sábado, 29 de junio de 2019

Chiapas y Soconusco, 1881



En el campo de la política exterior, tenemos la controversia suscitada con Guatemala. Gobernaba a la República de Guatemala Justo Rufino Barrios, de ingrata memoria, quien, como todo tiranuelo, desviaba el descontento que producía su mala administración con actitudes expansionistas y demagógicas.


Ansioso de poder y popularidad y mal aconsejado por grupos antimexicanos, trataba de afianzar su dictadura con el apoyo del gobierno norteamericano. Justo Rufino Barrios reclama a México, a base de una interpretación absurda de la historia de las relaciones entre los dos países, y con una argumentación jurídica totalmente inválida, la devolución de las provincias de Chiapas y Soconusco que desde el mes de septiembre de 1824 habían declarado, a base del libre principio de autodeterminación de los pueblos, anexarse a México y formar parte de la República mexicana como un estado más de nuestra federación, deseo que ratificaron con posterioridad a 1838, cuando se disolvió la República de Centroamérica, habiendo en 1840 pedido Soconusco su reincorporación a Chiapas y por tanto a México, lo cual fue aceptado por el Congreso. Más aún, en los años 1877 y 1879, Guatemala se comprometió a que comisionados de los dos países realizaran una serie de trabajos destinados a fijar con exactitud los límites entre las dos repúblicas, evitar el paso ilegal de uno a otro país, evitar la comisión de delitos en esa zona fronteriza, principalmente el paso de grupos armados merodeadores que ocasionaban frecuentes daños en las poblaciones mexicanas. México estaba interesado en contener también la intromisión de ingleses por el territorio de Belice y evitar que Gran Bretaña siguiera incitando a los indios de Yucatán y Quintana Roo a la rebelión.


Barrios deseaba reconstituir la unidad centroamericana a base de anexiones y para ello quería ocupar Chiapas y Soconusco como principio de anexarse después Costa Rica y El Salvador, que se opusieron a sus designios. Para realizarlo, pulsó al gobierno norteamericano, encabezado por el presidente J. A. Garfield, quien tenía como encargado del Departamento de Estado a James Blaine, que favorecía una política expansionista. Los Estados Unidos vieron con buenos ojos los deseos de Barrios, que solicitaba su ayuda, pues eso le permitía intervenir más hondamente en Centroamérica.


Fue en su mensaje presidencial del 16 de septiembre de 1881 cuando el presidente [Manuel] González dio a conocer a la nación las dificultades con el vecino país, acerca de lo cual encontró apoyo en el Congreso, que declaró por boca de su presidente: “La Representación Nacional aprueba los esfuerzos que el Poder Ejecutivo ha hecho para llevar a buen término y procurar solución honrosa a situación tan punible y puede estar seguro de que en ese sentido, así como en el sentido de la dignidad y del derecho de la República, contará siempre con el decidido apoyo del Poder Legislativo”.


Ignacio Mariscal, quien dirigía las relaciones exteriores, recibió de parte del ministro de los Estados Unidos en México, Philip H. Morgan, una comunicación en la que éste le informaba que su gobierno, atendiendo la petición guatemalteca, había creído conveniente actuar como consejero desinteresado en la diputa con Guatemala, pues estaba convencido “de los peligros que correrían los principios que México ha defendido tan señaladamente y con tan buen éxito, si viera con desprecio los límites que la separan con sus vecinas más débiles, o si se recurriera al uso de la fuerza para ejercer derechos sobre un territorio en disputa, sin la debida justificación de títulos legítimos…” El secretario [Ignacio] Mariscal, al informarse de las pretensiones norteamericanas, respondió que México no aceptaba ni siquiera discutir los derechos que tenía sobre Chiapas y Soconusco, los cuales integraban libremente la federación y que tampoco creía aceptable admitir la actuación de un árbitro en ese asunto que no lo requería.


Como al poco tiempo el presidente Garfield fue asesinado, le sucedió Chester Arthur quien nombró como secretario de Estado a Frederick Frelinhuysen, llevando ambos una política más conciliatoria. México, por otra parte, destacó a Marías Romero, hombre que gozaba de influencia y estima en los Estados Unidos y el cual, ligado por amplia amistad con el general Grant, convenció tanto a la opinión pública cuanto a los políticos yankis, de la justicia de México y de las desmedidas ambiciones de Barrios. Este, pese al envío de su canciller, Lorenzo Montúfar, y del viaje que él mismo hizo a Washington, no logró que los Estados Unidos impusiesen a México su intervención como árbitro en una disputa improcedente. Más aún, aceptó, no del todo convencido, pues más tarde crearía nuevas dificultades, firmar con Romero, quien estuvo debidamente acreditado, una convención preliminar en la que se indicaba que “la República de Guatemala prescinde de la discusión que ha sostenido acerca de los derechos que le asistan al territorio de Chiapas y su departamento de Soconusco”. México evitaba así no sólo perder una porción de su territorio, sino también someterse a la intervención de un extraño en una disputa injusta. La posición de México quedó bien sentada y el gobierno de [Manuel] González obtuvo por ello el apoyo de la opinión pública.



(Tomado de: Torre Villar, Ernesto de la - Inicio del porfirismo. Historia de México, tomo 10, Reforma, Imperio, República. Salvat Mexicana de Ediciones, S.A. de C.V. México, 1978)

viernes, 28 de junio de 2019

Moneda prehispánica

El comercio no se hacía solamente por vía de permuta, como lo han publicado varios historiadores, sino también por rigurosa compra y venta. Tenían cinco especies de moneda que servían de precio a sus mercaderías. La primera era una especie de cacao, distinto del que ordinariamente empleaban en sus bebidas, el cual circulaba incesantemente de mano en mano, como entre nosotros el dinero. Contaban el cacao por xiquipiles (cada xiquipilli era 8,000 almendras); para ahorrarse la molestia de contar cuando la mercadería era de mucho valor, contaban por cargas, regulando cada carga, que por lo común del peso de dos arrobas, por tres xiquipiles o 24,000 almendras.

La segunda especie de moneda eran ciertas pequeñas mantas de algodón que llamaban patolcuachtli, casi únicamente destinadas a adquirir las mercaderías que habían menester. La tercera especie era el oro en grano o polvo, encerrado en cañones de ánsares que por transparencia dejaban ver el precioso metal que contenían y subían o bajaban su valor según su grandeza y amplitud. La cuarta, que más se acercaba a la moneda acuñada, era de ciertas piezas de cobre en forma de T, que se empleaba en cosas de poco valor. La quinta, finalmente, de que hace mención Cortés en su última carta a Carlos V, era de ciertas piezas útiles de estaño. Esta moneda creo que era sellada por la razón que daré en mis Disertaciones.

