LA CALLE DE LOS DONCELES
I
Con el séquito que trajo
un virrey a Nueva España,
llegaron ocho donceles
de indescriptible arrogancia.
Eran, al decir de todos,
de distinguida prosapia,
con pergaminos y escudos
de la más brillante heráldica.
Mirábanlos las mujeres
como apolíneas estatuas,
pero esquivando gazmoñas
conversarles cara a cara.
Y era de verlos a todos
en palacio haciendo guardia
con vistosos uniformes
mitad nieve y mitad grana.
Juntos iban por la calle
a la iglesia y a la plaza
departiendo alegremente
al rumor de sus espadas.
Hablóse de todos ellos
con gran sigilo en las casas,
porque a padres y a maridos
pusieron en gran alarma.
Y más crecieron los sustos
de las gentes timoratas
sabiendo que todos eran
de Sevilla y de Granada.
Centinelas incansables,
habituadas a las zambras,
y perpetuos rondadores
de balcones y ventanas.
Tenores al aire libre
en alegres serenatas,
prontos a verter su sangre
por conquistar a una dama.
Hombres de angosta escarce:
y de conciencia muy ancha;
los miedos a Dios y al mundo
cargábanlos en la espalda.
Y en comidas y saraos,
como en religiosas pláticas,
a las más lindas doncellas
galantes ruborizaban.
De cada cual se decían
historias breves o largas
de infortunados amores
fuentes de dolor y lágrimas.
Quien con delicado tino
sedujo a discreta dama,
quien enamoró a una monja
y quien burló a una casada.
Y eran tales los embustes
y eran las consejas tantas
que no faltó quien dijese,
como una verdad sagrada,
que aquellos ocho donceles
dieron tal guerra en España
con sus cuitas amorosas
y sus riñas y asechanzas,
que por tener ascendientes
de Manresa y Calatrava
y ser hidalgos muy limpios
y mayorazgos sin tacha,
en vez de darles castigos
que su sangre rebajaran,
se creyó justo y prudente
pasar a todos por agua
volviéndolos edecanes
del virrey de Nueva España.
Y así a México vinieron
precedidos de gran fama,
y hubieran ido al palacio
a vivir como en su casa,
si el Virrey, hombre celoso
y de experiencia muy vasta,
no hubiera determinado,
por razones que se callan,
que aquellos mozos vivieran
lejos de la real estancia.
Y alegres y satisfechos
como antiguos camaradas
un mismo techo dio abrigo
a tan arrogantes guardias.
II
Es la juventud la fuente
de las más hermosas aguas
que fecundizan las flores
del amor y la esperanza.
Edad que nunca vacila,
ni teme, ni mide nada,
pues los más negros abismos
o los desdeña o los salva.
Radiante aurora de mayo
con nubes de armiño y gualda,
que incensan todas las rosas
y pueblan todas las auras.
¿Quién no se siente a su influjo
capaz de tender las alas
sobre los profundos mares
que sacude la borrasca?
¿Quién no rinde a la hermosura
ese amor que eterno irradia
un fulgor que envidiaría
la estrella que anuncia el alba?
Llenan de placer las horas
dulces e infinitas ansias,
que son de noche aventuras
y por la tarde esperanzas.
La nívea mano que arroja
desde el balcón una carta;
los negros ardientes ojos
que despiden vivas llamas;
el suspiro que despliega
al aire impalpables alas
al tenue rumor de un beso
que por tenue arrulla el alma;
la promesa no cumplida,
la nunca completa charla,
el infundado reproche
que las vigilias amarga;
la caricia que el armiño
de los recatos profana,
el áureo rizo robado
a una frente pura y casta;
el lazo que cae al polvo
y la devoción levanta
y al cambiarlo en amuleto
como reliquia lo guarda;
los alardes de bravura,
los testimonios de audacia,
el odio a las mezquindades
y a las miserias humanas;
y los sueños de grandeza
con que el pensamiento abarca
todo el porvenir que ofrecen
la fe, el amor y la patria;
esto en raudo torbellino
en hirviente catarata,
se desborda de la vida
en las primeras mañanas.
Y nada oscurece el mundo,
y nada la dicha empaña,
porque como luz eterna
el amor alumbra el alma.
Y así soñando imposibles,
siempre entre ficciones vagas
y alegrando con cantares
las horas que breves pasan,
aquellos alegres mozos
turbaron juntos la calma
de una ciudad que dormía
entre lutos y plegarias.
Sus mandolinas sonoras
noche por noche poblaban
de alegres notas las calles
haciendo abrir las ventanas.
Y aunque el toque de la queda
en la catedral sonara,
y aunque llamase a sermones
en la torre la campana,
con alegres seguidillas,
o con peteneras lánguidas,
como buenos andaluces
libando sabrosas cañas,
lo mismo en anchos parajes
que en tristes encrucijadas,
iban derramando juntos
la sal, la vida y la gracia.
Y ni su paso cortóles
la austera ronda de capa,
ni les impuso silencio
la autoridad soberana.
Porque eran de sangre limpia,
todos la flor y la nata
de los bravos estudiantes
de la egregia Salamanca.
