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lunes, 28 de julio de 2025

La luz que hace al dios: Yucatán

 


La luz que hace al dios: Yucatán 


Dios hizo la luz, dice la Biblia... pero en el mundo maya la luz hace al dios…

En este día se hace la luz, Chilam preside la ceremonia…

El fenómeno sucede cada 21 de marzo y 23 de septiembre. Inciensos, cascabeles, flautas y tambores purifican el recinto para su dios, el que está por traer la luz, un dios de 34 metros de largo, acéfalo... un dios que ansioso busca su cabeza para reunirse con ella... la tiene que encontrar... tiene que llegar a reunirse con ella para que el ciclo de la vida continúe…

El futuro de todos está en manos del dios Kukulkán, en su voluntad, en su capricho. Si decide hacerse presente, si llega a la escalinata de su máximo templo, la vida seguirá, las aguas llegarán, la siembra crecerá, el sol se hará presente durante todo el siglo…

Pero si opta por esconderse tras las nubes, por no entroncar con su cabeza, el ciclo se detiene... y la vida también. No hay mañana. Sin la aparición de Kukulkán no hay esperanza, no hay nada…

A partir del mediodía cada minuto, cada segundo aumenta la expectación. Es el equinoccio: cientos de personas cubren el suelo del recinto sagrado: al igual que hace siglos, va a suceder un fenómeno único en el mundo… si Kukulkán  lo quiere, desciende para asombrarnos otra vez con los adelantos del maya, su ciencia, su astronomía y astrología… y con su cálculo. Si llega, siempre es puntual. 

El fenómeno se inicia poco a poco y va cobrando fuerza. Si Kukulkán quiere, la luz solar se proyecta y forma una ondulación y otra y otra y otra conforme sigue el Sol su curso... el sol desciende sobre su escalinata... poco a poco se hace visible el largo y poderoso dios maya. 

Y sigue bajando, bajará por las nueve gradas que abarcan los 365 escalones de su templo... (364 escalones y una plataforma).

365 días de su año que es todavía el nuestro. Sigue bajando, le falta entroncar con su cabeza... debe unir cada triángulo con otro y otro, para integrarse a su nueva vida. Lo hará al bajar los 52 entrepaños... 52 entrepaños, 52 entrepaños... un siglo maya…

Baja por los 23 metros de altura de la pirámide del Sol, que es su castillo, y así el centro ceremonial cobra vida. 

La mayoría se asombra, algunos se asustan, otros se felicitan por haber tenido la suerte de atestiguar esta maravilla, porque esta vez decidió bajar... permitir una vez más que el ciclo continúe, que la tierra se cultive, que el agua caiga, que los seres se reproduzcan, que la vida siga…

Tardó varias horas en descender pero lo hizo cual debe ser con sus siete triángulos isósceles de luz y de sombra y durante 10 minutos permaneció completo. Hizo gala de su poder, de su magia, una que le permite ser sin haber sido…

Diez minutos en los cuales inspeccionó la belleza y magnificencia de la arquitectura maya... en los que recordó los juegos de pelota…

Minutos en los que desde los observatorios supervisó lo que queda de la ciudad sagrada de los mayas... y el cenote en donde le ofrecían doncellas y su casa de mil columnas…

Diez minutos... de toda su magia... una magia que por cierto perdió México durante un tiempo porque fue comprada por Edward Thomson, un cónsul norteamericano, en el año 1890 y por la cantidad de 75 dólares... 250 kilómetros cuadrados de nuestro Chichén Itzá a un extranjero, pero por fortuna fueron recuperados 20 años después a cambio de un millón de pesos…

Y fue así que nos quedamos con Chichén, con Kukulkán y su cita eterna con la magia, la que se da en Yucatán, la tierra de los papatzules, los quesos rellenos y la cochinita pibil... de los trovadores, compositores y músicos. 

Aquí se quedó la magia del dios maya y aquí seguirá ciclo por ciclo hasta que Kukulkán así lo disponga.


(Tomado de: Sendel, Virginia - México Mágico. Editorial Diana, S.A. de C.V., México, D.F., 1991)

viernes, 20 de junio de 2025

Santuarios - Nuestra Señora de Izamal


 Santuarios - Nuestra Señora de Izamal


Izamal es uno de los sitios que no se pueden omitir al ir a Yucatán. Es una ciudad sagrada desde sus orígenes, quizá milenarios. Es la tierra de Itzamná en donde según la tradición está enterrado el sumo sacerdote de los mayas. 

La antigua población tenía cuatro grandes pirámides, la principal sobresale en la planicie yucateca, como la mayor del estado. 

La ciudad en sí es la que conserva una mayor unidad estilística y un acentuado sabor de grandiosidad en la península. Sus casas son de elevados paramentos con amplias ventanas enrejadas y puertas verticales. Toda la población está pintada de amarillo, color que la favorece en las puestas de sol. Al llegar al centro se desplaza imperante un gran monumento: el conjunto conventual construido por fray Diego de Landa, franciscano, en el siglo XVI. Es uno de los monasterios más grandes de México, se alza sobre una gran plataforma, ya que fue construido sobre una gran pirámide demolida para aprovechar su sillería. El atrio se encuentra totalmente emportalado, uniendo esos ambulatorios sus cuatro capillas posas. Al frente tenemos la iglesia, la capilla abierta tapiada y el convento. 

Lo que verdaderamente impresiona es el entorno: los muros laterales almenados y el muro testero con el camarín apoyados por toda una sucesión de contrafuertes y arcos botareles. Esto le da una impresión medieval como quizá no tengamos otro ejemplo fuera de Yuriria. 

La iglesia en su interior es comparativamente irrelevante, sobre todo por lo que se espera al conocer el exterior. Su gran arquitecto fue fray Juan de Mérida por los años de 1553-1561. Ahí se venera a Nuestra Señora de izamal, que es la patrona de Yucatán. 


La milagrosa hermana 


Sabemos que para 1558, siendo guardián fray Diego de Landa, el famoso y triste autor del Auto de Fe de Maní -en donde se quemaron los códices mayas-, mandó hacer en Guatemala dos Inmaculadas, una para Izamal y otra para Mérida, por lo que les llamaron "Las dos hermanas”.

la imagen de Izamal se hizo famosa por sus milagros, como el hacerse pesada cuando se la quisieron llevar a Valladolid, pero sobre todo por los viajes que realizó a Mérida, librándola de epidemias y plagas de langosta. Pero el 16 de abril de 1829 un devastador incendio acabó con la imagen, por lo que la sociedad entera pidió a doña María Narcisa de la Cámara que donara a su "Hermana" la Virgen gemela que tenía en su poder. Esta, que fue coronada por los reyes de España, fue llevada en procesión solemne y a pie desde Mérida. Desgraciadamente los piadosos retoques que en cada solemnidad solemnidad se le han hecho, ha perdido esta calidad tan bien ganada por la estatuaria guatemalteca. 


Datos que hay que tener al alcance de la mano 

Ubicación.- Municipio de Izamal en el estado de Yucatán.

Cómo llegar.- Se encuentra a 75 km de Mérida por la carretera que va a Chichén Itzá, desviándose en Hoctun.

En la ciudad de Izamal hay otros sitios de interés, además de que cuenta con todos los servicios (gasolinería, hoteles y restaurantes).

Fecha de celebración.- Se conmemora su fiesta con gran solemnidad y gran pompa el 8 de Diciembre. Además, el 31 de Mayo, 22 de Agosto -que festeja la coronación pontificia de la imagen- y el 29 de noviembre.


(Tomado de: Quesada A., Emilio H. - Santuarios, Guía #21, México Desconocido, Edición Especial, Editorial Jilguero, S. A. de C. V., México, Distrito Federal, 1995)

lunes, 14 de abril de 2025

Suárez y Navarro informa desde Mérida, 1860

 


Suárez y Navarro informa desde Mérida


Mérida, noviembre 17 de 1860 

Excmo. Sr. Presidente de la República 

don Benito Juárez 

Mi señor y amigo que aprecio:


Como adición a última hora de mis dos anteriores, tengo que añadir dos incidentes de bastante gravedad respecto a la cosa pública de este Estado y otro respecto a mi viaje. 

Sea el primero que por comunicaciones llegadas aquí el 10, los capitanes de los indios sublevados han propuesto la paz y aunque ya corría en el público esta especie, yo no quise decir a usted nada en mi carta del 12 hasta no saber auténticamente el hecho; la tira adjunta instruirá a usted de lo sucedido. Creo que usted lo recibirá de oficio así como en el expediente instruido en Campeche sobre los indios cogidos en Sisal; por esto no me extiendo en dar pormenores sobre ambos acontecimientos. 

