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miércoles, 15 de enero de 2020

China poblana

Mujer que viste un traje derivado tal vez de la maja andaluza o de la lagarterana; castor rojo bordado de lentejuela, blusa que deja adivinar la opulencia del seno, medias blancas, zapatillas y rebozo. Los de china y charro se consideran atuendos nacionales. Antonio Carrión, historiador de fines del siglo XIX, identificó arbitrariamente a Catarina de San Juan, mística poblana del siglo XVII, con la "china poblana". La primera fue una esclava que procedía de Filipinas, como la nao de Manila, también llamada "de China", y vivió en la Puebla de los Ángeles. Según advierte Manuel Toussaint: "Nada tiene que ver este traje de nuestra china poblana de hoy, con la indumentaria paupérrima que Catarina usó para cubrir su desnudez... Como esclava, ningún lujo o gala puede haberse permitido y, ya mujer, en Puebla, esclava de sus amos y esclava de Dios ante todo, su indumento se reducía, como dice así confesor y biógrafo, a saya, manta y toca." "China" es voz quichua y significó en su origen hembra de cualquier animal; luego pasó a denominar una sirvienta, una india o mestiza, una mujer del bajo pueblo. La primera documentación de esta palabra es de 1553. Santillán, en sus Tres relaciones, refiere que los soldados españoles en Perú tenían indias "para chinas de sus mujeres y a veces para manceba de ellos y de otros". Juan de Ulloa, en su Relación histórica del viaje a la América Meridional, describe su visita a Quito hacia 1749 y dice de las chinas "que así llaman a las indias mozas solteras, criadas de las casas y conventos". 
Según Rufino Cuervo, en el lenguaje bogotano del siglo pasado [s. XIX] "china" equivalía a chica, muchacha, rapaza. Se ignora cuándo y cómo llegó el vocablo a México; pero se conoce la característica de la china mexicana, gracias a varios autores dignos de crédito. Joaquín García Icazbalceta dice que todavía alcanzó a conocerlas y aprueba la pintura que de ellas hace Manuel Payno en su Viaje a Veracruz: "Una mujer del pueblo que vivía son servir a nadie y con cierta holgura a expensas de un esposo o de un amante, o bien de su propia industria. Pertenecía a la raza mestiza y se distinguía por su aseo, por la belleza de sus formas, que realzaba con su traje pintoresco, hasta ligero y provocativo, no menos que por su andar airoso y desenfadado". Supone García Icazbalceta que después de haber desaparecido de México, las chinas subsistieron algún tiempo en Puebla, y de ahí les vino el nombre de poblanas. La interpretación de poblana de Puebla, aplicada a la china, parece discutible: poblano, en Hispanoamérica, equivale en ocasiones a pueblerino, campesino, lugareño, habitante de aldea. Esta acepción se conserva todavía en Yucatán. Es posible que por la convergencia de poblano como pueblerino y poblano como gentilicio de Puebla, se haya creado una confusión. En las obras de Guillermo Prieto, china y aun china poblana no necesariamente se refieren a china de Puebla. Payno, a su vez, sólo usa la palabra "china", sin añadidura de "poblana", y Somoano hace lo mismo. El confesor de Catarina de San Juan, el padre José del Castillo Grajeda, sabía que la religiosa había nacido en el imperio del Gran Mogol, la India; sin embargo, dice que hablaba como "todas las que son de nación china". La propia Catarina se define como una "china bozal". El traje de la china poblana es de fines del siglo XVIII o principios del XIX, casi 2 siglos después de la llegada a Puebla de la pequeña esclava hindú. De ahí que el deslinde de las dos figuras opuestas -la pobre religiosa que sufre martirios y la mujer alegre y vital- sea imprescindible. v. Nicolás León: La China Poblana (1923); R. Carrasco Puente: Bibliografía de Catarina de San Juan y de la China Poblana (1950).

