Numerología
A partir de los albores de la creación, el hombre ha tratado de romper el velo del futuro, queriendo descubrir su destino. De ahí que desde remotas edades prosperaran las artes oscuras de la adivinación, lo mismo en los tiempos bíblicos, poblados de pitonisas y videntes, que en la Grecia civilizadora o en la Roma floreciente, donde arúspices y oráculos predecían acontecimientos y revelaban secretos del más allá. Los quirománticos apelaban a las rayas de las manos; los geománticos veían el porvenir en signos hechos en arena esparcida; los augures obtenían revelaciones en el vuelo de las aves; los astrólogos las leían en el giro de las estrellas; los oniromantas interpretaban los sueños; los pirománticos miraban los destinos humanos danzar en las ondulaciones de las llamas. Hubo un privilegiado que, hace menos de dos siglos, daba a conocer el futuro a la aristocracia francesa, viendo apariciones en el agua. Y, para no ir tan lejos, hace apenas tres décadas, en un lugar del estado de Nuevo León llamado Espinazo, surgió un individuo nombrado Niño Fidencio, quien además de adivinar el porvenir sin ayuda de subterfugios, curaba a la gente, fueran cuales fuesen los achaques, con solo mecerla en un columpio. Y por suerte, contamos en nuestro país desde hace muchos años con otra clase de iluminados a quienes podemos recurrir pagando solamente cincuenta centavos. Ellos han superado a todos sus antecesores extranjeros: auxiliados de un maniquí vestido al modo de las gitanas, proporcionan respuestas exactas a las consultas que por escrito o de palabra formulan, principalmente, "gatitas", "chafiretes", "mecapaleros" y "macheteros" que ansían conocer su fortuna, la cual se entrega redactada con bella letra cursiva, para no dejar asomo de duda de la veracidad del aserto. También tenemos otros, ayudados por un pajarito, con dones de pitonisa, que extrae de entre cientos de papelillos doblados el que contiene impresa la respuesta al interrogante propuesto mentalmente por individuos de esa misma prosapia antes descrita, aunque a veces la pregunta y la contestación hagan recordar el método que para enseñar el idioma inglés seguía aquel lingüista apellidado Ollendorf.
La gente de alcurnia que habita en la Ciudad de México no está en el desamparo, pues disfruta de los servicios de Pedro Rendón, cuyas tarjetas de visita señalan que, además de candidato a la presidencia,
pintor y poeta, es quiromántico y cartomanciano, actividades estas dos últimas que han dado felicidad y prosperidad a miles de personas, sin exceptuar uno solo de los asistentes habituales al Café París.
Pero, por otro lado, la ciencia, en su formidable avance, pretende barrer con todo lo que llama ella imposturas dejando en pie solamente hechos basados en técnicas exactas, como la numerología, que consiste en el estudio de los guarismos.
Por deferencia especial hacia los lectores de esta obra daremos enseguida amplia explicación del significado de las cifras, sin que por ello elevemos el costo del libro, y la cual, aunque no resolverá probablemente la obsesiva idea que todos tenemos de dar con la fortuna cuando compramos un billete de lotería, en cambio nos descubrirá la representación de los números en conversaciones cotidianas. Entremos, pues, en materia:
Hacer del uno equivale a cambiarle agua a las aceitunas, ir a mi arbolito o echar una firma. Hacerse una es confabularse varias personas para obtener alguna ventaja común, y también entregarse placenteramente, en cuerpo y alma, en manos de doña manuelita.
Tocar el dos es una orden de los españoles, equivalente a la nuestra de enviar a alguien a ver si ya puso la puerca, y que no hay que confundirla con hacer del dos, que es, simple y llanamente, tirar la basura, desocupar espacio o leer por abajo. En cambio, ejecutar cierta cosa en un dos por tres representa echársela al plato como de rayo. Y si se dice de alguien que vale una pura y dos con sal es que vale lo que se le unta al queso.
