lunes, 14 de julio de 2025

Diego, caníbal de salón

 


Diego, caníbal de salón 


En ciertos periodos de su vida, Diego Rivera ponderó las virtudes alimenticias de la carne humana y relató con fruición los detalles de la primera vez que se llevó a la boca tan delicado manjar 

Aunque solía hacer estos alardes de antropofagia, la verdad es que su canibalismo nació frente a un gran plato de fresas con azúcar, en su pequeño departamento de París, inspirado en una de las muchas anécdotas de la Revolución Mexicana que le contaba Siqueiros. Diego -cuándo no- llevaba los juegos de su imaginación más allá de su mundo fantasioso e inofensivo y los mezclaba con historias que la realidad había conformado con lujo de crueldad. 

Por órdenes superiores -le contaba David a Rivera- fue creado un cuerpo especial de caballería para contrarrestar las acciones de los famosos Dorados de Francisco Villa. Esta unidad dependía de las fuerzas del general Manuel M. Diéguez y estaba formada sobre todo por individuos de dura entraña, de alma torva, hombres de sangre sucia, mandados por el general Abascal. Entre los oficiales de éste, el preferido era un capitán de apellido Isunza, sujeto bien parecido que había abandonado su pupitre en el salón de clases del quinto año de Leyes para incorporarse al ejército. Nacido en Tepic Isunza pasó su infancia y juventud en Guadalajara, hablaba como tapatío y nadie que lo viera o escuchara sospecharía qué clase de alma habitaba detrás de su rostro de estudiantes delicado, casi espiritual 

El capitán Isunza se hizo célebre por su valor temerario en los combates y por las bromas que prodigaba en sus ratos de buen humor, que eran temibles, pues no solían sorprenderlo sino en franco estado de embriaguez. 

En cierta ocasión hizo que los muchachos de las familias ricas de Guadalajara lo invitaran a un banquete en el lugar más caro de la ciudad, que le sirvieran vinos europeos, que pronunciaran discursos y luego, como fin de fiesta, que lo acompañaran hasta el cuartel "Colorado Chico", donde se alojaba la caballería de Abascal. Al llegar, pidió que lo esperaran "tantito" y se alejó solo. Ya no regresó. Pero aparecieron en su lugar quince o veinte soldados que con fiereza empezaron a golpear a "los malditos rotos", mientras él desde un balcón, se reía hasta ahogarse. 

Es la primera parte de la historia y la que menos importa. Lo que sigue ocurrió así: 

El pueblo se llama Santa Ana y pertenece al Estado de Jalisco. El día aquel era uno más entre muchos perdidos en el calendario. Hacía calor excesivo, en el cielo empezaban acumularse nubes negras. Los soldados, agobiados por la temperatura permanecían inactivos. Isunza, como era usual, bebía.

Dos prisioneros villistas fueron conducidos hasta él.

-¿Qué hacemos con éstos, jefe?- preguntó un sargento. Isunza, perdida la conciencia, contestó entre dengues:

-¡Fu...sílenlos!

Uno de los prisioneros, el de mayor edad, empezó a suplicar:

-Capitán, ordene que nos corten cualquier cosa, lo que usted disponga, pero que no nos maten, por favor, que no nos maten, capitán…

Isunza levantó la cabeza hacia el implorante. Una luz filosa como vidrio quebrado cruzó sus ojos verdes. 

-Está bien. ¡Córtenles las orejas! Y que me traigan tortillas y chile, mucho chile…

"La repugnancia me venció", decía Siqueiros. 


Diego lo observaba con los mismos ojos que el prisionero al capitán Isunza. No cabía en sí de asombro. Y días después en casa de una francesita de gran talento literario, pero con más ganas de vivir desordenadamente que de escribir, contaba la historia pero poniéndose en el lugar del capitán Isunza y diciendo que le dominó aquel extraño apetito debido a "un pulque especial de cierta región de México que nadie sabe por qué, produce anhelos antropofágicos”.

Naturalmente, Diego elaboró más tarde toda una teoría sobre el canibalismo y el error cometido por la humanidad al abandonar tan sana y saludable costumbre, pues, decía, en tal abandono está el origen de las caries de los dientes, de la calvicie, de las nubes de los ojos, la sordera, las afecciones cardíacas y prácticamente de todos los males de la arteriosclerosis. 

Sabedor que sería mal vista la reivindicación del antropofagia, Diego aseguraba haberse limitado a alimentarse con leche de mujer desde el día -ya remoto- en que los encargados de levantar el censo en la República Mexicana habían encontrado en Aporo, Michoacán, a un anciano de 130 años.

Al preguntarle al longevo el misterio de su vida, respondió que desde los 75 años había empezado a tomar leche de sus sobrinas tiernas y de amables muchachitas que le ofrecían la dulce savia de sus pechos. 

Juraba Diego que en cuanto los ancianos de la ciudad de México supieron de tan maravillosa medicina para alcanzar la longevidad, empezaron a seguir a las jovencitas por las calles, sobre todo a las de bustos desarrollados y cuando éstas, sospechando intenciones indebidas protestaban por el acoso, los viejitos, disculpándose dulcemente, decían: 

"No, señora, yo no quiero lo que usted supone, yo sólo le suplico que me permita vivir un poquito, un poquito más..."


(Tomado de: Scherer García, Julio – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F., 1974)

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