectores. Esta nota roja le permite al lector un vistazo a los sótanos del poder, tan afines a la cúspide, y lo aloja en el nuevo espacio de la ostentación criminal, ya no las prisiones sino el laberinto de oficinas de lujo, de restaurantes y colonias exclusivas, de juzgados en donde los narcotraficantes obtienen su libertad con fianzas descomunales, de campos de aterrizaje clandestinos, de asesorías especializadas en borrar las huellas del lavado de dinero, de discotecas en donde los vástagos del Establishment compran las sensaciones que sus padres obtuvieron a través del alcohol. Y queda arrinconada aquella nota roja cuyos casos solo dependen, artesanías del mal, de las pasiones humanas "de antes".

En 1983 Durazo huye de México. La DEA lo descubre en Río de Janeiro, adonde lo delata su afición por una vedette, y lo sigue hasta San Juan, Puerto Rico. Allí se le detiene y se le envía a Los Ángeles. El trámite de extradición es lento, y el proceso penal en México resulta inconvincente, al acusársele a Durazo de delitos menores.


(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994) 

viernes, 21 de diciembre de 2018

El encierro como virtud, El castillo de la Pureza

 
En julio de 1959 se descubre un caso de encierro familiar. Rafael Pérez Hernández es detenido por el secuestro de su mujer y sus seis hijos, de nombres un tanto alegóricos: Indómita, Libre, Soberano, Triunfador, Bien Vivir y Libre Pensamiento. Llevan más de 15 años encerrados, golpeados, zarandeados por regaños y sermones. La hija mayor, Indómita, tiene 17 años y la menor, Libre Pensamiento, 42 días de nacida. (Otros dos han muerto muy niños.) Durante 15 años, Pérez Hernández alimenta a su familia con una dieta de avena y frijoles (lo que "favorecía la espiritualidad", según apunta en su crónica Víctor Ronquillo), mientras los obliga a la elaboración agotadora de raticidas. Nadie los visita y sólo abandonan la casa para que el padre les enseñe las perversiones de este mundo. (De vez en cuando van al Cuadrante de la Soledad, en la Merced, a observar a prostitutas y alcohólicos.) Con el tiempo deciden rebelarse y piden auxilio. Y en julio de 1959 la policía detiene a Pérez Hernández que protesta: "Mis hijos sólo tratan de apoderarse del capital que he logrado formar con muchos sacrificios."

Esta vez, el episodio tiene tal valor sintomático y simbólico que borra su origen específico y se vuelve fábula urbana. (Casos similares no escasean.) Aquí el tema lo es todo: un hombre, que se concede a sí mismo dones filosóficos y proféticos, quiere evitarle a su familia (su posesión literal, sus cosas que son mujer e hijos) la contaminación de la realidad. ¿Se puede ir más lejos en el solipsismo, en el afán de eliminar a la vez el conocimiento y el pecado? El padre-carcelero, que se declara ateo, participa del fundamentalismo más extremo: el mundo es el hervidero que destruye la inocencia. Él, prófugo de la Contrarreforma, enseña la obediencia a través del temor, y hace del encierro la pedagogía última. Afuera, el mal amenaza con devastar su hogar amurallado; dentro, hay que tajar a tiempo los propósitos de libertad. El Carcelero (el Padre Terrible) es la metáfora más desbordada del autoritarismo sin valladares. He aquí, en su grotecidad, la caricatura del pánico moral en las grandes ciudades.

En este caso se inspiran Los motivos del lobo (1965), la obra teatral de Sergio Magaña y El castillo de la pureza (1972), la película de Arturo Ripstein con guión de José Emilio Pacheco.

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)
 
Dirección: Arturo Ripstein

Fotografía: Alex Phillips

Con Claudio Brook, Rita Macedo, Arturo Beristáin, Diana Bracho, Cladys Bermejo y David Silva.


viernes, 23 de noviembre de 2018

El filicidio y el hambre



Por desesperación, ignorancia y debilidad física y mental producto de la anemia, Elvira Luz Cruz mata a sus cuatro hijos. El relato es agobiante: el 2 de agosto de 1982, en la colonia popular Bosques del Pedregal, donde había llegado por una ocupación de terrenos, Elvira Luz Cruz, de 30 años de edad, estrangula a sus hijos Israel (de seis años), Eduardo (tres años), Marbella (dos años) y María de Jesús (dos meses de nacida). Luego intenta ahorcarse con una soga de cuerda de ixtle, pero los vecinos lo impiden golpeándola, y la entregan a la policía mientras ella grita que también quiere morir. Al principio declara: "Estoy arrepentida de lo que hice, pero al ver llorar a mis hijos de hambre y no tener dinero para comprarles alimento, me desesperé, y por eso tomé la determinación de estrangularlos... Lamentablemente no me fui con ellos."

