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viernes, 20 de noviembre de 2020

Fray Diego Durán

Llegada de los conquistadores, según el Atlas o Códice Durán.

Nació en Sevilla, España, hacia 1537, y no en Texcoco como se ha venido repitiendo; murió en la Ciudad de México en 1588. Llegó a Nueva España entre 1542 y 1544. Su padre, probablemente de origen judío francés, de la Provenza (Durand, hispanizado el apellido en Durante, Durán), se estableció con su familia en Texcoco. Era de oficio calcetero y zapatero. Allí vivió Diego, hasta 1554 en que tomó el hábito blanco y negro de los dominicos en la Ciudad de México. En 1556 hizo profesión de fraile y en 1559 ya era presbítero. Dos años más tarde pasó a diversos sitios de la Provincia de Oaxaca. En 1565 radicó en Chimalhuacán Atenco y en 1581 fue vicario de Hueyapan. En 1587 enfermó gravemente, permaneciendo en el convento de Santo Domingo de la Ciudad de México. 
Profundo conocedor del náhuatl, fue uno de los más ardientes propagadores del Evangelio en el siglo XVI, al tiempo que diligente investigador y conservador de tradiciones y monumentos históricos (códices y manuscritos). Entre 1570 y 1575 escribió tres obras: Ritos, fiestas y ceremonias de los antiguos mexicanos (1570), en que proporciona datos de la región texcocana y traza el cuadro de los dioses y ritos con tal minucia, que da el sentido de la realidad vista; Calendario Antiguo (1579), en el que involucra al Tonalamatl -calendario mágico- con el que se llama civil, y describe las numerosas fiestas y ceremonias, y habla de la holganza de los mexicanos, que ellas propiciaban; e Historia de las Indias de Nueva España e Islas de Tierra Firme. José Fernando Ramírez publicó una parte de ésta última obra en 1867 y Alfredo Chavero la restante, con los Ritos, fiestas y Ceremonias, el Calendario Antiguo y un Atlas de pinturas jeroglíficas (1880). Ambos volúmenes contienen la obra completa de Durán. De nuevo la dio a las prensas el padre Ángel María Garibay K. (2 bolsa., 1967), tomada del ológrafo original que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid. Hay una traducción al inglés, incompleta, por Doris Heyden y y Fernando Horcasitas. Es una historia de los pueblos antiguos. Comienza con la peregrinación de los mexica desde Aztlán y llega hasta la expedición de Cortés a las Hibueras (Honduras). Es "una historia radicalmente mexicana con fisonomía española", como la definió José Fernando Ramírez, obra de auténtico, pronunciado y rancio sabor primitivo. Ningún cronista retrató más al natural el carácter del indio mexicano; ninguno logró compenetrarse, como lo hizo el fraile dominico, de su compleja psicología. Adentró y se posesionó de minuciosos pormenores relativos a las prácticas religiosas y civiles, usos y costumbres públicas y domésticas, aspectos que otros cronistas desdeñaron en parte o trataron sin la profundidad con que los describe Durán. Sus relatos, llenos de vida y de brío, son de lo mejor que se ha escrito sobre el pasado antiguo de los mexicanos. Reivindica la cultura mexica ante los ojos de los europeos, dando una visión panorámica de la vieja vida del Anáhuac, y en esto muestra una tendencia hacia la historia universal. Por otro lado, sus páginas destilan nacionalismo, expuesto "con amor de mexicano antiguo", como dijera de él el padre Ángel María Garibay K. El Atlas es muy importante: se le ha dado el nombre de Códice Durán y lo forman numerosas pinturas jeroglíficas. Como apéndice al Atlas, trae un códice, asimismo, de pictografías fielmente reproducida, cuyos originales existen en la Colección Aubin-Goupil de la Biblioteca Nacional de París, riquísima en antigüedades mexicanas. A esta parte se le ha llamado Códice Ixtlixóchitl o Códice Mariano Fernández Echeverría y Veytia, quien lo mandó copiar del original. 


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

lunes, 7 de enero de 2019

La Inquisición en la Nueva España



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¿Cómo se mantenía a la sociedad en orden?

Existía una institución con capacidad para regir las esferas de la vida política y eclesiástica.