Parecía que la guerra entre Campeche y Mérida no se efectuaría; pero nuevos incidentes me hacen creer que se realizará esta guerra que juzgo desastrosa para ambas partes. Parece que Campeche ha ministrado armas, gente y dinero a un Sr. Vargas, el cual ha reunido 400 según unos, o 500 según otros, y ha ocupado el Partido de Maxcanú (a) 12 leguas de aquí y que viene sobre esta ciudad. Probablemente dentro de pocos días sucederá algo que complique más los males de este infeliz país. 

Parece que la desgracia me fuerza a hacer alto aquí y no irme, como lo deseaba, en el regreso del vapor. 

Vea usted la carta adjunta y juzgue usted si tendré medios para moverme y recursos con qué vivir; estoy, pues, lleno de miseria porque la paga que recibí en septiembre, me ha sido insuficiente para pagar lo que he consumido en seis meses que hace estoy viviendo de prestado. 

Si usted no ordena que conmigo no habrá la orden que se cita, estoy en la incapacidad de hacer nada; por esto, aquí espero las ulteriores órdenes de usted.

Soy con el mayor afecto su servidor q. b. s. m.

Juan Suárez y Navarro 


P. D. Al pegar mi carta, sé que Sisal ha sido ocupado por las tropas de Campeche y que tropas de Maxcanú avanzan. Creo que sería bueno el que usted se decidiera a nombrar una comisión que mediase y pusiera término a los males que preveo y que veo indudables.


(Tomado de: Tamayo, Jorge L. - Benito Juárez, documentos, discursos y correspondencia. Tomo 3. Secretaría del Patrimonio Nacional. México, 1965)

martes, 10 de septiembre de 2024

Yucatán y Texas: una alianza entre rebeldes, 1841-1843, 1

 


(Sam Houston)


Yucatán y Texas: una alianza entre rebeldes, 1841-1843 

La escena y los personajes 



La República de Texas existió como tal desde el 2 de marzo de 1836, en que declaró su independencia de México, hasta el 16 de febrero de 1846, en que se anexó a Estados Unidos como el estado número 28. Por su localización geográfica, sus recursos potenciales y las circunstancias que le dieron origen como república independiente de México, Texas fue de gran interés comercial y estratégico no solo para México y Estados Unidos, sino también para Inglaterra, Francia y otros países europeos. 

Uno de los uno de los principales actores del drama que empieza a principios de 1836 fue Samuel L. Houston, presidente de la República de Texas en dos ocasiones: de septiembre de 1836 a fines de noviembre de 1838, con Lamar como vicepresidente, y de diciembre de 1841 a fines de noviembre de 1844. En su primera administración tomó posesión del cargo antes de la fecha prevista por la constitución texana, debido a su gran popularidad. En su discurso inaugural habló muy poco y superficialmente de su programa de gobierno, el cual de hecho estaba basado en la inminente anexión de Texas a Estados Unidos. Su gabinete reunió a personas de varias tendencias políticas en un invento en un intento por unificarlas. 

Líder de la oposición en contra de Lamar, Houston fue el candidato más esperado para derrotarlo en las elecciones. Su segunda administración unida a un Congreso conservador, fue el opuesto de la ambiciosa y costosa presidencia de Lamar. Los cortes presupuestales del 6° Congreso fueron tajantes. Se eliminaron muchos puestos públicos, se redujeron las plazas burocráticas, se bajaron los salarios. Los gastos militares posteriores a 1841 se limitaron a mantener a un reducido grupo de rangers. Su política pacifista con los indios, especialmente con los cherokees, ahorró vidas y dinero. 

Figura muy popular por su papel central en la revolución texana, Houston poseía experiencia política desde sus años al lado de Andrew Jackson. Totalmente opuesto a Lamar y muy crítico de su administración, canceló y revirtió todas las medidas tomadas por éste cuando asumió la presidencia por segunda vez: fuertes cortes presupuestales frente a la banca rota en la que Lamar dejó al gobierno tejano. En cuestiones políticas, la tendencia de la población tejana fue dividirse en facciones pro o antiHouston, ya que, en términos generales, sólo una minoría de los habitantes creía firmemente en la existencia promisoria de una Texas independiente; la mayoría deseaba y esperaba, como Houston, su anexión a Estados Unidos y celebró este hecho cuando finalmente ocurrió. 

Llama la atención que le interesara más deshacerse del ejército que incrementar su fuerza, especialmente frente a la amenaza de una confrontación con México. En mayo de 1837 licenció a todas las tropas exceptuando a 600, soldados ofreciéndoles transporte gratuito a Nueva Orleans a aquellos que decidieran regresar a Estados Unidos, o bien 1,280 acres de tierra a aquellos que aceptaran el licenciamiento y decidieran asentarse en Texas. Para equilibrar la disminución de fuerzas bélicas, el Congreso creó a los Texas Rangers. Esta institución se encargaría principalmente de lidiar con el problema indio, el cual Houston trató de resolver lo más pacíficamente posible, preservando los derechos de los cherokees, pero sin llegar a una solución duradera. 

Para los efectos de este trabajo podemos resumir la postura de Houston de la siguiente forma: estaba a favor de la anexión de Texas a Estados Unidos y en contra de llegar a la guerra con México. Cuantos menos choques con éste, mejor. 

Por su parte Mirabeau B. Lamar fue presidente de diciembre de 1838 a fines de noviembre de 1841, presentando en su discurso inaugural y primer mensaje al Congreso un ambicioso programa congruente con su idea de unas Texas independiente y de irse a la guerra con México si fuera necesario. Realizó intentos de establecer la paz con el descontento vecino, pero condicionados al reconocimiento por parte de México de la independencia tejana. Se puede afirmar que su política de defensa nacional fue muy agresiva. 

Su política financiera fue dispendiosa, otorgando mucho presupuesto para el ejército y la marina, lo que ocasionó un aumento tremendo de la deuda pública y exterior, que empeoró con la emisión de papel moneda. Le interesó conservar la flota texana, hacer alianzas bélicas con Yucatán en contra de México e intentar quitarle a éste el territorio de Santa Fe. Se manifestó a favor del bloqueo de los puertos mexicanos y desde fechas tempranas, como miembro del gabinete de Burnet, se negó a firmar el tratado de Velasco con Santa Anna, pues opinaba que éste debía ser juzgado en una corte marcial y ejecutado. 

Lamar puso en práctica una política sumamente agresiva y violenta contra los indios, especialmente contra los cherokees. Inmediatamente después de tomar posesión de la presidencia anunció un drástico cambio en la política india, estableciendo que los indios, o se plegaban a las leyes texanas, o dejaban la nación o serían exterminados. Algunos autores afirman que la administración de Lamar fue marcada por las más sangrientas guerras de indios que ocurrieron en la historia de Texas. Muy criticado por su administración, agobiado por problemas de todo tipo -financieros y bancarrota, la alianza con Yucatán, la expedición a Santa Fe, la agresión contra los indios- se tuvo que enfrentar al partido de Houston, quien desde el Congreso se opuso a todos sus proyectos. 

Con respecto al papel jugado por las potencias europeas, Houston decidió buscar su reconocimiento con la aprobación del Congreso, en el verano de 1837, convencido de que Estados Unidos, en esos momentos, no consideraría la anexión de Texas. Sin embargo, la actitud inicial de lord Palmerston, ministro de Asuntos Extranjeros inglés, fue de indiferencia, y las razones para ello eran que Gran Bretaña se oponía a la esclavitud, los capitalistas ingleses tenían millones invertidos en bonos mexicanos y a su gobierno no le interesaba ayudar a una nación que probablemente pronto se uniría a Estados Unidos. 

la situación cambió a raíz de la guerra de los Pasteles y del cambio en la política tanto de Houston como especialmente de Lamar. James Hamilton, el enviado de Lamar a Europa, tuvo más éxito con los franceses, logrando la firma de un tratado de comercio el 25 de septiembre de 1839, aunque no logró que le concedieran un ansiado préstamo. De esta forma, Francia fue la primera nación que reconoció la independencia tejana, lo que llevó luego a la república a firmar un tratado con Holanda en septiembre de 1840. 

El reconocimiento diplomático de Gran Bretaña fue posterior al de Francia y se dio en respuesta a las tendencias anexionistas cada vez más fuertes en Texas. En noviembre de 1840 Palmerston y Hamilton firmaron un tratado de comercio y navegación que obligaba a Gran Bretaña a ser mediadora en el conflicto con México, y a darle a Texas 5 000 000 de dólares de la deuda mexicana contraída con los poseedores de bonos ingleses. A cambio de ello se le daba a Gran Bretaña manga ancha en la supresión del tráfico de esclavos. Este tratado, a pesar de las dudas del senado texano, fue ratificado en 1842. Por lo tanto, no les interesaba a los ingleses el bloqueo de los puertos mexicanos por la flota texana, pues ello entorpecería las prácticas de paz.

A estas alturas, tanto Francia como Gran Bretaña estaban ansiosas por prevenir la anexión de Texas. A principios de 1844 el ministro de Relaciones Exteriores inglés le presentó al representante mexicano en Londres un plan para lograr que Texas no se anexara a Estados Unidos. Tal plan implicaba el reconocimiento de la independencia texana, así como la garantía de los límites entre ambos ambas naciones bajo la supervisión de ingleses y franceses. 

Sin embargo, la anexión de Texas fue uno de los principales asuntos en la campaña presidencial de 1844 en Estados Unidos, por lo que se decidió suspender toda decisión hasta después de las elecciones. La razón de esto es que muchos estadounidenses estaban en contra de Inglaterra y se creía que si los ingleses intervenían en el asunto, ello no haría más que acelerar el proceso de la anexión. 

La postura de México en relación con la independencia y anexión de Texas fue siempre muy clara: de franca oposición. Sistemáticamente se negó a hacer la paz con Texas y a reconocer su independencia, estableciendo que su anexión a Estados Unidos sería causa de guerra. Fueron las luchas intestinas y el vacío de poder político en México, más que la fuerza de los texanos, los que permitieron a Texas y el gobierno de Houston mantenerse a salvo de las amenazas mexicanas. 

El tratado de Velasco, firmado el 14 de mayo de 1836 por el presidente Burnet y Santa Anna, fue casi inmediatamente rechazado por el Congreso mexicano, mientras que el gobierno anunciaba su intención de someter a Texas a como diera lugar. El presidente Houston, convencido de que México tenía demasiadas dificultades internas como para cumplir con sus amenazas, no tomó ninguna medida al respecto. 

Cuando Lamar subió a la presidencia en diciembre de 1838, la situación se tornó más crítica, ya que manifestó que "si la paz sólo puede ser obtenida por la espada, dejemos a la espada a hacer su trabajo". No obstante, al mismo tiempo que establecía una política de franca hostilidad hacia México, también emprendió negociaciones de paz. 

En el otoño de 1839, mientras México estaba inmerso en la corta pero costosa guerra de los Pasteles con Francia, Lamar aprovechó la oportunidad para mandar al primer comisionado texano Barnard E. Bee, a negociar el reconocimiento de la independencia tejana y de la frontera en el Río Bravo a cambio de 5 000 000 de dólares. A pesar de contar con el apoyo del ministro inglés en México, Richard Pakenham, Bee fracasó. A fines de ese mismo año, Lamar envió a James Treat en una misión similar e igualmente improductiva, que duró diez meses y en la que el gobierno mexicano participó solamente para mantener a la flota texana alejada de los puertos nacionales. No obstante la asistencia del ministro inglés en las negociaciones, asistencia que estaba ahora respaldada por el tratado firmado con Gran Bretaña en 1840, la misión del tercer comisionado texano, James Webb, tampoco tuvo éxito. Webb regresó a Texas con la recomendación de prepararse inmediatamente para la guerra. Fue a raíz de estas noticias que Lamar decidió entrar en tratos con Yucatán y establecer una alianza de apoyo mutuo en contra de México. 

Así, a pesar de la hostilidad manifiesta de Lamar en contra de México, de su ayuda a los federalistas yucatecos y de la expedición a Santa Fe, que resultó en la invasión de Texas por México en 1842, ni Texas ni México estuvieron nunca en posición de hacerse la guerra realmente. De nuevo en el poder, Houston tomó una actitud cautelosa hacia México, y aunque pidió refuerzos, armas y dinero a Estados Unidos, acabó vetando la decisión del Congreso de declarar la guerra. Proclamó una tregua en junio de 1843, y el 15 de febrero del siguiente año, los comisionados de Texas y México firmaron un acuerdo de armisticio. Sin embargo, las negociaciones terminaron abruptamente cuando el gobierno mexicano se enteró de que Houston había firmado en secreto un tratado de anexión de Texas a Estados Unidos. 

A los texanos les interesaban sobre todo las relaciones con Estados Unidos, tanto durante la revolución como durante la república. El gobierno texano buscó la ayuda estadounidense, a veces la intervención directa a su favor, o el reconocimiento diplomático y aún la anexión lo antes posible. 

Houston fue el presidente que más asiduamente buscó el apoyo y la anexión a Estados Unidos, considerando que el voto que lo llevó a ese cargo en septiembre de 1836 era un voto a favor de dicha anexión. Sin embargo, sus comisionados en Washington no encontraron mucha respuesta a estos anhelos, ya que había serias dudas de que Texas pudiera mantener su independencia, miedo de ofender a México y la creencia de que el reconocimiento diplomático sería el primer paso rumbo a la anexión. Al final de su administración, el presidente Jackson nombró a Alcee La Branche encargado de negocios de Estados Unidos en Texas. 

Después del reconocimiento, Texas presionó por la anexión, pero la propuesta hecha por Hunt, uno de los comisionados, en agosto de 1837, fue rechazada bajo el argumento de que lo impedían los tratados celebrados con México. Había, además, mucha oposición a la anexión por parte de los antiesclavistas. Cuando Lamar subió la presidencia, el Congreso texano retiró la petición en enero de 1839 y no se volvió a hablar de anexión por un buen tiempo.

Algunos autores opinan que si algo de positivo tuvieron las expediciones texanas a Santa Fe y Mier fue que encendieron nuevamente el interés del público estadounidense por Texas, a la vez que se dieron otras circunstancias, que revivieron las discusiones con respecto a su anexión. Entre éstas está el hecho de que Houston reiniciara las negociaciones al respecto con la administración del presidente John Tyler. Éste las aceptó quizá por miedo a la creciente influencia de Gran Bretaña sobre Texas. Houston, por su parte, puso dos condiciones: que las fuerzas armadas estadounidenses se prepararán para impedir cualquier invasión de Texas y que las negociaciones se mantuvieran en secreto. 

Vale la pena destacar este periodo de las relaciones Texas-Estados Unidos, especialmente por los personajes que intervinieron en los acontecimientos: el sureño John C. Calhoun sustituyó A. P.  Upshur como secretario de Estado de Tyler, y preocupado por lo que consideró una política imperialista agresiva de Gran Bretaña, accedió a las demandas de Houston, además de que tenía interés en aumentar el territorio de estados esclavistas dentro de la Unión. El 12 de abril de 1844 Calhoun firmó un tratado con los comisionados texanos que establecía la anexión de Texas a Estados Unidos en calidad de territorio, a cambio de lo cual Estados Unidos asumiría la deuda texana. No obstante, en los siguientes meses el Senado estadounidense rechazó el acuerdo por la oposición de los antiesclavistas. 

*

Otra circunstancia importante fue el lugar destacado que ocupó la anexión de Texas dentro de los temas de la campaña presidencial estadounidense de 1844. Martin van Buren perdió la nominación al partido demócrata por manifestarse en contra de la anexión, quedando como candidato a la presidencia James Polk, abiertamente anexionista. Enfrentándose a Henry Clay, el candidato whig que se oponía a la anexión inmediata de Texas. Polk resultó electo, con lo que la anexión fue prácticamente un hecho consumado. 

Sin embargo, por indicaciones de Tyler al Congreso, las condiciones de la anexión fueron establecidas el 28 de febrero de 1845 en una resolución conjunta de las cámaras antes de que Polk asumiera la presidencia. Los términos de la misma fueron los siguientes: Texas entraría a la Unión como un estado; Estados Unidos se encargaría de ajustar todas las cuestiones relativas a los límites internacionales; toda la propiedad pública texana, incluyendo la flota naval, puestos militares, fortificaciones y armamento, sería cedida al gobierno estadounidense; Texas retendría su public domain para pagar su deuda pública; con el consentimiento de Texas podrían constituirse hasta cuatro estados en su territorio; la esclavitud estaría prohibida en el estado formado al norte del paralelo 36° 30'; y el presidente podría vetar la resolución conjunta del Congreso y proponer otro tratado de anexión. 

Si bien Polk se manifestó de acuerdo con la resolución proporcionada por Tyler, los retrasos en su aprobación y firma a finales provinieron del presidente de Texas, Anson Jones, así como de los agentes de Inglaterra y Francia, Charles Elliot y el conde de Saligny respectivamente, quienes seguían tratando de impedir la anexión mediante el reconocimiento de la independencia texana por parte de México. No obstante, la presión de la opinión pública en favor de la anexión forzó el presidente Anson a convocar a las cámaras en Austin a principios del mes de julio. La convención estudió tanto la resolución como el tratado con México que Elliot había formulado, rechazando unánimemente este último y recomendando la aprobación de la propuesta hecha por Estados Unidos. Tras la votación en favor de la anexión y de la aprobación de una constitución tejana recién redactada, el 29 de diciembre de 1845 Polk firmó la incorporación oficial de Texas a la Unión, la cual se verificó en forma definitiva el 16 de febrero de 1846.


