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lunes, 24 de marzo de 2025

Miguel Guridi y Alcocer

 


Guridi y Alcocer (Miguel) .-Nació en el pueblo de San Felipe Ixtacuiztla (E. de Tlaxcala). Hizo sus estudios en el seminario seminario Palafoxiano de Puebla, fue catedrático de Filosofía y Sagrada Escritura y censor de la Academia de Bellas Artes. En la Universidad de México fue graduado de doctor en Teología el 9 de octubre de 1790. Fue cura de Tacubaya y, nombrado diputado a Cortes, pasó a España en 1810. Volvió a México en 1813, y fue nombrado provisor y vicario general del arzobispado, y después cura del Sagrario. Escribió: Arte de la lengua latina. México, 1805. -Disertación sobre los daños que causa el juego. Representación de la diputación americana sobre las convulsiones de la América. Londres, 1812. -Curso de Filosofía moderna. Sermones. Tres tomos. Informes sobre la inmunidad eclesiástica. Discursos varios. Poesías líricas y dramáticas. Apología de la aparición de Nuestra Señora de Guadalupe, México, 1820, y una larga y muy extraña relación de su propia vida.


(Tomado de: México en las Cortes de Cádiz (Documentos). El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción. Colección dirigida por Martín Luis Guzmán. Empresas Editoriales, S. A. México, D. F. 1949)

jueves, 13 de febrero de 2025

José Miguel Gordoa

 


Gordoa (José Miguel). Nació en el Real de Álamos, Zacatecas. Estudió primero en el Colegio de San Ildefonso, de México, y después se incorporó a la Universidad de Guadalajara. Representó a la provincia de Zacatecas en las Cortes españolas, de las que era presidente cuando llegó el decreto de Fernando VII, de 4 de mayo de 1814, en que manifestaba que no juraría la Constitución y disolvía las Cortes. En esa ocasión pronunció un discurso que causó grandísima sensación y fue publicado en España y América. Regresó a México trayendo la cruz de Carlos III. Fue electo diputado por Zacatecas al Congreso Constituyente de 1824. Se le consagró obispo de Guadalajara en agosto de 1831.


(Tomado de: México en las Cortes de Cádiz (Documentos). El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción. Colección dirigida por Martín Luis Guzmán. Empresas Editoriales, S. A. México, D. F. 1949)

lunes, 13 de enero de 2025

México en las Cortes de Cádiz, I


 

México en las Cortes de Cádiz, I


Corría el año de 1809. España se debatía en una lucha heroica y desesperada contra las fuerzas invasoras de Napoleón I. Gobernaba el país la Suprema Junta Gubernativa del Reyno, instalada en Sevilla y fue ese organismo el que decretó la convocatoria definitiva de las Cortes, que llamó "generales y extraordinarias" de la nación, para el 1° de enero de 1810, de manera que estuviesen reunidas a principios de marzo de ese año. En este llamado no se citaba a las diputaciones de América y Asia, cosa que se hizo por instrucción especial del Consejo de Regencia de España e Indias el 14 de febrero de 1811. 

En la Nueva España recibió la convocatoria la Audiencia, la cual gobernaba por haber sido depuesto el anciano e inepto arzobispo virrey D. Francisco Javier Licona, y fue este cuerpo el que hizo publicar el decreto donde se contiene una larga y calurosa exposición de motivos para explicar el llamado a los españoles americanos a integrar las Cortes. En el preámbulo se decía: "Desde el principio de la Revolución declaró la patria esos dominios parte integrante y esencial de la monarquía española. Como tal les corresponden los mismos derechos y prerrogativas que a la metrópoli. Siguiendo este principio de eterna equidad y justicia, fueron llamados esos naturales a tomar parte en el Gobierno representativo que ha cesado; por él la tienen en la Regencia actual, y por él la tendrán también en la representación de las Cortes nacionales, enviando a ellas diputados según el tenor del decreto que va a continuación de este manifiesto. 

"Desde este momento, españoles americanos, os véis elevados a la dignidad de hombres libres; no sois ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro mientras más distantes estabais del centro del poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o al escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el Congreso nacional, vuestros destinos ya no dependen ni de los ministros, ni de los virreyes, ni de los gobernadores: están en vuestras manos. 

