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lunes, 29 de abril de 2024

La Noche Triste y otros descalabros

 

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La Noche Triste y otros descalabros 

por Hernán Cortés


A la etapa de amor entre Hernán Cortés y la ciudad de Tenochtitlán siguió una serie de desavenencias que culminan en el episodio conocido con el nombre de la Noche Triste. A los españoles, acosados por todas partes, no les queda otro recurso que abandonar la ciudad. Esa desastrosa retirada es referida por Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V.


[...] Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fue requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba le rogué y requerí que me ayudase a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniese con el dicho oro y yegua, y lo demás lo dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma y Cacamacín, señor de Aculuacán, y al otro su hermano que yo había puesto en su lugar, y a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles, como los indios de Tascaltécal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchos naturales de los españoles; y asímismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, échelos adelante, y yo y con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolineada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes de que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas porque nos harían de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Muteczuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltécal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.


Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas; y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto arrebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada; y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros; y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.


y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezagada nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltécal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de lo que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal en la cabeza de dos pedradas. Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros; y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron a cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos el campo.


Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otra manera de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

jueves, 3 de marzo de 2022

Orozco y Berra y las armas de la ciudad de México, 1854

 


EL emperador Carlos V concedió a México el título de muy leal, insigne e imperial, por cédula de 1523; usaba de las armas que tenía en tiempo de su gentilidad, que eran un águila sobre un tunal, con una culebra en el pico, al pie del tunal las aguas de un lago. Por la cédula de 4 de julio del mismo año de 1523 se dieron por armas, al ayuntamiento y ciudad, un escudo azul de color de agua, en señal de la laguna, un castillo dorado en medio, y tres puentes de piedra que van a él, los de los lados sin llegar, y en cada uno un león, que tiene los pies en el puente y las garras en el castillo, y dentro de la orla diez hojas verdes de tuna, y por remate de todo la corona imperial. En 1530, el referido emperador Carlos V dio a la ciudad los privilegios de Burgos, cabeza de Castilla; y Felipe V, al confirmar sus ordenanzas, le concedió, en 1728, el goce y privilegios de grande de España.

(Tomado de: Lafragua, José María, y Orozco y Berra, Manuel - La Ciudad de México. Prólogo de Ernesto de la Torre Villar, colaboración de Ramiro Navarro de Anda. Editorial Porrúa, S. A. Colección “Sepan Cuantos…” #520. México, 2014)