 Esta fuerza la tenía la Inquisición. Capaz de combatir el crimen, cualquier herejía o mínima sospecha de un atentado en contra de la Iglesia católica o del virreinato de los Habsburgo, la Inquisición se originó en Europa y continuó su desarrollo en México. Por su antigüedad, estaba conformada por una serie de normas y reglas muy complejas, además de su exasperante burocracia. La Inquisición tuvo una influencia innegable en la mentalidad y en el comportamiento de todas las capas sociales de la colonia. La Inquisición favorecía la ortodoxia religiosa y política, por lo que cuando comenzaron a llegar las ideas de la Ilustración fue muy difícil que lograran difundirse. El recuerdo que dejó su presencia fue el uso desmedido de la tortura y ser el órgano censor por excelencia. Cualquier idea que atentara contra la vida religiosa e intelectual de la Nueva España se reprimía de inmediato.

La Inquisición se estableció por primera vez bajo la orden del papa Gregorio IX en 1233.

Fue una medida para combatir a los diversos movimientos disidentes que surgieron durante la Edad Media. Como los arzobispos estaban muy ocupados con sus labores pastorales, no tenían el tiempo para ejercer el castigo. Por eso el papa creó los tribunales en Francia, Alemania e Italia. España se quedó sin una Inquisición formal, pues todas sus fuerzas estaban concentradas en reconquistar el territorio que estaba en manos de los árabes.

Fernando e Isabel, los reyes católicos, pidieron al papa Sixto IV la creación de esta institución semejante para España. Una de sus características primordiales sería el privilegio de ser independiente del papa, permiso que se conoce como "patronato real". Así la Corona tenía la libertad de nombrar a sus dirigentes en España y en América. Se estableció por primera vez en Santo Domingo. En la Nueva España, la Inquisición se fundó en 1570 y desapareció en 1820 con la Independencia. Antes de su establecimiento, los primeros obispos asumían la función de inquisidores. Esta forma primitiva buscaba corregir las conductas "erradas" de los indígenas. Desde 1571 hasta 1700, castigaba cualquier acción contraria a la cristiandad, con la blasfemia, la bigamia, la sodomía, la bestialidad, la fornicación y las peticiones sexuales de los curas. Esta institución frenó en buena medida el desarrollo intelectual. Publicaba un "Index", el cual contenía todos los libros prohibidos. Con el libro bajo el brazo se realizaban "visitas de naos" a los barcos, para cazar estas publicaciones vedadas. Entre 1700 y 1820 mantuvo una actividad incesante y castigó a todos aquéllos que se mostraban contrarios a su doctrina, como fue el caso del cura Hidalgo y de José María Morelos y Pavón.

De acuerdo con la ley civil, los juicios de la Inquisición tenían que cumplir con el procedimiento fijado por Tomás de Torquemada en la obra Instrucciones de 1484. El procedimiento se iniciaba con el edicto de fe, en donde se enumeraban las denuncias. A los acusados se les encarcelaba para esperar su juicio y muchas veces morían sin él. El caso se revisaba o se insistía al acusado para que confesase. En muchos casos se aplicaron las técnicas de tortura, las cuales estaban reglamentadas en cuanto a su procedimiento y duración. Según la ley, la tortura debía utilizarse una sola vez, pero los inquisidores suspendían la operación para reanudarla días más tarde.

(Tomado de: Cecilia Pacheco - 101 preguntas sobre la independencia de México. Grijalbo Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2009)

jueves, 3 de enero de 2019

El monasterio oaxaqueño

 
No ofrece más diferencia característica respecto de sus semejantes de otros sitios sino su fortaleza, mayor, si cabe, que todos los monasterios son fortalezas; sus dimensiones no son desmesuradas, salvo en el caso prócer de Santo Domingo.

Los hay humildes, como el de San Francisco, perdido en un barrio remoto, de una pequeñez, de una miseria digna del poverello asceta. Los hay intermedios, como el de San Agustín, como el de la Soledad, éste sin vigoroso carácter arquitectónico, con un claustro de pilares piramidales, y que en el abandono y ruina en que yace, vese más miserable que un edificio paupérrimo pero gozoso de su limpieza y culto. Los hay suntuosos como el grande, majestuoso palacio o castillo de Santo Domingo, en el cual, en un momento, ha hallado hospedaje todo un ejército: diez mil soldados que mandaba el general Porfirio Díaz.