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S.A. México, D.F. 1977, volumen III, Colima-Familia)

jueves, 5 de diciembre de 2019

Guillermo Prieto


Guillermo Prieto, una de las figuras literarias más importantes del siglo XIX en México, nació en la capital el 10 de febrero de 1818 y murió el 2 de marzo de 1897, en la misma ciudad que tanto amó y la cual le inspiró sus más destacadas obras.
Guillermo Prieto pertenece al ilustre abolengo de “El Nigromante”, de Altamirano, de Cuéllar y de “Micrós”, escritores nacidos del pueblo e íntimamente compenetrados con él. Prieto fue espectador y actor al mismo tiempo de la agitada época mexicana que incluye guerras civiles, invasiones extranjeras -la norteamericana y la francesa-, la revolución de Reforma y de parte del paréntesis de paz, preludio de la Revolución mayor, la de 1910, que significó el gobierno de Porfirio Díaz.
Cultivó todos los géneros literarios, pues fue autor de notable fecundidad. Desde su composición “A Cristo Crucificado” hecha cuando el cólera azotaba a la ciudad y al país entero, en 1833, su nombre o seudónimo “Fidel”, apareció cotidianamente en diarios, semanarios, revistas, folletines y libros.
-Mi labor ha sido fecundísima- decía Prieto a don Luis González Obregón, quien durante sus últimos años de vida fue su acompañante y amigo predilecto-; poesías, crónicas de teatros, sociales y políticas, narraciones de viajes, novelitas, artículos de costumbres, editoriales, críticas literarias, estudios pedagógicos, cuanto puedas imaginarte… ¡Hasta recetas de cocina y novenas, triduos y jaculatorias…!
En las postrimerías del siglo pasado [siglo XIX], la figura de Guillermo Prieto era familiar a los transeúntes. El anciano, encorvado y vacilante, venía a la ciudad desde su retiro de Tacubaya, y se pasaba la mañana visitando librerías y curioseando en el desaparecido Volador, mercado de libros viejos.
En este trayecto diario se veía detenido y saludado por multitud de personas que le conocían y admiraban.
“A veces -nos cuenta González Obregón-, el “papelero” o muchacho que vendía periódicos y que saludaba al Maestro, llamándolo jefecito; a veces la china nonagenaria que le había conocido cuando él era “güero”, compañera en fandangos o paseos y “original” que le había servido para sus romances populares; ya la viuda pensionista, que junta con otras le descosieron los faldones cuando estaba de Ministro de Hacienda y les retardaba las quincenas por falta de fondos en el Erario; ya achacoso y retirado militar, cómplice y colega suyo en el célebre pronunciamiento, conocido con el nombre de los “Pollos y los Puros”; ora el viejo inmaculado que con Prieto había huido acompañando a Juárez hasta Paso del Norte; ora uno de los cómicos, víctimas de la furibunda silba que habían recibido en la representación del sainete titulado “Los dos boticarios”, escrito en días de forzado ayuno en colaboración con “El Nigromante”. Aquí, le hablaba una romántica señorita que quería un autógrafo para su álbum; allá, una joven de su tiempo, verdadera ruina humana ya próxima a desplomarse, que con voz gangosa y boca desmolada, pasaba saludándolo con un meloso “Adiós, Guillermo”; más allá, el señorón encopetado, que apenas le daba la punta de los dedos, cambiaba algunas palabras como de compromiso, y a quien el Maestro le entonaba un breve responso en los siguientes términos: “-Mira, tú, éste es un sinvergüenza adjudicatorio que hizo su fortuna a mi sombra, cuando fui yo Ministro de Hacienda”. Pero… sería imposible enumerar uno a uno, los individuos de todas castas que nos interrumpían y detenían en nuestros vagares e investigaciones; sólo haré constar que, don Guillermo, para todos y cada uno tenía una palabra amistosa, una cortés galantería, un lindo piropo, una frase de ternura o una sátira punzante, que atravesaba de medio a medio a su víctima… Porque así fue el Maestro, terrón de azúcar o amargoso acíbar; aunque a todas las hembras, feas o hermosas, las llamaba “chulas” o “preciosas”, y a todos los varones “hijos” o “hermanos”...
Aun cuando ha sido la obra poética de Guillermo Prieto la que le ha dado merecida fama, las “Memorias de mis Tiempos”, que abarcan los años de 1840 a 1853, forman un valioso documento de la vida mexicana en aquella agitada época.
Además de su carácter histórico, las “Memorias” tienen la cualidad de constituir una deliciosa y justa crónica de las costumbres del México de entonces.
Su valor literario puede ser discutible, pero están escritas con tal sencillez, con una tan absoluta ausencia de retórica, que alcanzan la calidad de un reportaje, pues no en vano fue “Fidel” también un destacado periodista.
Sus semblanzas de personajes notables de la época, son verdaderas joyas. Ahora que está de moda el “retrato literario”, sorprende encontrar en las páginas de Prieto el comentario certero, la observación justa, pues “Fidel” -bondad y nobleza de corazón-, no usa nunca la mordacidad envidiosa, ni siquiera para juzgar a sus enemigos políticos. Para muestra, las semblanzas de Almonte, Alamán, del mismo Santa-Anna.
Cuando habla de sus amigos o de las personas que admira, se transparenta una cálida emoción, como en la semblanza de Ignacio Ramírez, en la de Otero, en la de Gómez Pedraza, en la de Manuel Doblado, cuya vida es verdaderamente un cuento de hadas hecho realidad.
La vida del autor de la “Musa Callejera”, fue siempre limpia, honesta. Jamás se apartó del camino recto que sus convicciones, profundas y sinceras, le marcaron. En medio de fracasos, de luchas fratricidas que parecían no terminar jamás, supo conservar por su patria la más grande de las veneraciones.
Perseguido, desterrado, su amor a México que se refleja en toda su obra, no sólo permaneció intacto, sino que se agigantó.
Es precisamente en esta devoción, en esta indestructible fe de Guillermo Prieto en su país, en las que encontramos la clave del encanto de sus libros. Siempre nuevos, siempre verdaderos, espejo fiel de la vida de todo un pueblo, de su lucha constante por la libertad.

