En la ciudad de México había pocas diversiones [en el periodo de 1896 a 1900], por lo que la gente convirtió al progreso en una distracción. Vio con buenos ojos la modernización de la policía y de la enseñanza, ni duda cabe, que quedó complacida con sus dotaciones de bicicletas y fonógrafos, respectivamente. Pero estaba más complacida con lo ameno que resultaba contemplar la instalación de los postes de la electricidad y de las excursiones, carreras y concursos que se organizaban con las bicicletas.
A la gente poco le preocupaba la aplicación "científica" de los nuevos inventos, los tomaba como un medio de esparcimiento. No es de extrañar que lo mismo sucediera con el cinematógrafo.
La instalación de los postes de hierro para la luz eléctrica, es lo que está provocando actualmente la curiosidad de los buenos habitantes de esta ciudad de los palacios y los jacales. A lo mejor encuentra usted a su paso un montón de seres que se apiñan en torno a un tripié, y una columna muy larga que se balancea en distintas direcciones. No le queda más recurso a la gente ocupada que atravesar por entre aquella trinchera de carne, buscando el punto por donde haya menos densidad.
Y por supuesto que no es remoto, al encontrarse ya en terreno libre, extrañar el peso del reloj, de la plata o de la cartera. Se deja comprender que los señores gendarmes no pongan ningún remedio a aquel inconveniente. ¡Qué van a poner! Si ellos son los primeros que se quedan con tamaña boca abierta, al ver qué se va irguiendo poco a poco el poste de metal, hasta rematar en una uña inmensa, por cuya punta se han de escapar torrentes luminosos.
Porque es lo que ellos dicen:
Es bueno que el pueblo reciba lecciones prácticas de conocimientos útiles. El sistema objetivo es la última palabra de la civilización; mañana, cuando se trate de parar una viga, un tubo o una columna, ya sabrán todos estos valederos que hay aparatos para economizar fuerzas y tiempo. Hoy todavía acostumbran hacerlo por medio de reatas, gritos y sombrerazos. Se termina la instalación de un poste y allá se van empleados, peones y acompañamiento de desocupados, con su gendarme y todo. Cien metros más adelante la escena se repite y así la vamos pasando.
("Notas de la semana", Frégoli, domingo 4 de agosto de 1897, p. 82)
La gente se llenó de júbilo con el nuevo alumbrado público, y para celebrar el hecho, el gobierno adornó con focos el zócalo, en septiembre de 1899, encendidos al unísono con el repique de las campanas de catedral, después del clásico "grito". Cuentan las crónicas que la iluminación parecía mágica y que la gente lloraba de emoción aunque no por la luz, sino por la solemnidad de la conmemoración.
La bicicleta también había invadido México. El Ayuntamiento se vio obligado a reglamentarla y a crear una plaza de inspector del ramo, con sueldo de cuarenta pesos mensuales, para vigilar su estricto cumplimiento. Se creó un club ciclista que construyó un velódromo, que a menudo celebraba competencias de velocidad.
Hubo concursos de bicicletas adornadas, patrocinadas por el gobierno municipal. En los desfiles de las fiestas presidenciales marchaban contingentes de ciclistas con teas en las manos, para darle vistosidad a la peregrinación. Los diarios "científicos" no dejaban de escribir sobre su utilidad práctica: excelente sustituto del equino, en el cuerpo de caballería del ejército o en un combate al estilo medieval, y hasta en los matrimonios "fin de siglo", los contrayentes e invitados podían hacer en bicicleta el trayecto de la iglesia a la casa donde se celebraría el banquete. Pero el colmo fue su utilización en el ornato: en un salón del casino francés, donde se festejaba el aniversario de la toma de la Bastilla, las bicicletas adornaban los tímpanos de los arcos de medio punto.
Pero, además de útil, la bicicleta resultó una amena distracción, ya que permitían las invariables excursiones domingueras a Chapultepec, al Ajusco y hasta Toluca. La velocidad se apoderaba paulatinamente de los habitantes de la ciudad de México; era el ritmo del progreso.
