Las de huitlacoche y flor de calabaza se llevan el premio de la gula; pero la quesadillera, como madre para sus hijos, no tiene predilecciones; le valen igual las de papa y olas de queso, suavecitas; las de crujiente chicharrón que las endiabladas de rajas, que retuercen la lengua.
Al pardear la tarde, instala su comercio la quesadillera. Es corriente y común que al amparo de una tienda, de donde saca, cable de por medio, la luz de un foco. Pero hay muchas todavía que prefieren el modo antiguo de instalarse en la esquina y alumbrarse con mechero de petróleo.
Hace años se situaba en la esquina de Justo Sierra con Argentina una vendedora de quesadillas con sabor glorioso. Probarlas era como oír a Castellanos Quinto su clase de literatura; ignorarlas, no ser estudiante. Hoy día opera por la colonia Independencia, junto a La Barata, y le hacen rueda por las quesadillas y por lo apetitosa.
Pero aquí y allá bate blandas palmas la quesadillera y, por no perder la costumbre, la gente se hace bolas.
-¿Ya, marchanta? Ya tengo mucho aquí.
-¡Orita, marchantita! Estas para la señora, que llegó primero...
Las doradas quesadillas... !Si sólo recordarlas afloja las mandíbulas y hace agua la boca!
(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (texto) y Alberto Beltrán (dibujo) – Los Mexicanos se pintan solos)
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