"Es preciso que en este acto, el más solemne, el más importante de vuestra vida civil, cada elector se diga a sí mismo: a ese hombre envío yo, para que, unido a los representantes de la metrópoli, haga frente a los designios destructores de Bonaparte; este hombre es el que ha de exponer y remediar todos los abusos, todas las extorsiones, todos los males que han causado en estos países la arbitrariedad y nulidad de los mandatarios del Gobierno antiguo; éste, el que ha de contribuir a formar con justas y sabias leyes un todo bien ordenado de tantos, tan vastos y tan separados dominios; éste, en fin, el que ha de determinar las cargas que he de sufrir, las gracias que me han de pertenecer, la guerra que he de sostener, la paz que he de jurar. 

"Tal y tanta es, españoles de América, la confianza que vais a poner en vuestros diputados. No duda la patria ni la Regencia, que habla por ella ahora, que estos mandatarios serán dignos de las altas funciones que van a ejercer. Enviadlos, pues, con la celeridad que la situación de las cosas públicas exige; que vengan a contribuir con su celo y con sus luces a la restauración y recomposición de la monarquía; que formen con nosotros el plan de felicidad y perfección social de estos inmensos países, y que concurriendo a la ejecución de obra tan grande, se revistan de una gloria que sin la revolución presente ni España ni América pudieron esperar jamás. 

"Conforme a esta instrucción para que concurrieran diputados de los dominios españoles de América y de Asia, los cuales representarán digna y lealmente la voluntad de sus naturales en el Congreso, del que habrán de depender la restauración y la felicidad de toda la monarquía, tendrán parte en la representación nacional de las Cortes extraordinarias del Reyno diputados de los virreynatos de Nueva España, Perú, Santa Fe y Buenos Aires y de las capitanías generales de Puerto Rico, Cuba, Santo Domingo, Guatemala, provincias internas, Venezuela, Chile y Filipinas. 

"Estos diputados serán uno por cada capital cabeza de partido de estas diferentes provincias. 

"Su elección será por el Ayuntamiento de cada capital, nombrándose primero tres individuos naturales de la provincia, dotados de probidad, talento e instrucción y exentos de toda nota, y sorteándose uno de los tres, el que salga a primera suerte será diputado. 

"Las dudas que puedan ocurrir sobre estas elecciones serán determinadas breve y perentoriamente por el virrey o capitán general de la provincia, en unión de la Audiencia…"

De esta manera, según frase del historiador Labra y Martínez, América entró por amplia puerta a compartir con las provincias de la metrópoli el gobierno y dirección de toda España, hecho singularísimo y de enorme trascendencia. 

Diecisiete fueron los diputados elegidos por la Nueva España, en su mayor parte eclesiásticos, y todos ellos, según afirmación del libro México a través de los siglos, mexicanos de nacimiento, con excepción de uno. Fueron estos diputados: 

el Dr. D. José Beye Cisneros, por México; 

el canónigo don José Simeón de Uria, por Guadalajara; 

el canónigo don José Cayetano de Fonserrada, por Valladolid; 

D. Joaquín Maniau, contador general de la renta del tabaco, por Veracruz;

D. Florencio Barragán, teniente coronel de milicias, por San Luis Potosí; 

el canónigo D. Antonio Joaquín Pérez, por Puebla; 

el eclesiástico D. Miguel González Lastri, por Yucatán; 

D. Octaviano Obregón, oidor honorario de la Audiencia de México, por Guanajuato;

el Dr. Don Mariano Mendiola, por Querétaro;

D. José Miguel de Gordoa, eclesiástico, por Zacatecas; 

el cura D. José Eduardo de Cárdenas, por Tabasco;

D. Juan José de La Garza, canónigo de Monterrey, por Nuevo León; 

el Lic. D. Juan María Ibáñez de Corvera, por Oaxaca;

D. José Miguel Guridi y Alcocer, cura de Tacubaya, por Tlaxcala, a cuya ciudad se concedió derecho de elección por los servicios prestados a los españoles durante la conquista. 

Las provincias internas de Sonora, Durango y Coahuila designaron su representantes a los eclesiásticos don Manuel María Moreno, Don Juan José Güereña y Don Miguel Ramos Arizpe. 

