Comida oaxaqueña
Ningún folklore más interesante, más revelador del verdadero
espíritu popular que aquél que pudiéramos llamar folklore culinario. Son las
comidas de cada país como la ficha antropológica integral, colectiva, y no sólo
del cuerpo, sino también del alma. Si comparamos, comiéndolos, los alimentos de
los norteamericanos, los franceses, los ingleses, los españoles, los italianos,
sabremos más acerca de esos pueblos que todo lo que nos digan los tratados.
Esto es ya tan característico, que algunos platos son como
símbolos de la nacionalidad: el steak británico, la pasta sciuta italiana, el
cocido español, el pork and beans yanqui, representan lo mejor de cada país que
su propio escudo de armas. Aquí, en México, ¿no es el guajolote del mole el único
animal que puede competir en nacionalismo con el águila de la bandera?
Pues, si en cada nación estudiamos con el paladar los
alimentos de sus diversas regiones, ¡qué geografía tan verdaderamente humana no
llegamos a construir!
La cocina de México, rica, si las hay, variada y sabrosa, y
difícil de condimentar y digerir como ninguna, es la base más firme en que
descansa la nacionalidad. Y ¡cómo varía en los diversos estados de la
República! ¡Cómo es suculenta de mariscos en las costas, rica de carnes en la
Altiplanicie, de vegetales en Puebla, de condimentos de leche en el Bajío, la
región de los pastos! Ya desde el siglo XVI era admirada nuestra cocina nada
menos que por Juan de la Cueva, insigne poeta español, que al describir la
ciudad de México no podía dejar de hacer elogios de sus alimentos,
…que un pipián es célebre comida,
que al sabor dél os comeréis las manos.
Oaxaca había de ser por fuerza abundosa de buena y peculiar
comida. Basta ver, en el mercado, la variedad de comestibles para comprobarlo.
Ora son los quesillos, de tiras angostas, enredados, que dan
la forma de un queso habitual; ora la infinidad de panes de los que el más
sabroso, si no el más fino, es el que llaman resobado, grasoso, salado, hecho
para la comida, en contraste con el pan de huevo, dulce, para la merienda. La
gloria del mercado son, empero, los puestos de chiles, porque hay puestos en
que únicamente chiles se venden. Y hay que ver la diversidad de chiles, en sus
colores, formas y tamaños que excitan la gula de los oaxaqueños.
Sujetos al detestable régimen alimentario del hotel, de un
cosmopolitismo insípido, hecho para complacer al más sibarítico agente viajero,
apenas pudimos darnos cuenta de la genuina y legítima cocina oaxaqueña. Sin
embargo, dos deliciosas exploraciones por ese campo me dan pretexto, si no
autoridad, para deshacerme en elogios de ella, ya que no puedo reseñarla
documentada y minuciosamente.
Una buena mañana fuimos invitados a comer tamales
oaxaqueños. Y en verdad que son éstos los tamales más maravillosos que he
comido en mi vida. Se les envuelve en dos hojas de plátano cruzadas que se van
abriendo como un libro; y entre ellas y en el fondo del incuarto, cuando hemos
acabado de abrirlo, se abriga el suculento tamal, no duro como los de México,
sino pastoso, abundante de salsa y pollo.
Pero la cumbre de la comida oaxaqueña es naturalmente el
mole. El mole oaxaqueño que yo conozco, pues hay varios, es negro como carbón,
de sabor menos complicado que el mole poblano, pero no menos grato al paladar.
Los dioses parecen regocijarse y la vida, dura, suavizar un poco sus contornos.
(Tomado de: Toussaint, Manuel - Oaxaca y Tasco. Grabados de Francisco Díaz de León. Lecturas mexicanas, primera serie, #80. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985)