Vendíase y permutábase las mercaderías por número y medida; pero no sabemos que se sirviesen del peso, o fuese porque lo creyeron expuesto a fraudes, como dijeron algunos autores, o porque no les pareció necesario, como escribieron otros, o  por ventura lo usaron y los españoles no alcanzaron a saberlo.

(Tomado de: Clavijero, Francisco Javier - Historia Antigua de México. Prólogo de Mariano Cuevas. Editorial Porrúa, S. A,, Colección “Sepan Cuántos…” #29, México, D. F., 1982)

jueves, 27 de junio de 2019

Arcady Boytler


(1895-1965) Cineasta ruso. Considerado uno de los pioneros del cine sonoro mexicano. El llamado “Gallo ruso” fue productor, guionista y director, también una pieza clave en la Época de Oro del cine nacional. Tras su paso por Europa, Sudamérica y Estados Unidos, llegó al país en 1931 para participar como actor en la película ¡Que viva México!, de Eisenstein. En 1932 dirige el cortometraje experimental Un espectador impertinente, una de las primeras cintas con la tecnología sonora en el país. Su película La mujer del puerto (1934) es hoy un clásico de nuestro cine.



(Tomado de: 100 extranjeros que amaron México. Muy interesante, septiembre de 2018, no. 09)






miércoles, 26 de junio de 2019

Copra


Se conoce con esta denominación a la almendra de la nuez de coco, utilizada en México desde la época virreinal para producir jabón. Heriberto García Ricas, en su obra Dádivas de México al mundo, refiere al respecto: "Con el empleo de los aceites mexicanos de coco en la elaboración de jabón se obtuvo un producto de calidad superior a los jabones franceses entonces en auge, pues tales jabones, que se llamaron de Castilla por ser hechos en España, eran suavizantes de las pieles ásperas, naturalmente olorosos y en parte neutro. Muy pronto se popularizaron los jabones españoles en Europa y en el mundo entero, y durante mucho tiempo España guardó en secreto la fórmula de su elaboración, que consistía solamente en haber sustituido las grasas animales por los aceites de coco mexicanos". Poco tiempo después se concedieron facilidades para el establecimiento de una fábrica de jabones en la Nueva España. Durante el período independiente se desarrolló su uso, de modo que se extendió su explotación en las regiones donde el clima permitía el cultivo de la palma de coco, que requiere una temperatura mínima de 20°, alturas próximas al nivel del mar y precipitaciones pluviales entre 1 y 2 metros al año. Según José María Pérez Hernández, en 1872 el valor de la producción ascendía a $378,379, con los cuales "pueden sostenerse 1680 familias labradoras; es decir, que este ramo puede mantener 8,400 individuos". Se calculaba que existían 223,702 cocoteros, que producían 22.324,490 cocos. Los principales estados productores eran, en su orden, Veracruz, Oaxaca, Campeche, Guerrero y Tamaulipas, y la producción se dividía casi por mitad entre las costas del Golfo y el Pacífico. Según los datos incluidos en el Anuario Estadístico de Antonio Peñafiel, en 1893 el valor de la producción de coco ascendió a $2.3 millones. Los mayores productores eran entonces Yucatán, Tabasco y Oaxaca.

[...]

(Tomado de: Enciclopedia de México, S. A. México, D.F., 1977, volumen III, Colima - Familia)

martes, 25 de junio de 2019

Pedro Santacilia

Nació en Santiago de Cuba, el 24 de junio de 1826. Su primaria la realizó en Cuba y al ser trasladado su padre a España, hizo en la Península la segunda enseñanza, regresando a la Isla en 1845, donde completó su educación, dedicándose al profesorado y a las letras. Se interesó en el periodismo y se acreditó como historiador erudito y poeta inspirado. Radicado en Santiago, participó activamente en la vida cultural de su ciudad natal y a partir de 1851 se hizo notoria su participación en los grupos insurgentes; aprehendido, se le envió con un grupo de personas a La Habana, acusándolo de actos de infidencia; se le confinó a España; en 1853 se escapó por Gibraltar y se trasladó a Estados Unidos. Se radicó en Nueva York donde publicó la primera edición de su obra poética El arpa del proscrito. Fue muy activa su participación dentro de los grupos revolucionarios y bien conocido como poeta.


En Nueva Orleáns, se asoció con otro exiliado cubano, Domingo Goicuría en una negociación comercial; Benito Juárez llegó a Nueva Orleáns también desterrado y se estableció entre ellos una firme amistad, no obstante la diferencia de edades.


Al regresar Juárez a México para incorporarse a los sublevados de Guerrero, al amparo del Plan de Ayutla, Pedro Santacilia lo va a despedir al muelle y le pregunta: “¿Dónde nos volveremos a encontrar?” Juárez en rápida respuesta le dijo: “En México libre o en la eternidad”.


Al establecerse el gobierno en Veracruz durante la Guerra de Reforma, Juárez solicitó frecuentes servicios de la Casa “Goicuría y Santacilia”; la que fue su agente comprador de armas, parque, embarcaciones, etcétera, en muchas ocasiones a crédito.


Santacilia visitó México en 1861, casó con Manuela, hija mayor de Juárez; en 1863, acompañó a la familia en la peregrinación hacia el norte y el 12 de agosto de 1864, en Monterrey, recibió de Juárez el encargo de llevar a la familia a Nueva York para quedar a salvo de posibles contingencias.


En 1867, al volver, asumió la Secretaría Particular del presidente Juárez, hasta su muerte en julio de 1872.


Varias veces fue diputado federal y durante el régimen de Lerdo de Tejada tuvo esa representación. Al triunfar el Plan de Tuxtepec se retiró a la vida privada, dedicándose a su familia y a cultivar la memoria de Juárez.


Afortunadamente recogió del Palacio Nacional el archivo del presidente, le cuidó celosamente y sus descendientes lo entregaron a la nación, depositándolo en la Biblioteca Nacional en el año de 1925. Tuvo una larga vida; alcanzó los 84 años de edad, muriendo en la ciudad de México el 1° de marzo de 1910 por trombosis.


(Tomado de: Tamayo, Jorge L. (Introducción, selección y notas) - Antología de Benito Juárez. Biblioteca del Estudiante Universitario #99. Dirección General de Publicaciones, UNAM, México, D. F. 1993)

lunes, 24 de junio de 2019

La montaña de vidrio



"Cuando hallemos las canteras negras donde se surte de pedernal el mexicano, le habremos puesto un nudo a sus terribles armas." en estos términos se refería Diego de Ordaz a la importancia de los yacimientos de obsidiana. Sus investigaciones, extensas y pacientes, pusieron en claro que la obsidiana no abundaba en este país, que no habían pequeñas vetas sino que debía localizarse una enorme "tepetizla" (montaña de vidrio) y a fuerza de no hallarla nunca se fue convirtiendo en una leyenda. Tiempo después, sometido ya el país, la búsqueda quedó extinguida.

