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viernes, 4 de julio de 2025

Emiliano Zapata en Italia

 


CAPÍTULO PRIMERO

Aventuras de los aztecas en el Más Allá.

[…]

Las leyendas de los caudillos prodigiosamente longevos que viven ocultos y pueden volver para salvar a su pueblo o vengar las afrentas padecidas, son de todos los pueblos y de todas las épocas.


EMILIANO ZAPATA EN ITALIA


Aquí, en México, se repite el mito de Quetzalcóatl en pleno siglo xx. El caudillo que se va “por donde el sol sale” y debe regresar para restablecer la justicia, es Emiliano Zapata. El hombre asesinado en Chinameca el 10 de abril de 1919 no era el jefe agrarista, sino otra persona que se le parecía. Por una multitud de pormenores se ha comprobado que el individuo muerto por el coronel Guajardo se diferenciaba bastante de don Emiliano; me especificó varios de estos detalles doña Inés Alfaro Aguilar, que fue esposa del caudillo agrarista y le dio cinco hijos.

Hace algunos años asistía, el 8 de septiembre, a la fiesta del Tepozteco, en la plaza de Tepoztlán. Tres campesinos ancianos, de calzón blanco, me preguntaron de dónde venía. Cuando les dije que de Italia, se iluminaron sus rostros. ¡Italia, donde está viviendo don Emiliano Zapata! Me vieron como a un amigo y me abrazaron; más aún, quisieron que me enterara de los hechos de armas en que acompañaron a “mi general*’, hacía once lustros y más.

La versión de que Zapata vivía en Italia me la confirmaron otras personas en Anenecuilco; estaba difundida, por cierto, entre decenas de millares de campesinos, no sólo de Morelos, sino de Puebla, Guerrero y Oaxaca. Sin embargo, supe en Tlaltizapán, por doña Inés Alfaro, que en realidad don Emiliano se fue mucho más al oriente, hasta Arabia. Ahí se ocupó de distribuir tierras a los pobres.

—¿Todavía vive?

Doña Inés bajó la voz.

—Voy a confiarle un secreto —me contestó—. Ya murió. Fue hace seis años, en 1957. Me dio el dato doña Inés con gran sigilo, porque mucha gente cree que uno de estos días el general Zapata debe volver a México, donde tiene tantas cuentas que saldar. ¿Con quién?

Me lo explicó en Cuernavaca un anciano zapatista del sur de Morelos, que acompañó a su jefe a la toma de la Ciudad de México.

—¿Con quién tiene cuentas que saldar mi general Zapata? ¡Con los traidores de la revolución! ¡No hay bastantes árboles para colgarlos a todos!

No es aquí el lugar para comentar la ingenua virulencia de la invectiva; lo importante es comprobar la existencia, actualmente, del mito de Zapata y su singular analogía con el de Quetzalcóatl.


(Tomado de: Tibón, Gutierre - Historia del nombre y de la Fundación de México. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1975)

lunes, 9 de junio de 2025

Huautla, una entre muchas



 Huautla, una entre muchas 

Huautla, un "lugar del águila" más. Conocí hace años la Huautla de Hidalgo, entonces de difícil acceso, donde tuve la sorpresa de encontrar un grupo de gitanos que cautivaban a los vecinos con la exhibición de viejas películas de cine. Supe de la existencia de otras Huautlas en Guerrero, Puebla y Morelos. Son muchos los lugares de México que evocan al águila, nahual del Sol, o a los guerreros consagrados al astro mayor, como lo fue el propio Cuauhtémoc. Huautla de Jiménez, la capital mazateca, es la única población indígena que tiene la dignidad de ciudad. 

Me había enterado, gracias al lingüista George M. Cowan, que en esa Huautla oaxaqueña se conserva un lenguaje silbado el cual permite dialogar holgadamente desde distancias considerables. Ignoraba que Huautla se volvería, por muy otras razones, un lugar célebre en todo el mundo, con el cual me atarían los lazos más imponderables. 

No había, a principios de los cincuentas, más comunicación con la ciudad serrana que los caminos de herradura, largos caminos abruptos. A principios de 1956 supe en Ciudad Alemán, por Raúl Sandoval (uno de los vocales ejecutivos de la Comisión del Papaloapan), que ya existía un campo de aterrizaje y que se estaba construyendo una carretera de Teotitlán del Camino a Huautla. ¿Quería conocer el ritmo con que se trabajaba? Dentro de poco iría a inspeccionarlo y podría acompañarle.


Vuelo de Alemán a Teotitlán


Heme así, una mañana, sentado en el avión que Sandoval conduce con la tranquilidad con que manejaría su coche en el paseo de la Reforma. Raúl Sandoval, ingeniero civil, es hombre joven: tendrá unos treinta y cinco años. Mirada aguda, mentón volitivo.

Atisbo la población de Papaloapan en el culebreo de las aguas y Tuxtepec entre las orillas verdes; ahí está Temascal, con la presa gigantesca, y el nuevo lago formado por el río Tonto. Subimos, subimos, para salvar la enorme joroba del cerro Rabón, la montaña mágica de los mazatecos. Ahí está la cueva inmensa en que veneran -desde hace cuatro siglos, con liturgia católica- a su antiquísimo dios de la lluvia. 

Pasamos a poca distancia de la roca desnuda del Rabón. Cielo intensamente azul; el aire resplandece en este puerto de la sierra. Ahora el avión baja suavemente hacia el valle de Teotitlán. Volamos sobre la imponente fortaleza azteca de Quiotepec -muralla sobre una colina que encierra y domina la cañada- y atisbamos la mancha verde de las arboledas y las huertas del oasis teotitleco. Un fuerte viraje del avión me permite gozar lindas perspectivas calidoscópicas, grises y amarillas. La tonelada alada se posa como pluma en el campo; éste sí es campo, porque hay hierba y maleza. 


Primer ascenso a la Sierra Mazateca 


Sandoval inicia sin perder un instante el ascenso a la sierra. Admiro desde el jeep los trabajos de la carretera Teotitlán-Huautla. Una ladera semidesnuda, continuamente interrumpida por vallecitos y barrancos. En pocos quilómetros se sube de la cálida cañada a tierra fría. Teotitlán ya se pierde en el valle a lo lejos; la vegetación, antes rala, se vuelve más tupida y más verde. Surgen los bosques, ya se respira el aire fresco, ya hay humedad. 