El tres era cabalístico para los habitantes del viejo mundo, como el cuatro y el cinco para los aztecas, y dada la europeización que venimos sufriendo, el número tres ha tomado abundantes representaciones. Así por ejemplo, échame tres es adecuada respuesta que damos a la amenaza preferida por un enemigo nuestro, con lo que queremos indicar que nos eche otros tantos vientos en el gorro en vez de bravatas. Dame las tres es la solicitud que hace una persona a un colega para que le deje aplicar ese número de chupadas de la verde o, para que se me entienda mejor, de la hojita con lumbre, grifa, juanita, malva o mota. Por extensión dicen la misma frase los que no le hacen al refine pero a quiénes les gusta fumar del dátil o Lucky... traigas, que es vicio peor. En la contabilidad de lana, mosca o machacantes, somos en verdad expertos: uno que me debes, uno que me pagas, otro que te apunto, y me debes tres; en la contabilidad de copiosas aplicamos otro teorema: una no es ninguna, dos es media y tres es una, y como una no es ninguna, volvemos a empezar. Y, por cierto, es medida (muy buena medida) para tomadores experimentados, aquello de: ni menos de tres ni más de diez, medida que no desmerece ante esta otra: Una a las doce y doce a la una.
Pero, continuando con el orden numérico que hemos venido siguiendo, y sin aludir a copas, quien asevera que al hilo se echa más de tres es tan hablador como el que se dice padre de más de cuatro. Hace algunos años se reprochaba que hablaba con muchos cuatros al que profería abundantes disparates, ya sea por el uso revesado de las palabras que empleaba o por las groserías que éstas encerraban; de suerte que el cuatro, con tal connotación, viene siendo no el padre putativo del albur, sino su ascendiente más cercano, legítimo y evidente. Poner un cuatro significa tender un ardid. Si después de autorrecetarse usted sus cucharadas puede hacer un cuatro está comprobado plenamente que está en sus cinco.
Para nuestros antepasados el cinco era el ojo del salvo honor; en los tiempos que corren, de constantes devaluaciones, eso mismo, o sea el sunfiate, el anís, el chicloso, el estafiate o la barrera de sonido, es el siete. Y hacerle cinco-cinco a alguien es tanto como hacerle cus-cus. Si oímos que fulano es un ca... marón elevado a la quinta potencia, esa mula es de cuidado. Cuando aseguran de una mujer que es quinto dan a entender que no ha sido tocada ni con el pétalo de una rosa (con razón se afirma que no hay quinto malo) también se dice de ella que no le han tronado el quinto o que tiene ley de cero siete veinte (0.720).
Y la dama que está en las condiciones antes descritas es que no ha perdido los seis fierros o que no le han quitado los seis. Quedarse de a seis significa azorarse o quedarse de a buey. El que en una conversación se quedó de a seis es que estuvo en ascuas por no haber entendido ni madre, como dicen los mal hablados (de los cuales, líbrenos Dios).
Cuando un hombre sale con domingo siete, resultó con una tarugada; si una dama es la que sale con aquello, es algo más que simple tontería. Quien escuche que le llaman hijo de la gran siete, no debe ponerse muy contento: le están echando en cara haber nacido a través de una incubadora de alquiler.
Hacer ochos es ocupar toda la banqueta al caminar, cuando se traen entre pecho y espalda varios pulmones, serpientes, teporochas u otros líquidos de esos que enaltecen el espíritu. Echarse un ocho quiere decir que se ha acertado en algún negocio como cuando en la rayuela cae la moneda en el centro del blanco, en cuyo caso se le anota al jugador ese número de tantos. La frase hacer el ocho tiene dos sentidos, a saber: irse hasta el fondo de una copa de vino, de un recipiente cualquiera de caldo de oso o de un vaso o tarro de cerbatana; el otro significado es acompañar a la flaca, o sea liar el petate, petatearse, entregar el equipo o parar los tenis. Hace tres lustros el precio de cualquier objeto era, precisamente, ocho ochenta.
Las exclamaciones "¡Rediez!" y "¡Coño rediez!" no son superlativas; mejor dicho no están aumentadas por tener antepuesta la partícula re, sino que son así ya por naturaleza. De paso señalaremos que estos hispanismos se emplean en nuestro país solamente por contagio, fuera de obligación, pues contamos con las mexicanísimas expresiones "¡Híjole!", "¡Me lleva la tristeza!" o "¡Me carga la fregada!", bastante más elocuentes y significativas que las antes mencionadas. Y para quiénes tienen manía de ensartar guarismos hasta para desahogar berrinches, dispone nuestro léxico, sin echar mano a extranjerismos, del término "¡Me cago en diez!", que no necesita elogios.