(Tomado de: Careaga Viliesid, Lorena - De llaves y cerrojos: Yucatán, Texas y Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. México, Distrito Federal, 2000)

lunes, 15 de julio de 2024

México, Yucatán y Texas: Relaciones peligrosas y combinaciones explosivas


Relaciones peligrosas y combinaciones explosivas 


En septiembre de 1821 Yucatán se incorporó a México como estado soberano, aunque su lealtad y patriotismo localistas eran mucho más fuertes que su necesidad de dependencia del país. Poco después se daba el primer enfrentamiento violento entre liberales y conservadores, además del inicio del conflicto con el gobierno nacional, pues el arancel aduanal aumentó de 15 a 25%. Laa intervención del emperador Iturbide calmó los ánimos y resolvió momentáneamente el problema político. Poco después, no obstante, al darse el cierre de los puertos mexicanos a las embarcaciones españolas, entre 1822 y 1823, el comercio con Cuba se interrumpió, causando estragos en una de las principales actividades económicas yucatecas. Son los años en los que el país dio el giro, con Santa Ana a la cabeza, hacia la república federada, y en 1823, ya resuelto temporalmente el asunto del comercio con Cuba, Yucatán decide nuevamente unirse a México. 


La primera constitución política yucateca, aparecida en 1825, reflejó el modelo de la nacional de 1824. Las relaciones entre Yucatán y México transcurrieron en armonía durante este periodo federalista del país, especialmente en 1827 cuando la península obtuvo una serie de privilegios sobre sus derechos aduanales. Todo ello cambió abruptamente con el advenimiento del centralismo a partir de 1830, y de ahí en adelante, los vaivenes políticos nacionales entre centralismo y federalismo reflejaron el estado de las relaciones entre Yucatán y México. 


En 1835 el gobierno nacional intentó obligar al yucateco a pagar los mismos derechos aduanales que el resto de los departamentos del país, imponiéndole a la península un nuevo y antiguo sistema a la vez: las alcabalas, o sea, el impuesto interno por el paso de mercancías. Además, se le demandaba a Yucatán el pago de porcentajes por concepto de los productos aduanales y que sus habitantes se sumaran forzosamente a las listas de conscriptos que irían a pelear a Texas. 

La rebeldía yucateca no se hizo esperar y Yucatán empezó a sostener relaciones con "el enemigo" texano, además de exigir la vuelta al federalismo y el respeto a sus prerrogativas económicas. Según Edward Fichten, el verdadero rompimiento entre México y Yucatán sobrevino en los momentos en que México regresó a un centralismo conservador reflejado en la Constitución de 1836: 


En contra de esta Constitución y de las políticas que se desarrollaron a partir de ella tanto Texas como Yucatán optaron por separarse. Con la secesión de Texas el gobierno federal, controlado por Santa Ana, exigió la ayuda de Yucatán mediante el pago de 200,000 pesos de sus ingresos aduanales, violando así las condiciones especiales que la península había establecido para unirse a México. Adicionalmente, 2,500 yucatecos fueron reclutados para pelear contra los texanos (con quienes ya simpatizaban) pero no se tomó ninguna providencia para que luego pudieran regresar a la península. 

 

Ocurrió así la primera separación de Yucatán del resto del país y los ánimos separatistas hablaban ya de independencia como algo beneficioso. En mayo de 1838 Santiago Imán llevó a cabo su primer levantamiento a favor del federalismo, y aunque fue derrotado y encarcelado, organizó una segunda asonada en contra del centralismo exactamente un año después. Entre sus fuerzas se encontraban 150 yucatecos que se habían escapado de un barco que los llevaba a pelear contra Texas. 


Aunque las rencillas económicas entre Mérida y Campeche empezaron aún antes de la independencia de México, a nivel político el año de 1840 marcó un momento importante, pues el partido liberal yucateco se dividió en dos bandos opuestos. Como ya dijimos, la oposición giró no alrededor de las tendencias políticas hacia el federalismo o el centralismo, pues ambos bandos eran declaradamente federalistas, sino que dependió del asunto de la unión o separación con México, y de la manera como estar incorporados o no al país afectaba los intereses productivos y comerciales de los grupos de poder económico de Mérida y de Campeche. 


Los dos partidos que surgieron en esos momentos reflejaban los intereses económicos de los grupos que pugnaban por el control de la península. La facción liderada por Santiago Méndez, representante de los intereses comerciales del puerto de Campeche, proponía la separación de Yucatán en tanto el país no regresara al federalismo ni les garantizara su autonomía local y privilegios especiales. El otro grupo, con sede en Mérida y con Miguel Barbachano a la cabeza, representaba los intereses agrícolas de la región y propugnaba por una Independencia total. En las elecciones de abril de 1840, Méndez triunfó como gobernador y Barbachano asumió la vicepresidencia. Luego durante la infructuosa campaña mexicana contra la península en 1842, Méndez regresó a Campeche a participar en su defensa, dejando a Barbachano a cargo de la administración política de la península. 


Antes, sin embargo, para junio de 1840, la rebelión federalista de Imán había triunfado en la península, promulgándose la segunda Constitución Política del estado, el 31 de marzo de 1841, mientras que en otras regiones abundaron otros pronunciamientos federalistas y de apoyo a Texas. Santa Anna intentó valerse de un héroe yucateco de la independencia -Andrés Quintana Roo- para negociar el retorno de Yucatán a la nación. Barbachano y Quintana Roo lograron llegar a un acuerdo, plasmado en los tratados del 28 de diciembre de 1841, que el presidente no firmó ni ratificó. 


Como veremos más adelante con más detalle, los enfrentamientos entre Yucatán y México se dieron en esos años dentro del contexto de la guerra de México contra Texas y de la alianza entre texanos y yucatecos. Intentando dominar Yucatán a toda costa, Santa Ana ordenó el envío de tropas a la península en 1842, mismas que fueron derrotadas por los yucatecos con ayuda raival con la ayuda de los mayas y de la armada texana:


El gobernador D. Juan de Dios Cosgaya, y luego D. Miguel Barbachano, sostuvieron la resistencia más enérgica contra las fuerzas que la administración del general Santa Anna mandó sobre Campeche... Forzoso fue al dictador apelar a una negociación pacífica, aparentando sentimientos humanos y filosóficos para mejor cubrir el desenlace de una campaña mal meditada y peor conducida después de la humillación de Tixpehual. El general Santa Anna celebró un convenio con los disidentes de Yucatán, el cual elevó a rango de ley el 15 de diciembre de 1843. 

 

Por medio de dichos tratados basados en los de 1841, el presidente aceptaba darle Yucatán un trato preferencial en cuestiones arancelarias. No obstante, al decir de los historiadores y políticos yucatecos, Santa Ana no tardó ni un año en violarlos y el intento de unión fracasó, separándose la península de nueva cuenta en 1844 y desconociendo el supremo gobierno en 1845, año en el que Texas se anexó a Estados Unidos. Otros piensan que las estipulaciones de los tratados de diciembre de 1843 no beneficiaban a nadie, incluyendo a los yucatecos: 

Las pasiones, los errores y las falsas apreciaciones ocultaron al pueblo las condiciones de la reincorporación, que más bien dicho, fueron obsequios del gobierno general para hacer desaparecer todo motivo de queja. Este tratado, violado a cada paso por los funcionarios de la Península, al fin fue reprobado por lo perjudicial que hubiera sido su observancia. La Cámara de Diputados de 1845, desechó y reprobó las mencionadas estipulaciones. 

Santa Ana emitió una serie de disposiciones que prohibían la libre importación de productos yucatecos en los puertos mexicanos, e intentó enviar a sus propios representantes para gobernar la península. La reacción yucateca fue inmediata, así como nuevamente la separación y el desconocimiento del gobierno. En enero de 1846 el congreso local hizo formal la escisión de Yucatán de México y nombró a Barbachano gobernador. 