Porque los trajo en familia
quien más honores alcanza,
y porque eran por su lustre,
sus años y su arrogancia
los donceles escogidos
para hacer brillante guardia
en las reuniones selectas
del virrey de Nueva España.
III
No derramaron seis lunas
sus tibios rayos de plata
sobre la ciudad que fuera
rico emporio del Anáhuac,
cuando ya en todas las bocas
al par que en todas las casas,
era el obligado tema
la conducta de los guardias.
-Don Lope corteja a Luisa.
-Don Mendo vive con Juana.
--Don Gastón sedujo a Julia.
-Y don Baldomero a Ignacia.
-Y el Virrey disculpa todo.
-Y la Mitra no hace nada.
-Y todo se les tolera
y se les toma por gracia.
-¿El Santo Oficio qué dice?
-Como de nobles se trata,
el Santo Oficio está mudo
y sordo como una tapia.
-Pues por pecados veniales,
si a los de éstos se comparan,
a plebeyos infelices
se han arrojado a las llamas.
-La Inquisición, como todo,
tiene gran miedo al monarca
y cuentan que entre estos chicos
tiene un hijo el rey de España.
-¡Eso es imposible! ¡Nunca
un ser de estirpe tan alta
como un segundón sin lustre
viene a tierras tan lejanas!
-Nadie sabe si el rey quiere
más vástagos de su raza
en estos ricos dominios...
-El rey sabe lo que manda.
-¿Y quién es el misterioso
príncipe que se recata?
-Lo sabrá Dios solamente.
-O Julia tal vez, o Juana.
-Anoche en el Mentidero,
que así a los Plateros llaman,
cerca de la media noche
se cruzaron dos espadas:
llegó la ronda y hallóse
con donceles en campaña,
les saludó con respeto
y luego siguió su marcha.
-¿Y murió alguno?
-Lo ignoro;
pero al rayar la mañana
yo he visto sangre en las piedras
cuando fui a la misa de alba.
-Cuentan unos que estos mozos
viven en constante zambra,
y que con todo descaro
noche por noche en su casa
danzan y beben y juegan
con impuras cortesanas.
-¡Y nada dicen los curas
en la cátedra sagrada!
-¡Qué han de decir, si parece
que les aplauden sus faltas!
-Ya es justo poner remedio.
-En esto peca el que calla.
-Pensaremos en el modo,
porque ya es mucha la alarma.
-Los padres y los maridos
tenemos miedo en el alma.
-¿Qué haremos?
-Dios nos inspire.
-¡Un memorial!
-¿Quién lo calza?
-¡Una denuncia!
-Hay peligro.
-Démosles la cencerrada.
-Y nos dirán motineros
y la ronda nos atrapa.
-Pues estos chicos no deben
continuar su propaganda
de escándalos y vergüenzas...
-El diablo es quien los ampara.
-Será el Virrey.
-Es lo mismo.
-Detén la lengua.
-Me exalta
en estos tiempos tan tristes
lo que vemos, lo que pasa.
-Ya Dios nos dará el consuelo.
-Buena noche.
-Hasta mañana.
IV
Fueron tantos los abusos,
las víctimas fueron tantas,
de aquel grupo de Tenorios
impunes por su prosapia,
que al fin el Virrey se dijo
cuando meditó con calma
al saber que cien familias
se estaban ahogando en lágrimas:
~Si no puedo castigarlos
por no ofender al monarca,
lo más cuerdo y lo más justo
es ordenar que se vayan~.
Y con sutiles razones
preparó la pronta marcha
de los que al principio fueron
sus más consentidos guardias.
Alegráronse los hombres
de resolución tan sabia,
pero causó gran sorpresa
a doncellas y casadas.
-¡Pobrecillos! Porque visten
con gusto y con elegancia,
porque son mozos y alegres,
porque cortejan y cantan,
y en fin, porque cuanto sienten
ni lo fingen ni lo callan,
el Virrey como castigo
los vuelve a pasar por agua.
-¡Ay, quién pudiera con ellos
ir hasta tierras extrañas!
-¡Yo quisiera ser el puño
de sus hermosas espadas!
-Pues yo la hebilla que cierra
el encaje de sus calzas.
-Yo la pluma del sombrero.
-Yo el botón de su casaca.
-Las mujeres nos morimos
por salir a las ventanas
cuando en las noches de luna
juntos en la calle cantan.
-Con razón, si son tan guapos.
-Si son la flor y la nata.
-Yo voy a llorar por ellos.
-Viene tu padre, ¡silencio!
-Ya está tu marido, ¡calla!
-¡Pobrecitos!
-Pobrecitos.
-Los expulsan.
-Los arrancan.
-Que nos escuchan.
-Prudencia.
-Buena noche.
-Hasta mañana.
.. .. .. .. .. .. .. .. .. .. ..
Y pasados unos meses
quedó desierta la casa
que fue durante algún tiempo
centro de amorosas ansias.
Y cuando de aquellos mozos
y sus aventuras raras
el pueblo que todo inquiere
forjó tragedias y dramas,
a la calle en que vivieron
los ocho arrogantes guardias
la llamó "de los Donceles"
para eternizar su fama.
(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)