Pero la montaña de vidrio existía, era tan real como hermosa.

Von Humboldt halló una pista en la Barranca de Iztla, en cuyo fondo un río arrastra brillantes trozos de obsidiana que después despule el roce contra otras rocas; pero el rastro parecía desvanecerse en el cerro Navajas, 20 kilómetros al sur de Huasca, Hidalgo. La limitación del tiempo impidió al sabio alemán añadir a su brillante trayectoria el descubrimiento de la mítica montaña.

Y fueron anónimos sus descubridores. Gentes de una época en que ¿para qué habría de servir el vidrio volcánico, tan frágil, difícil de trabajar y tan pesado? 

Acabamos de estar en la fantástica montaña. Los cerros y montes que la forman brillan al sol de la mañana. Resplandecen con un inmenso sembradío de cristales negros, y hay lugares en que hasta el camino mismo está revestido de obsidiana molida. Mojoneras, se llama uno de los lugares donde la obsidiana surge de entre la vegetación, y está a unos cinco kilómetros del entronque Zacualtipán, Tlahuelompa, rumbo a esta última población.

Examinada en una carta aérea, esta montaña resulta ser la misma que concluye su ubicación en el cerro Navajas; una línea recta trazada entre ambos puntos mide escasamente 30 kilómetros. ¡Si Humboldt lo hubiera sabido!

Y, en esta séptima década del siglo XX, de tecnologías inauditas, ¿de qué puede servir la obsidiana? Algún uso, utilitario u ornamental debe de tener aunque... ¿dónde están los geniales lapidarios que, como los antiguos mexicanos, tallarían en mil formas este caprichoso, quebradizo material, vidrio fabricado en las fraguas telúricas? Imaginamos que hoy día el precio de un espejo de obsidiana sería estratosférico, y quizá también lo fue en su época, como ese portentoso espejo de obsidiana, que nada envidia al mejor de la actualidad, hallado en las costas de Veracruz y que se exhibe como propiedad del Museo Americano de Historia Natural, en Nueva York.

En algo sí tuvieron razón los españoles a quienes tanto pavor infundían las macanas revestidas de obsidiana que atravesaba las corazas de hierro como si fueran de papel; no abundan los yacimientos de obsidiana, parecen ser exclusivos del centro de México, y, hasta la fecha, sólo se conocen el ya mencionado, otro menor en Tepayo, Otumba, Estado de México, y otro menor aún, en Zinapécuaro, Michoacán.

(Tomado de: Harry Möller - México Desconocido. Injuve, México, D. F., 1973)


sábado, 22 de junio de 2019

Xilófono de lengüeta, teponaxtli



Ampliamente difundido con el nombre náhuatl de "teponaztli". Consiste en un tronco de madera ahuecado longitudinalmente en su parte interior, con una o dos lengüetas en la parte superior, practicadas por medio de incisiones que atraviesan la capa que queda después de excavado. El ahuecado, en configuración longitudinal, rara vez traspasa los cabezales, en los que en ocasiones son tallados motivos ornamentales. Las longitudes de estos instrumentos variaban entre un metro y veinticinco centímetros.

Existen comentarios de investigadores acerca de instrumentos con más de dos lengüetas, pero aún no se ha demostrado si existieron, ni su uso se generalizó tanto como los de dos lengüetas, las que encontradas por sus extremos libres configuran una "H", característica que hace identificable al instrumento y su representación.

La forma de las lengüetas, por lo general rectangular, tiene en la mayoría de los casos secciones de diferente grosor, mayor hacia la punta -para dar masa y obtener con ello sonidos más graves- y menor en la base- para dar mayor elasticidad a los movimientos de la lengüeta y con ello mayor sonoridad-. En ocasiones el grosor en las lengüetas era modificado por una especie de bajo relieve en plano, en la superficie exterior cerca del área de empotramiento, por ello las lengüetas parecen realzadas en sus puntas en forma rectangular; este aparente realzado cumple dos funciones: señala el área de percusión más favorable para una óptima sonoridad y ofrece una tapa más gruesa en las lengüetas al inevitable desgaste por la ejecución.

Los xilófonos precortesianos de percusión con dos lengüetas aparecen afinados con mayor frecuencia, en intervalos de tercera menor o quinta justa; en menor número, en tercera mayor, cuarta justa, segunda mayor o sexta mayor, de este último sólo se conocen dos casos.

Muchos de los términos empleados por culturas precortesianas e indígenas para conceptuar a este tipo de instrumentos, hacen referencia a un tipo de madera, sin que ésta sea la misma para todos los casos; los hay construidos en nogal, tepeguaje, chicozapote y roble, aunque existen otros de palo de rosa, sabino y mezquite; estas culturas variaron el material para la elaboración de estos xilófonos, de acuerdo con posibilidades y alternativas regionales.

Representaciones y referencias documentales informan que la ejecución de estos instrumentos se hacía a partir de la percusión en lengüetas con una o dos baquetas de madera, por lo general, con sus áreas de impacto recubiertas con una resina vegetal conocida como hule. El modo de sujeción de las baquetas observado en códices y culturas indígenas de la actualidad, se presenta en dos formas principales: una, la baqueta sujeta entre el dedo índice y pulgar, casi suspendida del extremo más alto, dejando caer diagonalmente el extremo inferior; y otra, aprisionada por el dedo pulgar contra los demás, para golpear como con un martillo. Cada una de estas maneras de ejecución debió tener especial significado, a tal grado que, actualmente, ambas se usan en algunas comunidades indígenas, cada una según el acto de que se trate.

La caja de resonancia surgida del ahuecamiento en el tronco, varía su sonoridad según la forma en que se les sujete o apoye, debido a que se tapa en menor o mayor grado la boca resultante de la excavación.

Representaciones ideográficas precortesianas y de las primeras épocas de la Colonia ilustran las formas en que se apoyaban y sujetaban estos xilófonos para su ejecución. Una, donde el instrumento se apoya sobre un rodete en el piso, con lo que la cavidad del instrumento casi obstruida propicia una mejor resonancia; esta posición permitía independencia en el manejo de las baquetas del ejecutante, que permanecía en cuclillas o sentado en algún tipo de taburete. Otra forma es con el instrumento apoyado en un atril, que lo mantiene a la altura de la cadera del ejecutante, de tal manera que en posición de pie podía percutir libremente las lengüetas. Una tercera, el ejecutante sostiene el instrumento, de pequeñas dimensiones, en el antebrazo, casi pegado al torso, para percutirlo con una baqueta que acciona libremente con la otra mano. Otra última, ilustrada en pinturas de la Colonia, muestra al instrumento suspendido a cuestas por una persona para que otra, colocada atrás, pueda ejecutarlo libremente, más o menos a la altura de la cintura.

Es posible que la experiencia de ejecutar este tipo de instrumentos con la boca de la excavación del tronco tapada al apoyarlos en el suelo y destapada al suspenderlos en el aire, haya inducido a algunas culturas precortesianas a ponerles una tapa que garantizara una determinada resonancia, independientemente de la forma en que estuvieran colocados o apoyados.

Aunque entre los instrumentos precortesianos de este tipo que se encuentran en la actualidad, por razones ignoradas, ninguno conserva su tapa original, es verificable su existencia en un escalonamiento en los dos extremos de la boca de la cavidad, que servía para recibir y sujetar la tapa; además, porque este sistema constructivo aún está vigente en algunas regiones de los estados de Guerrero y Guanajuato.

Esta forma de tapar la cavidad del tronco por medio de una tabla pudo haber hecho suponer a cronistas de la Colonia la existencia de un instrumento diferente -el Tecomapiloa-, el que describe Sahagún en su Historia General de las Cosas de la Nueva España, libro LX capítulo XXVIII, artículos 48 y 49: "...a las mujeres íbánlas tañendo con un teponaztli que no tenía más que una lengua encima y otra debajo, y en la de abajo llevaba colgada una jícara en que suelen beber agua, y así suenan mucho más que los que tienen dos lenguas en la parte de arriba y ninguna debajo... A este teponaztli llamaban tecomapiloa; llevábale uno debajo del sobaco, tañéndole, por ser de esta manera hecho". Es posible que lo descrito por Sahagún como una lengüeta en la parte inferior haya sido en realidad la tapa de la caja de resonancia o cámara que, con capacidades inherentes a su función, podían condicionar las vibraciones generadas por la lengüeta.

(Tomado de: Contreras Arias, Juan Guillermo. Atlas Cultural de México. Música. SEP, INAH y Grupo Editorial Planeta. México, 1988)

viernes, 21 de junio de 2019

Arturo de Córdoba



Nació en Mérida, Yucatán, en 1908, murió en la Ciudad de México en 1973. De los 11 a los 20 años estudió con los padres jesuitas en Argentina. De regreso a Mérida, trabajó como locutor de radio, actividad que continuó en México en la radiodifusora XEW. En 1934 se inició en el cine, en Hollywood, con la película ¿Por quién doblan las campanas? (de Hemingway). Posteriormente, en México, fue primera figura en más de 300 filmes. Se le otorgó el Ariel por su actuación de En la palma de tu mano (1952), Las tres perfectas casadas (1954) y Feliz año, amor mío (1958). Entre sus películas más populares se hallan Cuando los hijos crecen, El hombre sin rostro, El valor de vivir, Canasta de cuentos mexicanos, Miércoles de ceniza, Mi esposa me comprende, La cigüeña dijo sí, y El esqueleto de la señora Morales. De las películas rodadas en Argentina sobresalen: Pasaporte a Río, Que Dios te lo pague y El conde de Montecristo. En 1969 la ciudad de Mérida le rindió homenaje. En 1971 recibió la medalla Virginia Fábregas, otorgada por la Asociación Nacional de Actores.

(Tomado de: Enciclopedia de México, S. A. México, D.F., 1977, volumen III, Colima - Familia)







jueves, 20 de junio de 2019

La pirecua


La pirecua es el canto característico de la Tierra Caliente de Michoacán. La traducción literal del término purépeni, pirecua, es canción. Se pueden encontrar dos diferentes tipo de pirecua: la de la región de los Lagos y la de la región de la Sierra. Originalmente, la pirecua era cantada "a capella" por voces femeninas, pero después se fue modificando hasta incluir diferentes instrumentos junto con otras voces. 



En la región de la Sierra, la pirecua se canta con voces masculinas. Su ritmo de seis octavos es el imprescindible sesquiáltero que se conoce en toda Latinoamérica y se marca con dos tresillos de corcheas alternadas con tres negras. El texto es cantado generalmente en purembe (purépecha o purépeni) y e ocasiones también se repite con su traducción en español como en el caso de la canción Tres estrellitas.

La instrumentación actual de la pirecua es muy variada; puede acompañarse de una guitarra sola o utilizar la dotación del conjunto típico consiste en dos violines, un guitarrón o tololoche, una guitarra de golpe y una vihuela. La guitarra y la vihuela difieren principalmente en la forma; la vihuela tiene la toma abultada de concha, mientras que la guitarra de golpe conserva la forma clásica de guitarra; ambas cuentan con cinco cuerdas.



La distribución instrumental de la antigua pirecua era extraordinariamente clásica pues se utilizaban violines, chelo y contrabajo aunque de rústica construcción. La causa muy probable de esto tal vez sea la persistencia de los instrumentos llevados a aquella región por los evagelizadores.

Actualmente, la pirecua sigue siendo un género de muchos importancia regional; es de tradición el festival anual de pirecuas que se celebra en Zacapu durante el mes de octubre.

(Tomado de: Moreno Rivas, Yolanda - Historia de la Música Popular Mexicana. Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Alianza Editorial Mexicana. México, D.F., 1989)

[Recomiendo leer los comentarios, para complementar/contrastar la información de esta entrada]








miércoles, 19 de junio de 2019

Salvador Díaz Mirón


Mexicano (Veracruz, 1853-1928)
Su obra tiene tres etapas. En la primera, de un heroísmo romántico, están presentes las sombras de Lord Byron y Víctor Hugo, a quien quiso emular convirtiéndose en el poeta defensor de las causas del pueblo. En la segunda, recogida en su libro Lascas (1901), hace un giro hacia su intimidad; cuatro años de cárcel, por haber matado en defensa propia, lo vuelven más riguroso en la expresión y menos altivo. En sus últimos años practica ejercicios de retórica y estilo que depuran su obra de toda palabra vana. En estas etapas Díaz Mirón es un poeta perfecto en la forma y de gran justeza plástica en la imagen; esto más la novedad de su poesía lo convierten, primero, en uno de los más importantes precursores del modernismo; y luego, siendo ya un gran modernista, en uno de los hitos de la poesía mexicana.


