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jueves, 5 de diciembre de 2019

Guillermo Prieto


Guillermo Prieto, una de las figuras literarias más importantes del siglo XIX en México, nació en la capital el 10 de febrero de 1818 y murió el 2 de marzo de 1897, en la misma ciudad que tanto amó y la cual le inspiró sus más destacadas obras.
Guillermo Prieto pertenece al ilustre abolengo de “El Nigromante”, de Altamirano, de Cuéllar y de “Micrós”, escritores nacidos del pueblo e íntimamente compenetrados con él. Prieto fue espectador y actor al mismo tiempo de la agitada época mexicana que incluye guerras civiles, invasiones extranjeras -la norteamericana y la francesa-, la revolución de Reforma y de parte del paréntesis de paz, preludio de la Revolución mayor, la de 1910, que significó el gobierno de Porfirio Díaz.
Cultivó todos los géneros literarios, pues fue autor de notable fecundidad. Desde su composición “A Cristo Crucificado” hecha cuando el cólera azotaba a la ciudad y al país entero, en 1833, su nombre o seudónimo “Fidel”, apareció cotidianamente en diarios, semanarios, revistas, folletines y libros.
-Mi labor ha sido fecundísima- decía Prieto a don Luis González Obregón, quien durante sus últimos años de vida fue su acompañante y amigo predilecto-; poesías, crónicas de teatros, sociales y políticas, narraciones de viajes, novelitas, artículos de costumbres, editoriales, críticas literarias, estudios pedagógicos, cuanto puedas imaginarte… ¡Hasta recetas de cocina y novenas, triduos y jaculatorias…!
En las postrimerías del siglo pasado [siglo XIX], la figura de Guillermo Prieto era familiar a los transeúntes. El anciano, encorvado y vacilante, venía a la ciudad desde su retiro de Tacubaya, y se pasaba la mañana visitando librerías y curioseando en el desaparecido Volador, mercado de libros viejos.
En este trayecto diario se veía detenido y saludado por multitud de personas que le conocían y admiraban.
“A veces -nos cuenta González Obregón-, el “papelero” o muchacho que vendía periódicos y que saludaba al Maestro, llamándolo jefecito; a veces la china nonagenaria que le había conocido cuando él era “güero”, compañera en fandangos o paseos y “original” que le había servido para sus romances populares; ya la viuda pensionista, que junta con otras le descosieron los faldones cuando estaba de Ministro de Hacienda y les retardaba las quincenas por falta de fondos en el Erario; ya achacoso y retirado militar, cómplice y colega suyo en el célebre pronunciamiento, conocido con el nombre de los “Pollos y los Puros”; ora el viejo inmaculado que con Prieto había huido acompañando a Juárez hasta Paso del Norte; ora uno de los cómicos, víctimas de la furibunda silba que habían recibido en la representación del sainete titulado “Los dos boticarios”, escrito en días de forzado ayuno en colaboración con “El Nigromante”. Aquí, le hablaba una romántica señorita que quería un autógrafo para su álbum; allá, una joven de su tiempo, verdadera ruina humana ya próxima a desplomarse, que con voz gangosa y boca desmolada, pasaba saludándolo con un meloso “Adiós, Guillermo”; más allá, el señorón encopetado, que apenas le daba la punta de los dedos, cambiaba algunas palabras como de compromiso, y a quien el Maestro le entonaba un breve responso en los siguientes términos: “-Mira, tú, éste es un sinvergüenza adjudicatorio que hizo su fortuna a mi sombra, cuando fui yo Ministro de Hacienda”. Pero… sería imposible enumerar uno a uno, los individuos de todas castas que nos interrumpían y detenían en nuestros vagares e investigaciones; sólo haré constar que, don Guillermo, para todos y cada uno tenía una palabra amistosa, una cortés galantería, un lindo piropo, una frase de ternura o una sátira punzante, que atravesaba de medio a medio a su víctima… Porque así fue el Maestro, terrón de azúcar o amargoso acíbar; aunque a todas las hembras, feas o hermosas, las llamaba “chulas” o “preciosas”, y a todos los varones “hijos” o “hermanos”...
Aun cuando ha sido la obra poética de Guillermo Prieto la que le ha dado merecida fama, las “Memorias de mis Tiempos”, que abarcan los años de 1840 a 1853, forman un valioso documento de la vida mexicana en aquella agitada época.
Además de su carácter histórico, las “Memorias” tienen la cualidad de constituir una deliciosa y justa crónica de las costumbres del México de entonces.
Su valor literario puede ser discutible, pero están escritas con tal sencillez, con una tan absoluta ausencia de retórica, que alcanzan la calidad de un reportaje, pues no en vano fue “Fidel” también un destacado periodista.
Sus semblanzas de personajes notables de la época, son verdaderas joyas. Ahora que está de moda el “retrato literario”, sorprende encontrar en las páginas de Prieto el comentario certero, la observación justa, pues “Fidel” -bondad y nobleza de corazón-, no usa nunca la mordacidad envidiosa, ni siquiera para juzgar a sus enemigos políticos. Para muestra, las semblanzas de Almonte, Alamán, del mismo Santa-Anna.
Cuando habla de sus amigos o de las personas que admira, se transparenta una cálida emoción, como en la semblanza de Ignacio Ramírez, en la de Otero, en la de Gómez Pedraza, en la de Manuel Doblado, cuya vida es verdaderamente un cuento de hadas hecho realidad.
La vida del autor de la “Musa Callejera”, fue siempre limpia, honesta. Jamás se apartó del camino recto que sus convicciones, profundas y sinceras, le marcaron. En medio de fracasos, de luchas fratricidas que parecían no terminar jamás, supo conservar por su patria la más grande de las veneraciones.
Perseguido, desterrado, su amor a México que se refleja en toda su obra, no sólo permaneció intacto, sino que se agigantó.
Es precisamente en esta devoción, en esta indestructible fe de Guillermo Prieto en su país, en las que encontramos la clave del encanto de sus libros. Siempre nuevos, siempre verdaderos, espejo fiel de la vida de todo un pueblo, de su lucha constante por la libertad.