(Tomado de: Prieto, Guillermo (Fidel) - Memorias de mis tiempos (de 1840 a 1853). Introducción, Selección y notas de Yolanda Villenave. Biblioteca Enciclopédica Popular, #18. Secretaría de Educación Pública. México, 1944)



sábado, 23 de noviembre de 2019

El Parián


Por aquel tiempo se ordenó y se llevó a cabo la demolición del Parián, grande cuadrado que ocupaba toda la extensión que hoy ocupa el Zócalo, con cuatro grandes puertas, una a cada uno de los vientos, y en las caras exteriores, puertas de casas o tiendas de comercio. En el interior había callejuelas y cajones como en el exterior, y alacenas de calzados, avíos de sastre, peleterías, etc.
En un tiempo los parianistas constituían la flor y la nata de la sociedad mercantil de México, y amos y dependientes daban el tono de la riqueza, de la influencia y de las finas maneras de la gente culta.
La parte del edificio que veía al Palacio la ocupaban cajones de fierros, en que se vendían chapas y llaves, coas y rejas de arado, parrillas y tubos, sin que dejaran de exponerse balas y municiones de todos los calibres, y campanas de todos tamaños. Una de estas tiendas, la de mayor nombradía, era la de los “chatos" Flores, don Joaquín y don Estanislao, ricos capitalistas, con fundiciones de cobre, haciendas, y qué sé yo cuántas propiedades.
Al frente de Catedral había grandes relojerías, a las que daba el tono don Honorato Riaño, personaje singular del que se contaban mil curiosas anécdotas, y persona tenida en mucho entre los pintores de la época.
La contraesquina de la primera calle de Plateros y frente del portal la ocupaba la gran sedería del señor Rico, en que se encontraban los encajes de Flandes, los rasos de China, los canelones y terciopelos, y lo más rico en telas y primores que traía la nao de China.
A poca distancia del señor Rico se veía la gran tiraduría de oro de don José Núñez Morquecho, compañero de mi padre grande, el señor don Pedro Prieto, quienes mantenían cuantioso comercio con Filipinas y el Japón, haciendo envíos de cientos de miles de pesos en galones, canutillo, hilo de oro, flecos, rieles, etc.
Viendo a la Diputación, se hallaban los cajones de ropa de los señores Meca, las rebocerías de Romero y Mendoza, y la gran mercería de don Vicente Valdez, cuya sucursal de la calle de Monterilla, hacía cuantiosas realizaciones.
En el interior, principalmente, los cajones de ropa eran de españoles, como los señores Izita, Iturriaga, y no recuerdo quiénes más.
Aquella reunión de comerciantes tenían costumbres casi conventuales: el dependiente acudía con las llaves que guardaba en un bolsón de badana, vivía con sus amos, y su primer asignación era de ocho pesos mensuales, comía en la casa del amo, rezaba el rosario a la oración y se retiraba al entresuelo a conciliar el sueño.
No se le permitía al dependiente fumar, ni que le visitaran amigos, ni recargarse de codos en el mostrador… ni que se separase de su puesto…
Yo tenía muchos recuerdos del Parián, sobre todo los referentes al saqueo, y desde esa época, no sólo para mí, sino para muchos, tenía algo de triste el edificio, que sin duda aminoró el pesar, que de otro modo hubiera producido su destrucción.
El Parián, cerrado en la prima noche, en la parte frontera al portal, servía de lugar de tráfico a zapateros y sombrereros de lance o sea “del Brazo Fuerte”; y allí, borceguíes y zapatones se medían, teniendo por tapete las frescas losas de la banqueta y auxiliando el semivivo becerro del artefacto, con pedazos de papel o grasa, para la fácil internación del pie.
A las ocho de la noche variaba la decoración.
Las puertas de los cajones del Portal de Mercaderes y las alacenas se cerraban, y en los quicios de las puertas tomaban asiento caballeros, señoritas y señoras, a ver pasar la concurrencia.
Los solterones comodinos se encaramaban en la parte saliente de las alacenas cerradas, cercándolos de pie los tertulianos, porque cada agrupación era una tertulia. La acera del Parián del frente, era el complemento del paseo, sin más diferencia, sino que los quicios de las puertas eran para gente de baja ralea, entre la que se contaban las hijas vagabundas de la noche.
En el Portal de las Flores se vendían chorizones, pollo, fiambre, donoso, pasteles y empanadas, y otras olorosas meriendas; allí, en los quicios, y en amplios petates, se servían los manjares a la parte de la concurrencia más despreocupada, refugiándose, para las comilonas, la gente decente, en la parte del Parián que se ve al sur.
Todo este cuadro nocturno estaba pésimamente alumbrado por faroles alimentados con aceite, rompiendo de trecho en trecho, las sombras, haces de ocote o trastos de barro en grosero tripié, alumbrando la desaforada cara del proclamador de la mercancía, que gritaba con todos sus pulmones:
¡A cenar! ¡A cenar!
Pastelitos y empanadas!
pasen, pasen a cenar!