Un grupo de chozas: las primeras que veo desde Teotitlán. Aquí viven mazatecos, como los de la otra vertiente. Una familia -siete adultos y dos niños- siembra maíz en un declive muy empinado. Y tanto, que se tiene miedo de verla perder el equilibrio y precipitarse en el despeñadero. Vestidos blancos, camisas solferino en la luz violenta de la altura. Silenciosos, concentrados, no me miran. La siembra es un rito. 

Llegamos al puerto. 


Los simbiontes 


Más allá, detrás de las lomas grises, está Huautla. Dentro de pocos meses la carretera alcanzará el corazón de la sierra mazateca; y lo afirmo porque han llegado -me parece, milagrosamente- hasta este alto puerto montañoso, los diplodocos y Los mastodontes mecánicos. Arañan las laderas con sus uñas de acero al cromo-níquel, mueven toneladas de tierra, levantan rocas, alisan, aplanan, bufando y echando pesado humo de aceite. Siempre me llena de asombro la perfecta simbiosis entre los megaterios metálicos y el hombrecillo que está adentro, a quien tengo la tentación de llamar simbionte. 

Esa no es una carretera de lujo, ni su propósito es turístico. Se trata de comunicar las dos vertientes, de abaratar los transportes, de infundir una nueva vida económica en una zona rica y secularmente aislada. Así se aviva el ritmo de la amalgamación del México indígena con el México moderno, se abate la discriminación y se unifica a todos los mexicanos por medio del idioma de Castilla. 

El frío aquí arriba es polar. Urge volver a tierra templada. ¡Hasta pronto, Huautla! Bajo mil quinientos metros con el jeep. La atrevida e inteligente carretera sabe dónde y cómo serpentear por la falda escarpada. Ya me doy cuenta de por qué atribuyen tanta sabiduría a la serpiente.



(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)

martes, 27 de agosto de 2019

Córdova, Alaska


Hace años me sobrecogió el descubrimiento,en el mapa de Alasca, de Córdova, el puerto más cercano al cabo San Elías. Escribí al alcalde Roy Goodman y poco a poco me enteré de la historia de la pequeña metrópoli hiperbórea que ostenta un nombre “tan nuestro”. Goodman y los demás cordoveses (o cordovanos, como ellos se definen) ignoraban que Córdova se originó en las expediciones de conquista que llevaron a cabo en el lejano norte España y Nueva España. El 16 de julio de 1741 es la fecha de descubrimiento de América desde el oeste: Vito Bering, navegante danés al servicio del zar de Rusia, entrevió en la bruma el monte San Elías, gigantesco pico volcánico visible desde el mar a 300 kilómetros de distancia; tiene una altura de 5,516 metros, poco menos que el pico de Orizaba. Las expediciones novohispanas, que salieron todas del puerto nayarita de San Blas entre 1774 y 1792 para ganarle a los rusos e ingleses la posesión de aquellas regiones boreales en el extremo de California, dejaron en la costa canadiense nombres muy nuestros: el estrecho Juan de Fuca, las islas Galiano, Valdés y Texada, la bahía Redonda. El estrecho de Malaspina recuerda al navegante italiano al servicio de España, Alejandro Malaspina, quien en 1791 midió la altura del San Elías. Más al norte se encuentran los estrechos de Laredo y de Caamaño y la isla de Aristazábal; más al norte todavía, ya en Alasca, a una latitud de 61 grados, está la ciudad de Valdéz, (hoy Valdez), así llamada por Cayetano Valdéz, jefe de la expedición compuesta por las goletas Mexicana y Sutil. El vecino puerto de Fidalgo inmortaliza al teniente de navío Salvador Fidalgo, comandante del paquebote San Carlos; un poco al sureste, el puerto Gravina es homenaje al siciliano duque de Gravina, capitán general de la Armada Española y futuro héroe de Trafalgar. Casi paralelo a la bahía Orca (también nombre castellano que recuerda el encuentro con uno de estos feroces cetáceos de los mares fríos) se encuentra el puerto de Córdova.
Está por investigarse en los archivos de la Marina el día de la toma de posesión de Córdova. Su nombre es una fabulosa reminiscencia, en el extremo norte de América, de la Córdoba del Guadalquivir, debida a hispanos y novohispanos. No es menos impresionante el nombre de la goleta de Valdéz, llamada La Mexicana decenios antes de la independencia y que se adoptara el nombre de México para la nueva nación.
A principios del siglo XX, cuando se descubrió en el retrotierra una prodigiosa riqueza mineraria, MIke Heney, constructor del Ferrocarril Alascano, escogió Córdova como puerto ideal para la exportación del cobre. Córdova se volvió el más conspicuo canal del mundo por el cual pasaba el rojo metal; esto duró hasta el agotamiento de las minas. En 1939 se oyó en el puerto el último silbido de la locomotora. Los cordovanos tuvieron que dedicarse a una nueva actividad: la pesca. Se multiplicaron las empacadoras de salmón y de cangrejo; hoy en día Córdova es una ciudad moderna, ansiosa de progreso, una meca de los que buscan su futuro en el norte. Desde hace poco sacude a Alasca una nueva fiebre del oro, mil veces más fuerte que la de 1982. Esta vez se debe al descubrimiento del oro negro. ¿Cómo llevarlo al mar? En lugar de arriesgar el transporte por superpetroleros rompehielos, que se abrirían camino a través de un dédalo de islas polares, -venciendo rutinariamente el fabuloso pasaje del noroeste- se ha optado por la construcción de un oleoducto transalascano que desembocará en Valdés, puerto libre de hielos todo el año. El Pacífico en lugar del Atlántico.
Las autoridades de Córdova, Alasca, aceptaron mi proposición de establecer una relación de hermandad con Córdoba, Veracruz. Ignoraban las raíces mexicanas de su ciudad: en el museo que planeé para los cordovanos habrá piezas arqueológicas totonacas, bordados de Amatlán de los Reyes, muestras de café y de ron cordobés; en tanto que el museo de nuestra Córdoba se enriquecerá con muestras de antiguas piezas de cobre de los indígenas alascanos, cabezas de alce y de oso pardo, muestras de los exquisitos cangrejos enlatados. Desde luego, habrá intercambio de fotomurales, hábilmente iluminados.