(Tomado de: Prieto, Guillermo (Fidel) - Memorias de mis tiempos (de 1840 a 1853). Introducción, Selección y notas de Yolanda Villenave. Biblioteca Enciclopédica Popular, #18. Secretaría de Educación Pública. México, 1944)



sábado, 23 de noviembre de 2019

El Parián


Por aquel tiempo se ordenó y se llevó a cabo la demolición del Parián, grande cuadrado que ocupaba toda la extensión que hoy ocupa el Zócalo, con cuatro grandes puertas, una a cada uno de los vientos, y en las caras exteriores, puertas de casas o tiendas de comercio. En el interior había callejuelas y cajones como en el exterior, y alacenas de calzados, avíos de sastre, peleterías, etc.
En un tiempo los parianistas constituían la flor y la nata de la sociedad mercantil de México, y amos y dependientes daban el tono de la riqueza, de la influencia y de las finas maneras de la gente culta.
La parte del edificio que veía al Palacio la ocupaban cajones de fierros, en que se vendían chapas y llaves, coas y rejas de arado, parrillas y tubos, sin que dejaran de exponerse balas y municiones de todos los calibres, y campanas de todos tamaños. Una de estas tiendas, la de mayor nombradía, era la de los “chatos" Flores, don Joaquín y don Estanislao, ricos capitalistas, con fundiciones de cobre, haciendas, y qué sé yo cuántas propiedades.
Al frente de Catedral había grandes relojerías, a las que daba el tono don Honorato Riaño, personaje singular del que se contaban mil curiosas anécdotas, y persona tenida en mucho entre los pintores de la época.
La contraesquina de la primera calle de Plateros y frente del portal la ocupaba la gran sedería del señor Rico, en que se encontraban los encajes de Flandes, los rasos de China, los canelones y terciopelos, y lo más rico en telas y primores que traía la nao de China.
A poca distancia del señor Rico se veía la gran tiraduría de oro de don José Núñez Morquecho, compañero de mi padre grande, el señor don Pedro Prieto, quienes mantenían cuantioso comercio con Filipinas y el Japón, haciendo envíos de cientos de miles de pesos en galones, canutillo, hilo de oro, flecos, rieles, etc.
Viendo a la Diputación, se hallaban los cajones de ropa de los señores Meca, las rebocerías de Romero y Mendoza, y la gran mercería de don Vicente Valdez, cuya sucursal de la calle de Monterilla, hacía cuantiosas realizaciones.
En el interior, principalmente, los cajones de ropa eran de españoles, como los señores Izita, Iturriaga, y no recuerdo quiénes más.
Aquella reunión de comerciantes tenían costumbres casi conventuales: el dependiente acudía con las llaves que guardaba en un bolsón de badana, vivía con sus amos, y su primer asignación era de ocho pesos mensuales, comía en la casa del amo, rezaba el rosario a la oración y se retiraba al entresuelo a conciliar el sueño.
No se le permitía al dependiente fumar, ni que le visitaran amigos, ni recargarse de codos en el mostrador… ni que se separase de su puesto…
Yo tenía muchos recuerdos del Parián, sobre todo los referentes al saqueo, y desde esa época, no sólo para mí, sino para muchos, tenía algo de triste el edificio, que sin duda aminoró el pesar, que de otro modo hubiera producido su destrucción.
El Parián, cerrado en la prima noche, en la parte frontera al portal, servía de lugar de tráfico a zapateros y sombrereros de lance o sea “del Brazo Fuerte”; y allí, borceguíes y zapatones se medían, teniendo por tapete las frescas losas de la banqueta y auxiliando el semivivo becerro del artefacto, con pedazos de papel o grasa, para la fácil internación del pie.
A las ocho de la noche variaba la decoración.
Las puertas de los cajones del Portal de Mercaderes y las alacenas se cerraban, y en los quicios de las puertas tomaban asiento caballeros, señoritas y señoras, a ver pasar la concurrencia.
Los solterones comodinos se encaramaban en la parte saliente de las alacenas cerradas, cercándolos de pie los tertulianos, porque cada agrupación era una tertulia. La acera del Parián del frente, era el complemento del paseo, sin más diferencia, sino que los quicios de las puertas eran para gente de baja ralea, entre la que se contaban las hijas vagabundas de la noche.
En el Portal de las Flores se vendían chorizones, pollo, fiambre, donoso, pasteles y empanadas, y otras olorosas meriendas; allí, en los quicios, y en amplios petates, se servían los manjares a la parte de la concurrencia más despreocupada, refugiándose, para las comilonas, la gente decente, en la parte del Parián que se ve al sur.
Todo este cuadro nocturno estaba pésimamente alumbrado por faroles alimentados con aceite, rompiendo de trecho en trecho, las sombras, haces de ocote o trastos de barro en grosero tripié, alumbrando la desaforada cara del proclamador de la mercancía, que gritaba con todos sus pulmones:
¡A cenar! ¡A cenar!
Pastelitos y empanadas!
pasen, pasen a cenar!