(Tomado de: Anónimo - Antología. Poesía moderna y contemporánea en lengua española. Lecturas Universitarias 2. UNAM, Dirección General de Publicaciones, México, D.F., 1971)




Salvador Díaz Mirón
1853-[1928]
Fue, durante un período de la literatura mexicana, el más uniformemente gustado de los poetas que Francisco A. de Icaza designó como los dioses mayores de nuestra lírica. Su estética, de un rigor extraordinariamente estricto y personal, lo colocó al amparo de esos imitadores que buscan, para saciarse, ejemplos de un éxito más rápido, o, al menos, de un procedimiento menos difícil. Puente entre el romanticismo y el simbolismo, la poesía de Díaz Mirón recuerda, en algunos aspectos, el destino y los propósitos esenciales del Parnaso. Como en la mayoría de los parnasianos, el paisaje es el asunto más frecuente en sus poemas: especialmente el paisaje de Veracruz -el suyo- que conoce admirablemente y que interpreta con más fidelidad que afecto. La sensualidad hace falta en esta porción de su poesía. Los lectores de hoy lo advierten al comparar el naturalismo de los fragmentos más citados del “Idilio”, con la porción descriptiva de la obra de Othón, o de un modo más evidente, con el colorido de uno de los jóvenes que ven mejor el paisaje: Carlos Pellicer. Más que algún otro poeta de la generación anterior al Ateneo, hallamos en Díaz Mirón el amor al verso nítido. Por desgracia, el límite entre su estética y su retórica permanece siempre un poco impreciso, y la hermosura independiente de cada verso, en sus poemas, da una noción más franca de depuración que de pureza. Si ésta fuera una antología de versos perfectos y plenamente maduros, el lugar de honor correspondería en ellas a Díaz Mirón, pero la amplitud de su aliento -que tenía dilatadamente oratorio, como lo demuestra la “Oda a Hugo”- no sostuvo la perfección minuciosa y elaborada de las composiciones que constituyen el núcleo fundamental de su lirismo: Lascas. La influencia de Díaz Mirón podía haber sido de la mayor utilidad, al menos como empleo de deliberado esfuerzo, a los jóvenes. No fue así: al contrario, se ha vaciado, casi por completo, en dos poetas, ahora mudos: Rafael López y Argüelles Bringas. El primero adquirió en esta escuela de canto el do de pecho de la elocuencia patriótica. El segundo, menos personal, dejó al morir una obra más elogiada que reconocida, que no añade a la de su maestro sino la conciencia de sus defectos. A pesar de esta ausencia de discípulos, Díaz Mirón sigue siendo el poeta más admirado por cierta porción de nuestros escritores.

Matemático, Salvador Díaz Mirón encierra las conquistas de su idioma en fórmulas de espléndido laconismo. Llevado de este propósito, en sus últimos poemas se advierte ya, gracias a la ausencia de todo elemento de relación (odio del latinista al artículo inútil), la aparición de un verso nuevo, concebido como unidad prosódica pura. Este hallazgo -desaprovechado por su continuadores- debería ser tomado muy en cuenta por los poetas que lo juzgan.

Bibliografía

Poesías, La Ilustración, 1886.
Lascas, Tipografía del Gobierno del Estado, Jalapa, Ver., 1906.
Poemas escogidos, Cvltura, México, 1919. Selección de Rafael López.




(Tomado de: Cuesta, Jorge - Antología de la poesía mexicana moderna. Colección Lecturas Mexicanas, primera serie, #99. Presentación de Guillermo Sheridan. Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

martes, 18 de junio de 2019

María Conesa


Nació en Vinaroz, España, en la última década del siglo XIX. Actriz y cantante, llegó a México en 1908 y tuvo sus primeros éxitos en el Teatro Principal como tiple cómica. Desde entonces ha gozado de gran popularidad. Parece que la película La banda del automóvil gris representa, en parte, su biografía. Conquistó al público en el papel principal de la zarzuela de Jiménez y Vives La Gatita Blanca, nombre que le ha quedado como mote.

(Tomado de: Enciclopedia de México, S. A. México, D.F., 1977, volumen III, Colima - Familia)

lunes, 17 de junio de 2019

Aztlán


Lugar mítico donde los mexicas comenzaron su expedición con rumbo a lo que llegaría a ser México-Tenochtitlán.

Existe una fábula que explica por qué los aztecas abandonaron Aztlán.

Se dice que un pájaro que cantaba, emitía un chillido que decía tihui que quiere decir "ya vámonos". Como esta repetición fue durante muchos días uno de los sabios de linaje y familia llamado Huitziton reparó en ello, y considerando el caso quiso aprovecharse de esto para fundar su ciudad, diciendo que aquella ave era una deidad y ese era su mensaje. Se hizo de un compañero y ayudante en sus intenciones llamado Tecpatzin diciéndole: "¿No advertiste aquí lo que el ave nos dice?" Convenciéndolo del mensaje sagrado, los dos juntos dieron a entender  al pueblo, dejando así Aztlán.

Su situación geográfica ha sido diversa, para algunos estuvo en el Valle de México, otros en el Bajío, se llegó a ubicar en el lago de Chapala, en Baja California debido a que se encontraba rodeada de agua por tres lados, además de que en algunas cuevas se hallaron pinturas rupestres, representando origen y conceptos religiosos; sin embargo no se han podido precisar las fechas, por lo cual no se puede confirmar la teoría; otros lugares hipotéticos han sido: en Alta California, en Nuevo México; Humboldt y Prescott lo señalaron en los estados de Oregon y Wyoming; Wickersham cerca de lo que hoy es Seattle en Washington, el mismo padre Antonio Tello mencionó que fue en Anián, en Asia. Algunos historiadores afirmaron que Aztlán nunca existió.



Diversos estudiosos mencionan una relación estrecha con Mezcaltitlán (ubicado en la costa de Nayarit), ficen que fue ahí donde se posó por primera vez el águila sobre el nopal. Tal fue la especulación desde 1960, que se terminó por aceptar a dicha población como la patria de los aztecas. Otro dato significativo, es que hace poco más de una década se modificó el escudo del estado, en el cual se retomaron pasajes del Códice Boturini, describiendo la partida de los aztecas, aunque dicha suposición Aztlán-Mezcaltitlán, jamás fue confirmada.

Otra teoría habla de un Aztlán que junto a Jalisco, Colima y Tonalá, formaba parte de la Confederación Chimalhuacana.