(Tomado de: Prieto, Guillermo (Fidel) - Memorias de mis tiempos (de 1840 a 1853). Introducción, Selección y notas de Yolanda Villenave. Biblioteca Enciclopédica Popular, #18. Secretaría de Educación Pública. México, 1944)

domingo, 25 de marzo de 2018

Ignacio Manuel Altamirano

Ignacio Manuel Altamirano



Nacido en Tixtla, guerrero, en 1834; muerto en San Remo, Italia, en 1893. Hijo de humildes indios que habían adoptado el apellido de un español que bautizó a uno de sus ascendientes, llegó hasta los 14 años sin hablar el castellano. Cuando el padre fue elegido alcalde de su pueblo, pudo entrar a la escuela y más tarde ganó una de las becas creadas por el Instituto Literario de Toluca para los niños de los municipios que se distinguieran “entre los más pobres que sepan leer y escribir y tengan buenas disposiciones mentales”.

En ese instituto fue discípulo de Ignacio Ramírez en la clase de literatura y tuvo acceso a la biblioteca reunida por Lorenzo de Zavala, en la que figuraban enciclopedistas y juristas liberales, así como los más importantes autores clásicos y modernos. Su talento excepcional y su incansable dedicación a la lectura lo capacitaron rápidamente para inscribirse en el Colegio de Letrán, con el objeto de estudiar derecho. En 1854 marchó al sur de Guerrero para participar en la revolución de Ayutla al lado de Juan Álvarez. Regresó a terminar sus estudios en Letrán, pero cuando los conservadores se hicieron dueños de la capital en 1858, Altamirano se vinculó a grupos conspirativos y terminó por irse nuevamente al sur para combatir por la causa liberal. Al finalizar la guerra de Reforma fue electo diputado al Congreso de la Unión y ahí ganó renombre como orador. Tomó una vez más las armas contra la Intervención Francesa y el Imperio e intervino en forma destacada en el sitio de Querétaro.