De estos diputados, D. José Florencio Barragán por San Luis Potosí, y el Lic. Corvera, por Oaxaca, no fueron a España, y el Dr. Manuel María Moreno, representante por Sonora, debía morir en Cádiz a las pocas semanas de su llegada.


(Tomado de: México en las Cortes de Cádiz (Documentos). El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción. Colección dirigida por Martín Luis Guzmán. Empresas Editoriales, S. A. México, D. F. 1949)

viernes, 13 de diciembre de 2024

Miguel Ramos Arizpe

 


Ramos Arizpe (Miguel).- Nació en lo que entonces se llamaba Valle de San Nicolás, en Coahuila, y hoy tiene su nombre, el 15 de febrero de 1775. Comenzó sus estudios en el seminario de Monterrey y los terminó en Guadalajara, donde recibió el grado de bachiller en filosofía, cánones y leyes. En 1803 se ordenó sacerdote en México, y fue nombrado capellán familiar y sinodal del obispado de Monterrey; más tarde fue promotor fiscal, defensor de obras pías y catedrático de derecho civil y canónico en el seminario de esa ciudad. En 1807 pasó a Guadalajara, donde obtuvo el grado de licenciado y doctor en cánones, alcanzó un curato y fue propuesto para una canonjía. En septiembre de 1810 fue electo diputado a las Cortes de Cádiz, donde brilló por su talento y se distinguió por su ardiente patriotismo. Por eso fue puesto en la cárcel de Madrid y enseguida desterrado por cuatro años a la Cartuja de Arachristi, en Valencia, donde permaneció hasta 1820, en que fue nuevamente electo diputado a las Cortes españolas. En el mismo año fue nombrado chantre de la catedral de México. Consumada la independencia, volvió a México. Fue presidente de la comisión de Constitución del Congreso de 1823, de modo que contribuyó en gran parte a formar la Constitución federal de 1824. Después fue sucesivamente ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, ministro plenipotenciario para arreglar los tratados con la República de Chile deán de la catedral y nuevamente ministro de Negocios Eclesiásticos; diputado a los congresos de 1841 y 1842. Murió en México el 28 de abril de 1843. 


(Tomado de: México en las Cortes de Cádiz (Documentos). El liberalismo mexicano en pensamiento y en acción. Colección dirigida por Martín Luis Guzmán. Empresas Editoriales, S. A. México, D. F. 1949)