(Tomado de Tibón, Gutierre - México en Europa y en África. Colección Biblioteca Joven, #14. Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V. México, D.F., 1986)

miércoles, 12 de junio de 2019

Dos veladas con hongos


La velada vivida por Bernardo (1962)

A las nueve de la noche, acostado en un petate al lado de Miriam, empecé a masticar los hongos que me dio María Sabina. Eran seis pares, y los trague con dificultad. No les tenía confianza, por el completo fracaso en las dos ocasiones precedentes; así que me comí un hongo más, de los de Miriam y otros dos que le pedí a María Sabina. Esperé en la semioscuridad, con escepticismo; me molestaba la risita histérica y el río de palabras inútiles de Miriam que me impedían gozar de los rezos y el canto, severo y armonioso, de la curandera.

De repente, sin ninguna transición, me encontré en una tumba egipcia. Miriam, Lucy, María Sabina, y María Aurora su hija, eran momias; yacían todas en grandes sarcófagos dorados y policromos. Ahí donde se colaba la tenue claridad de las ventanas, vi las majestuosas columnas de un templo a orillas del Nilo.

-Miriam, Miriam, éste es Egipto. ¡Qué maravilla!

Traté de acariciarle la mano. Estaba helada y húmeda. La retiró con gesto brusco. Al recordar mis sensaciones después de la noche alucinada, me extrañó que esta actitud no hubiera suscitado en mí sentimientos de rencor.

Las imágenes esplendorosas -sarcófagos, columnas, templos- se difuminaron y desaparecieron completamente, sustituidas por sonidos y ritmos. La música se adueñó de mí penetrando en cada una de mis fibras, primero tersa y suave como un concierto angélico; luego se agigantó en una inmensa polifonía. Era yo un hombre hecho música; mejor dicho, me identificaba con toda una orquesta sinfónica, y me puse a dirigirla desde el podium, acompañando con mi voz los ríos de sonidos. Cantaba fuerte: era yo el violín concertino, no, todos los violines, todos los violonchelos y los contrabajos. Un instante -¿o fue una hora?- me volví arpa; luego oboe, y flauta; era yo todos los instrumentos de cuerda y de viento y otra vez, la orquesta completa en u crescendo sin fin, que me transportaba a esferas de gozo espiritual nunca imaginadas.

Con todo, me sentía solitario y con una añoranza inexpresable; tal vez porque Miriam había rechazado mi caricia.

No crean que soy músico. Me gusta, claro está, un concierto sinfónico, pero al cerrar los ojos no sé distinguir los varios instrumentos de la orquesta. En el trance ya no existía para mí el mundo de formas, colores, imágenes y palabras: todo era música, un océano de música, y yo estaba en su centro.

William, el marido de Lucy, se había quedado sin comer hongos, para ayudarnos en caso de necesidad. Yo oía la voz de Miriam que le suplicaba: -Ayude a Bernardo. Es demasiado fuerte para él. Dele agua azucarada. Ayúdele.

William se presentó con un halo de luz intensa. (Ahora sé que era la de su lamparita eléctrica). Su estatura era imponente. Lo vi como si fuera un santo; habló con voz armoniosa que llenó todo el ámbito. Venía de otro mundo; me parecía que había bajado del cielo. Rehusé tomar la bebida. "Es usted mi enemigo", le dije. Los santos me caen pesados también en la vida real. Además me molestaba la preocupación maternal que tenía por mí Miriam. Me acuerdo cómo repetí, sarcásticamente, la palabra azúcar, azúcar, azúcar.

El espacio y el tiempo había adquirido nuevas proporciones inconmensurables. El cuarto de la ceremonia era infinito; los ruidos se oían agigantados. Cada segundo era una hora; cada hora una vida. Lucy lanzaba de vez en cuando exclamaciones de asombro y de júbilo. El palmoteo rítmico de María Sabina parecía llegar desde una enorme lejanía; en realidad la maga estaba a pocos metros de mi petate.

Sería la presencia de María Sabina o el proceso natural de la alucinación; lo cierto es que, antes de salir del cuarto, no tuve ninguna sensación de angustia. Sólo sentía resonar en mí esa música inefable, ultraterrena; estaba mágica y totalmente envuelto en su embeleso. 

Cuando William me pidió que fuera a acostarme, me opuse decididamente. No quería, por nada del mundo, volver a la realidad. Insistió tanto, y con tan buena gracia, que por fin accedí. No tengo el más vago recuerdo de cómo me llevó a mi cuarto, ni de cómo me echó a la cama. Sólo sé que empezó una terrible lucha para volver en mí, que duró horas -o más bien, siglos-. No sabía dónde estaba. También ese cuarto era infinito; empecé a temer que nunca lograría "volver". Me di cuenta de que mi mujer estaba conmigo, cariñosa y preocupada por mí. A las cinco de la mañana (sé la hora porque Miriam se la preguntó a William), nuestro ángel guardián me dio un vaso de agua. Todavía lo vi como a un ser de otro mundo. Cuando, con la claridad del alba, bajé de la cama, tuve la clara sensación de que se abría delante de mí un abismo. Sólo con un supremo esfuerzo de voluntad pude volver al lado de Miriam.

Ella sufría no menos que yo en la sorda lucha para salir del encantamiento que ya era más bien pesadilla y agonía. Las seis, las siete, las ocho, las nueve. En el cuarto brillaba la luz del sol, pero nuestra angustia persistía, con los ojos abiertos o cerrados. Sólo a las doce volvimos a la realidad completa.



La velada vivida por Miriam

Al cabo de media hora de haber ingerido los hongos, súbitamente se presentaron ante mis ojos abiertos en la semioscuridad, manchas de colores y minúsculos decorados; arabescos, florecitas cursis como de bomboneras, pequeños adornos meticulosos pero de lo más convencional. "¡Ajá, son éstas las famosas alucinaciones!". Risas, me dieron. Los diseños cambiaban, se renovaban continuamente, como en el caleidoscopio. "Este dibujo también lo conozco", me decía para mis adentros, con cierto desencanto. Diminutas formas geométricas se alternaban con dibujos de telas, alfombras, vitrales de iglesias.

-Estoy en Egipto- oí que me decía Bernardo. Quiso acariciarme. Sentí una mano enorme, descomunal. No soporté su contacto, y retiré mi brazo. Quería estar sola.