El fonógrafo, al igual que el cinematógrafo, pronto se multiplicó casi por arte de magia. Había sesiones para oír la voz de los comandantes del ejército español, encargados de sofocar a los independentistas cubanos "... pocas veces habíamos sentido emoción igual a la que nos produjo está vez el maravilloso invento de Edison... Nos produjo gran deleitación e hizo que prorrumpiéramos en exclamaciones de júbilo al escuchar los rumores de un combate..." Había fonógrafos en las calles, que distraían los domingos a todos los campesinos o indígenas que llegaban a la metrópoli a vender sus mercancías. Los programas consistían primero en arias de ópera, discursos políticos y con posterioridad se podían escuchar poemas de los "modernistas". Los aparatos "se distribuyen al amparo y diez charros y diez esbozados con diez pilluelos escuchan, riendo con ingenua bonhomía".
-¿Quién se quejará ahora de la falta de difusión de la ciencia entre las masas?..."
Sin embargo, es el cine el que tuvo una difusión y aceptación más generalizada. Lo podían disfrutar un número mayor de personas, el precio de admisión era mucho más reducido que el de otras diversiones. El costo inicial de un peso bajó en el transcurso de tres años hasta cinco y tres centavos, hecho sintomático de su aceptación.
La bicicleta costaba demasiado para el labriego y para el obrero, la instalación de la luz dejó de ser espectáculo al ser concluida; el fonógrafo lo podían escuchar contadas personas requería el uso de auriculares que no siempre estaban limpios y producían enfermedades que en ocasiones causaban sordera.
El cine tenía a su favor la posibilidad de reunir en un salón a un auditorio muy numeroso. Además, cualquier local se adaptaba con facilidad para reunir a un grupo de personas, puesto que los empresarios aprovechaban las mínimas exigencias del Ayuntamiento en materia de higiene y seguridad.
No fue difícil que los cinematógrafos se reprodujeran, casi diríamos por generación espontánea. En el curso de tres años hubo esparcidos en la metrópoli hasta veintidós salones. El cine fue al principio un objeto de curiosidad científica: con su invención se daba cima a los estudios realizados para captar el movimiento, pero, por lo pronto, no tenía ninguna utilidad para la ciencia. Cómo espectáculo primero fue exclusivo de los "grupos científicos", después por el alto costo de la admisión, fue privativo de la alta burguesía porfiriana "...es indudable que a medida que nuestro inteligente público se vaya enterando del nuevo espectáculo, concurrirá a favorecerlo; siendo aquél un centro de reunión culto y elegante". Finalmente fue una diversión popular y tal hecho le trajo la antipatía de los círculos intelectuales de México. A lo largo de cuatro años, tres o cinco crónicas de destacados reporteros Luis G. Urbina, Amado Nervo y José Juan Tablada se ocuparon de él. Las publicaciones de los círculos "científicos y literarios" nunca lo tomaron en cuenta.
La primera impresión del público era el asombro, puesto que no se podía explicar el funcionamiento del mecanismo. Se les hacía difícil creer que contemplaban la fiel reproducción de la realidad:
-¡Ah qué caray!... no nos haga tan de al tiro, pos ¿cómo quiere que camine lo que está nomás pintado?...menearán el papel.
-¡No, -decía otro ranchero- es que son figuras en movimiento.
-...¡Pero tan grandotas! ...Y con más, que se menean muy bien, muy bien, hasta parece la mera verdad.
...Ni es toros campesinos se marcharon, jurando que el cinematógrafo es la combinación, no de luces ni de seres fotográficos, sino de un mecanismo con hilos y pitos, ruedas y ejes, piñones y tornillos que hacen mover aquellas imágenes...