martes, 29 de octubre de 2019

Muerte de Porfirio Díaz, 1915


TRÁNSITO SERENO DE PORFIRIO DÍAZ

Por abril o mayo de 1915 don Porfirio y Carmelita volvieron a París. Mejor dicho, volvió entonces a París todo el pequeño núcleo de la familia: ellos dos, los Elízaga, los Teresa, y Porfirito con su mujer y sus hijos. La explosión de la Guerra Mundial los había sorprendido mientras veraneaban en Biarritz y en San Juan de Luz, y a casi todos los había obligado a quedarse en las playas del sur de Francia el resto del año de 1914 y los cuatro primeros meses de 1915.
En París don Porfirio reanudó su vida de las primaveras anteriores. Fue a ocupar con Carmelita —y los Elízaga, como de costumbre— su departamento de la casa número 28 de la Avenida del Bosque.
Todas las mañanas, entre nueve y diez, salía a cumplir el rito de su ejercicio cotidiano, que era un paseo, largo y sin pausas, bajo los bellísimos árboles de la avenida. Generalmente lo acompañaba Porfirito; cuando no, Lila; cuando no, otro de los nietos o el hijo de Sofía. Su figura, severa en el traje y en el ademán, había acabado por ser a esa hora una de las imágenes características del paseo. Cuantos lo miraban advertían, más que el porte de distinción, el aire de dominio de aquel anciano que llevaba el bastón no para apoyarse, sino para aparecer más erguido. Porque siempre usaba su bastón de alma de hierro y puño de oro, tan pesado que los amigos solían sorprenderse de que lo llevara. “Es mi arma defensiva”, contestaba sonriente y un poco irónico.
Cada semana o cada quince días, Porfirito alquilaba caballos en la Pensión de la Faissanderie, próxima a la casa, y entonces, montados los dos, prolongaban el paseo hasta el interior del bosque. Aquellas caminatas, lo mismo que las otras, le sentaban muy bien: le vigorizaban su salud, ya bastante en declive, de hombre de ochenta y cinco años; le entonaban el cuerpo; le alegraban el espíritu.
Por las tardes, salvo que hubiera que corresponder alguna visita, se quedaba en casa. Era la hora de escuchar las noticias de los periódicos, que le leía el Chato, y de escribir o dictar cartas para los amigos que todavía no lo olvidaban. Porfirito llegaba a poco, y entonces era éste el encargado de la lectura, o, juntos los dos, o los tres —y a veces también con algún amigo—, estudiaban la marcha de la guerra y veían en unos mapas plantados de banderitas blancas y azules las posiciones de los ejércitos.
De la colosal contienda europea, a don Porfirio sólo le interesaba lo estrictamente militar, y esto en sus fases de carácter técnico. Sobre el posible resultado humano y político, ni una palabra. No tenía preferencias por unos ni por otros, o, si las tenía, las callaba, acaso por iguales sentimientos de gratitud hacia franceses, ingleses y alemanes, que lo habían recibido con análogos extremos de cordialidad. Francia lo acogió con los brazos abiertos; el Kaiser le pidió que viniera a sentarse a su lado; en el Cairo, lord Kitchener lo recibió oficialmente en nombre del gobierno inglés.
Un día a la semana su distracción eran los nietos, a quienes profesaba cariño profundo, si bien un poco reservado y estoico. Porfirito, que vivía en Neuilly llegaba con ellos desde por la mañana, para alargarles la estancia con el abuelo. Aunque Lila se mostraba siempre la más afectuosa, él prefería al primogénito, que era el tercer Porfirio.
Por las mañanas, o por las tardes —o a comer con él, con Carmelita y los Elízaga—, a menudo venía también María Luisa, la otra cuñada a quien acompañaba a veces su hijo José. Lo visitaban con asiduidad Eustaquio Escandón, Sebastián Mier, Fernando González, la señora Gavito. De cuando en cuando se presentaba algún otro mexicano de los que vivían en París o que por allí pasaban.
Carmelita lo acompañaba siempre, salvo en la hora del ejercicio matinal. Se desayunaban a las ocho, comían a la una, cenaban a las nueve, se acostaban a las diez. Como el departamento no era muy grande —se componía de un recibimiento, una sala, un comedor, dos baños, cuatro alcobas— aquella vida, sosegada y uniforme, transcurría en una atmósfera de constante intimidad y de un sabor netamente mexicano. Porque a toda hora se entretejía allí con la vida diaria, en lo importante y en lo minúsculo, la imagen de México, y aun había presencias accesorias y otras, mudas, que la evocaban. El cocinero, el criado, las recamareras eran los mismos que con don Porfirio habían salido al destierro desde la calle de Cadena. Algunos de los muebles habían estado en Chapultepec.