El mayor de los niños es hijo de Marcial Caballero, que abandona a Elvira en cuanto se embaraza; los tres restantes son hijos de su unión libre con Nicolás Soto Cruz, albañil. Soto Cruz la lleva a casa de su madre, Eduarda Cruz Cortés, donde ambos golpean con frecuencia a Elvira, que lava ropa ajena y cocina y vende pastelitos. Los pleitos arrecian, Elvira no consigue trabajo, Nicolás se desentiende de la suerte de los niños y el día del crimen una vecina no le presta los 50 pesos que ella requería para darle de comer a sus hijos...

Una pregunta inevitable, en rigor el eje del proceso: ¿hasta qué punto es responsable de sus actos una persona abandonada, sin recursos ni capacidad específica, enloquecida por los malos tratos, la indiferencia y la imposibilidad de alimentar a los suyos? Según la información judicial, Elvira no es inocente; según su relación de los hechos, Elvira no es culpable. La atroz indefensión de la acusada conmueve a la opinión pública y muy en especial, a grupos feministas. ¿Cómo detener en las clases populares la violencia contra los niños que con tanta frecuencia culmina en el asesinato, sin erradicar la miseria extrema y sin intensificar el proceso educativo? ¿Cómo evitar que el machismo proveniente de la pobreza y de la costumbre se sacie y se reproduzca en la esfera doméstica? El tema, esencial en el análisis de los resultados de la miseria, desemboca en dos filmes excelentes: Elvira Luz Cruz, Pena Máxima, de Dana Rothberg, y un docudrama, Los motivos de Luz, de Felipe Cazals.

El 9 de julio de 1993 Elvira Luz Cruz queda libre.
 
(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)
Dirección: Felipe Cazals

Libro cinematográfico: Xavier Robles

Cinefotógrafo: Ángel Goded
 
Con Patricia Reyes Espíndola, Delia Casanova, Martha Aura, Ana Ofelia Murguía y José Ángel García.
 


lunes, 19 de noviembre de 2018

Nota Roja en el Porfiriato


(Grabados, por José Guadalupe Posada)
 
Los primeros cultivadores de la nota roja son los autores de corridos y los grabadores. En el porfiriato, José Guadalupe Posada (1868-1913) convierte los crímenes más notorios en expresión artística y presenta los hechos de sangre como los cuentos de hadas de las mayorías. No la viejecita que vivía en un zapato ni el gato con botas, sino El horrorosísimo crimen del horrorosísimo hijo que mato a su horrorisísima madre o Una mujer que se divide en dos mitades, convirtiéndose en bola de fuego. En La Gaceta Callejera, Posada transforma hechos de la naturaleza social en “sensaciones”, en aquello “tan real” que es inverosímil, tan cercano a nosotros que sólo si el arte o el escándalo lo transfiguran, advertimos su definitiva lejanía. Así, el horrible asesinato de María Rodríguez que mató a su compadre de diez puñaladas porque él no quiso acceder a sus deseos, o el Tigre de Santa Julia, bandido famoso, o la Bejarano, asesina por antonomasia, o los robachicos que secuestran para vender.




Los títulos son una medida exacta del morbo: Drama sangriento en la Plazuela de Tarasquillo, Asesinato de la Mañagueña/El asesinato de Leandra Martínez por su hermano Manuel (1891)/ “Horribilísimo y espantosísimo acontecimiento! Un hijo infame envenena a sus padres y a una criatura en Pachuca (1906) / El ahorcado de la calle de Las Rejas de Balvanera. Horrible suicidio del lunes 9 de enero de 1892.

La Gaceta Callejera de Vanegas Arroyo publica a diario corridos –novelas comprimidas en verso- que Posada complementa con ilustraciones. Allí la ciudad suprimida oficialmente halla un representante flexible y ecléctico, que será, por separado y en conjunto, anticlerical y supersticioso, misógino y devoto de la Virgen, creyente en el diablo y en las infinitas apariciones de la Guadalupana. No hay contradicción: no es asunto de Posada si los criminales son ídolos populares y si los danzantes del Señor de Chalma practican el otro culto a la razón; él se concibe como medio expresivo, un relato visual donde no hay distinciones entre lo que pasa y lo que debería pasar.



En Posada, el fervor deriva de pasiones gritadas o vividas a voz en cuello en los que encarnan caprichosamente el sentido de justicia y el sentido de libertad. En el tránsito metafórico, los crímenes dejan de ser sacudimientos colectivos y devienen leyendas hogareñas. Olvidadas las víctimas, desvanecido el escalofrío inicial, queda el estupor complacido ante un relato que fija el grabado y rehace una cultura oral que es, masivamente, la que importa durante el porfiriato, y la que preserva en la ciudad leyendas y relatos de milagros.