miércoles, 12 de agosto de 2020

Fray Jacobo Daciano


Nació en Dinamarca hacia fines del siglo XIV, de sangre real, aunque es por ahora imposible fijar su parentesco con los reyes de Dinamarca, quienes lo eran por aquellos años también de Suecia y Noruega. En los tres países reinó de 1448 a 1481 Cristián de Oldemburgo y le sucedió en 1481 su hijo Juan hasta 1513. Para entonces Jacobo era ya fraile de la Orden de Menores Franciscanos y había renunciado a todos sus honores nobiliarios. Hizo magníficos estudios humanísticos y teológicos. Sabía perfectamente latín, el griego y el hebreo. Por algunos años enseñó y luego le encargaron el gobierno de la Provincia Escandinava, que los franciscanos nombraban "de Dacia" o "Dania". De ahí que el religioso no sólo no llevará título nobiliario, pero ni siquiera apellido, por lo cual se le reconoce por Jacobo de Dacia o Daciano.  (Aún acreditados historiadores confunden la Dacia de fines del Renacimiento con la provincia romana Dacia, y lo hacen nacer en los países del Bajo Danubio). También es pura imaginación la que lo hace concuño de Car!os V por haberse casado Cristián II de Dinamarca (1513-1523) con Isabel, la hermana del Habsburgo. Tendría que haber sido hijo del rey Juan, pero los cronistas nunca dicen que fuera hijo del monarca danés. Aseguran, eso sí, que era de sangre real, de la casa de Dinamarca o Dacia.
El gobierno despótico de Cristián II rompió la unión de Kalmar. Suecia se volvió a separar. Además, durante su reinado (1513-1523), ardió el Imperio alemán en las primeras luchas religiosas luteranas. El incendio se propagó rápidamente en la región oriental por la apostasía del Gran Maestro de la Orden Teutónica y la división religiosa vdel Obispado de Brandenburgo. Casi toda la población entró en una verdadera guerra religiosa que pronto pasó a la vecina Dinamarca. El príncipe Jacobo, provincial a la sazón de los franciscanos, tuvo que tomar parte muy principal en las disputas religiosas y aún escapar de un atentado contra su vida. Cuando el mismo rey huyó, también él optó por expatriarse a España. Debió de ser en 1525 o poco después cuando se presentó al Emperador Carlos V para pedirle que lo enviara de misionero a las Indias. Este aceptó y le facilitó el viaje a la Nueva España. Debió de pisar playas mexicanas entre 1525 y 1528. De lo escrito por él, Beristáin sólo halló en el convento de Tlatelolco el registro de una disputa tenida al estilo escolástico entre fray Jacobo y fray Juan de Gaona años después. Se saca de allí que la primera impresión de fray Jacobo fue poco favorable: le pareció que se procedía muy a la ligera en la fundación de la Iglesia por la falta de obispos y sacerdotes, por no permitir los frailes que los indios comulgaran, por no proceder ya, cuanto antes, a preparar jóvenes indios bien dispuestos al sacerdocio. Quizá está insatisfacción determinó a fray Jacobo a pedir pasar a Michoacán en donde aprendió el tarasco y en donde, según los cronistas franciscanos, fue el primero en dar la sagrada comunión a los indígenas tarascos. Su ejemplo evangélico era innegable por pobreza, austeridad y consagración al apostolado de los indios. Lo nombraron guardián del convento de Tzintzuntzan, que era todavía la principal población tarasca. Años después le encargaron la dirección de los Conventos incipientes de Coeneo y Zacapu, en donde siguió bautizando millares de indígenas y también organizándoles sus pueblos. A sus buenos éxitos se debió el que le confiaran en 1541 el pueblo de Tarecuato, ya casi en los confines con el actual Estado de Jalisco, que al mismo tiempo que a Michoacán, acababan de erigir los franciscanos en Custodias. Por cierto que de los rarísimos documentos que se han conservado con la firma de fray Jacobo, uno está suscrito en Guadalajara el 20 de mayo de 1555 por el custodio fray Ángel de Valencia y los cuatro definidores (o asesores), entre los cuales estaba Daciano. Se trata de una valiente y enérgica representación al emperador en la que le piden conventos para esas tierras nuevas, y el envío de misioneros y de obispos que "no sean de pompa"; denuncian, además, los abusos de los oidores, los licenciados Contreras y de la Mancha. Fray Jacobo parece haber llegado a Tarecuato ya en 1541, y desde entonces se consagró a esa comunidad de tarascos, a su convento y a su templo. Lo consideraron siempre fundador de la población y no hace mucho conservaban aún su recuerdo con extraordinario cariño. Aseguran que guardan todavía allí su báculo. Parece que murió en 1574, ya muy anciano. Es curioso que sólo se halle mención de tan extraordinario personaje en los cronístas franciscanos: Mendieta, Guzmán, Torquemada, de la Rea y Beaumont, y una breve biografía en  Espinosa. Nada en otras fuentes.


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S.A. México, D.F. 1977, volumen III, Colima-Familia)

jueves, 7 de febrero de 2019

De Anáhuac a la Nueva España




El nombre de una de las naciones más pujantes del mundo contemporáneo, la mayor de lengua española, es México. En tanto que Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y Bolivia tienen nombre europeos (argento, brasa, Venecia, Colón, Bolívar), México (como Canadá, Nicaragua, Perú, Uruguay y Chile) es voz que procede de un idioma aborigen de América.

Documentos antiguos y descubrimientos recientes nos permiten aclarar sobre bases científicas la etimología de México, objeto de controversias desde la época prehispánica.

El territorio que hoy, grosso modo, ocupa el mapa de la República Mexicana, se llamó Anáhuac (“rodeado de agua”, “junto al agua”) en la época anterior a la conquista, y Nueva España desde la conquista hasta los albores de su independencia (segunda década del siglo XIX). Juan de Grijalva dio este nombre a la tierra que descubrió en 1518, es decir, a la costa “mexicana” del Golfo de México hasta Cabo Rojo. Hernán Cortés adoptó el año siguiente, al iniciar la conquista, la denominación de Grijalva.

“En una nao que de esta Nueva España (…) despaché el 16 de julio de 1519…”

(Segunda Carta de Relación a Carlos V, fechada el 30 de octubre de 1520).

En la misma Carta, Cortés propone e impone al emperador el nombre elegido:

"Por lo que yo he visto e comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me parece que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del Mar Océano, y así en nombre de vuestra majestad se le puse aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así."

Con todo, también en la dos veces citada Carta de Relación, está mencionada la voz indígena que habrá de convertirse, tres siglos más tarde, en el nombre de Anáhuac independiente: México. Cortés dice que México es una provincia en la cual se halla la ciudad de Temixtitan.

Emperador de la América mexicana

En otra carta a Carlos V, escrita ya después de la conquista, Cortés llama a la capital azteca Mexico Temixtitla. Emplea, pues, la palabra Mexico (llana y con el sonido silbante que tenía la equis entonces: es decir Meshicco), como la oía pronunciar a su intérprete, la Malinche. Por obvias razones políticas, Cortés estableció la capital de la Nueva España en el área de la destruida metrópoli indígena. Es posible que los españoles prefirieran usar el nombre de Mexico (Meshico) debido a la resonancia del imperio mexica (meshícatl) del cual eran los herederos. La circunstancia decisiva por la cual México ha prevalecido sobre Tenochtitlan es su pronunciación más fácil para los hispanohablantes y su brevedad, que aumenta cuando México se vuelve esdrújulo. (Meshico se vuelve Méshico).

Al independizarse la colonia del dominio español, obviamente la nueva nación no podía seguir llamándose “Nueva España”. En 1821 los soldados de Iturbide proclamaron a éste “Emperador de la América Mexicana”; dos años más tarde se promulgó la constitución de los Estados Unidos Mexicanos. El nombre de la capital se volvió definitivamente el del país: México.

Pero México es, además, el nombre de una de las entidades federativas; ampara, pues, la capital metropolitana, el estado y la nación entera. Es nombre uno y trino.

(Tomado de: Gutierre Tibón - Historia del nombre y de la Fundación de México. Fondo de Cultura Económica, Sección de Obras de Historia, México, D.F., 1975)


martes, 29 de mayo de 2018

Catedral de Morelia



Michoacán ha tenido cinco Catedrales: la primera, por Cédula real del 20 de septiembre de 1537, al disponer la reyna de España que se construyera la Catedral a juicio del virrey Antonio de Mendoza y de don Vasco de Quiroga, habiendo elegido la población de Tzinzunzan, un lugar muy habitado.

La segunda por cédula Real del 26 de agosto de 1539, fue trasladada a la ciudad de Pátzcuaro, que en aquella época, era un barrio de Tzinzunzan a la vez recreo de los reyes tarascos y por haber encontrado mejores condiciones.


La tercera el rey Carlos V expidió una Cédula Real el 11 de marzo de 1550, para edificar un gran templo, el cual quería Vasco de Quiroga tuviera suficiente espacio para recibir a los fieles, pero fue suspendida la obra al saberse lo falso del terreno por la proximidad de las aguas.


La cuarta, al ser trasladado el obispado a la ciudad de Valladolid en 1579, se escogió uno de los templos para sede del obispado.


La quinta, la actual Catedral se inició en 1640 y quedó terminada en 1744, destacándose majestuosamente en la bella y próspera ciudad.


(Tomado de: Casasola, Gustavo – 6 Siglos de Historia Gráfica de México 1325-1976. Vol. 2. Editorial Gustavo Casasola, S.A. México, 1978)