lunes, 29 de abril de 2024

La Noche Triste y otros descalabros

 

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La Noche Triste y otros descalabros 

por Hernán Cortés


A la etapa de amor entre Hernán Cortés y la ciudad de Tenochtitlán siguió una serie de desavenencias que culminan en el episodio conocido con el nombre de la Noche Triste. A los españoles, acosados por todas partes, no les queda otro recurso que abandonar la ciudad. Esa desastrosa retirada es referida por Cortés en sus Cartas de Relación a Carlos V.


[...] Y así quedaron aquella noche con victoria y ganadas las dichas cuatro puentes; y yo dejé en las otras cuatro buen recaudo y fui a la fortaleza e hice hacer una puente de madera que llevaban cuarenta hombres; y viendo el gran peligro en que estábamos y el mucho daño que los indios cada día nos hacían, y temiendo que también deshiciesen aquella calzada como las otras, y deshecha era forzado morir todos, y porque de todos los de mi compañía fue requerido muchas veces que me saliese, y porque todos o los más estaban heridos y tan mal que no podían pelear, acordé de lo hacer aquella noche, y tomé todo el oro y joyas de vuestra majestad que se podían sacar y púselo en una sala y allí lo entregué con ciertos líos a los oficiales de vuestra alteza, que yo en su real nombre tenía señalados, y a los alcaldes y regidores y a toda la gente que allí estaba le rogué y requerí que me ayudase a lo sacar y salvar, y di una yegua mía para ello, en la cual se cargó tanta parte cuanta yo podía llevar; y señalé ciertos españoles, así criados míos como de los otros, que viniese con el dicho oro y yegua, y lo demás lo dichos oficiales y alcaldes y regidores y yo lo dimos y repartimos por los españoles para que lo sacasen.

Desamparada la fortaleza, con mucha riqueza así de vuestra alteza como de los españoles y mía, me salí lo más secreto que yo pude, sacando conmigo un hijo y dos hijas del dicho Muteczuma y Cacamacín, señor de Aculuacán, y al otro su hermano que yo había puesto en su lugar, y a otros señores de provincias y ciudades que allí tenía presos. Y llegando a las puentes que los indios tenían quitadas, a la primera de ellas se echó la puente que yo traía hecha, con poco trabajo, porque no hubo quien la resistiese excepto ciertas velas que en ella estaban, las cuales apellidaban tan recio que antes de llegar a la segunda estaba infinita gente de los contrarios sobre nosotros combatiéndonos por todas partes, así desde el agua como de la tierra; y yo pasé presto con cinco de caballo y cien peones, con los cuales pasé a nado todas las puentes y las gané hasta la tierra firme. Y dejando aquella gente a la delantera, torné a la rezaga donde hallé que peleaban reciamente, y que era sin comparación el daño que los nuestros recibían, así los españoles, como los indios de Tascaltécal que con nosotros estaban, y así a todos los mataron, y muchos naturales de los españoles; y asímismo habían muerto muchos españoles y caballos y perdido todo el oro y joyas y ropa y otras muchas cosas que sacábamos y toda la artillería.

Recogidos los que estaban vivos, échelos adelante, y yo y con tres o cuatro de caballo y hasta veinte peones que osaron quedar conmigo, me fui en la rezaga peleando con los indios hasta llegar a una ciudad que se dice Tacuba, que está fuera de la calzada, de que Dios sabe cuánto trabajo y peligro recibí; porque todas las veces que volvía sobre los contrarios salía lleno de flechas y viras y apedreado, porque como era agua de la una parte y de otra, herían a su salvo sin temor. A los que salían a tierra, luego volvíamos sobre ellos y saltaban al agua, así que recibían muy poco daño si no eran algunos que con los muchos se tropezaban unos con otros y caían y aquellos morían. Y con este trabajo y fatiga llevé toda la gente hasta la dicha ciudad de Tacuba, sin me matar ni herir ningún español ni indio, sino fue uno de los de caballo que iba conmigo en la rezaga; y no menos peleaban así en la delantera como por los lados, aunque la mayor fuerza era en las espaldas por do venía la gente de la gran ciudad.