["Notas de la semana", El Tiempo, domingo 30 de agosto de 1896, p.1]
El fonógrafo, al igual que el cinematógrafo, pronto se multiplicó casi por arte de magia. Había sesiones para oír la voz de los comandantes del ejército español, encargados de sofocar a los independentistas cubanos "... pocas veces habíamos sentido emoción igual a la que nos produjo está vez el maravilloso invento de Edison... Nos produjo gran deleitación e hizo que prorrumpiéramos en exclamaciones de júbilo al escuchar los rumores de un combate..." Había fonógrafos en las calles, que distraían los domingos a todos los campesinos o indígenas que llegaban a la metrópoli a vender sus mercancías. Los programas consistían primero en arias de ópera, discursos políticos y con posterioridad se podían escuchar poemas de los "modernistas". Los aparatos "se distribuyen al amparo y diez charros y diez esbozados con diez pilluelos escuchan, riendo con ingenua bonhomía".
-¿Quién se quejará ahora de la falta de difusión de la ciencia entre las masas?..."
Sin embargo, es el cine el que tuvo una difusión y aceptación más generalizada. Lo podían disfrutar un número mayor de personas, el precio de admisión era mucho más reducido que el de otras diversiones. El costo inicial de un peso bajó en el transcurso de tres años hasta cinco y tres centavos, hecho sintomático de su aceptación.
La bicicleta costaba demasiado para el labriego y para el obrero, la instalación de la luz dejó de ser espectáculo al ser concluida; el fonógrafo lo podían escuchar contadas personas requería el uso de auriculares que no siempre estaban limpios y producían enfermedades que en ocasiones causaban sordera.
El cine tenía a su favor la posibilidad de reunir en un salón a un auditorio muy numeroso. Además, cualquier local se adaptaba con facilidad para reunir a un grupo de personas, puesto que los empresarios aprovechaban las mínimas exigencias del Ayuntamiento en materia de higiene y seguridad.
No fue difícil que los cinematógrafos se reprodujeran, casi diríamos por generación espontánea. En el curso de tres años hubo esparcidos en la metrópoli hasta veintidós salones. El cine fue al principio un objeto de curiosidad científica: con su invención se daba cima a los estudios realizados para captar el movimiento, pero, por lo pronto, no tenía ninguna utilidad para la ciencia. Cómo espectáculo primero fue exclusivo de los "grupos científicos", después por el alto costo de la admisión, fue privativo de la alta burguesía porfiriana "...es indudable que a medida que nuestro inteligente público se vaya enterando del nuevo espectáculo, concurrirá a favorecerlo; siendo aquél un centro de reunión culto y elegante". Finalmente fue una diversión popular y tal hecho le trajo la antipatía de los círculos intelectuales de México. A lo largo de cuatro años, tres o cinco crónicas de destacados reporteros Luis G. Urbina, Amado Nervo y José Juan Tablada se ocuparon de él. Las publicaciones de los círculos "científicos y literarios" nunca lo tomaron en cuenta.
La primera impresión del público era el asombro, puesto que no se podía explicar el funcionamiento del mecanismo. Se les hacía difícil creer que contemplaban la fiel reproducción de la realidad:
-¡Ah qué caray!... no nos haga tan de al tiro, pos ¿cómo quiere que camine lo que está nomás pintado?...menearán el papel.
-¡No, -decía otro ranchero- es que son figuras en movimiento.
-...¡Pero tan grandotas! ...Y con más, que se menean muy bien, muy bien, hasta parece la mera verdad.
...Ni es toros campesinos se marcharon, jurando que el cinematógrafo es la combinación, no de luces ni de seres fotográficos, sino de un mecanismo con hilos y pitos, ruedas y ejes, piñones y tornillos que hacen mover aquellas imágenes...
["Notas de la semana", El Tiempo, domingo 30 de agosto de 1896, p.1]
(Tomado de: Aurelio de los Reyes: Los orígenes del cine en México (1896-1900). Colección Lecturas Mexicanas #61; Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1984)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario