En el amanecer, lechoso, el grito arma revuelos de padre y señor mío. La patrona se restriega los ojos y a su vez grita:
¡Mariana! ¡La leche! Y un ¡Ahí voy, señora! Le contesta. Pero si a Mariana le tocó salir el día anterior, es ella, la señora, la que entre pereza y mohín sale a “recibir la leche”.
-¡!La leche¡!, grita una segunda vez el lechero, con voz ruda, presurosa; a timbrazo y aporreo de puerta; pues no sabe de tardanzas.
¡Ya van! ¡Orita van! Al fin salen. Va quitando él las tapas de las blancas, ventrudas botellas de a litro que palidecen como al ataque de un “miserere”, como volviéndose agua. Si la topografía de la casa lo permite, las deja en el umbral de la puerta, para renovarlas al día siguiente, y corre al carro repartidor: cajas, botellas y hielo. O a su bicicleta diligente, o al carrito de mano, voluntarioso, para seguir aquí y allá voceando: ¡leche!
El lechero es gente joven. De otro modo no se explicaría su ánimo de madrugar y correr. Huele a establo, a jergón de camastro, pues ¿qué valiente se baña a las cuatro de la mañana?
Se le conoce, desde dentro, en las habitaciones del sueño, por el tintinear de las botellas, campanillas despertadoras. Y por el paso recio de sus zapatos vaqueros. Sus modales, llegados del campo, no han tenido pulimento: pero el domingo se endominga y el tiempo es suyo.
Y si la patrona es perspicaz, cuando Mariana vuelve percibirá en sus blandos quehaceres un ligero tufillo a establo.
(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)
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