Ya no reía. Las pequeñas formas geométricas crecían en tamaño, adquirían bulto; sus colores eran más vívidos. Como esbeltos rollos policromos avanzaban en sentido oblicuo, se deshacían en miríadas de gotas de todos los tintes, volvían a unirse y a desunirse. Me preguntaba de dónde venían esos colores, alternativamente tiernos y violentos, y deploraba que nunca los podría reproducir, ya que, por mi desdicha, no sé pintar.

Esta reflexión prueba que algo en mi conciencia había quedado despierto. También me di cuenta de que Lucy lanzaba unos pequeños gritos de asombro y que Bernardo se había puesto a tararear y canturrear.

(Pierdo la noción del tiempo, en tanto que el cuarto se ensancha, se vuelve infinito). Los ruidos -hasta un rechinido del petate o un susurro- se agigantan. Parece que llegan de muy lejos y sólo se apagan después de múltiples ecos. El palmoteo intermitente de María Sabina, un clac, clac, clac sordo y seco contribuye a producir una obsesión que crece como un alud: me voy, me voy, me salgo de mí misma. Concentro lo que queda de mi voluntad y grito: " William, ayuda a Bernardo. Dale agua azucarada. Es demasiado fuerte para él. No lo aguantará". Siento que nos estamos perdiendo todos. No sabíamos a dónde íbamos, no sabíamos, no sabíamos. (Otra vez estoy en trance, completamente sumida en el mundo de luces y formas).

Veo nuevos cuadros, nuevos colores, reflejos y matices nunca imaginados. Son obras de un grandísimo pintor; su hermosura es tal que no puedo tolerarla; me corta el aliento. Quiero que la visión se detenga, pero sigue implacable y siempre más bella: las figuras son ahora de mayor tamaño, sin simetría, y los colores más tenues. Ya no es decoración, es arte puro. ¿Son peces de plata que bullen en un mar de oro, o peces de oro que se agitan en un mar de plata?

Me encuentro en un ambiente nuevo y distinto. He vuelto al mundo de mi infancia, el de los cuentos de hadas, imaginario y real al mismo tiempo. Estoy en el bosque encantado de la Bella Durmiente, de Caperucita, de Pulgarcito. Cosa extraña: no es un severo bosque de mi país natal, sino una selva virgen con cantos de pájaros y gritos de monos y zumbidos de insectos, que el eco carga de misterio e inquietud. ¡Qué indecible alegría para mí, ver ese mundo hadado, y al mismo tiempo qué ansiedad, qué miedo de encontrarme sola en medio de él! Me miran venaditos de grandes ojos húmedos y conejos blancos; ahí está la casa de pan de miel de la bruja. ¡Qué precioso palacio! ¡Y esa fuente, qué linda! ¿Qué quiere de mí la rana? No, es el rey de las ranas, tiene una coronita de oro. Le tengo un terror pánico, que no me mire así, quiero cubrirme.

¡Cuántas espinas! Estoy en medio de rosales en flor: las rosas son espléndidas, blancas, amarillas, rojas. Pero ¿podré salir de aquí, con todas esas espinas, podré volver? Volver, sí, pero ¿a dónde?

Otra vez la selva; estoy como muerta, con una debilidad infinita. No importa. Todo a mi alrededor es tan primoroso, tan lleno de colores, y los enanitos bailando, jugando con el eco. Cada enano elige un tono y el eco lo repite, ite, ite, ite.

Todo es exactamente como me lo había figurado de niña. Pero ¿qué hace aquí Puck? Me acecha un grave peligro. Tal vez no podré irme nunca de aquí, ¡qué angustia! Mira quién me mira: Pulgarcito en persona, muy pequeña persona. Ya no está. Tengo que buscar en la oreja de mi caballo, tal vez se ha ocultado ahí. 

En este momento se abrió una pequeña ventana a la realidad. Sentí una terrible congoja por Bernardo. Estaba a mi derecha, y sin embargo, me separaba de él una incolmable distancia. Bernardo gritaba y cantaba y exultaba. "William, ayúdele!" supliqué, y otra vez me sentí arrastrada hacia el otro mundo.

El cuarto era un recinto monumental con altísimas columnas doradas. Un vapor neblinoso envolvía todo, y surcaban el espacio figuras fantasmáticas. Miré a la derecha, donde estaba Bernardo. Vi, espeluznada, una calavera con anteojos, suspendida en el humo. No pude seguir mirando. Otra vez me asaltó la congoja. Mi Bernardo se muere, y no puedo ayudarle. "William, William, ayudamos a volver, danos agua azucarada".

William se acercó con una luz. Bajaba de las alturas, como un redentor. Nos ayudó a incorporarnos y a beber. Era la salvación. Tuve la sensación de que, desde mi más tierna infancia, sólo había recibido beneficios de mi prójimo, y el buen William era el símbolo, la quintaesencia de toda esa bondad, de toda la caridad humana.

Oí cómo sacaban a Bernardo del cuarto. ¿Vivía aún o estaba muerto? Luego me sacaron a mí. Me apoye en el barandal, vencida por una aguda náusea. Estaba yo en el fondo del mar, veía la ondulación de las plantas acuáticas, y más lejos, los riscos. En verdad era el patio de la Posada Rosaura, en Huautla de Jiménez: lo reconocí la mañana siguiente.

El ángel guardián, no sé cómo, me hizo acostar. En la cama yacía mi Bernardo -¿muerto? Mi corazón cesó de latir, el terror me heló toda. Me acerqué. Su cuerpo estaba caliente, ¡vivía! Nunca podré describir el sentimiento de profundísima dicha que sentí entonces.

Sin embargo, al hundirme otra vez en el sueño, ya no vi los aspectos amables de los cuentos de Grimm y Andersen, sino monstruos, dragones, salamandras, el lobo feroz y varias brujas feísimas. Luego vi ciertos raros personajes que se licuaban y caían en gotas y otros, de los cuales no sabía si eran más personas o más hongos.

Las visiones ahora se habían vuelto un tormento. Era otra realidad, porque lo veía con estos mismos ojos, y también tenía tres dimensiones, y colores y olores, pero yo quería salir, quería volver, y ya no me era posible. Nunca más saldré de aquí. Ya no respiraba; mi corazón se paró, no podía ni pensar ni moverme. Morí lentísimamente, sin dolor, sin pesadumbre. Todo se había acabado. 

