Apenas habían transcurrido tres años, treinta y seis escasos meses cuando la sociedad volvió a conmoverse ante la presencia de otro espeluznante crimen, muy semejante al cometido por Luis Romero Carrasco, sólo que este último perpetrado en una sola víctima. También el instrumento asesino fue un grueso tubo, que en forma increíble y por la saña con que se ejecutó desbarató el cráneo de la acaudalada dama de sociedad, amiga de condes, reyes y otros miembros de la nobleza europea y altamente estimada en México. Ella era Jacinta Aznar, cariñosamente llamada por todos Chinta Aznar.
Ella vivía sola en una palaciega casa de la Avenida Insurgentes, precisamente en el número 17, y ahí con frecuencia la visitaban sus amistades, todos ellos del sexo masculino ya que, inclusive, según lo pusieron en claro las investigaciones posteriores al crimen, tenía un amante al que se le conocía como Paco, pero cuya identidad jamás trascendió.
Poco antes de ser asesinada los vecinos de la mujer se percataron de que varios sujetos habían estado en el lujoso domicilio de la dama, y después notaron que ésta había desaparecido, pero como viajaba frecuentemente a Europa se pensó que estaba allá, en el Viejo Mundo, disfrutando su dinero y su tiempo.
La verdad era muy distinta. Ella no estaba en Europa y ni siquiera había salido de su mansión, pero esto sólo pudo saberse cuando la fetidez que reinaba en torno a su casa llegó a tal grado que se hizo indispensable llamar a las autoridades para que investigaran, quienes debieron romper los ventanales para poder penetrar a la vieja casona.
El cuadro que apareció ante los ojos de los policías comisionados para el caso resultaba inenarrable: un cuerpo de mujer en completo estado de putrefacción, con la cabeza deshecha a golpes, cubierto con sangre ya seca y encima sábanas y cobijas tratando de esconderlo.
Dentro de la residencia el desorden hallado daba cuenta del saqueo que se llevó a cabo, o que pretendió hacerse por parte de los asesinos.
Los periódicos dieron cuenta pormenorizada del crimen y la sociedad se alarmó, lo mismo por la pérdida de la señora, quien era ampliamente conocida por todos los círculos, como por la artera forma en que perdió la vida.
Las primeras investigaciones dirigían la posible culpabilidad del homicidio contra un muchacho que era mozo y hacía mandados a Chinta, pero más tarde surgieron sospechas contra el fotógrafo José Sánchez y, finalmente, la personalidad del motorista Pedro Alberto Gallegos creció como principal responsable.
Buscando librarse de toda culpa, Gallegos lanzaba imputaciones contra sus coacusados y de un sujeto que sólo se conoció como Paco y de quien se dijo era amante de la señora asesinada.
El motorista Gallegos, quien también en sus ratos de ocio practicaba la fotografía, afirmó haber presenciado un disgusto entre la señora Aznar y el tal Paco, porque ella se negaba a firmar "esos documentos" que a él le interesaban tanto.
La policía nunca creyó que Paco existiera y se dio a la tarea de encontrarlo, pudiendo establecer que las meseras del restaurante Lady Baltimore lo conocían porque, dijeron, solía acudir a ese sitio a tomar café con la señora Chinta Aznar.
Sin embargo, Paco se volvió ojo de hormiga y jamás nadie habló con él, ni tampoco se pudo obtener una descripción allegada a la realidad, aunque todos coincidían en que "era elegante y tenía un lujoso auto".
El crimen se cometió el 22 de enero de 1932, pero cuando fue descubierto, por el olor nauseabundo que salía de la mansión, había transcurrido un largo mes, según dijeron los médicos legistas encargados de examinar el cuerpo de la mujer.
Gallegos, un tipo peligroso, muy hábil y labioso, trataba de enredar a sus coacusados para encontrar la forma de salir sin culpa, pero los agentes sabían que si alguno de los tres detenidos era el responsable del abominable crimen ese era Gallegos.
Y lo presionaron. Sobre él cayó el consabido auto de formal prisión por el asesinato de Chinta y quedó sujeto al respectivo proceso e internado en la Penitenciaría del D.F.
Después de que sistemáticamente eludió admitir que él era el feroz homicida, Gallegos envíó una carta al juez que tenía su caso admitiendo en ella la total culpabilidad y librando de toda culpa a sus coacusados.
Manifestó que el día de los hechos, 22 de enero, acudió a Insurgentes 17 para llevar a Chinta Aznar unos letreros que le había pedido, para anunciar la venta de su residencia.
Estaba con ella, y en algún momento la señora le dio la espalda cosa que aprovechó él para tomar unas costosas joyas que se encontraban sobre un mueble.
La dama se percató de eso y le llamó la atención, sumamente indignada, diciéndole que no iba a permitirle esa actitud y que llamaría a la policía.
Se acercó a la ventana con intenciones de abrirla y pedir auxilio y entonces, según el relato escrito del asesino, no le quedó otro camino que agredir a la señora.
Llevaba un tubo envuelto en unos papeles y lo sacó, comenzando a dar severos golpes contra la dama. Primero en la cabeza, la que le deshizo a golpes, y después en el cuerpo.
Ella cayó al suelo pesadamente y sin vida, mientras que Gallegos y compañía se dedicaban al saqueo, huyendo a la postre.
La confesión escrita resultó definitiva para condenar al chacal, y como en ella liberaba de culpa a los otros dos sujetos consignados con él se les dejó en libertad. Mientras tanto, él comenzaría a cumplir su larga condena de 20 años acordada por el juez.
Poco después se determinó que el feroz asesino, Pedro Alberto Gallegos, debería pasar a las Islas Marías para purgar en ese territorio la sentencia impuesta por el juez.
Se hicieron los preparativos y un día llegó a Lecumberri un piquete de soldados en pos del criminal, para hacer efectivo el traslado al Pacífico.
El torvo asesino, con caracteres físicos semejantes a los descritos por Lombroso, no podía ocultar el temor que ese "paseo" le producía y trató de evitarlo, pero no era posible. Junto con otros hampones de poca monta abordó el ferrocarril y el convoy partió.
Y cuando estaba en la estación de Lechería se produjo el desenlace de la tragedia de Insurgentes 17: las balas de los soldados que viajaban como escoltas del ferrocarril dispararon contra Gallegos cuando pretendió escapar.
En esa forma quedaba cerrado el caso de Chinta Aznar y una vez más la "ley fuga" había redituado utilidades de tipo social, porque deshacerse del criminal, que era Gallegos, resultaba una profilaxis de gran valor para las familias capitalinas y del país en general, que sintieron respirar con tranquilidad cuando se enteraron de lo sucedido.
Claro está que no faltaron algunas protestas de gente que no estaba de acuerdo con lo sucedido, argumentando que la "ley fuga" era una forma ilegal de matar.
Pero ¿acaso lo hecho por Luis Romero Carrasco y Pedro Alberto Gallegos no era, además de ilegal, sangriento, brutal e indebido?
La "ley fuga" había cumplido con su difícil cometido, la forma en que se hubiera efectuado realmente no importaba. Todo había sido en pro del castigo contra delincuentes, a quienes no tenía caso sostener en una prisión porque tarde o temprano retornarían a cometer más fechorías.
(Tomado de: Aquino, Norberto Emilio de - Fugas. Editora de Periódicos, S. C. L., La Prensa. México, D. F., 1993)
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