y llegado a la dicha ciudad de Tacuba hallé toda la gente remolineada en una plaza, que no sabían dónde ir, a los cuales yo di prisa que se saliesen al campo antes de que se recreciese más gente en la dicha ciudad y tomasen las azoteas porque nos harían de ellas mucho daño. Y los que llevaban la delantera dijeron que no sabían por dónde habían de salir, y yo los hice quedar en la rezaga y tomé la delantera hasta los sacar fuera de la dicha ciudad, y esperé en unas labranzas; y cuando llegó la rezaga supe que habían recibido algún daño, y que habían muerto algunos españoles e indios, y que se quedaba por el camino mucho oro perdido, lo cual los indios cogían; y allí estuve hasta que pasó toda la gente peleando con los indios, en tal manera, que los detuve para que los peones tomasen un cerro donde estaba una torre y aposento fuerte, el cual tomaron sin recibir algún daño porque no me partí de allí ni dejé pasar los contrarios hasta haber tomado ellos el cerro, en que Dios sabe el trabajo y fatiga que allí se recibió, porque ya no había caballo, de veinte y cuatro que nos habían quedado, que pudiese correr, ni caballero que pudiese alzar el brazo, ni peón sano que pudiese menearse. Llegados al dicho aposento nos fortalecimos en él, y allí nos cercaron y estuvimos cercados hasta noche, sin nos dejar descansar una hora. En este desbarato se halló por copia, que murieron ciento y cincuenta españoles y cuarenta y cinco yeguas y caballos, y más de dos mil indios que servían a los españoles, entre los cuales mataron al hijo e hijas de Muteczuma, y a todos los otros señores que traíamos presos.

Y aquella noche, a media noche, creyendo no ser sentidos, salimos del dicho aposento muy calladamente, dejando en él hechos muchos fuegos, sin saber camino ninguno ni para dónde íbamos, más de que un indio de los de Tascaltécal nos guiaba diciendo que él nos sacaría a su tierra si el camino no nos impedían. Y muy cerca estaban guardas que nos sintieron y muy presto apellidaron muchas poblaciones que había a la redonda, de las cuales se recogió mucha gente y nos fueron siguiendo hasta el día, que ya que amanecía, cinco de caballo que iban delante por corredores, dieron en unos escuadrones de gente que estaban en el camino y mataron algunos de ellos, los cuales fueron desbaratados creyendo que iba más gente de caballo y de pie.


Y porque vi que de todas partes se recrecía la gente de los contrarios concerté allí la de los nuestros, y de la que había sana para algo, hice escuadrones; y puse en delantera y rezaga y lados, y en medio, los heridos; y asimismo repartí los de caballo, y así fuimos todo aquel día peleando por todas partes, en tanta manera que en toda la noche y día no anduvimos más de tres leguas; y quiso Nuestro Señor que ya que la noche sobrevenía, mostrarnos una torre y buen aposento en un cerro, donde asimismo nos hicimos fuertes. Y por aquella noche nos dejaron, aunque, casi al alba, hubo otro cierto arrebato sin haber de qué, más del temor que ya todos llevábamos de la multitud de gente que a la continua nos seguía al alcance. Otro día me partí a una hora del día por la orden ya dicha, llevando la delantera y rezaga a buen recaudo, y siempre nos seguían de una parte y de otra los enemigos, gritando y apellidando toda aquella tierra, que es muy poblada; y los de caballo, aunque éramos pocos, arremetíamos y hacíamos poco daño en ellos, porque como por allí era la tierra algo fragosa, se nos acogían a los cerros; y de esta manera fuimos aquel día por cerca de unas leguas, hasta que llegamos a una población buena, donde pensamos haber algún reencuentro con los del pueblo, y como llegamos lo desampararon, y se fueron a otras poblaciones que estaban por allí a la redonda.


y allí estuve aquel día, y otro, porque la gente, así heridos como los sanos, venían muy cansados y fatigados y con mucha hambre y sed. Y los caballos asimismo traíamos bien cansados, y porque allí hallamos algún maíz, que comimos y llevamos por el camino, cocido y tostado; y otro día nos partimos, y siempre acompañados de gente de los contrarios, y por la delantera y rezagada nos acometían gritando y haciendo algunas arremetidas, y seguimos nuestro camino por donde el indio tascaltécal nos guiaba, por el cual llevábamos mucho trabajo y fatiga, porque nos convenía ir muchas veces fuera de camino. Y ya que era tarde, llegamos a un llano donde había unas casas pequeñas donde aquella noche nos aposentamos, con harta necesidad de comida.