También las conversaciones giraban alrededor de México, pero no de México como entidad actual, sino de un México convertido en sustancia del recuerdo. Era Oaxaca, era la Noria, eran matices o anécdotas de la vida, ya lejana, y tan diferente, que se había quedado atrás. Sonriendo recordaba él al viejo Zivy asomado a la puerta de “La Esmeralda” y diciéndole a sus empleados: “Pongan el cronómetro a las ocho menos tres minutos: allí viene el coche de don Porfirio.” A veces comentaba alguna frase de don Matías Romero, o de Justo Sierra, o lo que en tal ocasión había tenido que hacer Berriozábal, o Riva Palacio. De lo del día, de la lucha regeneradora o asoladora —unos se lo insinuaban de un modo, otros de otro—, no había para qué hablar. En esto su juicio era terminante: “Será buen mexicano —decía— quienquiera que logre la prosperidad y la paz de México. Pero el peligro está en el yanqui, que nos acecha.” De allí no había quien lo sacara ni quien se saliera. Sólo un suceso le merecía juicios en voz alta: el crimen de Victoriano Huerta. Lacónico, lo declaraba execrable; y concluía luego, para no dar tiempo a más amplias opiniones: “¡Pobre Félix!
A mediados de junio empezó a sentirse mal. Le sobrevino la misma desazón de dos años antes en Biarritz, la misma fatiga, los mismos amagos de bronquitis y de resequedad en la garganta. Pero ahora lo acometían más fuertes mareos al mover súbitamente la cabeza y se le nublaba más lo que estaban viendo sus ojos. Le zumbaban los oídos al grado de ahuyentarle el sueño. Se le dormían los dedos de las manos y de los pies.
Por de pronto no hizo caso: su hábito le ordenaba no enfermarse. Luego, consciente de que su malestar se acentuaba, mandó llamar al doctor Gascheau, un médico del barrio, que ya lo había atendido de alguna otra dolencia, ésa más leve, y que le inspiraba confianza y simpatía.
A él Gascheau le dijo que aquello no era nada: el cansancio natural de los años; convenía evitar todo ejercicio, todo esfuerzo; debía descansar más. Pero a Carmelita y Porfirito el médico no les disimuló lo que ocurría: era la arteriosclerosis en forma ya bastante aguda. Como dos años antes en Biarritz, quizá el enfermo se sobrepusiera y se aliviara; pero había más probabilidades de que eso no sucediese.
Don Porfirio dejó de salir. Ahora se estaba sentado en una silla que le ponían junto a la ventana. Desde allí miraba los árboles de la avenida, que diariamente lo habían acompañado en sus paseos. Se entretenía en escribir, de su puño y letra, una que otra carta. Le contaba a Teodoro Dehesa los detalles de su mal. Cansado o absorto, volvía la vista hacia la ventana; contemplaba las puestas del sol.
Cerca de él siempre, Carmelita le conversaba para distraerlo. Procuraba que los temas, variando, lo interesaran. Esfuerzos inútiles; a poco de abordar ella cualquier asunto, el pensamiento de don Porfirio y sus palabras ya estaban en Oaxaca o en la Noria. “¡Cómo le gustaría volver!” “Allá le gustaría descansar y morir.
El cuidado por el enfermo aumentó las visitas pero se procuraba abreviarlas para que no lo fatigase. Él pedía que le trajeran a los nietos y que los tuvieran jugando allí: eso no lo cansaba. Llegaba Lila con sus halagos; venía el segundo Porfirito a dejarse querer. Había un recién nacido; Luisa, la nuera, se acercaba a la silla, le ponía en las piernas al niño, y entonces él se quedaba mirándolo en ratos de profunda contemplación.
Para ocultar un poco la inquietud —porque todos estaban inquietos y temían revelarlo— Porfirito y Lorenzo comentaban entre sí la guerra, o con Carmelita, o con Sofía, o con María Luisa, o con José. Don Porfirio atendía unos instantes y luego tornaba a su obsesión: “¿Que noticias había de Oaxaca?” “Otros años, por esa época, la caña de la Noria ya estaba así” —aseguraba levantando la mano—. Se detenía en el recuerdo de su madre y de su hermana Nicolasa, o evocaba conversaciones y escenas de tiempos ya muy remotos: “Borges, el segundo marido de Nicolasa, le había dicho una vez esto o aquello.
El 28 de junio tuvo que guardar cama, pero no porque algo le doliera o le quebrantara particularmente, sino porque su desazón, su fatiga eran tan grandes que apenas si le dejaban ánimos de hablar. El hormigueo de los brazos, la sensación de tener como de corcho los dedos de las manos y de los pies, le atacaban ahora más a menudo. Procuraba no mover bruscamente la cabeza para no desvanecerse.
Gascheau, que venía a mañana y tarde, le dijo que sólo eran trastornos de la circulación; que si se sentía mejor en la cama, le convenía no levantarse; acostado sentiría menos los desvanecimientos y no se le nublarían tanto los ojos. “ —comentaba él, con acento de quien todo lo sabe—: la circulación”, y paseaba la vista por sobre cada uno de los presentes, para quienes, en apariencia, todo seguía igual. Porque realmente sólo los accesos de tos, por la resequedad de la garganta, parecían ser algo mayores.