El convento de Santo Domingo parece haberse ido formando por agregación de sucesivos edificios; primero un patio, luego otro, luego otro. El claustro principal es de las obras coloniales más conocidas de Oaxaca, con el interior del templo de Santo Domingo y la fachada superpuesta al de la Soledad. Hay en su centro una fuente que en un tiempo estuvo adornada de columnas; sus corredores están formados por arcos de medio punto que descansan en medias muestras adosadas a pilares. Estos pilares por el exterior hacen de contrafuertes y por dentro sobresalen en grandes resaltos rectangulares en los que hubo retratos pintados. Tiene el claustro bajo bóvedas nervadas y el alto vaídas. La gran escalera que sube al convento está cubierta con una rica bóveda decorada como la del crucero del templo. ¿Qué más? El patio llamado de la torrecilla evoca en sus gruesos bloques el aspecto de un medieval castillo; en dos de sus ángulos hay pasadizos apoyados sobre trompas… Y esta enormidad de convento ruinoso, donde resuena ahora la resolana de la escoleta; abandonado, sumergido en el polvo y en la desgracia, paciente como el más miserable Job, cuya pena, interminable, lenta, viene apenas a turbar uno que otro viajero curioso y atrevido ha visto repetidas veces manos codiciosas hurgar sus entrañas en busca de fantásticos tesoros. La ignorancia se ha cebado en él sin comprender que es él mismo el tesoro de que habla la leyenda. Veneremos sus piedras grises, bruñidas en admirable desgaste por el tiempo.

(Tomado de: Toussaint, Manuel - Oaxaca y Tasco. Grabados de Francisco Díaz de León. Lecturas mexicanas, primera serie, #80. Fondo de Cultura Económica, México, D. F., 1985)
 

 

viernes, 16 de marzo de 2018

Fray Antonio Alcalde



Fray Antonio Alcalde



Nació en la Villa de Cigales, provincia de Castilla la Vieja, España, en 1701; murió en Guadalajara, Jalisco, en 1792. A los 17 años de edad tomó el hábito dominicano en el convento de San Pablo. Después de profesar, fue preceptor de estudiantes y lector de artes y de teología en varios conventos durante 26 años ininterrumpidos. En 1751 se graduó de maestro en filosofía y ocupó sucesivamente los prioratos de los monasterios de Zamora y de Jesús María de Valverde. Llevaba en éste 9 años cuando en 1760, andando de cacería, entró ocasionalmente a descansar al convento Carlos III, quien se sorprendió gratamente al ver que en la celda de Alcalde había tan sólo una tarima, un cilicio, una mesa, unos libros, una silla, un crucifijo y una calavera. Al siguiente año, cuando el monarca tuvo que proponer sucesor para el segundo obispo de Yucatán, fray Ignacio Padilla y Estrada, muerto el 20 de julio de 1760, exclamó: “Nómbrese al fraile de la calavera”. Alcalde, que había rehusado varias mitras, aceptó ésta. Las bulas se expidieron el 29 de enero de 1792 y en virtud de ellas fue consagrado en Cartagena el 8 de mayo de 1763, partiendo luego hacia América para tomar posesión de la diócesis el 1° de agosto.

A pesar de su edad -62 años- aprendió el maya para comunicarse mejor con los indios, amplió el Hospital de San Juan de Dios en Mérida, reformó los estatutos del seminario, mejoró varias iglesias y en 1769-1770, con motivo del hambre que provocaron las plagas de langosta, que destruyeron por completo la mies, mandó abrir los graneros y socorrió cuanto pudo a los pobres. el 20 de mayo de 1771 dispuso el Rey que fray Antonio pasara a ocupar la silla episcopal de Nueva Galicia. Esta diócesis comprendía los actuales estados de Jalisco, Colima, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Nuevo León, Coahuila y Nayarit y los territorios de Texas y parte de Luisiana; tenía 210 curatos y 27 canonjías. El 17 de agosto tomó posesión de ella en la ciudad de México, donde había asistido al Cuarto Concilio Mexicano, y en agosto tomó posesión de ella en la Ciudad de México, donde había asistido al Cuarto Concilio Mexicano, y el 12 de diciembre llegó a Guadalajara. Una de sus primeras acciones consistió en practicar una larga y fatigosa visita pastoral, a cuyo término solicitó al rey (15 de diciembre de 1773) la creación de un nuevo obispado, que éste erigió, con el nombre de Nuevo Santander (Nuevo León, Coahuila, Texas y el Seno Mexicano), para atender aquellas dilatadas provincias y procurar la conversión de los indios gentiles.