Y otro día, luego por la mañana, comenzamos a andar, y aún no éramos salidos al camino, cuando ya la gente de los enemigos nos seguía por la rezaga, y escaramuzando con ellos llegamos a un pueblo grande, que estaba dos leguas de allí, y a la mano derecha de él estaban algunos indios encima de un cerro pequeño; y creyendo de los tomar, porque estaban muy cerca del camino, y también por descubrir si había más gente de lo que parecía, detrás del cerro, me fui con cinco de caballo y diez o doce peones, rodeando el dicho cerro, y detrás de él estaba una gran ciudad de mucha gente, con los cuales peleamos tanto, que por ser la tierra donde estaba algo áspera de piedras, y la gente mucha y nosotros pocos, nos convino retraer al pueblo donde los nuestros estaban; y de allí salí yo muy mal en la cabeza de dos pedradas. Y después de me haber atado las heridas, hice salir los españoles del pueblo porque me pareció que no era aposento seguro para nosotros; y así caminando, siguiéndonos todavía los indios en harta cantidad, los cuales pelearon con nosotros tan reciamente que hirieron a cuatro o cinco españoles y otros tantos caballos, y nos mataron un caballo que aunque Dios sabe cuánta falta nos hizo y cuánta pena recibimos con habérnosle muerto, porque no teníamos después de Dios otra seguridad sino la de los caballos, nos consoló su carne, porque la comimos sin dejar cuero ni otra cosa de él, según la necesidad que traíamos; porque después que de la gran ciudad salimos ninguna otra cosa comimos sino maíz tostado y cocido, y esto no todas veces ni abasto, y hierbas que cogíamos el campo.


Y viendo que de cada día sobrevenía más gente y más recia, y nosotros íbamos enflaqueciendo, hice aquella noche que los heridos y dolientes, que llevábamos a las ancas de los caballos y a cuestas, hiciesen muletas y otra manera de ayudas como se pudiesen sostener y andar, porque los caballos y españoles sanos estuviesen libres para pelear. Y pareció que el Espíritu Santo me alumbró con este aviso, según lo que a otro día siguiente sucedió; que habiendo partido en la mañana de este aposento y siendo apartados legua y media de él, yendo por mi camino, salieron al encuentro mucha cantidad de indios, y tanta, que por la delantera, lados ni rezaga, ninguna cosa de los campos que se podían ver, había de ellos vacía. Los cuales pelearon con nosotros tan fuertemente por todas partes, que casi no nos conocíamos unos a otros, tan revueltos y juntos andaban con nosotros, y cierto creíamos ser aquel el último de nuestros días, según el mucho poder de los indios y la poca resistencia que en nosotros hallaban, por ir, como íbamos, muy cansados y casi todos heridos y desmayados de hambre. Pero quiso Nuestro Señor mostrar su gran poder y misericordia con nosotros, que, con toda nuestra flaqueza, quebrantamos su gran orgullo y soberbia, en que murieron muchos de ellos y muchas personas muy principales y señaladas; porque eran tantos, que los unos a los otros se estorbaban que no podían pelear ni huir. Y con este trabajo fuimos mucha parte del día, hasta que quiso Dios que murió una persona tan principal de ellos, que con su muerte cesó toda aquella guerra.