El público (el pueblo) localiza en la nota roja a una de las prolongaciones del Catecismo. Idénticos los juegos entre fantasía y realidad (demonios y llamas voladoras visitan asesinos y pecadores en trance de muerte); idénticas las conclusiones morales: La Tierra se traga a José Sánchez por dar muerte a sus hijos y a sus padres, o los grabados sobre Los 41 maricones encontrados en un baile de la calle de la Paz el 20 de noviembre de 1901. Posada es fidedigno y es creativo: así ve el pueblo o así ve él mismo, todo pueblo, el espacio donde la Pasión y la justicia rectifican en lo que pueden los crímenes de la vida misma.

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)

viernes, 9 de noviembre de 2018

La Banda del Automóvil Gris



En 1915, en la ciudad de México tomada por los Convencionistas, se inician las actividades de la Banda, delincuentes disfrazados de militares que asaltan residencias. En seguimiento del esquema que va del relumbrón de Los Bandidos de Río Frío a los jefes judiciales de hoy, los encargados de la seguridad pública dirigen también los asaltos: Guadalupe Martínez, secretario del gobernador del Distrito, general Gildardo Magaña, Manuel Ortiz y Martiniano Nerey, jefe y subjefe de las Comisiones de Seguridad de la Comandancia Militar, y el más activo del grupo, Higinio Granda Fernández. Al entrar a México el ejército de Venustiano Carranza, irrumpe un estilo de vida, muy ostentoso, abiertamente corrupto, donde lo común son las fiestas con champaña y los generales en los camerinos de las actrices; el ámbito de las canciones El pagaré y Mi querido Capitán, de las artistas María Conesa y Mimí Derba, del Automóvil Gris. Con el carrancismo vuelven los ladrones con atavío militar y se solidifica el pacto entre algunos generales y los hampones de la Banda del Automóvil Gris, quienes les entregan joyas y dinero a cambio de protección. (De ahí la secuencia francamente cinematográfica donde una actriz afamada exhibe en el teatro sus joyas en un palco y la dueña del collar de diamantes lo reconoce.) Granda y su grupo son detenidos y escapan de la Penitenciaría. A otros integrantes se les apresa y se les fusila… en 1919, para aprovechar el escándalo se filma La banda del automóvil gris, dirigida por Enrique Rosas.

 (Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)

Dirección: Enrique Rosas, Joaquín Coss y Juan Canals de Homs

Producción: Enrique Rosas


Guión: José Manuel Ramos, sobre una historia de Enrique Rosas y Miguel Necoechea, con la colaboración documental de Juan Manuel Cabrera


Fotografía: Enrique Rosas


Edición: Miguel Vigueras, bajo la supervisión de Enrique Rosas


Música: Miguel Vigueras (agregada en 1933)



martes, 6 de noviembre de 2018

El palacio negro de Lecumberri



Un espacio inescapable de la nota roja: la cárcel capitalina, la Penitenciaría, el Palacio Negro de Lecumberri. A lo largo del siglo, en las galeras del “santuario del crimen” actúan, coexisten, se pelean y se matan los seres-que-no-tiene-nada-que-perder, la colección extremosa jamás convenida de la tesis moralista: “El crimen no paga”. En la nota roja las lecciones de Lecumberri, las que sean, se disuelven en el “culto a la personalidad criminal”, en los inacabables reportajes sobre los grandes inquilinos del Palacio Negro: Goyo Cárdenas, Jacques Mornard, El Sapo (con la estadística funeraria en su haber: más de trescientos asesinatos), el falsificador Enrico San Pietro, el cantante Paco Sierra, Fidel Corvera Ríos, Humberto Mariles.

A la fascinación “heterodoxa” contribuyen las tradiciones del lugar: el apando (el encierro), la fajina, los crímenes en las celdas, los usos amorosos que incluyen la violación de los recién llegados. Pero si la Penitenciaría es, stricto sensu, un infierno, en la mitología popular Lecumberri es lo prohibido, la vecindad sin salidas, la continuación de lo mismo entre rejas. Al confinamiento se llega por razones de la crueldad incontrolable, las debilidades amatorias, los desfalcos, los robos, las explosiones de alcohol y la pasión. Por la cercanía de la cárcel y lo cotidiano, en decenas de películas –Nosotros los Pobres, 1947, de Ismael Rodríguez, la más famosa; El Apando, de Felipe Cazals, la más violenta- Lecumberri es a la vez el recinto de la maldad, la concentración de vicios y desechos humanos, y lo contrario, un espacio de la solidaridad, la colectividad más extremosa en un país todavía comunitario. Y si al cine mexicano lo excede la tarea de dramatizar la corrupción, la indefensión social y la patología criminal, acierta en algo con todo: el público, aunque vea en la cárcel a la degradación última, la asocia también con la injusticia (“Tantos ladrones que andan sueltos”) y con la desgracia infinita de ser pobre: “Si tienes dinero la pasas bien hasta en la cárcel”.

El 26 de agosto de 1975 Lecumberri cierra sus puertas para reaparecer como Archivo General de la Nación.

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)