(Tomado de: Toledo Vega, Rafael. Enigmas de México, la otra historia. Grupo Editorial Tomo, S. A. de C. V. México, D. F., 2006)

sábado, 15 de junio de 2019

Lauro Salas



De los Guantes de Oro al campeonato mundial


Desde Estados Unidos llegó la noticia: México tenía un campeón mundial. Los puños de Lauro Salas convirtieron el sueño de millones de mexicanos en una realidad. Atrás quedaba el amargo recuerdo de la derrota de Juan Zurita. Y aunque el público no cabía de contento y la prensa lo ensalzaba -sobre todo en la Sultana del Norte donde creció pugilísticamente-, había cierto resentimiento contra la Comisión de Box del Distrito Federal. Se trataba de un veto impuesto al boxeador porque, según los comisionados, había perdido de manera “sospechosa” contra Memo Valero el 3 de noviembre de 1951. Entonces se fue a Estados Unidos.


Su récord era modesto: de 64 encuentros había salido victorioso en 43, perdido 15 y empatado en 6. No era precisamente un boxeador que fulminara con sus puños pero se ganó el derecho a disputar el cetro mundial de los ligeros. En su primera oportunidad, en abril de 1952, se vio superado por el campeón Jimmy Carter. Sin embargo, el mismo rival le brindó su segunda oportunidad.


El 14 de mayo de 1952 en Los Ángeles, California, Carter y Salas se vieron las caras de nuevo. El favorito era, sin lugar a dudas, el campeón. Las apuestas estaban en una proporción de cuatro a uno en su favor. Sa!as era taquillero en aquellas tierras y por esa razón -y porque la derecha del mexicano provocó la caída del campeón en el asalto 15 de su primera entrevista- el promotor no pensó dos veces en acordar la revancha. Esa noche asistieron cerca de 8,000 fanáticos. Pero eso no fue todo, se presume que unos sesenta millones de aficionados se enteraron del veredicto a través de la televisión o la radio.


El favorito en los momios salió decidido a ratificar su mayor contundencia ante el pequeño Lauro Salas. Y del tercero al décimo round, el norteamericano dio una cátedra de boxeo a nuestro aspirante al trono. A partir del undécimo asalto, Salas se le fue a su contrincante como un toro que hubiese guardado su furia hasta el final. Desde todos los ángulos, tanto la derecha como la izquierda del retador le recordaron a Carter, de manera por demás dolorosa, que Lauro no iba a bajarse del encordado sin el cinturón que lo acreditaría como campeón. En el duodécimo round, Carter acusaba una herida en el pómulo izquierdo y para el decimotercero, una cortada en el ojo izquierdo acabó con el monarca. El combate llegó a la decimoquinta campanada pero el campeón sangraba profusamente. El triunfo, por todos lados inesperado, era para el mexicano.


La prensa lo elogió y aprovechó para poner a Salas como modelo. En efecto, era el primer campeón mundial mexicano, aunque hecho boxísticamente en Estados Unidos. La pelea contra Memo Valero era apenas la segunda que realizaba en territorio nacional.


Como por arte de magia, la Comisión de Box del Distrito Federal levantó el veto -dicen que por órdenes del jefe de espectáculos del Departamento, Luis Spota-, pero Salas nunca regresó a cuadrilátero alguno de la capital del país.


Cinco meses tuvimos campeón. El 15 de octubre, la inconsistencia de Salas pagó su precio al entregar el cetro. De nuevo Jimmy Carter regresaba como monarca.


(Tomado de: Maldonado, Marco A., y Zamora, Rubén A. - Cosecha de campeones. Historia del box mexicano II, 1961-1999. Editorial Clío Libros y Vídeos, S.A. de C.V., México, abril 2000)



viernes, 14 de junio de 2019

Totonacapan y su miniarquitectura


En el país donde los ojos son suavemente rasgados, las narices finas, delineadas cejas y esculpidas bocas entreabiertas, en el que fue un día famoso reino de Totonacapan, el arte tuvo manifestaciones singulares en su delicadeza.

Una de esas expresiones sui géneris, tal vez la menos conocida, es la arquitectura en pequeña escala, los templos miniatura, en total contraste con las ciclópeas masas piramidales de la misma era prehispánica.

Los diminutos templos totonacas que usted puede ver actualmente, fueron concebidos hará unos cuatro o cinco siglos antes de Cristo.

Se trata de verdaderos mausoleos cuyo interior aloja una o dos cámaras funerarias. Por fuera, pese al deterioro causado por más de dos mil años, es apreciable la riqueza ornamental. Sus techos son de dos aguas y también de cuatro. Incluyen un adoratorio en la cúspide del cuerpo central. Cuatro escalinatas guarnecidas por sólidas barandas de piedra y otros muchos detalles de elegante primor. Todo esto, créalo o no, en estas dimensiones: metro y medio de ancho, por menos de dos metros de altura. ¿Pequeñísimos? Claro, por eso los llamamos templos miniatura.

Además, están dispuestos -en algunos lugares- con el orden acostumbrado en los cementerios modernos occidentales. Parece ser que solamente los totonacas se ocuparon de erigir tan originales monumentos funerarios, y los distribuyeron en una enorme región desde Nautla, Ver., hasta Comapan, en la cuenca del Jamapa, cerca de Huatusco.

Para ver estas asombrosas muestras del especial sentido litúrgico que en Totonacapan se daba a los ausentes definitivamente, le sugerimos visitar la "ciudad fortaleza" de Quiahuiztlan, sobre la carretera asfaltada Veracruz-Nautla.



(Tomado de: Harry Möller - México Desconocido. Injuve, México, D. F., 1973)

jueves, 13 de junio de 2019

Lilia Prado


La ingenua perversa

En el esplendor de su carrera, los 54 bien proporcionados kilos de Lilia Prado daban mucho de qué hablar, quizá porque se asentaban -literalmente- en un equilibrio perfecto que comprendía unas maravillosas piernas (empezó cuando ganó un concurso de las piernas más bonitas en el que la leyenda, Silvestre Revueltas, era parte del jurado), una increíble cinturita, un busto perfecto, y sobre todo, una región glútea justamente admirada, que propició varios inflamados poemas de Efraín Huerta. De ojo claro y rasgado, chatita, bonita, de boca muy sensual, ingenua y perversa, adoramos a Lilia Prado; bailarina, cantante, actriz, belleza y, sobre todo, erotismo desbordado. (David Ramón)

Parte memorable de su cuerpo:
La región glútea.

Su papel más sexy:
En Cuarto de hotel.

Su escena más provocadora:
En Subida al cielo, cuando se sube a un camión y la cámara prácticamente la ayuda, empujándola en su región glútea.