(Tomado de: González, Luis. El entuerto de la Conquista. Sesenta testimonios. Prólogo, selección y notas de Luis González. Colección Cien de México. SEP. D. F., 1984)

viernes, 26 de abril de 2024

El de los algodones

 

El de los algodones

Las nubes nos sacan la lengua, escupen y luego se ríen de nosotros en los charcos del aguacero. Pero como los niños ni los grandes saben de poesía estridentista, las nubes, para ellos, son las que venden los algodoneros de los algodones de azúcar. Unas nubes de color rosa, asidas a estirados palitos, como antes, en los mastodónticos hangares, prendidos a largos mástiles hinchaban su suficiencia los zepelines alemanes. Hasta que los reventó el tiempo.

La civilización o lo que presume de serlo, aventó al algodonero como a otros vendedores ambulantes de los primeros cuadros de la ciudad, para no ofender al tránsito y al qué dirán de nosotros las naciones extranjeras; pero el algodonero, como los otros, ha ido a refugiar la feérica y ferial belleza de su colorido, que nadie podrá quitarnos, en los rumbos que frecuentan las gentes sin mancha, como los niños y los grandes que se parecen a los niños. Y aquí está el algodonero con sus copos sedosos, pizcando su cosecha dulce, para almohadas deleitosas; inflando sus globos de Cantolla que se quedaron lamiendo l'olla. Y los niños deshilando, desbaratando, reventando nubes a dentelladas felices. Creciéndose y rasurándose barbas color del alba o atardecer de octubre.

Aquí están el algodonero y su aparato elemental: un gran cazo que gira al calor de mínimo horno de petróleo, con su varita mágica naciendo alrededor del cono que centra interiormente este caso los aéreos y ¡ay! pasajeros azúcares.

El algodonero que amontona las nubes, como Zeus.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

lunes, 22 de abril de 2024

La rebelión de los colgados (1954)



La rebelión de los colgados

México, 1954


Basada en una obra de Bruno Traven, este filme recrea la explotación de los campesinos en los campos madereros chiapanecos, así como su lucha por mejorar sus condiciones de vida. Es el inicio de la Revolución…


Marco Villa | Historiador


"En un ranchito que formaba parte de la colonia agrícola libre de Cuishin, en los alrededores de Chalchihuistán, vivía Cándido Castro, indio tzotzil, en compañía de su mujer, Marcelina de las Casas, y de sus hijitos, Angelino y Pedrito. Su propiedad alcanzaba más o menos dos hectáreas de un suelo pedregoso, seco, calcinado, que exigía un trabajo durísimo a fin de obtener de él el alimento necesario para los suyos", escribe Bruno Traven al inicio del cuento "La rebelión de los colgados", en que está basada la película aquí presentada.

Un día, Cándido (interpretado por el joven Pedro Armendáriz) se apresta a llevar a Marcelina a la ciudad más cercana porque ha enfermado. El doctor le diagnostica una posible apendicitis y por la operación le cobra doscientos pesos, que necesitará conseguir. Don Gabriel le presta el dinero a cambio de firmar un contrato que más que establecer el pago de la deuda, manda a Cándido a la montería de caoba de la que Félix Montellano (Carlos López Moctezuma) y sus hermanos Severo y Arcadio son los contratistas, pues el lugar es propiedad de manos extranjeras. Ahí será explotado con otros indígenas, quienes soportan los drásticos castigos y trabajan de sol a sol bajo el agobiante clima de la selva chiapaneca.

Es el tiempo en el que convergen el ocaso del Porfiriato y el estallido de la Revolución mexicana. También cuando las voces insurgentes encabezadas por Francisco I. Madero llamaron a sus filas a los sectores campesinos e indígenas, por décadas asolados por los abusos económicos y laborales, así como por la violencia. Y el campo maderero de los Montellano no es la excepción: los peones que cometen faltas son colgados de las manos toda la noche. Pero estos hacendados confían en que don Porfirio estabilizará al país luego de encarcelar A Madero. "Todo el país está en crisis [pero] nuestra respuesta debe ser caoba, caoba y más caoba. Mañana abriremos un nuevo campo cerca del río. Y sacaremos toda la madera, así tengamos que colgar a todos los indios de Chiapas por el cuello", dice don Severo, entre risas y sorbos de licor.