Después de todo no estaba tan muerta ya que oí cómo Bernardo llamaba a William. Tenía sed. También me di cuenta de la hora. Eran las cinco: lo dijo William.

-¿Dónde estamos, Bernardo? ¿En Japón, verdad?
-No, en Egipto.
-¿Crees que saldremos de esto, quiero decir, que saldremos con vida?
-Claro que saldremos. Ahora descansa, duerme.

Fácil decirlo: dormir. No, durante interminables horas -hasta muy entrado el día- siguieron luchando en mí las dos realidades, hasta que triunfó la de la cordura. La lucha terrible me dejó, literalmente, exhausta.

Dicen que viajé en el paraíso y en el infierno de mi subconsciente. Tal vez sea así; pero creo que con una dosis menor de hongos me hubiera ahorrado el infierno. No repetiré la experiencia; me alegro, de todos modos, de haber pasado por ella. Ha sido una de las más fuertes de mi vida.

(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)



lunes, 27 de mayo de 2019

Bombas onfálicas en Yucatán


Todas las señales sexuales, observa [Desmond Morris] conocido antropólogo, están virtualmente en la parte anterior del cuerpo: en primer lugar, los ojos, la expresión del rostro, la nariz con sus aletas vibrátiles, los labios, el mentón, la hoyuela, los senos de la mujer. De aquí el autor de El mono desnudo brinca hasta el vello púbico, y lo que sigue, olvidándose por completo del ombligo.

Como se observó arriba, el ombligo no es prerrogativa sexual femenina, ya que es idéntico en ambos sexos; ésta es la razón por la cual la mayoría de los hombres ve el del sexo contrario con indiferencia, sin reconocerle valores eróticos. Pero el mero hecho de percibirlo presupone cierta intimidad femenina: la desnudez de parte de su vientre. Entre muchos ejemplos de esta verdad valga esta “bomba” yucateca, amable y ligeramente pícara. Las cuatro palabras que se riman en la cuarteta son mayas [Xuerec (léase shuerec) equivale a hacer maromas, contorsiones; taúch, zapote prieto (literalmente heces de mono); lec es jícara y tuch, ombligo]; la bomba tiene un encanto especial poético de ambos idiomas.

Me estoy haciendo xuerec
en la mata de taúch
para verte bañar con lec
y para mirarte tu tuch.

Otra bomba onfálica alude a una intimidad tal vez mayor porque no se limita a la vista del ombligo de la amada; pero como la primera, tiene finura y discreción:

Quisiera ser la medalla
de tu cadenita de oro
para estar junto a tu tuch
y decirte que te adoro.

Debo recordar que esas medallas que llevan encima de los hipiles las mestizas yucatecas, llegan con gran aproximación a la altura del ombligo

(Tomado de: Tibón, Gutierre - El ombligo como centro erótico. Lecturas Mexicanas #16, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1984) 

jueves, 7 de febrero de 2019

De Anáhuac a la Nueva España




El nombre de una de las naciones más pujantes del mundo contemporáneo, la mayor de lengua española, es México. En tanto que Argentina, Brasil, Venezuela, Colombia y Bolivia tienen nombre europeos (argento, brasa, Venecia, Colón, Bolívar), México (como Canadá, Nicaragua, Perú, Uruguay y Chile) es voz que procede de un idioma aborigen de América.

Documentos antiguos y descubrimientos recientes nos permiten aclarar sobre bases científicas la etimología de México, objeto de controversias desde la época prehispánica.

El territorio que hoy, grosso modo, ocupa el mapa de la República Mexicana, se llamó Anáhuac (“rodeado de agua”, “junto al agua”) en la época anterior a la conquista, y Nueva España desde la conquista hasta los albores de su independencia (segunda década del siglo XIX). Juan de Grijalva dio este nombre a la tierra que descubrió en 1518, es decir, a la costa “mexicana” del Golfo de México hasta Cabo Rojo. Hernán Cortés adoptó el año siguiente, al iniciar la conquista, la denominación de Grijalva.

“En una nao que de esta Nueva España (…) despaché el 16 de julio de 1519…”

(Segunda Carta de Relación a Carlos V, fechada el 30 de octubre de 1520).

En la misma Carta, Cortés propone e impone al emperador el nombre elegido:

"Por lo que yo he visto e comprendido acerca de la similitud que toda esta tierra tiene a España, así en la fertilidad como en la grandeza y fríos que en ella hace y en otras muchas cosas que la equiparan a ella, me parece que el más conveniente nombre para esta dicha tierra era llamarse la Nueva España del Mar Océano, y así en nombre de vuestra majestad se le puse aqueste nombre. Humildemente suplico a vuestra alteza lo tenga por bien y mande que se nombre así."

Con todo, también en la dos veces citada Carta de Relación, está mencionada la voz indígena que habrá de convertirse, tres siglos más tarde, en el nombre de Anáhuac independiente: México. Cortés dice que México es una provincia en la cual se halla la ciudad de Temixtitan.

Emperador de la América mexicana

En otra carta a Carlos V, escrita ya después de la conquista, Cortés llama a la capital azteca Mexico Temixtitla. Emplea, pues, la palabra Mexico (llana y con el sonido silbante que tenía la equis entonces: es decir Meshicco), como la oía pronunciar a su intérprete, la Malinche. Por obvias razones políticas, Cortés estableció la capital de la Nueva España en el área de la destruida metrópoli indígena. Es posible que los españoles prefirieran usar el nombre de Mexico (Meshico) debido a la resonancia del imperio mexica (meshícatl) del cual eran los herederos. La circunstancia decisiva por la cual México ha prevalecido sobre Tenochtitlan es su pronunciación más fácil para los hispanohablantes y su brevedad, que aumenta cuando México se vuelve esdrújulo. (Meshico se vuelve Méshico).

Al independizarse la colonia del dominio español, obviamente la nueva nación no podía seguir llamándose “Nueva España”. En 1821 los soldados de Iturbide proclamaron a éste “Emperador de la América Mexicana”; dos años más tarde se promulgó la constitución de los Estados Unidos Mexicanos. El nombre de la capital se volvió definitivamente el del país: México.