(Tomado de: Prieto, Guillermo (Fidel) - Memorias de mis tiempos (de 1840 a 1853). Introducción, Selección y notas de Yolanda Villenave. Biblioteca Enciclopédica Popular, #18. Secretaría de Educación Pública. México, 1944)

jueves, 15 de agosto de 2019

Martín Enríquez de Almansa

El nuevo virrey, don Martín Enríquez de Almansa, toma posesión de su cargo el 5 de noviembre de 1568. Su gestión administrativa se distinguió por su constante empeño en edificar nuevos edificios religiosos y de carácter cultural. Se establecieron, durante su mandato, los hospitales de San Hipólito, de la Compañía de Jesús. También se crearon colegios como el de Santa María de Todos los Santos y la Parroquia de San Pablo, así como el Convento de Santa Clara, el Santuario de los Remedios, dándose comienzo, en este periodo, a la edificación de la Catedral. En este aspecto, es indudable que su gobierno representó serias medidas de progreso para el país. Sin embargo, es de significarse que bajo su gobierno se fundó el Tribunal de la Inquisición [en 1571], cuyo significado es de todos conocido. El tribunal de la Inquisición de México extendía su jurisdicción, no sólo a todo el Virreinato de Nueva España -dice Lucas Alamán-, sino también a la Capitanía general de Guatemala, islas de Barlovento y Filipinas.
[...]
Entre los sucesos y acontecimientos más notables sucedidos durante la referida administración, se cuenta la muerte de Fray Pedro de Gante, quien fue sepultado el 20 de abril de 1572, uno de los principales sostenedores de la Iglesia; en el año siguiente -1573-, se fundan los Colegios San Pedro y San Pablo (hoy San Ildefonso y Escuela Preparatoria), y también por esta fecha se acomete la construcción de la Catedral de México, y tres años más tarde, en 1576, se funda San Luis Potosí. Un año después abandona el poder el virrey don Martín Enríquez de Almansa, quien salió para el Perú el 4 de octubre de 1580. Entra a gobernar la Audiencia, y se inaugura en la Universidad de México la cátedra de Medicina.


(Tomado de: Soler Alonso, Pedro - Virreyes de la Nueva España. Biblioteca Enciclopédica Popular, #63, Secretaría de Educación Pública, México, D. F., 1945)

jueves, 6 de junio de 2019

Gastón de Peralta

Al morir don Luis de Velasco [1564], se hizo cargo del Gobierno la autoridad de la Audiencia, integrada por los doctores Pedro Villalobos, Jerónimo de Orozco, Puga y Villanueva, cuya administración provisional estaba representada en la persona del Lic. Zeinos. Dicha administración tenía un poder transitorio y limitado, ya que no podía obrar con la libertad debida, cosa que sólo podía hacer el virrey, persona nombrada por los gobernantes españoles. La Audiencia entregaba después el poder en manos del nuevo gobernante, quien entraba poco después en función de su cargo. Gastón de Peralta llega a México el 17 de septiembre de 1566.
***
En verdad, muy breve fue el periodo de este Virrey, Gastón de Peralta, marqués de Falces. Celoso velador de su deber como gobernante interesado en el mejoramiento del país que se le confiriera para regir, tuvo el laudable gesto de fundar un hospital para ancianos, inválidos y niños, dotándolo de todos los adelantos y mejoras posibles, de acuerdo con su época. Felipe II le había encomendado vigilase que los frailes que salieran para España no llevasen consigo alhajas y joyas con las cuales comerciaban después de pisar tierras españolas, proporcionándose, en esta forma, grandes utilidades. Estas órdenes fueron cumplidas por el virrey, estrictamente. La vigilancia que, en tal sentido ejerciera, trajo consigo que dicho comercio se viera restado de las facilidades que al principio tenía. Por órdenes del propio Felipe II trasladóse de nuevo a España, abandonando el poder en 1568. Su gestión administrativa se distinguió, no obstante de su breve periodo, por su interés en impulsar el progreso del país.


(Tomado de: Soler Alonso, Pedro - Virreyes de la Nueva España. Biblioteca Enciclopédica Popular, #63, Secretaría de Educación Pública, México, D. F., 1945)