Altamirano no fue un civil en armas, como tantos otros. Alguna vez declaró que le agradaba la carrera militar “defendiendo la libertad”. Alcanzó el grado de coronel, derrotó en Tierra Blanca a Ortiz de la Peña, tomó Cuernavaca y fue el primero en ocupar el valle de México con 500 jinetes. Parecía como si quisiera encarnar el ideal renacentista del “hombre de armas y letras”. Sin embargo, al quedar restaurada la república, afirmó: “mi misión de espada ha terminado” y decidió consagrarse por entero a las letras. En el Instituto de Toluca había escrito sus primeros versos y desde 1857 había empezado a colaborar en la prensa. En 1867 fundó El Correo de México con Ignacio Ramírez y Guillermo Prieto, y en 1869 El Renacimiento, que fue la revista literaria de mayor influencia en su época.


Por espacio de 22 años se dedicó a enseñar, a promover sociedades y publicaciones culturales, a ejercer la crítica literaria y a escribir su propia obra, convirtiéndose en maestro de dos generaciones y en renovador de las letras nacionales. Ocupo algunos puestos públicos y nunca se desligó totalmente de la política, pues formó parte de los que, como Ramírez, Riva Palacio y Prieto, se manifestaron en oposición a Juárez, por lo que consideraban debilidad en la aplicación de los principios liberales ortodoxos. En 1889, apremiado por la penuria económica y lamentando alejarse de México, aceptó el cargo de cónsul general en Barcelona y luego en París. Durante un viaje a Italia enfermó gravemente y murió. Por disposición de su testamento, el cadáver fue incinerado y sus cenizas recibieron un homenaje nacional al ser repatriadas. En 1934 fueron trasladadas a la Rotonda de los Hombres Ilustres.


Altamirano está considerado como el escritor más importante de su tiempo. Su obra literaria comprende poesía, cuento, novela, cuadros de costumbres, crítica e historia. Se esforzó por crear e impulsar una literatura de contenido y acento nacional, pero con raíces en las ideas universales y en las obras más valiosas de otras épocas y culturas. Aspiró a fundir el rigor y la armonía de los clásicos con la corriente romántica, a la que lo inclinaban temperamento y formación. El vehemente orador político, el jacobino exaltado, como escritor fue todo ponderación y equilibrio. Su espíritu de tolerancia en el campo de las letras quedó claramente expresado en la exhortación que hizo, como director de El Renacimiento, a la concordia de los intelectuales de todos los bandos. Logró que todos colaborasen en la revista: románticos, neoclásicos y eclécticos; juaristas, progresistas y conservadores. Como José María Roa Bárcena y Manuel Orozco y Berra; figuras consagradas y jóvenes que apenas despuntaban, como Manuel Acuña y Justo Sierra; poetas bohemios y solemnes historiadores u hombres de ciencia. Por eso, los 53 números que alcanzó la revista constituyen la crónica de una época y el registro de su producción literaria y científica.


Signo del respeto de Altamirano por la cultura es el hecho de que El Renacimiento fue la primera revista mexicana que pagó a sus colaboradores (de 15 a 25 pesos, según Justo Sierra). La obra poética conocida de Altamirano se reduce a los 32 poemas que con el nombre de Rimas fueron publicados por primera vez en 1871. Son composiciones líricas, descriptivas del paisaje tropical. De la narrativa, la obra más leída es la novela corta La Navidad en las montañas (1870), que con Julia, Las tres flores y otros cuentos, forma parte de los dos volúmenes que editó en 1880 Filomeno Mata, con el título de Cuentos de invierno. La fama literaria de Altamirano, especialmente fuera de México, se debe a sus novelas Clemencia (1869) y El Zarco (1888). Por su concepción, su estructura y sus cualidades formales, Clemencia está considerada como la primera novela mexicana moderna y ha sido editada y traducida muchas veces. Las novelas Antonia y Beatriz y Atenea quedaron inconclusas. Los dos volúmenes de Paisajes y costumbres de México (1°vol., 1884; 2° vol., 1949) reúnen trabajos del género costumbrista. Los principales estudios críticos de Altamirano fueron publicados en un tomo denominado Revistas literarias de México (1868) y hay una recopilación de Discursos de Ignacio M. Altamirano (1934). Es muy vasta la nómina de ediciones y estudios relativos a su obra y su vida; la compilación más amplia hasta ahora es la que realizó Ralph E. Warner en su Bibliografía de Ignacio Manuel Altamirano (1955).

(Tomado de: Enciclopedia de México)