De su sencillez pueril tenemos varios ejemplos curiosos. Habiendo hallado algunos indios entre la arena de la playa de mar Pacífico unas tinajas grandes de barro dejadas allí sin duda por los marineros de algún navío de las Islas Filipinas, se admiraron, como que jamás habían visto vasijas semejantes, las llevaron a una cueva poco distante de su habitación ordinaria, y las colocaron allí con las bocas vueltas hacia la entrada a fin de que todos las observasen bien. Después concurrían con frecuencia a verlas, sin dejar de admirar aquellas grandes bocas siempre abiertas, y en sus bailes, en donde imitaban los movimientos y voces de los animales, remedaban con sus bocas las de las tinajas. Entre tanto les sobrevino una enfermedad, y no sabiendo qué hacer para librarse de ella, se reunieron en consejo, en el cual, después de una larga deliberación, el más autorizado de todos dijo que aquellas tinajas habían sin duda transmitido la epidemia por sus bocas y que el remedio sería tapárselas bien. Parecióles bueno a todos este dictamen; mas como para ponerle en práctica era necesario acercarse a las tinajas y se creía que esto no podía hacerse sin peligro de muerte, se determinó que algunos jóvenes robustos se acercasen a ellas de espaldas y con manojos de yerbas tapasen aquellas bocas fatales, como efectivamente se hizo.
Poco después que los jesuitas empezaron a plantar sus misiones en la California envió un misionero a otro por medio de un indio neófito dos tortas de pan (regalo entonces muy apreciado por la escasez del trigo) con una carta, en que le hablaba de esta remesa. El neófito probó el pan en el camino, y habiéndole gustado le comió todo. Llegado a presencia del misionero a quien era enviado, le entregó la carta, y habiéndole reclamado el pan, negó haberle recibido, y como no pudiese adivinar quién había dicho aquello al misionero, se le advirtió que la carta era la que se lo decía, sin embargo de lo cual insistió en su negativa y fue despedido. A poco tiempo volvió a ser enviado al mismo misionero con otro regalo, acompañado también de una carta y en el camino cayó en la misma tentación. Mas como la primera vez había sido descubierto por la carta, para evitar que ésta le viese la metió debajo de una piedra mientras devoraba lo que traía. Habiendo entregado al misionero la carta y siendo con ella convencido nuevamente del hurto, respondió con esta extraña simplicidad: Yo os confieso, padre, que la primera carta os dijo la verdad porque realmente me vio comer el pan; pero esta otra es una embustera en afirmar lo que ciertamente no ha visto.
(Tomado de: Clavijero, Francisco Xavier - Historia de la antigua o Baja California. Estudio preliminar por Miguel León-Portilla. Colección “Sepan cuantos…” #143. Editorial Porrúa, S.A. México 1990)
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