Filmada a partir de febrero de 1954 en los estudios Churubusco y en Chiapas y estrenada el siguiente noviembre en el cine Chapultepec de Ciudad de México, La rebelión de los colgados fue la segunda adaptación de una obra de Bruno Traven -la primera fue El tesoro de la Sierra Madre (EUA, 1947)-. Se cuenta que, durante el rodaje, los desacuerdos entre el productor José Kohn y el Indio Fernández terminaron con la renuncia de este y la llegada de Alfredo B. Crevenna a la dirección; sin embargo, el nuevo realizador no estuvo a la altura y "mucho fue salvado" por Gabriel Figueroa, a decir de la editora Gloria Schoemann. "Gracias a su maravillosa fotografía -añade- pudimos resolver el problema con una secuencia en la que faltaba una balacera que no se filmó. De su negativo pudimos sacar una escena de noche".

La película dividió opiniones de la crítica en nuestro país. Pese a ello, fue seleccionada para participar en el Festival de Venecia, donde la prensa publicó que "fueron plenamente merecidas las ovaciones finales de la numerosísima concurrencia que sobrepasó el cupo de la gran sala del Palazzo del Cinema y de la vasta Arena (Il Gazzetino)."


La rebelión de los colgados 

Dirección: Emilio Fernández y Alfredo B. Crevenna. 

Música: Antonio Díaz Conde. 

Protagonistas: Pedro Armendáriz, Ariadna Welter, Carlos López Moctezuma, Víctor Junco, Amanda del Llano, Tito Junco, Ismael Pérez Poncianito, Álvaro Matute.

Duración: 85 minutos.


(Tomado de: Villa, Marco. Vamos al cine: La rebelión de los colgados. Relatos e historias en México, año 12, número 135. Ciudad de México, 2019)

viernes, 19 de abril de 2024

Historia cultural del cactus IV Historia antigua

  


Historia cultural del cactus 

4. Historia antigua


La planta que ven ustedes aquí, señores, es la Opuntia cochinellifera y fue cogida por mí en la Pirámide de las Serpientes que se alza no lejos de la Ciudad de México [en Tenayuca, Edo. de México]. Un muchachito indio que vendía ídolos junto a la pirámide, metió el dedo en la axila de la planta, sacó una cosita diminuta, rojiza, como espolvoreada de harina, me la alargó y me dijo: "Una cochinilla". La aplastó contra la planta y salió sangre, en tal cantidad, que una de las paletas del nopal, teñida por ella, parecía un pedazo de carne cruda. Del animalito no quedó nada.


Esta planta se cultivó antaño para fomentar la cochinilla que vive en ella. En tiempos de los aztecas, se juntaba toda la sangre de estas pulgas purpúreas para entregarla al erario imperial: los príncipes de las tribus y los héroes guerreros eran recompensados con vasijas llenas de esta especie de carmín. La clase más preciosa de todas, la sangre de las cochinillas vírgenes o, por lo menos, de las hembras no embarazadas, solo podía emplearse para teñir túnicas del propio emperador y el manto del supremo sacerdote. En aquel México todavía no descubierto, el emperador y el verdugo vestían ropa del mismo color, como en el Sacro imperio Romano de la nación germánica. Pues en realidad el supremo sacerdote sacerdote de los aztecas era, al mismo tiempo, el supremo verdugo y tenía por trono y por altar el patíbulo, como nos lo relata Heine: 


Sobre las gradas de mármol del altar 


Se encuclilla un hombrecillo de cien años 


Sin un pelo en la cabeza ni en la barba, 


Revestidos de una roja camisola. 


Es el supremo sacerdote


Y está afilando su cuchillo…


De nada le sirvió afilar el cuchillo, de nada sirvieron los sacrificios humanos. El invasor avanzaba sobre la capital de los aztecas para arrancar el manto púrpura de los hombros del emperador y la camisola escarlata de los hombros del sacerdote-verdugo. Y los dioses no lo impidieron.


Pero lo que no pudieron impedir los dioses, por poco lo impide un modesto cactus, un nopal de la región de Cholula. En Cholula, Hernán Cortés pasó a cuchillo a la población; en tres horas amontonaron seis mil muertos. El Nuevo Mundo no había visto jamás, hasta entonces, una matanza semejante. Consumada esta hazaña, los españoles avanzaron sobre la capital, precedidos por el estandarte de la caballería. Era un día caluroso; los caballeros chupaban afanosamente, para apagar la sed, los frutos rojos de los nopales de Cholula.


