Yolanda Vargas Dulché: tragedias de bolsillo
La popularidad de la telenovela pasó por varios experimentos, por la prueba, el éxito y el error, aunque es sorprendente cómo hubo poco de este último en la primera década. A la inmediata y abrumadora aceptación del público (primero del Distrito Federal, luego del país conforme se ampliaba la cobertura de la televisión y finalmente del extranjero), sucedió una búsqueda de temas, autores, fuentes de inspiración. Nunca la telenovela tuvo un carácter tan marcadamente popular como cuando se integraron al género los viejos melodramones que vieron su primera luz allá en los años cuarenta en la legendaria y baratísima historieta Pepín, y que en la siguiente década vuelven a narrarse con un poco más de sofisticación en la historieta del corazón por excelencia, Lágrimas y Risas, gracias al titánico talento de una sola mujer, Yolanda Vargas Dulché.
Su propia vida parece uno de los argumentos de mujeres de infancia atribulada, formación forzada y éxito final que a ella le gustaba escribir. De niña lo mismo vivió épocas de vacas gordas que de vacas flacas, allá a principios de los años treinta; luego incursionó en la carrera musical con su hermanita, como el dueto de La Rubia y la Morena, y hacia 1942 ya escribía argumentos de niños golpeados por la vida para la historieta Chamaco. Continuará sus relatos en la competencia, Pepín, y pronto verá sus historias adaptadas al cine (la más célebre, Ladronzuela, que estelarizará Blanca Estela Pavón en 1949) e incluso ganará un Ariel por su argumento de Cinco rostros de mujer en 1948 (aunque se filmó en 1946).
Durante los años cincuenta y sesenta no hay fenómeno editorial que iguale al éxito de Lágrimas, Risas y Amor (después restringido a Lágrimas y Risas o, como lo pedían las muchachas en los puestos de periódicos, el Lágrimas), que vendía un millón de ejemplares cada semana en un país semianalfabeto. Cuando la telenovela ya había encontrado su forma y su público, fue casi natural que volviera a los ojos al impacto apabullante que tenía esa empresa de una sola mujer con las historias de Lágrimas y Risas. Su ingreso formal en el género fue demoledor: María Isabel impuso un modelo de argumento (la indígena que enamora el patrón y asciende a dama de sociedad) permanente y reciclable a lo largo de décadas. Después llegó el erotismo gitano de Yesenia, el erotismo malvado de Rubí, el travestismo como eficaz comedia de enredos en Gabriel y Gabriela (un poco a lo Víctor-Victoria), el arrabalerismo más típico en Ladronzuela (Macaria en el papel representado por Blanca Estela) y una larga lista de etcéteras.
(Tomado de: Reyes de la Maza, Luis - Crónica de la Telenovela I. México sentimental. Editorial Clío, Libros y Videos, S.A. de C.V., México, 1999)
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