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jueves, 24 de febrero de 2022

Por la senda constitucional, 1820


El 1° de enero de 1820 las unidades del ejército expedicionario estacionadas en Cádiz y en espera de embarcarse rumbo a América, secundaron al comandante Rafael de Riego cuando proclamó la restauración de la Constitución de 1813. Otras guarniciones militares se unieron posteriormente al pronunciamiento, y en vista de que los comandantes del ejército no manifestaban ningún deseo de reprimir las revueltas por la fuerza, el 9 de marzo de 1820 el propio Fernando VII declaró: "Marchemos todos, y yo el primero, por la senda constitucional." Entonces llegó el reconocimiento para el liberalismo: los diputados doceañistas, unos en prisión, otros en el exilio, regresaron a la refriega política acompañados por una nueva generación de radicales que habían conspirado contra el régimen saliente en sociedades secretas y logias masónicas. Si bien esta revolución adoptó la forma de una restauración, de cualquier manera se distinguió por una gran variedad de manifestaciones públicas: banquetes, bailes, fuegos artificiales, desfiles en las calles. Aquí estuvieron todos los elementos de una revolución-fiesta, tan característica de la España del siglo XIX. Un contemporáneo comentó: "La revolución de 1820 fue en alto grado filarmónica." Que todas las plazas mayores del país fueran rebautizadas sin demora plaza de la Constitución muestra el grado de renovación.

El trienio constitucional se caracterizó por una movilización política notable, en parte organizada por las logias masónicas que exponían sus políticas en periódicos fundados con tal fin, para debatir las, primero, en las tertulias que se celebraban en los cafés de Madrid, y luego en las cortes. Sin embargo, los liberales pronto se dividieron en moderados y exaltados; las divisiones llevaron a la formación de nada menos que cinco gobiernos sucesivos en tres años cuyas políticas eran cada vez más radicales. La Iglesia cargó con el peso de la reforma: se suprimió la Inquisición definitivamente; los jesuitas, que habían regresado en 1815, fueron expulsados de nueva cuenta; los conventos fueron cerrados, y se redujo notablemente el número de las órdenes mendicantes. El Estado confiscó las propiedades de todas las órdenes que se habían suprimido. Pese a todos los esfuerzos, no pudieron recaudar impuestos suficientes para cubrir el monto de sus presupuestos, y tuvieron que enfrentar una serie de revueltas.

El insurgente navarro Francisco Espoz y Mina destacó como un importante liberal, y fue nombrado capitán general; en cambio, muchos capitanes de la guerrilla se pasaron a la rebelión, encabezando bandas en nombre del rey. Después de todo, hombres como el cura Merino habían peleado por Fernando VII contra los franceses, y no titubearon en combatir a los liberales, mucho menos si atacaban a la Iglesia. Lo ocurrido en 1808 se repitió en 1823: una invasión francesa decidió el destino político de España. La Santa Alianza se había formado en Verona en 1822 con las principales potencias del continente. Temiendo el contagio de la revolución liberal española, la Alianza apoyó la decisión de Carlos X de enviar a "cien mil hijos de San Luis" a derrocar el régimen constitucional. Los exiliados españoles se unieron a esta expedición, que encontró poca resistencia efectiva. A los cinco meses de su entrada, el 1° de octubre de 1823, Fernando VII fue restaurado en el absoluto ejercicio de su poder. Sin embargo, no recuperó la confianza, pues hasta 1828 conservó una guarnición de 22 mil soldados franceses en España. Los sucesos de 1820 fueron sólo el principio de un siglo de disturbios políticos y guerra civil para España: en ambos lados del Atlántico, el colapso de la autoridad tradicional de la monarquía católica creó un vacío político que el proyecto liberal no pudo cubrir.

(Tomado de: Brading, David - Apogeo y derrumbe del imperio español. Traducción de Rossana Reyes Vega. Serie La antorcha encendida. Editorial Clío Libros y Videos, S.A. de C.V. 1a. edición, México, 1996)

jueves, 20 de enero de 2022

Liberales en Cádiz, 1812

  


Mientras las guerrillas españolas y los soldados británicos combatían a los franceses, los liberales españoles pasaban el tiempo en Cádiz entre intrigas y peroratas. Cuando las cortes iniciaron sus procedimientos el 24 de septiembre de 1810, su primer acto fue declarar que estaban investidas con la soberanía de la nación española y que la regencia, como poder ejecutivo nacional que actuaba en representación de Fernando VII, debía reconocer esa soberanía mediante juramento formal. Fue entonces cuando el obispo de Orense prefirió renunciar a prestar juramento. El número de integrantes de las cortes fue muy variable en las distintas sesiones, pero según alguna fuente se componía de 158 diputados peninsulares y 53 americanos, aunque había entre estos últimos numerosos diputados suplentes. Un treinta por ciento de los diputados pertenecían al clero y un veinte por ciento eran funcionarios de gobierno; los demás eran abogados, militares y funcionarios locales en su mayoría. Desde un principio, predominaron en la asamblea los jóvenes liberales, quienes se habían nutrido de libros franceses, habían seguido modelos franceses en arte y literatura, y no veían razón alguna para optar por una política de corte británico. Al mismo tiempo temían la democracia pura y repudiaban el Terror que había ensombrecido el nombre de la revolución francesa.

El resultado de las deliberaciones de las cortes fue la Constitución de Cádiz, firmada el 18 de marzo de 1812 por 184 diputados. En ella se afirmaba que "la Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios" y que "la soberanía reside esencialmente en la Nación..." La principal encarnación de esta soberanía eran las cortes, cuyos miembros debían ser elegidos mediante un complicado sistema de juntas electorales en diversos niveles. Las cortes tenían poder para legislar; pero "la potestad de hacer ejecutar las leyes reside exclusivamente en el Rey", quien también era responsable de mantener el orden público y la seguridad nacional. Así se estableció de hecho una rigurosa separación de los ramos legislativo y ejecutivo del gobierno. A diferencia de su ejemplo francés, no hubo en ella una declaración de los derechos del hombre; en cambio, estableció que "la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica y romana, única verdadera". El propósito fue crear un Estado unitario, una nación homogénea compuesta por ciudadanos libres e iguales, pero se hizo caso omiso de las hondas lealtades provinciales de tantos españoles, en la península y en América.

Una vez concluidas las deliberaciones acerca de la Constitución, las cortes procedieron a suprimir todos los derechos y las jurisdicciones feudales que seguían existiendo, y luego, el 22 de enero de 1813, votaron por abolir la Inquisición. Con ánimo aún más desafiante, en febrero de 1813 prohibieron a las comunidades religiosas pedir dinero para restablecer sus casas tras la salida de las tropas francesas, y de hecho les ordenaron no admitir novicios. Estos actos fueron los que llevaron a Wellington a criticar a los diputados, porque "no se preocupan más que de su estúpida Constitución y de cómo seguir en guerra con obispos y sacerdotes..." Sin embargo, lo que más lo inquietaba era que la Constitución no ofrecía protección a los derechos y propiedades de los terratenientes. Por su parte, José María Blanco y Crespo, español exiliado en Inglaterra, descalificó la Constitución como pieza literaria, simple documento que no guardaba relación con las realidades de la sociedad y la política españolas.

(Tomado de: Brading, David - Apogeo y derrumbe del imperio español. Traducción de Rossana Reyes Vega. Serie La antorcha encendida. Editorial Clío Libros y Videos, S.A. de C.V. 1a. edición, México, 1996)