Cuando se iba el médico, don Porfirio decía, dirigiéndose a Carmelita, la cual no lo dejaba ya ni un instante: “Es la fatiga de ¡tantos años de trabajo!
El día 29, hablando a solas con Porfirito, Gascheau advirtió que el final podía producirse dentro de unos cuantos días o dentro de unas cuantas horas. El abatimiento físico, no el moral, empezaba a adueñarse de don Porfirio, que ya casi no se movía en su cama. Ahora tenía mareos continuos, y la resequedad de su garganta se había convertido en molestia permanente.
Esa mañana pidió que viniera un sacerdote. Por la tarde le trajeron uno, español —de la iglesia de Saint-Honoré l’Eylau—, al cual dijo que quería confesarse. Hizo confesión y en seguida se habilitaron altar y capilla para que comulgase. Además de aquel sacramento, recibió ese día la bendición apostólica, que le trajo el padre Carmelo Blay, un sacerdote mexicano del Colegio Pío Latino de Roma, a quien él conocía. Don Porfirio manifestó extraordinaria beatitud al verlo y puso visible atención a las sagradas palabras. El padre Carmelo Blay también lo ungió con los santos óleos.
A media mañana del 2 de julio la palabra se le fue acabando y el pensamiento haciéndosele más y más incoherente. Parecía decir algo de la Noria, de Oaxaca. Hablaba de su madre: “Mi madre me espera.” El nombre de Nicolasa lo repetía una y otra vez. A las dos de la tarde ya no pudo hablar. Era una como parálisis de la lengua y de los músculos de la boca. A señas, con la intención de la mirada, procuraba hacerse entender. Se dirigía casi exclusivamente a Carmelita. “¿Cómo?” “¿Qué decía?” “¡Ah, sí: la Noria!” “¿Oaxaca?” “Sí, sí: Oaxaca; que allá quería ir a morir y a descansar.
Se complació oyendo hablar de México: hizo que le dijeran que pronto se arreglarían allá todas las cosas, que todo iría bien. Poco a poco, hundiéndose en sí mismo, se iba quedando inmóvil. Todavía pudo, a señas, dar a entender que se le entumecía el cuerpo, que le dolía la cabeza. Estuvo un rato con los ojos entreabiertos e inexpresivos conforme la vida se le apagaba.
Perdió el conocimiento a las seis. Por la ventana entraba el sol, cuyos tonos crepusculares doraban afuera las copas de los castaños: los rayos, oblicuos, encendían los brazos y el asiento de la silla y casi atravesaban la estancia. Era el sol cálido de julio; pero él, vivo aún, tenía ya toda la frialdad de la muerte. Carmelita le acariciaba la cabeza y las manos; se le sentían heladas.
A las seis y media expiró, mientras a su lado el sol lo inundaba todo en luz. No había muerto en Oaxaca, pero sí entre los suyos. Rodeaban su cama Carmelita, Porfirito, Lorenzo, Luisa, Sofía, María Luisa, Pepe, Fernando González y los nietos mayores.
Se llenó la casa con funcionarios de la República Francesa y con delegados de la ciudad de París. Vino el jefe del cuarto militar del presidente Poincaré; se presentó el general Niox, que había recibido a don Porfirio a su llegada a Francia y le había puesto en las manos la espada de Napoleón; desfilaron comisiones de los ex combatientes. Acababa de morir algo más que una persona ilustre: el pueblo de Francia rendía homenaje al hombre que por treinta años había gobernado a otro pueblo; el ejército francés traía un saludo para el soldado que medio siglo antes había sabido combatirlo. Pero eso era el valor oficial: el duelo íntimo quedaba reservado para el país remoto y presente. Porque lo más de la colonia mexicana de París acudió en el acto trayendo su reverencia, y otros hijos de México, al conocer la noticia, llegaron desde Londres, desde España, desde Italia.
Quiso Carmelita que se hicieran honras fúnebres. El servicio religioso, a la vez solemne y modesto, se celebró en Saint-Honoré l'Eylau, y allí quedó depositado el cadáver en espera de su tumba definitiva. Año y medio después se sacaron los despojos para llevarlos al cementerio de Montparnasse. El sepulcro es una capilla pequeña, en cuyo interior, sobre una losa a modo de ara, se ve una urna de cristal que contiene un puño de tierra de Oaxaca. Por fuera, en lo alto, hay inscrita un águila mexicana, y debajo del águila un nombre compuesto de dos palabras.
Rugía en México la lucha entre Venustiano Carranza y Francisco Villa. El 2 de julio Carranza recibió en Veracruz un telegrama que lo apartó un momento de las preocupaciones de la contienda. El mensaje venía de Nueva York y, conciso, decía así:

Señor Venustiano Carranza, Veracruz: Prensa anuncia estos momentos hoy siete de la mañana murió en Biarritz el general Porfirio Díaz. —Salúdolo afectuosamente.— Juan T. Burns.”

México, septiembre de 1938.

(Tomado de: Guzmán Burgos, Francisco (Selección y notas) -Martín Luis Guzmán, Textos narrativos. Material de Lectura #49. Serie Cuento Contemporáneo. Dirección General de Difusión Cultural/UNAM. México, D.F., s/f)

viernes, 27 de septiembre de 2019

Martín Luis Guzmán


La figura máxima de la década 1920-1930 es Martín Luis Guzmán (Chihuahua, 1887- [Ciudad de México, 1976]). Domina a todos con El águila y la serpiente (1928) y La sombra del caudillo (1929). La primera es una obra maestra que entreteje los fundamentos del género: relatos, crónicas, impresiones, memorias, que forman un libro clásico en cuanto a fondo y forma, y proporciona la clave para entender lo que fue la Revolución en su período agudo y no solamente como el canto épico que es Los de abajo. Las ficticias Memorias de Pancho villa corresponden al periodo siguiente y aún al último, ya que empezaron a publicarse en 1938 y fueron terminadas hace relativamente poco. También son ejemplo, aunque estrictamente apegadas a la historia y publicadas mucho más tarde, sus Muertes históricas.
[...]
Martín Luis Guzmán nació en Chihuahua; su infancia la pasó en Tacubaya y en el puerto de Veracruz, antes de regresar a la capital a estudiar en la Escuela Nacional Preparatoria. Es decir, que conoció desde su niñez el Norte, el Golfo y el Altiplano. Todo eso se reflejará en su obra de novelista y quizá por ello no hay escritor mexicano que dé esa sensación de conjunto, de totalidad como él. Los compañeros de la adolescencia de Martín Luis Guzmán, los del Ateneo, bajo la égida de Pedro Henríquez Ureña, eran muchachos serios para quienes la literatura y el liberalismo no constituían sólo palabras: tomaron el estilo en serio. Naturalmente depende de a qué se le ata y confunde. El hecho de que Martín Luis Guzmán viviera los años de su formación de hombre en plena Revolución y ajustara su manera de ser y de escribir a los hechos que vivió, hacen de él el escritor más agudo y certero que “nos deja sorprendidos con el dominio perfecto del oficio” -tal como quiere Azuela. Los de abajo tendrá otro tipo de fuerza, de novelista ya hecho; los cuentos de Rafael Muñoz o de JUan Rulfo jugarán más con la memoria; ninguno de ellos coincide con la sazón de Martín Luis Guzmán. Vasconcelos fue otra cosa, quiso y jugó un papel de dirigente político y pagó sus culpas. En cambio el novelista chihuahuense supo ver y retratar y transmitir con “habilidad, arte y hondura ese perfume de honda tristeza de aquellos días amargos que seguimos respirando en esas páginas imperecederas los que tuvimos la dicha inenarrable de haberlo vivido en toda su intensidad”.
El gran arte de Martín Luis Guzmán es, todo, el de retratista. Sobrarían ejemplos para compararle con los mayores. Es tan buen dibujante como colorista; sabe componer, figurar, interesar progresivamente. Para decirlo de una vez, es a la novela de la Revolución Mexicana lo que pudo ser Velázquez a la pintura española. Sus personajes secundarios se recortan y agrandan pintados con la misma seguridad que deforma a los protagonistas del gran retablo. Su ideología literaria le salva de ciertos sectarismos que pueden achacarse a los pintores mexicanos de su época. Su estilo, todo él hecho de gravedad, no cae en el fácil pintoresquismo de otros. De algún tiempo a esta parte, La sombra del caudillo ha venido gozando de un mayor renombre que El águila y la serpiente. Es injusto darle a la primera mayores virtudes novelísticas por el solo hecho de que no da los nombres exactos de los personajes, aunque él mismo se haya encargado de dejar muy en claro quiénes fueron sus modelos:


-El Caudillo es Obregón, está descrito físicamente. Ignacio Aguirre -ministro de la Guerra- es la suma de Adolfo de la Huerta y del general Serrano; en el aspecto externo su figura no corresponde a ninguno de los dos. Hilario Jiménez -ministro de Gobernación- es Plutarco Elías Calles. El general Protasio Leyva -nombrado por el Caudillo, tras la renuncia de Aguirre, jefe de las Operaciones en el Valle, y partidario de Jiménez- es el general Arnulfo Gómez. Emilio Oliver Fernández -”el más extraordinario de los agitadores políticos de aquel momento, líder del Bloque Radical Progresista de la Cámara de Diputados, fundador y jefe de su partido, ex alcalde de la ciudad de México, ex gobernador”- es Jorge Prieto Laurens. Encarnación Reyes -general de división y jefe de las Operaciones Militares en el Estado de Puebla- es el general Guadalupe Sánchez. Eduardo Correa -presidente municipal de la ciudad- Jorge Carregha. Jacinto López de la Garza -consejero intelectual de Encarnación Reyes y jefe de su Estado Mayor- es el general José Villanueva Garza. Rivalde -líder de los obreros partidarios de Jiménez- es Luis N. Morones. López Nieto -líder de los campesinos, como el anterior, del ministro de Gobernación- es Antonio Díaz Soto y Gama.
En cambio en El águila y la serpiente los personajes principales de la Revolución ostentan su nombre, aunque los hechos engarcen según la mejor manera de despertar el interés del lector no solamente llevado por la realidad histórica. Es una superioridad evidente ya que deja al autor con la libertad necesaria para exponer sus ideas y fraguar el relato sin ninguna atadura. El águila y la serpiente viene así a ser el fresco más importante de toda la narrativa revolucionaria, aunque Los de Abajo le superen pero sólo en un aspecto determinado, más reducido.
Dejando aparte otras obras menores, que no por ello dejan de ser excelentes, su tercera obra mayor: Memorias de Pancho Villa, la más voluminosa, es, en cierto aspecto, la más ambiciosa.


“Siempre me fascinó -dice- el proyecto de trazar en forma autobiográfica la vida de Pancho Villa, siempre y por varias razones. Me lo exigían móviles meramente estéticos -decir en el lenguaje y con los conceptos y la ideación de Francisco Villa lo que él hubiera podido contar de sí mismo, ya en la fortuna, ya en la adversidad- móviles de alcance político -hacer más elocuentemente la apología de Villa frente a la iniquidad con que la contrarrevolución mexicana y sus aliados lo han escogido para blanco de los peores desahogos-, y, por último, móviles de índole didáctica, y aún satírica -poner más en relieve cómo un hombre nacido de la ilegalidad porfirista, primitivo todo él, todo él inculto y ajeno a la enseñanza de las escuelas, todo él analfabeto, pudo elevarse, proeza inconcebible sin el concurso de todo un estado social, desde la sima del bandolerismo as que lo había arrojado su ambiente, hasta la cúspide de gran debelador, de debelador máximo, del sistema de la injusticia entronizada, régimen incompatible con él y con sus hermanos en el dolor y en la miseria.”


Es comprensible el interés del escritor pero también la imposibilidad de que uno tan bueno pueda auténticamente integrarse en un personaje “todo él analfabeto”. Hubiera sido un milagro y, desgraciadamente, los milagros no son de nuestro mundo. Si en vez de querer “meterse” dentro del prodigioso personaje, Martín Luis Guzmán hubiera escrito su biografía, como lo hizo con Mina, el mozo, seguramente podría compararse a sus dos libros fundamentales; así sólo quedó en un intento extraordinario.
Toda la obra de Martín Luis Guzmán tiene que ver con la Revolución; sus antecedentes o consecuencias nunca pierden interés, aun cuando se atiene a la verdad  histórica, hasta donde ésta cabe en lo humano; Filadelfia, paraíso de conspiradores, por no hablar de la primera edición de La querella de México; Muertes históricas: tránsito sereno de Porfirio Díaz, e ineluctable fin de Venustiano Carranza; Febrero de 1913, relatado tantas veces por otros, demuestran su superior calidad literaria.


(Tomado de: Aub, Max – Guía de narradores de la Revolución Mexicana. Lecturas Mexicanas #97, 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1985)