Al estallar la guerra con Estados Unidos y en oposición a la tendencia monárquica de Paredes y Arrillaga, Santa Ana se pronunció a favor del federalismo y le prometió a Barbachano un tratado de reincorporación en los términos del acuerdo de diciembre de 1843, violado por él mismo. El gobernador yucateco inició nuevamente una serie de gestiones para la reincorporación, que el Congreso proclamó el 2 de noviembre de 1846. Sin embargo, ante los posibles efectos nocivos que la guerra con Estados Unidos podía tener en los puertos y comercios mexicanos, el líder de los campechanos, Santiago Méndez, dio un golpe separatista y neutral en Campeche y la unión con México volvió a quedar en el aire. De hecho, al enterarse de la posibilidad de reunificación, los estadounidenses ya habían bloqueado la isla del Carmen y el siguiente paso era Campeche. 

En 1847 encontramos a un Yucatán supuestamente neutral y de facto separado de México. Todavía para esos momentos, la entidad gozaba de una serie de ventajas que le permitían utilizar la unión y el separatismo a su favor. Sin embargo, ningún político yucateco, de ningún bando, contó con una fuerza bélica que, hasta esos momentos, había permanecido tras bambalinas. Y fue el levantamiento maya, conocido como la guerra de Castas, el acontecimiento que robó a Yucatán todo su poder de negociación con México, poniéndolo, a partir de ese momento, en el desventajoso papel de tener que aceptar cualquier arreglo a cambio de la tan necesaria ayuda para detener a los mayas. 

Como hemos visto, el único momento en que Mérida y Campeche unieron sus fuerzas e intereses para pelear contra el enemigo común que era México fue en 1842, logrando derrotar a las fuerzas santanistas y recobrar su soberanía. No obstante, poco duró la armonía yucateca, ya que las rencillas comenzaron nuevamente y llegaron a un punto candente al estallar la guerra entre México y Estados Unidos. Ahí comenzó una de las etapas más negras de estas conflictivas relaciones, lo que Mary Williams denomina "una lucha faccional de incalificable barbarie", pues ambos partidos se hicieron la guerra sin tregua y ambos utilizaron a las huestes mayas con consecuencias tan imprevisibles como nefastas.



(Tomado de: Careaga Viliesid, Lorena - De llaves y cerrojos: Yucatán, Texas y Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. México, Distrito Federal, 2000)

jueves, 13 de junio de 2024

Yucatán a mediados del siglo XIX


Antecedentes: Yucatán a mediados del siglo XIX

Una historia muy particular 

[...]

A la llegada de los españoles, la península no sólo no contaba con un poder centralizador como el resto de México, sino que estaba dividida en 16 cacicazgos en lucha unos con otros, lo cual constituyó durante décadas un reto memorable para conquistadores, colonizadores y misioneros. Durante la etapa colonial, Yucatán no constituyó realmente parte del virreinato de Nueva España, sino que su capitán general y gobernador dependía, en lo político, del virrey en lo militar, del rey, y de la Real Audiencia para las cuestiones judiciales. Dicho capitán general era nombrado directamente por la corona y en los casos de un interino por el virrey. Bajo su autoridad estaban los alcaldes mayores y los tenientes de rey, como el que administraba el puerto de Campeche. En el siglo XIX y a raíz de las reformas borbónicas, el capitán general fue sustituido por un intendente con poderes casi absolutos en los ámbitos político, administrativo, judicial y militar. En los inicios del XIX, Yucatán era una intendencia con capital en Mérida, que comprendía las Islas y la alcaldía mayor de Tabasco.

Como ya mencionamos, la península ni siquiera tenía una continuidad territorial con Nueva España. No existía tampoco una similitud cultural en cuanto al grupo indígena que habitaba la península y que era el maya. En general, tenía lazos económicos más fuertes con Cuba que con México y, por lo mismo, mayores y más fuertes lazos sociales y de comunicación. Desde 1814, Yucatán era la única provincia que podía comerciar libremente con otras naciones, incluyendo a otras colonias españolas. Tenía sus propias tropas y navíos de guerra, así como un arancel de aduanas muy favorable, o sea, menor del que pagaban las provincias de Nueva España (15% por mercancías extranjeras y 9% por mercancías cubanas). Es importante recordar todas estas particularidades de Yucatán en los albores del siglo XIX, por la relevancia que más tarde tendrán en sus tendencias políticas y en sus relaciones con el centro de México.

la independencia de México es el mejor ejemplo de un proceso histórico regional, ya que la lucha se concentró en el Bajío, el centro del país y la tierra caliente, y no tocó a Yucatán más que cuando ya había realmente terminado. El triunfo de los grupos de poder criollos realizas encontró un eco favorable en la sociedad yucateca, que se había mantenido conservadoramente al margen del conflicto, y ello se explica por las características tan particulares que tenía Yucatán A fines de la etapa colonial, y que ya mencionamos brevemente.

Resulta interesante conocer la opinión de Juan Suárez y Navarro quien, en 1861, realizó para el presidente Juárez una extensa investigación acerca del acontecer en Yucatán, del por qué de sus particularidades, de las rencillas entre Mérida y Campeche y del estado que guardaba el comercio de esclavos mayas a Cuba. Entre otras cosas, comenta lo siguiente:


Permaneciendo los habitantes de aquel suelo enteramente extraños a la gran lucha iniciada en 1810 hasta 1821, por un acto libre y espontáneo, también calculado como necesario, Yucatán se adhirió al gran todo de la nación, y en aquella época, y muchos años después, fue atendido y considerado por el gobierno nacional. La especie de independencia de que Yucatán disfrutó bajo el gobierno de los virreyes, favoreció el que desde muy temprano se aclimatasen allí las doctrinas y los principios liberales, y no por otro motivo cuando en 1823 fue derrocado el imperio fugaz de Iturbide, el gobierno de la península siguió el impulso de la nación, ratificando el pacto de unión a ella como el más seguro medio de su futuro bienestar.


El país emergió de largo proceso independentista en medio de una gran euforia que no correspondía a una realidad que hablaba a gritos de escasez de recursos, baja demografía, total desorganización social y política, estancamiento del comercio de ultramar, fuga de capitales y deuda externa. Los criollos triunfantes, con Iturbide a la cabeza, se propusieron de inmediato gobernar a México mediante una monarquía constitucional que al poco tiempo fracasó; y así, en 1821, se abre el debate nacional acerca de la naturaleza del gobierno que más le convenía al país, debate que llegó a convertirse en guerra civil y que determinaría el desarrollo de México en esa etapa.

A riesgo de simplificar pavorosamente el acontecer para abreviar en lo posible esta semblanza introductoria y ubicar a Yucatán en los inicios del siglo XIX, diremos que la gran escisión política a nivel nacional se dio entre el grupo de los liberales y el de los conservadores. Estos últimos en general continuaron durante varias décadas favoreciendo al régimen monárquico como el mejor para el país, mientras que los liberales, partidarios del republicanismo, se dividieron a su vez, en dos facciones: los federalistas y los centralistas. Los primeros partidos políticos del país emanados de las logias masónicas en pugna pronto se identificaron con estas tendencias: los yorkinos eran federalistas, mientras que los escoceses optaron por el centralismo.

A partir de 1812, los grupos políticos yucatecos reflejaron el acontecer político nacional con particularidades propias: los sanjuanistas, una curiosa mezcla de liberales católicos, apoyaron resueltamente los cambios propugnados por la constitución de Cádiz. Su lucha se centró en lograr una serie de reformas sociales desde el punto de vista cristiano, que incluían el rescate de la población maya. Paralelamente, el grupo de los liberales compuesto por criollos y mestizos anticlericales, sostenía que el modelo político y económico a seguir era el de Estados Unidos, y de acuerdo con estas ideas, los mayas les parecían un obstáculo en el progreso de la península. Un tercer grupo era el de los rutineros, al que pertenecían las autoridades políticas, el alto clero y numerosos hacendados, todos ellos monárquicos recalcitrantes interesados en mantener el statu quo y continuar dominando y utilizando a los mayas.