Por el camino se ordena hacer alto: "¡Desmonten! ¡Rompan filas!" Pero, ¿Qué es esto, Dios del Cielo? ¡Sangre, es sangre! ¡Los soldados de Cortés orinan sangre! No cabe duda, sus venas han reventado: es un castigo de la Providencia por los crímenes horrorosos cometidos por ellos contra los indios. Los jinetes se apiñan temblorosos, caen de rodillas, elevan sus oraciones a Santiago de Compostela, hacen voto de enmienda y se niegan a seguir bajo las armas.


Poco después llegan a pie las tropas auxiliares de los indios. También ellas orinan rojo, pero la cosa no parece inquietarlas poco ni mucho. Los pecadores arrepentidos averiguan por los naturales del país que aquella "sangre" es, simplemente, la orina teñida por el zumo de las tunas de Cholula. No hay, pues, tal castigo del cielo ni motivo para arrepentirse. Descargada su conciencia de escrúpulos, los católicos caballeros prosiguen sus crueles hazañas guerreras.


(Continuará)


Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

lunes, 15 de abril de 2024

Lorena Velázquez


Lorena Velázquez, la emperatriz de la historieta fílmica 

Internacionalmente destacó en cintas de vampiros donde apareció como reina de este mundo sediento de sangre; también figuró en el género de la lucha libre, las guerras interplanetarias por el poder galáctico en la ciencia ficción, todo tipo historieta; es decir, un cine sin pretensiones artísticas que curiosamente ha llamado la atención en el mundo por ser un espectáculo básicamente naive. Lorena, alta y despampanante, prodigó humor en donde no lo había y extendió el campo de acción de sus interpretaciones. Entre la farsa y la comedia de pastelazo. Incursionó por ejemplo con Viruta y Capulina en una venganza contra los gringos en la parodia del género western, En peligro de muerte.

También insufló humor a sus personificaciones de villana en melodramas delirantes como Estafa de amor y La inocente. Aunque el mayor homenaje se lo hizo Tim Burton en Marcianos al ataque, al disfrazar a Lisa Marie como una clonación suya en la soberana cósmica, una de sus más gloriosas personificaciones en El planeta de las mujeres invasoras. Lore brilló junto a Tin Tan, Resortes, Héctor Lechuga y Mauricio Garcés en un sinnúmero de cintas que combinaron sexo, música y comicidad.


(Tomado de Terán, Luis - La risa en rosa. Cómicos inolvidables del cine mexicano. Somos Uno, especial de colección número 8, año 8, Editorial Eres, S.A. de C.V., México D. F., 1997)

jueves, 11 de abril de 2024

Tojolabales

 


Tojolabales

Representan 6.9% de los indígenas del estado y los principales pueblos donde habitan son Las Margaritas, La Independencia, Altamirano, Ing.  González de León, Saltillo, Ignacio Zaragoza y Comitán. Los tojolabales se dedican primordialmente al cultivo de la tierra, cuyos productos destinan en gran medida al consumo familiar. También tienen un amplio conocimiento de la tradición herbolaria, tanto alimentaria como medicinal. Además, crían borregos para la obtención de lana. Los tojolabales tejen en telar vertical de pedales -en todo México manejado por varones- mientras que las mujeres cardan e hilan la lada.

Como la mayoría de los mayas de las Tierras Altas, las mujeres hilan, tejen y bordan su propia ropa, y su indumentaria consta de falda de colores llamativos, decorada con encajes y listones de colores, blusa bordada también con listones y en la cabeza usan un pedazo de tela del mismo color que su falda. Las mujeres solteras pueden decorarse el cabello con listones de colores, las casadas sólo se peinan con dos trenzas. Esta indumentaria no se comercializa. Los hombres usan ropas contemporáneas, pues los materiales con que se elaboran los trajes típicos son muy costosos.