Pero México es, además, el nombre de una de las entidades federativas; ampara, pues, la capital metropolitana, el estado y la nación entera. Es nombre uno y trino.

(Tomado de: Gutierre Tibón - Historia del nombre y de la Fundación de México. Fondo de Cultura Económica, Sección de Obras de Historia, México, D.F., 1975)


jueves, 11 de octubre de 2018

Isidro Fabela

Isidro Fabela en la Sociedad de Naciones




Vivía yo entonces a orillas del lago de Neuchátel, pero pasaba mis fines de semana en Ginebra. Como sede de la Sociedad de Naciones, la vieja ciudad de Juan Jacobo Rousseau se había convertido en capital política del mundo. Pero ¡qué mundo y qué política! Triunfaba la ilegalidad internacional: en China, en Etiopía, en España, en Checoslovaquia, en Austria, las traiciones se alternaban con las agresiones y la actitud de los diplomáticos en las asambleas ginebrinas se volvía cada vez más “diplomática”.


Enfrentarse con “realismo” a las nuevas situaciones creadas por las potencias totalitarias y evitar a todo trance mayores tensiones con Japón, Alemania e Italia –en otras palabras, la aceptación de los “hechos consumados”, el apaciguamiento a ultranza, la no intervención mal entendida, el cuidar ante todo el “equilibrio de las fuerzas”- era la tendencia de la equívoca política internacional seguida por Francia y Gran Bretaña, política que condujo directamente a la catástrofe.

Una sola nación se opuso entonces a la hipocresía y a la cobardía de los gobiernos europeos: una nación americana, todavía no industrializada, que carecía del respaldo de una poderosa organización militar. Un país “cuya fuerza consistía en su derecho y en el respeto a los derechos ajenos”. Su presidente se llamaba Lázaro Cárdenas y su delegado en Ginebra, Isidro Fabela.


Tuve la suerte de conocer a éste último la primavera de 1938, poco después de mi primer viaje a México. No ignoraba su actitud en defensa de Etiopía, cuando Víctor Manuel III sustituyó nominalmente al León de Judá, y admiraba el valor con que defendió a Austria, en las horas funestas del Anschluss, cuando ni una sola de las grandes potencias ni la propia Sociedad de las Naciones protestaron contra la supresión de un estado miembro de la Liga.


Ahora la preocupación principal de Fabela era la situación de la España republicana. La lucha, cada día más desigual, se volvía estéril, debido a la “no intervención” que de hecho era, como dijo muy bien el Presidente Cárdenas, “uno de los modos más cautelosos de intervenir”, pues dejaba al gobierno legítimo en condiciones de absoluta inferioridad frente a los rebeldes y a sus aliados nazis y fascistas.

A fines del mismo año el licenciado Fabela estaba turbado por la tragedia de los refugiados que vegetaban en condiciones pavorosas, en los campos de concentración improvisados por el gobierno francés cerca de la frontera. “El problema de migración a México de esos infelices es de una urgencia inmediata”, escribía al Presidente.


Sabemos que pocos meses más tarde empezaron a llegar a Veracruz los vencidos. México tendió sus brazos a decenas de millares de republicanos que aquí rehicieron sus vidas.


Ante la indiferencia del mundo y la cobardía colectiva, el general Cárdenas y el licenciado Fabela defendieron gallardamente los valores éticos fundamentales: libertad, justicia, humanidad. Es tan fácil pronunciar estas palabras, y tan difícil obrar en coherencia con ellas. Esta coherencia, a través de tantos años, es uno de los aspectos más positivos del clima, instaurado aquí por la Revolución. Al cabo de un cuarto de siglo, México sigue reconociendo el gobierno legítimo de España y no acepta el “hecho consumado”: actitud que singulariza a México en el mundo de conciencia algo elástica en que vivimos.


Fabela como profeta


La clarividencia política de Isidro Fabela en aquellos años demuestra que a su innato quijotismo aúna el sentido común de Sancho Panza. A principios de 1939 escribe a Cárdenas que la nueva guerra europea es inevitable: se llama Chamberlain “el apóstol negativo de la paz”; condena el antisemitismo nazi, que reduce a los judíos “que han contribuido al considerable progreso material y moral e intelectual del Estado alemán, y del mundo, a la condición de miserables parias, sin patria, sin paz y sin pan”; analiza las verdaderas causa por las cuales el Perú se ha retirado de la Sociedad de las Naciones: la afinidad de su gobierno con la ideología totalitaria de Hitler y Mussolini.


Además de Quijote-Sancho, es profeta. Escribe al general Cárdenas que Hitler sumirá a su país en el peor de los desastres, condenándole a su posible desaparición como gran potencia; añade que si la conflagración se generaliza, la intervención de los Estados Unidos será decisiva en la hora culminante.


Este es el hombre que me brindó su amistad en Ginebra; un hombre que ennoblece toda una nación. Allá en Suiza su valor civil y su postura tan distinta a la de todos los demás diplomáticos la había conquistado un respeto que, desde luego, repercutía sobre la nación que representaba. El licenciado Fabela me hablaba de México y de su Revolución, de la que había sido él uno de los protagonistas. Evitaba la hipérbole; pero aseguraba con la lucidez del vidente que en su nuevo clima social México adelantaría con un ritmo insospechado. Pocos años más tarde, él mismo contribuyó, como gobernador de su estado natal, a la industrialización de Toluca, Tlalnepantla y de Naucalpan. Su fe en la nueva generación de México no se fundaba en razones sentimentales, sino en el conocimiento de la historia: los mexicanos han logrado sobrellevar y dominar las crisis más duras de la conquista hasta la de la liberación del coloniaje; desde las de las intervenciones militares extranjeras del siglo pasado hasta la de la Revolución en la segunda y tercera década de nuestra centuria.


Estaba convencido de que un pueblo de tan recia personalidad como el suyo, confluencia de ríos culturales europeos y americanos, dotado además de una sensibilidad nueva y singularmente aguda, diría pronto una palabra nueva al mundo. ¿En el arte? ¿En la ciencia? ¿En la filosofía? Estaba por verse. Por el momento, él, Isidro Fabela, interpretaba en Ginebra el pensamiento del gobierno y del pueblo mexicano, y lo expresaba contra el viento de los demócratas acobardados y la marea de los totalitarios ensoberbecidos.