Para 1818, los sanjuanistas habían dado lugar a la llamada Confederación Patriótica, a la cual se sumaron también varios liberales y rutineros. Esta agrupación, que no comulgaba con los ideales insurgentes de Independencia, apoyó nuevamente la Constitución de Cádiz y el establecimiento de una monarquía constitucional. Al mismo tiempo, el grupo liberal se empezó a identificar con la logia yorkina, a la cual se sumaron varios sanjuanistas y también rutineros. Los pocos rutineros que permanecieron como tales se convirtieron en un reducido grupo de conservadores monárquicos. Para 1823, este panorama de tendencias y alianzas políticas había evolucionado hasta incluir a tres grupos: la Liga, producto de la unión de la Confederación Patriótica y otros grupos menores, la Camarilla, emanada de la logia yorkina, y el partido liberal como tal. Tanto la Liga como la Camarilla se habían olvidado por completo de la reivindicación de los mayas y sus miembros eran todos republicanos federalistas y liberales; la única diferencia era que los partidarios de la Liga eran católicos y los de la Camarilla, anticlericales. Por su lado, el partido liberal yucateco imprimió un nuevo sello al panorama político de la península -que era el de un republicanismo federalista liberal- al irse polarizando entre Mérida y Campeche. Como bien dice Suárez y Navarro:


Los principios políticos jamás han estado en discusión en la Península; la clase inteligente nunca ha entrado en lucha por esas o las otras teorías de gobierno, porque evidentemente en ningún estado de la Confederación han existido tan de tan antiguo los principios liberales y republicanos como en aquel suelo privilegiado. Las leyes más importantes de reforma que la nación ha sostenido por medio de una lucha sangrienta, estaban ejecutoriadas en Yucatán desde el año de 1782, puesto que bajo el gobierno del obispo Piña se verificó la desamortización de bienes eclesiásticos... el origen de las vicisitudes políticas de aquel país no ha sido la mayor o menor resistencia que hayan podido hacer las clases menos ilustradas ni los intereses de las corporaciones que en el resto de la República han pugnado abiertamente contra las tendencias del siglo... la lucha política en Yucatán se circunscribe a intereses puramente personales…


De esta forma, la lucha política en Yucatán adquirió características muy particulares, pues dependió de los intereses económicos, básicamente comerciales, de estas dos entidades, las cuales eran federalistas separatistas o federalistas prounión con México, según les conviniera. En lo único en lo que siempre estuvieron de acuerdo fue una rotunda negativa al centralismo que implicaba una intervención directa del gobierno mexicano en los asuntos yucatecos. De los intentos centralistas por controlar y doblegar a la península emanan todos los problemas que se generaron entre Yucatán y México, como lo afirmaría cualquier yucateco que se precie de serlo. No obstante, también Yucatán jugó con fuego en momentos cruciales para el país, parapetándose detrás de una pretendida neutralidad y alimentando el fuego de la lucha política interna con funestas consecuencias.


(Tomado de: Careaga Viliesid, Lorena - De llaves y cerrojos: Yucatán, Texas y Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora. México, Distrito Federal, 2000)

lunes, 25 de septiembre de 2023

Del cacao que se coge en la Nueva España y corre por toda ella, 1586

Del cacao que se coge en la Nueva España y corre por toda ella, 1586


Fray Alonso Ponce

Viaje a Chiapas (Antología).

[...]


El cacao es una fruta como almendras sin cáscara, más corta y más ancha y no tan puntiaguda ni tan delgada, o se puede decir que tiene la proporción y hechura de los piñones con cáscara, pero mucho más gruesa y de color entre colorado y negro, los árboles que llevan estas fruta son a manera de los naranjos, tienen la hoja como la del laurel, aunque más ancha y que tira un poco a la del naranjo; en su tronco desde el mesmo suelo y en lo grueso de las ramas echan unas mazorcas larguillas y redondas con unas puntas al cabo, y dentro destas, debajo de una corteza, están los granos que llaman cacao, cójenlas a su tiempo y quiébranlas, y sacada la fruta, pónenla a curar al sol. Es el árbol del cacao muy delicado, de suerte que no le ha de dar el sol a lo menos de lleno, ni le ha de faltar agua para que dure mucho y lleve mucha fruta, aunque en Yucatán se da sin agua, en hoyas y lugares húmedos y umbríos, pero eso es poco y de poco fruto. Por esa razón tienen los indios sus cacauatales donde hay agua con qué regarlos, y cuando los plantan entreplantan también ciertos árboles que se hacen muy altos y les hacen sombra, a los cuales llaman madres de cacao. Hay en aquello de Xoconusco y en lo de Xuchitepec, y en otras provincias de lo de Guatemala, dos cosechas de cacao en cada un año, la una es entre Pascua y Pascua, y esta es la más gruesa y principal, la otra y menos principal es por nuestro Padre San Francisco: cuando acude bien, hay árbol que lleva pasada de cien mazorcas, las cuales son muy vistosas, y cada una de las medianas tiene a veintiocho a treinta granos. Este cacao sirve de moneda menuda en toda la Nueva España, como en Castilla la de cobre, cómpranse con el cacao todas las cosas que con el dinero se comprarían, vale en lo de Guatemala una carga de cacao que contiene veinticuatro mil granos, treinta reales de a cuatro, y llevado a la Nueva España, a la Puebla de los Ángeles, a la Tlaxcalla y México, se vende cuando más barato a cincuenta reales de a cuatro. Hay indios que si guardaran y tuvieran mañana, fueran muy ricos por las huertas y cosechas que tienen desta fruta, pero españoles que tratan en ella hay muchos dellos muy prósperos; llévanla a la Nueva España, a lo de México en harrias por tierra y en navíos por el mar del Sur, y en esta granjería hayan grandes intereses y ganancias y a trueque deste cacao les llevan a los indios a sus pueblos y casas, la ropa y las demás cosas que han menester. Demás de ser moneda el cacao se come tostado como si fueran garbanzos tostados, y así es muy sabroso, hacen dél muchas diferencias de bebidas muy buenas, unas de ellas se beben frías y otras calientes, y entre esas hay una muy usada que llaman chocolate, hecha del cacao sobredicho molido y de miel y agua caliente, con lo cual le echan otras mezclas y materiales de cosas calientes: es esta bebida muy medicinal y saludable.


(Tomado de: López Sánchez, Cuauhtémoc (recopilación) - Lecturas Chiapanecas IV. Miguel Ángel Porrúa, Librero-Editor. México, D. F., 1991)

lunes, 22 de mayo de 2023

Artemio de Valle-Arizpe y los perros

 


De los perros

Perros no había en el suelo de México en los tiempos precortesianos. Los que existían no eran, ni con mucho, como los actuales. Eran muy otros estos perros. Don Antonio de Herrera para componer las extensas décadas de su magna Historia General de los Hechos de los Castellanos en las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, estudió, cuidadosamente, papel por papel, todos los repletos archivos de España, aun los más reservados, que le mandó abrir de par en par el rey don Felipe el Segundo. Aparece su obra en 1601 y en ella asienta: “En el otro hemisferio no había perros, asnos, ovejas, etcétera”. Al afirmar esto el acucioso Cronista Real acaso creía que los perros precolombinos no tenían la dócil domesticidad que los europeos, con su familiar mansedumbre, pero si éste era su pensamiento estaban muy en contra de él además de las relaciones de los oidores de la Casa de Sevilla, lo dicho por Pedro Mártir de Anglería, por Fray Bartolomé de las Casas y por el capitán Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés, primer cronista del Nuevo Mundo, a quienes cita con justa alabanza, como historiadores clásicos de la conquista. 

Pedro Mártir asegura que Cristóbal Colón vio “perros y perras” en la isla de Santa Cruz, de las pequeñas Antillas, cuando su segundo viaje de descubrimiento, al ir en dirección de la verde Hispaniola. El Almirante no le dio ninguna importancia a tal hallazgo por el triste pergeño de esos canes achaparrados, que no sabían ladrar y sin pizca de pelo en el cuerpo desmedrado. Acaso creyera Colón que no tenía nada de extraño el que se encontrasen ahí esos feísimos animales, pues estaba muy seguro en su creencia de haber llegado a las cercanías del soñado y áureo Cipango, norte y fin de sus anhelos, pues eran del todo semejantes a una fea raza canina del Asia cuya particularidad era carecer igualmente de pelo.

Conforme iban adelantando los descubrimientos geográficos notaban los españoles variedad de razas caninas con distintas características zootécnicas. Las había con la piel enteramente desnuda, como los de la dicha isla antillana de Santa Cruz, y las había como aquellas que después vieron asombrados en México y en el Yucatán, y también las había con pelo, corto siempre, y de distintos colores en el que imperaba el jaro. Todos los perros de estas razas eran de baja estatura e inofensivos, aunque hallaron algunos que tenían el genio menos apacible, con el hocico siempre arrufado; pero los autores están de acuerdo que los canes precolombinos dentro de su natural inofensivo, poseían siempre una cierta aversión al hombre, mayor desde luego para el español que para el indígena. Pero pelones o con pelo, tenían entrambos de común el no saber ladrar.

En una información sobre cosas del Yucatán mandada levantar por Su Majestad don Felipe el Segundo, se pone en lo relativo a la población de Motul que “hay unos perros de la tierra que no muerden ni ladran”, y en la que se refiere a Mérida se asienta más explícitamente que “hay unos perros naturales de la tierra que no tienen pelo nunca y no ladran y que tienen los dientes ralos y agudos, las orejas pequeñas, tiesas y levantadas”. A esto se agrega en la misma pormenorizada averiguación que “los indios tienen otra suerte de perros que tienen pelo, pero tampoco ladran y son del mismo tamaño que los demás”.