(Tomado de: Recorridos por Chiapas. Guía visual. Arqueología, Naturaleza e Historia. Arqueología Mexicana, Edición especial #20. Editorial Raíces, México, 2006)

lunes, 8 de abril de 2024

Julio Bracho

 



Julio Bracho 

(director, 1909-1978. Durango, México)


A pesar de que Julio Bracho trabajó desde joven cono director teatral (fue creador de los teatros Orientación y Universitario), siempre trató de acercarse al cine: asistía a las filmaciones de La mujer del puerto (1933) y conoció a Einsenstein cuando filmó ¡Que viva México! (1931), lo cual influyó en él. Fue codirector de Redes (1936) durante 4 meses y el éxito vino con tres cintas: ¡Ay qué tiempos señor don Simón! (1941), Historia de un gran amor y Distinto amanecer, ambas de 1943, las cuales definieron su impecable técnica. Por sus actitudes, fue llamado por Schenk, director de la 20th. Century Fox en 1945, pero una enfermedad del magnate le impidió cerrar el trato. A cambio, el cine nacional se vistió de excelentes producciones como La mujer de todos (1936), La sombra del caudillo (1960, considerada por él como su mejor cinta, además de estar vetada por la política nacional) y Crepúsculo (1944). Es tal es la calidad de Bracho como director cinematográfico, que su película Distinto amanecer forma parte del acervo especial del Museo de Arte Moderno de Nueva York. También fue creador de la película Cada quien su vida (1959), basada en la obra teatral de Luis G. Basurto, donde retrata el ambiente cabaretil de los años 50 en un lugar que se llamó Cabaret Leda y hasta hace poco se le conoció como el Club de los Artistas, ubicado en una de las calles de la avenida Vértiz. Otro de sus logros fue la película Canasta de cuentos mexicanos, donde sale a relucir la idiosincrasia de los mexicanos. En suma, Bracho es quizás el observador más acucioso del cine mexicano.


Pablo Dueñas y Jesús Flores.


(Tomado de: Dueñas, Pablo, y Flores, Jesús . La época de oro del cine mexicano, de la A a la Z. Somos uno, 10 aniversario. Abril de 2000, año 11 núm. 194. Editorial Televisa, S. A. de C. V. México, D. F., 2000)

jueves, 4 de abril de 2024

Cortés da con los navíos al través

 


XLII

CORTES DA CON LOS NAVÍOS AL TRAVÉS


Propuso Cortés de ir a México, y encubríalo a los soldados, porque no rehusasen la ida con los inconvenientes que Teudilli con otros ponía, especialmente por estar sobre agua, que lo imaginaban por fortísimo, como en efecto lo era. Y para que le siguiesen todos aunque no quisiesen, acordó quebrar los navíos; cosa recia y peligrosa y de gran pérdida; a cuya causa tuvo bien que pensar, y no porque le doliesen los navíos; sino porque no se lo estorbasen los compañeros; ca sin duda se lo estorbaran y aún se amotinaran de veras si lo entendieran. Determinado pues de quebrarlos, negoció con algunos maestros que secretamente barrenasen sus navíos, de suerte que se hundiesen, sin los poder agotar ni atapar; y rogó a otros pilotos que echasen fama cómo los navíos no estaban para más navegar de cascados y roídos de broma, y que llegasen todos a él, estando con muchos, a se lo decir así, como que le daban cuenta dello, para que después no les echase culpa. Ellos lo hicieron, así como él ordenó, y le dijeron delante de todos cómo los navíos no podían más navegar por hacer mucha agua y estar muy abromados; por eso, que viese lo que mandaba. Todos lo creyeron, por haber estado allí más de tres meses, tiempo para estar comidos de la broma. Y después de haber platicado mucho en ello mandó Cortés que aprovechasen dellos lo que más pudiesen, y los dejasen hundir o dar al través, haciendo sentimiento de tanta pérdida y falta.