A propósito de superlativos, apuntaremos que si un individuo es excelente en su línea se dice que es un trinchón del once.
Por otra parte, y aunque Pitágoras diga misa, darle a uno las doce es enteramente igual que darle el cuarto.
El trece cuenta para unos como si se le atravesara un gato negro; para otros, como si tocaran el espinazo a un joronche.
Le ponemos las peras a seis, o a catorce y aun a veinticuatro o hasta a veinticinco, a quien nos anda succionando los glóbulos rojos, chupando el hígado o nos está testereando los aguacates. Sinónimos de un catorzal: un freguero y un fregadal.
Calzar del quince significa vivir lejos y en plazuela.
Veinte es el número máximo de recuerdos maternos que las reglas de educación establecen que digamos, como respuesta a uno que nos ha sido hecho. A los canijos les sabemos dar con largueza veinte y raya.
Cuarenta y uno se le llama en México a quien le gusta el arroz con popote; equivale por más señas al cuarenta y siete en Cuba.
El sesenta y nueve, en cambio, no es más que una forma muy natural de darse gusto.
Ser bueno hasta el ochenta era expresión usual hace unos quince años y significaba ser de calidad suprema, tal como era una casa de notas no muy buenas que funcionaba en ese número de las calles de Isabel la católica en la Ciudad de México.
Trescientos y algunos más son los estreñidos o apretados que hay en nuestra metrópoli, según el duque de Otranto, al igual que en New York City hay cuatrocientos, según otro tipo que se llama Cholli Knickerbocker, o algo por ese estilo.
Cuatrocientos, precisamente cuatrocientos, era número hiperbólico o ponderativo de los aztecas para señalar una cantidad de cosas grande pero indefinida. Por ejemplo, del perezoso se decía que le pesaba, que le estorbaba, ese cúmulo de aguacates.
Los extranjeros gozan de ser puntuales para las citas; los mexicanos de llegar a las quinientas.
Seiscientos seis: nombre del remedio que se anunciaba en los mingitorios públicos, antes del descubrimiento de sulfas y penicilinas, para suprimir condecoraciones.
El setecientos setenta y siete identificaba al pobre de Cantinflas cuando representó el papel de jenizaro en la película "El Gendarme Desconocido"; también es el número de placas de su automóvil, matrícula de su avión y nombre de su restaurante, de su rancho y de su yate. Todo lo cual, por supuesto, nada tiene que ver con la designación que, dicen los que han viajado, recibe en Tegucigalpa la zona donde viven y hacen su lucha las damas jubilosas, barrio al que llaman, igualmente el setecientos setenta y siete o los tres sietes.
-¿Mil y mil?
-Huélele la cola al albañil.
Tan terrible ordinariez no cae dentro de los confines de la numerología; sólo es un albur, el primero que aprenden los niños, y el cual se da la mano con los números que designan cada salto, cuando se juega al "burro". Así, pues, desoigamos tan descomedidas palabras y continuemos, beatíficamente, con nuestra ciencia de los guarismos.
¡Cuatro mil para hoy!, dicho con entonación de los billeteros de la lotería, es el mote que se daba hace unos treinta y cinco años a los cuatro ojos, cuatro lámparas, seguetas, burriciegos, poca luz, semáforos, lentejudos o a quienes tienen los hojaldres en vitrina.
Y con el fin de no prolongar interminablemente esta lista informaremos que cuando a una persona le ha invadido el cisco, es que le ha entrado cero o cerote.
Pero antes de terminar señalaremos que hace un cuarto de siglo, para referirse a un bute de cosas o de personas se decían que eran chorrocientos o chorrocientos ventosiete. En los tiempos actuales, si esa cantidad es incontable, se manifiesta, con la palabra, que son un titipuchal, o bien por medio de una seña que se ejecuta poniendo los dedos de las manos hacia arriba, abriéndolos y cerrándolos varias veces. Por cierto que este ademán (que olvidamos incluir en el capítulo precedente) comprende no un significado sino tres: el antes enunciado, de expresar un titipuchal, o sea un resto o un chorro; el equivalente de "Yo puras habas" y el de tener cuscús, argolla, cero o cerote.
¿Alguien no ha comprendido, después de tan prolijas explicaciones, el valor de los guarismos? No debe apenarse, porque esta ciencia de la numerología es en verdad complicada.
(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Numerología. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)