Se ha dicho que la mudez de estos animales no es más que un puro accidente fisiológico ocasionada por falta de hábito, el cual puede ser recuperado, perdido de nuevo, y otra vez vuelto a adquirir por el perro doméstico y que esto es lo que lo distingue entre los demás carnívoros, tales como el lobo, el zorro, etcétera, cuya emisión de voces no llega nunca a sostener un ladrido continuo. Enseñaron a ladrar a los canes aborígenes los perros que después trajeron los españoles conquistadores y pobladores de estas partes de las Indias del Mar Océano.

Ahora bien, está viva esta pregunta ¿Dé dónde proceden los perros americanos? Los señores zoólogos no parece que andan muy acordes al contestarla. Unos de estos sabios dicen que los que encontraron en el Perú los soldados de Pizarro son de un claro origen español, y otros aseguran con mil razonamientos, que los pelones de México tienen un parentesco directo con los turcos y los chinos que no son sino de igual figura, exactos. Fernández de Oviedo es de los de este parecer. A estos antipáticos pelones cuando se conocieron en Europa se les llamó turcos por ser idénticos, se dijo, a los que andan errantes por las calles de Constantinopla, en tanto que en muchos lugares de América se les dijo chinos. El naturalista Brehem pone el origen de estos perros en el centro mismo del continente africano de donde diz que pasaron a Guinea, a Manila, a China, a las Antillas, después a entrambas Américas.

Con esto de los perros andan en tantas y tan revesadas hipótesis los sabios como con el origen del hombre en América. El de mayor imaginación es el que aventura, como es natural, las suposiciones más extraordinarias y peregrinas, en tanto que los que la tienen enjuta y seca como limón viejo, no inventan sino teorías muy áridas, muy complicadas, difíciles de que las entienda el común de los mortales, y, por lo mismo, no convencen, pero sí aburren extraordinariamente como mentira mal contada. Pero con lo que dicen unos y otros señores se queda uno turulato, hecho un candelero de Flandes, sin saber cómo vino el hombre a esta América, diz que feliz e inocente.

Tres eran las especies de perros que existían en México: los que se les decía xoloitzcuintli, los izcuintipotzotli y los tepeitzcuintli. Se parecían todos ellos a los de Europa, aunque con evidentes características raciales que los diferenciaban. Ninguno de los de estas especies sabían ladrar, de lo que nació la torpe conseja de que los perros de Europa enmudecían al ser transportados a América, pues pensaban, los que no lo sabían, que los que aquí había no eran autóctonos sino que vinieron de ultramar. Al contrario, los perros hispanos fueron los que enseñaron a ladrar a los del país que sólo aullaban largamente y con esto querían dar a entender ya su alegría o su enojo. La misma voz para sentimientos contrarios.

El primero de los enumerados en el párrafo anterior, el xoloitzcuintli, no era mayor su grandor que el de un perro común y corriente; tenía luenga cola movediza, colmillos largos, agudos, tal y como los de un lobo, las orejas muy erectas y el cuello robusto, bastante ancho. Los xoloitzcuintli eran de los extraños y feos que carecían de pelo, únicamente en el hocico ostentaban largas cerdas retorcidas a manera de unos ralos mostachos. Color cenizoso tenía su piel, aunque en partes manchas amarillas y negras, y siempre tersa y suave. De esta particularidad proviene su nombre, pues xólotl equivale a pez liso, e itzcuintli quiere decir perro. Se utilizaban los de esta especie para cargar bultos pequeños, tenerlos al cuidado y vigilancia de las casas e ir con sus dueños a paseos y por los caminos. Hombre y bestia andaban siempre juntos, y juntos comían y dormían de ordinario.

También se aseguraba que eran los xoloitzcuintli un magnífico remedio para quitar para siempre jamás el reumatismo. Restituían la sanidad. Se les ponía encima del miembro dañado y diz que en unos cuantos días absorbían todo entero el mal doloroso y el enfermo quedaba sano y bien puesto como si tal cosa.

Más chico que el anterior era el llamado izcuintipotzotli. Las palabras de que se forma este nombre dicen claramente de cómo era el infeliz animal: itzcuintli significaba perro, y tepótzotl jorobado. Y sí, estos gozques ostentaban en su espinazo la rara particularidad de una alta prominencia, joroba feísima, que les daba aspecto bien ridículo, aumentado con otra extraña prominencia que se les alzaba encima de las narices. La cabeza parecía más bien unida a la corcova que el resto del cuerpecillo desmedrado y ruin, pues éste resultaba ser muy más pequeño que la abultadísima chepa que les daba repulsiva fealdad. El rabo lo tenían corto y retorcido, las orejas largas; pero, en cambio, sus ojos pequeños y negros eran de un mirar apacible, tal vez había en ellos una inconsciente tristeza por su figura grotesca que movía a risa. Salían de sus ojos dulces las más desgarradoras elegías.

Los había blancos, los había negros y también leonados. Se les daba muerte en los funerales de los indios para que cargaran después a cuestas con el difunto al cruzar éste las aguas turbulentas del río Chiahuanahuapan –que equivale a decir aguas nuevas-, la Estigia fatal en la complicada mitología nahua, para ir al temido reino de Mictlantecutli, espantoso soberano de los infiernos. Plutón autóctono, horrífico y feroz. Para este largo viaje al más allá se prefería siempre a los perros de color leonado, pues eran poseedores de no sé qué extrañas virtudes o cualidades esenciales, para mejor acompañar al muerto. Cuando se les iba a inmolar en las exequias de sus amos, o si el indio no los tenía en propiedad, entonces a los que compraban para el triste acontecimiento a través de las aguas letales del río sagrado, se les ponía en el cuello una simbólica cuerda de algodón que ignoro qué es lo que querían representar con eso.

También estos horribles izcuintipotzotli se comían. Eran un preciado manjar en las abundantes mesas de los grandes señores mexicanos, a quienes se les suspendían los sentidos, arrobados en el deleite de comer esa carne blanda. En los festines de los isleños canarios, antes de la conquista española, estaba en suculenta competencia la carne de perro bien cebado, con la de las cabras que allí había en abundancia. Lo mismo en los comelitones precolombinos el comer un perrillo bien gordo era “el mejor regalo”. A Hernán Cortés en su marcha deslumbrada hacia la gran Tenochtitlan lo regalaban con cachorrillos los indios del tránsito, que según su decir, eran sabrosísimos. Los hispanos gustaron de ellos relamiéndose de gusto. Bien que saborearon su carne jugosa en todo tiempo, no sólo en días de apretada necesidad, en los que no se repara en calidades de comestibles. Se engullen de la clase que sean y a Dios gracias. “Los perrillos volvían –dice Bernal Díaz del Castillo- y allí los apañábamos, que eran harto buen mantenimiento.”

Estos perrillos causaron notable admiración a los españoles por ser mudos como ya se ha dicho y repetido, y tener, además, un aspecto como melancólico. Les decían también tepechichis, “el perro que no gañe”. La palabra techichi viene de tépetl, que significa cerro, esto es, que no tiene voz. Cortés los vio en el mercado del que le hace brillante, colorida descripción al César Carlos V en su segunda y extensa carta de relación. “Venden –le escribe- conejos, liebres, venados, y perros pequeños que crían para comer castrados.”

Refiere el curioso Pedro Mártir de Anglería que al poco tiempo de que los aborígenes tomaron cabal conocimiento de los hábitos, gustos y costumbres de sus férreos conquistadores, entraron en “poquedad” para confesar su afición cinofágica y hasta creían menester disculparla por lo muy apetecible que les era la carne de perro. Hasta algunos castellanos apreciaban con gozo su delicado gusto porque diz que tenía un sabor meramente como de lechón bien gordo. Fray Bernardino de Sahagún, en la extensa enumeración que hace en el tomo tercero de su circunstanciada Historia general de las cosas de la Nueva España de los varios mantenimientos de los indios, no enlista a los perros entre las cosas comestibles que para el paladar de los naturales bien sabemos que eran un delicado y suculento placer. Les atizaban la gula y sentían con esa carne suavidad y gusto especialísimo. Se paladeaban largamente con ella.

El tepeitzcuintli, aunque pequeñuelo como un perro chico, era indómito y bravo como fiera y atacaba con decisión y singular valentía a animales mayores que él, los que en un tris hubieran podido deshacerlo de una sola patada si hubieran querido. Perseguían empeñosamente a los venados y hasta llegaban a matarlos. No sabían como sus congéneres ni ladrar ni morder a los hombres, pero no perdían por esto sus instintos de buenos, de excelentes rastreadores, y no dejaban de hacer de hacer gran daño en la montería y la volatería, “ca encaraman las codornices y otras aves y siguen mucho a los venados”. Los acosaban con infatigable tenacidad hasta no dejarlos rendidos de cansancio; entonces los mataban y solamente les comían las vísceras, que ellas eran su manjar preferido.