(Tomado de:  Ramón, David - Somos, especial de colección núm. 6, Los símbolos sexuales + ardientes del mundo. Editorial Eres, S.A. de C.V., México, D.F., 1997)




miércoles, 12 de junio de 2019

Dos veladas con hongos


La velada vivida por Bernardo (1962)

A las nueve de la noche, acostado en un petate al lado de Miriam, empecé a masticar los hongos que me dio María Sabina. Eran seis pares, y los trague con dificultad. No les tenía confianza, por el completo fracaso en las dos ocasiones precedentes; así que me comí un hongo más, de los de Miriam y otros dos que le pedí a María Sabina. Esperé en la semioscuridad, con escepticismo; me molestaba la risita histérica y el río de palabras inútiles de Miriam que me impedían gozar de los rezos y el canto, severo y armonioso, de la curandera.

De repente, sin ninguna transición, me encontré en una tumba egipcia. Miriam, Lucy, María Sabina, y María Aurora su hija, eran momias; yacían todas en grandes sarcófagos dorados y policromos. Ahí donde se colaba la tenue claridad de las ventanas, vi las majestuosas columnas de un templo a orillas del Nilo.

-Miriam, Miriam, éste es Egipto. ¡Qué maravilla!

Traté de acariciarle la mano. Estaba helada y húmeda. La retiró con gesto brusco. Al recordar mis sensaciones después de la noche alucinada, me extrañó que esta actitud no hubiera suscitado en mí sentimientos de rencor.

Las imágenes esplendorosas -sarcófagos, columnas, templos- se difuminaron y desaparecieron completamente, sustituidas por sonidos y ritmos. La música se adueñó de mí penetrando en cada una de mis fibras, primero tersa y suave como un concierto angélico; luego se agigantó en una inmensa polifonía. Era yo un hombre hecho música; mejor dicho, me identificaba con toda una orquesta sinfónica, y me puse a dirigirla desde el podium, acompañando con mi voz los ríos de sonidos. Cantaba fuerte: era yo el violín concertino, no, todos los violines, todos los violonchelos y los contrabajos. Un instante -¿o fue una hora?- me volví arpa; luego oboe, y flauta; era yo todos los instrumentos de cuerda y de viento y otra vez, la orquesta completa en u crescendo sin fin, que me transportaba a esferas de gozo espiritual nunca imaginadas.

Con todo, me sentía solitario y con una añoranza inexpresable; tal vez porque Miriam había rechazado mi caricia.

No crean que soy músico. Me gusta, claro está, un concierto sinfónico, pero al cerrar los ojos no sé distinguir los varios instrumentos de la orquesta. En el trance ya no existía para mí el mundo de formas, colores, imágenes y palabras: todo era música, un océano de música, y yo estaba en su centro.

William, el marido de Lucy, se había quedado sin comer hongos, para ayudarnos en caso de necesidad. Yo oía la voz de Miriam que le suplicaba: -Ayude a Bernardo. Es demasiado fuerte para él. Dele agua azucarada. Ayúdele.

William se presentó con un halo de luz intensa. (Ahora sé que era la de su lamparita eléctrica). Su estatura era imponente. Lo vi como si fuera un santo; habló con voz armoniosa que llenó todo el ámbito. Venía de otro mundo; me parecía que había bajado del cielo. Rehusé tomar la bebida. "Es usted mi enemigo", le dije. Los santos me caen pesados también en la vida real. Además me molestaba la preocupación maternal que tenía por mí Miriam. Me acuerdo cómo repetí, sarcásticamente, la palabra azúcar, azúcar, azúcar.

El espacio y el tiempo había adquirido nuevas proporciones inconmensurables. El cuarto de la ceremonia era infinito; los ruidos se oían agigantados. Cada segundo era una hora; cada hora una vida. Lucy lanzaba de vez en cuando exclamaciones de asombro y de júbilo. El palmoteo rítmico de María Sabina parecía llegar desde una enorme lejanía; en realidad la maga estaba a pocos metros de mi petate.

Sería la presencia de María Sabina o el proceso natural de la alucinación; lo cierto es que, antes de salir del cuarto, no tuve ninguna sensación de angustia. Sólo sentía resonar en mí esa música inefable, ultraterrena; estaba mágica y totalmente envuelto en su embeleso. 

Cuando William me pidió que fuera a acostarme, me opuse decididamente. No quería, por nada del mundo, volver a la realidad. Insistió tanto, y con tan buena gracia, que por fin accedí. No tengo el más vago recuerdo de cómo me llevó a mi cuarto, ni de cómo me echó a la cama. Sólo sé que empezó una terrible lucha para volver en mí, que duró horas -o más bien, siglos-. No sabía dónde estaba. También ese cuarto era infinito; empecé a temer que nunca lograría "volver". Me di cuenta de que mi mujer estaba conmigo, cariñosa y preocupada por mí. A las cinco de la mañana (sé la hora porque Miriam se la preguntó a William), nuestro ángel guardián me dio un vaso de agua. Todavía lo vi como a un ser de otro mundo. Cuando, con la claridad del alba, bajé de la cama, tuve la clara sensación de que se abría delante de mí un abismo. Sólo con un supremo esfuerzo de voluntad pude volver al lado de Miriam.

Ella sufría no menos que yo en la sorda lucha para salir del encantamiento que ya era más bien pesadilla y agonía. Las seis, las siete, las ocho, las nueve. En el cuarto brillaba la luz del sol, pero nuestra angustia persistía, con los ojos abiertos o cerrados. Sólo a las doce volvimos a la realidad completa.



La velada vivida por Miriam

Al cabo de media hora de haber ingerido los hongos, súbitamente se presentaron ante mis ojos abiertos en la semioscuridad, manchas de colores y minúsculos decorados; arabescos, florecitas cursis como de bomboneras, pequeños adornos meticulosos pero de lo más convencional. "¡Ajá, son éstas las famosas alucinaciones!". Risas, me dieron. Los diseños cambiaban, se renovaban continuamente, como en el caleidoscopio. "Este dibujo también lo conozco", me decía para mis adentros, con cierto desencanto. Diminutas formas geométricas se alternaban con dibujos de telas, alfombras, vitrales de iglesias.

-Estoy en Egipto- oí que me decía Bernardo. Quiso acariciarme. Sentí una mano enorme, descomunal. No soporté su contacto, y retiré mi brazo. Quería estar sola.

Ya no reía. Las pequeñas formas geométricas crecían en tamaño, adquirían bulto; sus colores eran más vívidos. Como esbeltos rollos policromos avanzaban en sentido oblicuo, se deshacían en miríadas de gotas de todos los tintes, volvían a unirse y a desunirse. Me preguntaba de dónde venían esos colores, alternativamente tiernos y violentos, y deploraba que nunca los podría reproducir, ya que, por mi desdicha, no sé pintar.

Esta reflexión prueba que algo en mi conciencia había quedado despierto. También me di cuenta de que Lucy lanzaba unos pequeños gritos de asombro y que Bernardo se había puesto a tararear y canturrear.