Cierto día don Isidro Fabela me preguntó si no me agradaría proseguir mi existencia en su país, esto era (son sus palabras), incorporarme a la vida nacional de México.


Un cuarto de siglo después puedo decir que aquí he ensanchando mis horizontes, trabajando con pasión y enjundia en el campo que he elegido, el de la investigación; que mi  vida ha sido aquí dichosa y llena de estímulos; en fin, que desde el primer día he sentido que pertenecía para siempre (¡qué palabra tan definitiva, y sin embargo es la justa!) a esta tierra suya y ahora también mía.



(Tomado de: Gutierre Tibón - México en Europa y en África)

martes, 2 de octubre de 2018

Velada de curación

Velada de curación
 
 

Noche silenciosa de julio, en Huautla. Tiembla dentro del jacal la débil llama de una vela. El enfermo –su respiración es afanosa, y de vez en cuando emite un gemido- está acostado en el centro de la habitación. Ha sido cubierto el petate con una manta blanca. A su lado, el brujo; en un rincón, dos niños y una anciana, los “testigos”. El brujo habla en voz baja, como rezando: encomienda a los santos y a los chiccóun, para que no le sean dañinos los hongos.

Es casi la media noche; el copal humea en la cabecera. Todo está en calma; hay que evitar a todo trance cualquier ruido, porque el enfermo podría enloquecer. Apaga la vela el brujo y en la oscuridad toma dos cabecitas del hongo y las pone en la boca del doliente, que las masca y las traga sin agua, haciendo un gran esfuerzo. El brujo, mientras tanto, ingiere cuatro. Al poco rato, ambos repiten la misma dosis. Ahora el enfermo descansa, en tanto que el brujo devora otras ocho cabezas de hongos: son dieciséis para él y sólo cuatro para el hombre acostado. Este suspira, se queja, dice que se siente mareado. Poco a poco se tranquiliza, respira rítmicamente, entra en un estado de sopor.


Ha pasado poco menos de media hora. El brujo le toma el pulso y le pregunta, quedamente:


-¿Cómo te sientes?


-Mejor- contesta el otro, en un hilo de voz.


-¿Por qué te has enfermado?


-No sé, no sé.


-Sí sabes, sólo que no quieres decírmelo.


-No sé. ¿Qué quieres que te diga?


-¿Estás satisfecho?


-¿De qué?


-De todo. ¿Todo te va bien?


Un silencio. Continúa el diálogo en la noche y el enfermo paulatinamente revela sus dificultades, sus conflictos interiores, sus angustias más íntimas. Confiesa lo inconfesable.


No oculta nada.

Alucinación

Habla del presente y del pasado. Recuerda sucesos que lo turbaron en su infancia. Luego se calla. Empiezan las alucinaciones provocadas por los hongos. El brujo no ha perdido una palabra, y ata cabos, saca deducciones, razona con una claridad que casi lo hace sufrir. En tanto que el enfermo tiene visiones fantásticas, en preciosos colores cristalinos, y con frecuencia ríe y lanza pequeños gritos de agrado, el efecto del hongo se acentúa también en el brujo. Este habla incesantemente en voz alta, pidiendo a los santos que se apiaden de su víctima, que le perdonen; reza con fervor, y hasta pronuncia palabras incoherentes, que los testigos interpretan como un diálogo con los espíritus.

Los efectos de los hongos terminan al cabo de seis o siete horas. El enfermo no se acuerda de su conversación con el brujo, pero está todavía lleno del deleite eufórico que le provocaron las alucinaciones. En general, se siente mejor. El brujo ha descubierto (o así lo cree) de dónde proviene el mal de su paciente o quién es el hechicero autor del sortilegio.


Ahora su tarea es más fácil: prescribe los brebajes curativos y da instrucciones para los ulteriores cuidados del paciente. Durante su convalecencia tendrá que observar absoluta castidad y en ningún caso su régimen alimenticio debe alterarse por los obsequios de comestibles que le hagan sus amigos.


-¿Cómo pretende el brujo haber descubierto las causas del mal y cómo encuentra la manera de curarlo?- pregunto al doctor Guerra.


-Siempre, en la medicina primitiva, hay una mezcla inexplicable de prácticas empíricas (que sin embargo, pueden tener cierta índole científica), creencias místicas, indefendibles desde un punto de vista estrictamente racional. Los curanderos de Huautla tienen en su favor varios elementos: el interrogatorio durante el cual contesta el paciente sin ninguna inhibición; el estado de percepción más agudo que logran con el hongo; el conocimiento del valor medicinal de muchas yerbas; la confianza absoluta que inspiran en el enfermo y que les permite obtener efectos psicoterápicos decisivos; sin contar la sugestión curativa de las invocaciones a las potencias superiores, repetidas durante horas y horas en la noche, y que seguramente impregnan el subconsciente del enfermo.




(Tomado de: Gutierre Tibón – La ciudad de los hongos alucinantes)



martes, 21 de agosto de 2018

El hongo-flor

El hongo-flor


La descripción más amplia nos la ha dejado Sahagún: “Hay unos honguillos en esta tierra que se llaman teonanácatl, que se crían debajo del heno en los campos y páramos; son redondos y tienen el pie altillo y delgado y redondo. Comidos son de mal sabor, dañan la garganta y emborrachan. Son medicinales contra las calenturas y la gota, hanse de comer dos o tres no más y los que los comen ven visiones y sienten vascas en el corazón; a los que comen muchos ellos provocan a lujuria, aunque sean pocos”.

Hongos que combaten la fiebre y el reumatismo; que hacen ver visiones, permiten conocer el porvenir y hasta producen efectos afrodisíacos. Hongos proteicos: colorados, negros, pardos, color de rosa; pequeños, grandes; delgados, gruesos; divinos y diabólicos.
El hongo-flor, xochinanácatl, “honguillo que embeoda”, se distingue del hongo del llano, ixtlahuacan-nanácatl, y de los demás que menciona el padre Molina; el de rosa, poyomatli, al que alude Sahagún, se mezcla con el tabaco y lo convierte en un estupefaciente; las setas mágicas de los mijes, de los chinantecos, zapotecos y mazatecos… Todo un maremágnum micológico donde tratan de orientarse, en su oficina neoyorquina de Wall Street, Gordon Wasson, y en su laboratorio micológico de París, el insigne Roger Heim.