Alcalde, que seguía viviendo con la misma humildad que en Valverde, sin abandonar el hábito, destinó cuantiosas sumas para la construcción del Sagrario Metropolitano y del Santuario de Guadalupe, y para la ampliación o reparación de Capuchinas, Jesús María, Santa Teresa, Santa Mónica y Santa María de Gracia, en Guadalajara; para las parroquias de Lagos, Zapotlán, Chapala y muchas otras, y para el colegio de Propaganda Fide de Guadalupe, en Zacatecas. En el orden civil –acto que lo consagra como precursor de los programas de vivienda popular- mandó construir al norte de la ciudad 158 casas, agrupadas en 16 manzanas, para satisfacer la demanda de habitación de la gente pobre y extender la población por ese rumbo.

En materia de enseñanza, dotó al seminario y al colegio de San Juan para que aumentasen sus clases, creó becas para niñas desvalidas en el de San Diego, fundó escuelas primarias para varones en el Santuario y en los barrios del Beaterio y del Colegio de San Juan, en una época en que sólo había un plantel de esta índole, sostenido por el Consulado; y levantó un cómodo y espacioso edificio para el Colegio de Santa Clara (Beaterio), dedicado a las niñas sin recursos. Y, finalmente, promovió la expedición de la real cédula del 18 de noviembre de 1791 por la cual se autorizó la fundación de la Universidad de Guadalajara, la segunda en Nueva España, en la cual se habrían de establecer, a partir del 3 de noviembre de 1792, las cátedras de cánones, leyes, medicina, y cirugía, trasladándose a ella, del Seminario, las de teología y sagradas escrituras. Alcalde propuso destinar a la nueva institución el antiguo edificio del Colegio de Santo Tomás, que fue de los jesuitas, y destinó sesenta mil pesos para su reacondicionamiento. Murió, sin embargo, el 7 de agosto de 1972, casi tres meses antes de su inauguración.

En ocasión del hambre de 1786, ocasionada por las abundantísimas lluvias del año anterior que acabaron con las siembras, el obispo Alcalde compró y distribuyó el maíz que pudo encontrar, refaccionó las siembras del siguiente ciclo, estableció cocinas gratuitas en los barrios de Guadalajara e hizo cuantiosos donativos a los curatos, en especial a los de Sayula, Tepatitlán, Asientos y Fresnillo. Al hambre siguió la peste, estimulada por la desnutrición. En el segundo semestre de aquel año murieron 50 mil personas en la Nueva Galicia. El Hospital de Belén, que se hallaba en la parte más céntrica de Guadalajara –donde hoy está el Mercado Corona- no sólo resultó insuficiente, sino que se convirtió en un gravísimo foco de infección, por la acumulación inusitada de enfermos. Alcalde quiso prevenir futuros desastres y, previa la autorización real, mandó construir a sus expensas un nuevo establecimiento, en las orillas de la ciudad, útil para contener con holgura mil pacientes, aparte los servicios, un departamento para internos –entonces los religiosos betlemitas-, el templo y el camposanto. La obra se inició el 27 de febrero de 1787 y se terminó el 3 de mayo de 1794. El edificio principal tiene 6 grandes salas, de 80 metros de longitud, que parten radialmente de un solo núcleo. Ciento setenta y ocho años después, convertido en Hospital Civil, este nosocomio sigue siendo el mayor en su género en el occidente de la república (datos de 1976).

El señor Alcalde invirtió también el dinero de su diócesis en la compostura de calles y caminos, y en ocasión de la epidemia de viruela de 1803, destinó salas especiales para la aplicación de la vacuna –recién descubierta- en el Hospital de San Juan de Dios. Finalmente, promovió el juicio de canonización de fray Antonio Margil de Jesús mediante su Epístola supplex ad S.S. Dom. Pium VI Pontif. Max. pro Causa Beatificationis ven. servi Dei Antonii Margil, missionari apostolici Ordinis Minorum in America Septentrionali, dat. postridi Non. Januar 1790.

Fue sepultado en el santuario de Guadalupe, en la pared del presbiterio, del lado del Evangelio. Ahí se puso su estatua, arrodillado.

(Tomado de: Enciclopedia de México)