El afilador
En estos tiempos de confort norteamericano en que el hogar cuenta desde calderos atómicos hasta con música de las esferas, las amas de casa se olvidan del afilador. Pero su protesta no es agresiva, es entre sobrio y melancólico el acento de su caramillo.
Una vez, por la calle 60 de Mérida, apareció un afilador; la caminó de punta a punta por mitad del arroyo, bajo el sol de plomo de la tarde, sin que ninguna de las puertas, cerradas a piedra y lodo contra el sopor de la siesta, se abriera para llamarlo. Desde entonces, aunque la cuchillería, las tijeras y mi navaja corten un cabello en el aire, yo hago que llamen al afilador. No sé, pero entre todos los humildes operarios que caminan el loco tiempo y el loco capricho de las ciudades, es el afilador el de más hinchados pies y corazón más dolorido.
¡!Pist¡! Le hacen de pronto al afilador, y él detiene su caballete medieval, levanta su enorme rueda, y con ella, torno de su piedra para afilar, va mojando y afilando, afilando y mojando, y ¡qué bárbaro!, con la yema de los dedos prueba el filo que recrea. Los niños le hacen coro como a un mago o a un faquir.
Algunos han hecho su taller ambulante a lomo de bicicleta, pero la inmensa mayoría parecen como salidos de estampas antiguas. Antes sus mejores amigos eran los espadachines; ahora son los carniceros, dueños y señores de la cuchillería del mundo.
Sigue el afilador su rodar y rodar tozudo. El largo y suplicante tono de su caramillo va partiendo el alma y afilando el aire.
(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo y Alberto Beltrán – Los Mexicanos se pintan solos)
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