Estamos en vísperas de descubrimientos en la química analítica y en la farmacodinamia, cuyo alcance aún no podemos medir.


Redescubrimiento y silencio

El redescubrimiento del hongo sagrado de los antiguos mexicanos se inicia en Huautla, hace veinte años. Durante la Semana Santa de 1936, el antropólogo Roberto J. Weintlaner estudiaba la lengua mazateca en la ciudad serrana, cuando un comerciante huauteco, don José Dorantes, le habló de las setas que los brujos emplean para la adivinación y la curación de las enfermedades. Además, le describió las sensaciones que había experimentado él mismo, al ingerir tres cabezas de aquellas setas.

¡El teonanácatl todavía usado en pleno siglo XX! Weitlaner comunicó su hallazgo al botánico capitalino Blas Pablo Reko, quien a su vez envió especímenes del hongo a varios especialistas de los Estados Unidos y al profesor Santesson, de Estocolmo. Desde entonces los dos últimos sabios mencionados han muerto, en tanto que el ingeniero Weitlaner sigue realizando sus investigaciones etnológicas con el entusiasmo de sus años mozos. (su aventura más reciente la vivió a bordo del Stockholm, hace pocos meses, cuando el buque sueco embistió y hundió al Andrea Doria). Dos instituciones muy importantes: el jardín botánico de Nueva York  y el museo botánico de Harvard, identificaron al honguito de Huautla, probablemente el llamado ndí-shi-to, con un agárico ya conocido: el Panaeolus campanulus L. var. Sphintrinus (Bresadola).


Traduzcamos. Campanulus: “en forma de campanita; L.: Linneo (el naturalista que clasificó y bautizó esa seta); var.: varietas, es decir, variedad; sphinctrinus: “que cierra, que aprieta” (esfinterino, en español). Bresadola es el apellido del famoso abad y micólogo italiano, que hace unos cuantos decenios describió más de un millar de especies nuevas de hongos.


El sabio sueco Santesson analizó el agárico de Huautla, hizo una serie de experimentos con ranas, y llegó a la conclusión de que el panaeolus contiene un principio activo que provoca un tipo de narcosis muy parecido a la del famoso ploliuqui (Rivea corymbosa L.), otra planta alucinógena de México. Desde entonces (1939) hubo un silencio completo sobre el pretendido glucoalcaloide del hongo mazateco.


(Tomado de: Gutierre Tibón – La ciudad de los hongos alucinantes)

sábado, 11 de agosto de 2018

Hongos, Carne de Dios

Carne de Dios
Hay unos seres a caballo entre dos reinos de la naturaleza, que nacen y viven misteriosamente: los hongos. No tienen huesos pero sí carne, una carne vegetal. Mucho la apreciaban los antiguos mexicanos, que llamaron a los hongos empleando una reduplicación de la primera sílaba de nácatl, carne: nanácatl. Los nanacates, o sean los muy carnosos, se comían asados en comales, o cocidos. Su popularidad en el México antiguo la demuestran los muchos nombres de lugar en que entra nanácatl como voz formativa.



[Recuerdo a Nanacamila (“en las sementeras de los hongos”), ranchería de la sierra de Puebla, cerca de Zacatlán; a Nanacamilpa, de análogo significado, cabecera de un municipio tlaxcalteca. En Nacayolo es fácil reconocer un antiguo Nanacayolo, “corazón del hongo”, centro de recolección de setas blancas comestibles que los de Nacayolo expenden todavía en grandes cantidades en el mercado de la vecina Chignahuapan, otro municipio de la sierra poblana. Un monte boscoso y húmedo de la misma sierra cerca de Ayotoxco, ha dado su nombre al rancho de Nanacatepec, “en el cerro de los hongos”; y Nanacatlán, “cerca de los hongos”, es un pueblo totonaco en la sierra septentrional de Puebla; sus montes se caracterizan por la abundancia de las setas.]




En el México prehispánico se conocieron las propiedades medicinales, narcóticas y alucinógenas de ciertos hongos, a los que llamaron cuauhtla nanácatl (hongos de monte”), teonanácatl (“hongo de Dios”). Varios autores traducen teonanácatl como “carne de Dios”.


Motolinía observa: “Y de la dicha manera, con aquél amargo manjar, su cruel dios los comulgaba”. Igual opinión tenía el padre Jacinto de la Serna, que un siglo más tarde afirmó que esos hongos “manifestaban bien el ansia que el Demonio tiene de darse sacramentado en comida y bebida por el amor de Cristo Nuestro Señor que se nos sacramentó debajo de las especies de pan y vino”.


Mística comunión con el hongo

Estaba en lo cierto el padre De la Serna. El hongo divino servía –y todavía sirve en ciertas partes de México- para establecer una mística comunión con las potencias sobrehumanas. Sabemos que el peyote sigue siendo venerado como deidad; también el teonanacate, que provoca estados mentales parecidos a los del cacto mágico, fue divinizado. El nombre de un dios zapoteco era Zoo Patao (de xi-zoo, “borrachera” y pitao, “dios”). El Zoo Patao es el hongo de Dios, el hongo destinado al culto. En la ciudad de Huautla, mientras las demás sustancias que sirven para los actos mágicos se venden abiertamente, los hongos ndi-shi-to, por su carácter sagrado, no son ofrecidos a la venta en el mercado público; más bien, se obsequian a quienes los necesitan.



En la actualidad, los zapotecos llaman al teonanacate  beya zoo, “hongo borracho”, que corresponde al mazateco de Eloxochitlán, to-shcá, con el mismo significado. Del ndí-shi-to, nombre de la variedad pequeña de la seta mágica, me dieron en Huautla un significado: “que nace solo”, “que brota espontáneamente”. Los chinantecos tienen dos normas para el teonanacate: a ni “remedio del hongo” y a mo quiá “medio para la adivinación”. El doctor Francisco Hernández (segunda mitad del siglo XVI), al referirse al nanácatl seu fungorum genere, afirma que el teonanácatl es teyhuinti, es decir: “embriagador” en lengua náhuatl. Molina lo llama teyhuinti nanácatl, y menciona otros cuatro “hongos que emborrachan”.




(Tomado de: Tibón, Gutierre - La ciudad de los hongos alucinantes. Panorama Editorial, S. A. México, D. F., 1985)