Y así, dieron luego al través en la costa con los mejores cinco navíos, sacando primero los tiros, armas, vituallas, velas, sogas, áncoras y todas las otras jarcias que podían aprovechar. Dende a poco quebraron otros cuatro; pero ya entonces se hizo con alguna dificultad, porque la gente entendió el trato y el propósito de Cortés, y decían que los quería meter en el matadero. Él los aplacó diciendo que los que no quisiesen seguir la guerra en tan rica tierra ni su compañía, se podían volver a Cuba en el navío que para eso quedaba; lo cual fue para saber cuántos y cuáles eran los cobardes y contrarios, y no les fiar ni confiarse dellos. Muchos le pidieron licencia descaradamente para tornarse a Cuba; mas eran marineros los medios, y querían antes marinear que guerrear. Otros muchos hubo con el mesmo deseo, viendo la grandeza de la tierra y muchedumbre de la gente; pero tuvieron vergüenza de mostrar cobardía en público. Cortés, que supo esto, mandó quebrar aquel navío, y así quedaron todos sin esperanza de salir de allí por entonces, ensalzando mucho a Cortés por tal hecho; hazaña por cierto necesaria para el tiempo, y hecha con juicio de animoso capitán, pero de muy confiado, y cuál convenía para su propósito, aunque perdía mucho en los navíos, y quedaba sin la fuerza y servicio de mar.

Pocos ejemplos destos hay, y aquellos son de grandes hombres, como fue Omich Barbarroja, del brazo cortado, que pocos años antes desto quebró siete galeotas y fustas por tomar a Bujía, según largamente yo lo escribo en las batallas de mar de nuestros tiempos.


(Tomado de: López de Gómara, Francisco. Historia de la conquista de México. Estudio preliminar y apéndices de Silvia L. Cuesy. Editorial Océano de México, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 2003).

lunes, 1 de abril de 2024

El imperio del León

 


El imperio del León

Diego Mosqueda, hombre de negocios y gran impulsor del fútbol en Irapuato, se mudó en 1920 a la Ciudad de León. Dos años después, fundó el equipo León Atlético, que un poco más tarde se convirtió en el Unión de Curtidores. En poco tiempo, el Unión fue, con mucho, el mejor equipo de Guanajuato.

En 1940, la liga se abrió a la participación de la provincia en el torneo regular, y tres años después el Curtidores fue invitado a gestionar su ingreso. Armando Baqueiro, Pilar Ramírez y Francisco González fueron los encargados de promoverlo. En 1944, el equipo fue aceptado bajo su nuevo nombre: León Fútbol Club, que debutó en la campaña 1944-45.

El León se convirtió en el equipo de la década. En su primera campaña concluyó en el cuarto lugar, la temporada siguiente ocupó el tercero y un año después el segundo. Al fin, en la 1947-48 resultó campeón de Liga y en 1948-49 obtuvo el título de Copa y, automáticamente, el de Campeón de Campeones.

Una trayectoria de veras ascendente. Por si fuera poco, uno de sus delanteros, Adalberto "El Dumbo" López, obtuvo el liderato de goleo durante tres temporadas consecutivas.

Cuando el equipo argentino Independiente de Avellaneda visitó México, el León fue la única escuadra que pudo derrotar a los pamperos, y lo hizo con un contundente 4-0.

El cuadro titular era imponente: Arenaza, Varela y Bataglia; Montemayor, Costa y Conrado; Flores, Marco Aurelio, "El Dumbo" López, Manzotti y "Chancharras" Pérez. Su entrenador era Casullo, un profesional en toda la extensión de la palabra que le dio el conjunto una fisonomía definida y un estilo completamente armónico.

"Pioquinto", gran cronista y político de la época, que más tarde ganó la gubernatura de San Luis Potosí, dijo de aquel conjunto felino: "Este cuadro demuestra que una organización seria en cualquier ámbito logra siempre triunfar. Si hubiera diez equipos como el León, México sería una verdadera potencia en el fútbol."

Tenía razón. El conjunto leonés pudo haberse tomado como punto de partida para organizar el balompié mexicano en la década de los años cincuenta. Pero la historia fue muy distinta…


(Tomado de: Calderón Cardoso, Carlos - Por el amor a la camiseta. (1933-1950). Editorial Clío, Libros y Videos, S.A. de C.V., México, 1998)