(Pierdo la noción del tiempo, en tanto que el cuarto se ensancha, se vuelve infinito). Los ruidos -hasta un rechinido del petate o un susurro- se agigantan. Parece que llegan de muy lejos y sólo se apagan después de múltiples ecos. El palmoteo intermitente de María Sabina, un clac, clac, clac sordo y seco contribuye a producir una obsesión que crece como un alud: me voy, me voy, me salgo de mí misma. Concentro lo que queda de mi voluntad y grito: " William, ayuda a Bernardo. Dale agua azucarada. Es demasiado fuerte para él. No lo aguantará". Siento que nos estamos perdiendo todos. No sabíamos a dónde íbamos, no sabíamos, no sabíamos. (Otra vez estoy en trance, completamente sumida en el mundo de luces y formas).

Veo nuevos cuadros, nuevos colores, reflejos y matices nunca imaginados. Son obras de un grandísimo pintor; su hermosura es tal que no puedo tolerarla; me corta el aliento. Quiero que la visión se detenga, pero sigue implacable y siempre más bella: las figuras son ahora de mayor tamaño, sin simetría, y los colores más tenues. Ya no es decoración, es arte puro. ¿Son peces de plata que bullen en un mar de oro, o peces de oro que se agitan en un mar de plata?

Me encuentro en un ambiente nuevo y distinto. He vuelto al mundo de mi infancia, el de los cuentos de hadas, imaginario y real al mismo tiempo. Estoy en el bosque encantado de la Bella Durmiente, de Caperucita, de Pulgarcito. Cosa extraña: no es un severo bosque de mi país natal, sino una selva virgen con cantos de pájaros y gritos de monos y zumbidos de insectos, que el eco carga de misterio e inquietud. ¡Qué indecible alegría para mí, ver ese mundo hadado, y al mismo tiempo qué ansiedad, qué miedo de encontrarme sola en medio de él! Me miran venaditos de grandes ojos húmedos y conejos blancos; ahí está la casa de pan de miel de la bruja. ¡Qué precioso palacio! ¡Y esa fuente, qué linda! ¿Qué quiere de mí la rana? No, es el rey de las ranas, tiene una coronita de oro. Le tengo un terror pánico, que no me mire así, quiero cubrirme.

¡Cuántas espinas! Estoy en medio de rosales en flor: las rosas son espléndidas, blancas, amarillas, rojas. Pero ¿podré salir de aquí, con todas esas espinas, podré volver? Volver, sí, pero ¿a dónde?

Otra vez la selva; estoy como muerta, con una debilidad infinita. No importa. Todo a mi alrededor es tan primoroso, tan lleno de colores, y los enanitos bailando, jugando con el eco. Cada enano elige un tono y el eco lo repite, ite, ite, ite.

Todo es exactamente como me lo había figurado de niña. Pero ¿qué hace aquí Puck? Me acecha un grave peligro. Tal vez no podré irme nunca de aquí, ¡qué angustia! Mira quién me mira: Pulgarcito en persona, muy pequeña persona. Ya no está. Tengo que buscar en la oreja de mi caballo, tal vez se ha ocultado ahí. 

En este momento se abrió una pequeña ventana a la realidad. Sentí una terrible congoja por Bernardo. Estaba a mi derecha, y sin embargo, me separaba de él una incolmable distancia. Bernardo gritaba y cantaba y exultaba. "William, ayúdele!" supliqué, y otra vez me sentí arrastrada hacia el otro mundo.

El cuarto era un recinto monumental con altísimas columnas doradas. Un vapor neblinoso envolvía todo, y surcaban el espacio figuras fantasmáticas. Miré a la derecha, donde estaba Bernardo. Vi, espeluznada, una calavera con anteojos, suspendida en el humo. No pude seguir mirando. Otra vez me asaltó la congoja. Mi Bernardo se muere, y no puedo ayudarle. "William, William, ayudamos a volver, danos agua azucarada".

William se acercó con una luz. Bajaba de las alturas, como un redentor. Nos ayudó a incorporarnos y a beber. Era la salvación. Tuve la sensación de que, desde mi más tierna infancia, sólo había recibido beneficios de mi prójimo, y el buen William era el símbolo, la quintaesencia de toda esa bondad, de toda la caridad humana.

Oí cómo sacaban a Bernardo del cuarto. ¿Vivía aún o estaba muerto? Luego me sacaron a mí. Me apoye en el barandal, vencida por una aguda náusea. Estaba yo en el fondo del mar, veía la ondulación de las plantas acuáticas, y más lejos, los riscos. En verdad era el patio de la Posada Rosaura, en Huautla de Jiménez: lo reconocí la mañana siguiente.

El ángel guardián, no sé cómo, me hizo acostar. En la cama yacía mi Bernardo -¿muerto? Mi corazón cesó de latir, el terror me heló toda. Me acerqué. Su cuerpo estaba caliente, ¡vivía! Nunca podré describir el sentimiento de profundísima dicha que sentí entonces.

Sin embargo, al hundirme otra vez en el sueño, ya no vi los aspectos amables de los cuentos de Grimm y Andersen, sino monstruos, dragones, salamandras, el lobo feroz y varias brujas feísimas. Luego vi ciertos raros personajes que se licuaban y caían en gotas y otros, de los cuales no sabía si eran más personas o más hongos.

Las visiones ahora se habían vuelto un tormento. Era otra realidad, porque lo veía con estos mismos ojos, y también tenía tres dimensiones, y colores y olores, pero yo quería salir, quería volver, y ya no me era posible. Nunca más saldré de aquí. Ya no respiraba; mi corazón se paró, no podía ni pensar ni moverme. Morí lentísimamente, sin dolor, sin pesadumbre. Todo se había acabado. 

Después de todo no estaba tan muerta ya que oí cómo Bernardo llamaba a William. Tenía sed. También me di cuenta de la hora. Eran las cinco: lo dijo William.

-¿Dónde estamos, Bernardo? ¿En Japón, verdad?
-No, en Egipto.
-¿Crees que saldremos de esto, quiero decir, que saldremos con vida?
-Claro que saldremos. Ahora descansa, duerme.

Fácil decirlo: dormir. No, durante interminables horas -hasta muy entrado el día- siguieron luchando en mí las dos realidades, hasta que triunfó la de la cordura. La lucha terrible me dejó, literalmente, exhausta.

Dicen que viajé en el paraíso y en el infierno de mi subconsciente. Tal vez sea así; pero creo que con una dosis menor de hongos me hubiera ahorrado el infierno. No repetiré la experiencia; me alegro, de todos modos, de haber pasado por ella. Ha sido una de las más fuertes de mi vida.

(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)