Pocos tepeitzcuintli había destinados para la venta en el extenso y bullicioso mercado de Tenochtitlan. Solamente se expendían allí los perrillos de comer para pasarlos con mucha gana en guisos sabrosos dentro de las entrañas. El tianguis para adquirir y vender perros de todas las castas tenía su único asiento en Acolhua, populosa ciudad antigua que ahora, con el nombre de Acolman, es un poblacho triste, terroso y desolado. Sólo en la ancha plaza de esta ciudad magnífica se podían hacer transacciones, ventas y trueques con los mentados perros tepeitzcuintli, pues por leyes expedidas tanto por los emperadores mexicanos como por los soberanos sus feudatarios sumisos, se ordenaba, bajo muy severos castigos, que únicamente se podía comerciar con ciertas cosas en determinados lugares bien delimitados y en días precisos y no en otros. Delinquía gravemente quien contraviniera estos terminantes mandatos reales y, por lo mismo, iba a dar a la rigurosa ejecución de la justicia. El que atropellase leyes y ordenanzas siempre sentía pesada la mano del juez, que jamás abríale la puerta al perdón. El que la hacía la pagaba, y la pagaba con exceso.

Las joyas, las piedras que en aquel entonces se tenían por preciosas, y las plumas lucientes, se vendían únicamente en Cholula, Cholollán en su eufónico nombre primitivo. En Atzcapotzalco y en Izúcar, dicho Itzocan en tiempos antiguos, se traficaba en esclavos; Texcoco, era el único lugar fijado para comerciar con ropa, con jícaras y buena loza; para los perros se tenía señalado Acolhua, ya lo he dicho antes. Todavía en el último tercio del siglo XVI hacíase en esta hermosa población un amplio comercio con los tales canes, ya que tanto tenían que ver en la desdichada vida como en la muerte de los indígenas. Pero vinieron otras costumbres suaves con las puras enseñanzas de los misioneros y también usos distintos que impusieron los señores que dominaban la tierra y se acabó este comercio como también se extinguieron muchas cosas aborígenes, y con él el curioso mercado de los perros que acompañaban a los indios tanto en sus casas y caminos, como en el viaje postrero, el que no tiene regreso.

Fray Diego Durán, que entre los años de 1579 y 1581 escribía su Historia de las Indias de Nueva España y Islas de Tierra Firme, dice en ella al hablar de este mercado en el que sólo se hacían tratos con chuchos: “A la feria de Acolman habían dado que vendiesen allí los perros y todos los que quisiesen vender acudiesen allí a vendellos, como a comprallos y así toda la mercadería que allí acudía eran perros chicos y medianos de toda suerte, donde acudían de toda la comarca a comprar perros y hoy en día acuden porque hasta hoy hay allí el mesmo trato donde fui un día de tianguis por sólo ser testigo de vista y satisfacerme y hallé más de cuatrocientos perros chicos y grandes y liados en cargas de ellos ya comprados y de ellos que todavía andaban en venta, y era tanta la cantidad que había de ellos que me quedé admirado. Viéndome un español baquiano de aquella tierra me dijo que de qué me espantaba que nunca tan pocos perros había visto vender como aquel día y que había habido falta de ellos. Preguntando yo a los que los tenían por allí comprados que para qué los querían, me respondieron que para celebrar sus fiestas, casamientos y bautismos, lo cual me dio notable pena por saber que antiguamente era particular sacrificio de los dioses los perrillos y después de sacrificados se los comían, y más me espanté de ver que había en cada pueblo una carnicería de vaca y carnero y que por un real dan más vaca que puedan tener dos perrillos y que todavía los coman.”

Y añade el cronista dominicano con hondo desconsuelo: “No sé por qué se ha de permitir y no soy de tan torpe juicio que no vea que éstos son ya cristianos y bautizados y que creen la fe católica y un Dios verdadero y en Jesucristo su único hijo y que guardan la ley de Dios por que les hemos de consentir que coman las cosas inmundas que ellos tenían antiguamente por ofrenda de sus dioses y sacrificios lo cual, aunque sea así que ya no comen estas cosas inmundas de perros y zorrillos y topos y comadrejas y ratones por superstición ni idolatría sino por vicio y suciedad, es muy loable el aprender los confesores y predicadores para que acaben ya de vivir en policía humana.”

En el llamado Lienzo de Tlaxcala aparece al lado de Hernán Cortés un airoso perro. Éste no es macho, sino hembra, la lebrela que en el año de 1518 venía con los de la expedición que comandaba Juan de Grijalva.

Se quedó la perra abandonada en tierras mexicanas porque al embarcarse los arriesgados expedicionarios se había internado entre las profundidades del bosque persiguiendo, tal vez, alguna presa, o sólo con deseos de correr libremente después de los largos días de navegación, sin tener más que la reducida estrechez del navío, y cuando quiso juntarse con quienes venía, éstos ya se habían hecho a la mar y estaban lejos, apenas se divisaban las velas blancas, llenas de viento y de sol.

Correría de un lado para otro desesperada, dando aullidos quejumbrosos, mientras que veía con largas miradas de ansiedad el barco distante, pero el bronco latido del mar tapaba la desolación de sus lamentos y no los dejaba que fueran a donde ella quería. Anhelaba llegar con sus plañidos hasta las orejas de los que la abandonaron para moverles el alma a piedad a fin de que volviesen a recogerla y no quedar en aquel temeroso abandono. Pero persuadido el pobre animal de que ya no regresarían más, se echaría lleno de abatimiento, metiendo la cabeza entre las manos alargadas, y sus ojos con lágrimas seguirían tenazmente fijos en la inquieta extensión del mar, en el rumbo por el que se fue el bajel. 

Vivió la lebrela solitaria en aquellos lugares, manteniéndose de los conejos y otros animales que cazaba con singular destreza por todos aquellos contornos. Cuando Cortés venía con su armada para lo de la conquista, envió a un fulano Escobar a reconocer la tierra y al llegar éste a Boca de Términos que así se le había puesto por nombre a ese paraje por la laguna que allí estaba, pues manifestó aquí Antón de Alaminos, el famosísimo piloto, que el Yucatán al que había dado el nombre de Nueva España, partía términos con otras tierras, pues bien, al arribar a ese sitio encontró el mentado Escobar a la lebrela “que estaba gorda y lucia”, dice Bernal Díaz. Y añade el pintoresco soldado cronista que “dijo el dicho Escobar que cuando vio el navío que entraba en el puerto, que estaba halagando con la cola y haciendo otras señas de halagos, y se vino luego a los soldados y se metió con ellos en la nao”. No paraba de hacer fiestas con brincos interminables y con aúllos. Éste fue el primer perro europeo que pisó tierra de México.

Después los bárbaros conquistadores los traían muy fieros, de los irascibles de presa, que lanzaban contra los aborígenes combatientes para que los mataran a puras mordidas. Pronto los hacían pedazos a dentelladas los feroces animales. Donde clavaban los dientes sacaban gran bocado. En las heroicas luchas de la conquista, cuando los indígenas entraban en gran número a defender su suelo y les daban a los castellanos dura guerra con sus hondas cargadas con piedras zumbadoras, con sus certeras flechas, con sus lanzas, con sus macanas pesadísimas, ya solas o guarnecidas con navajones filosos de obsidiana, los hispanos les azuzaban a los terribles perros, utilizándolos como una nueva arma y con ellos les infundían gran espanto y hacínales enorme carnicería. Un español tenía el extremo de una recia cadena que sujetaba al perro bravo que se abalanzaba impetuoso sobre el aborigen desnudo para despedazarlo, o bien ataban al desventurado y dándole un palo para que se defendiera de la rabiosa acometida de la fiera jauría, libre toda ella, ya sin traíllas que la sujetaran; el infeliz repartía, desesperado, algunos garrotazos a diestro y siniestro con los cuales más despertaba la ferocidad de los terribles canes que al fin lo despedazaban. “Así los pintan, dice el padre Andrés Cabo, en los mapas antiguos que hay en la Universidad y he visto.” Así, igualmente, están representados con vivos colores en los códices. También ya en paz, sojuzgados los tristes indios, se los echaban encima para castigarlos sin ninguna misericordia. A esta crueldad enorme, nacida de gente sin corazón, se le llamaba aperrear.

Apenas habían transcurrido unos cuantos años después de consumada la conquista y ya se encontraban en todos los ámbitos de la Nueva España gran número de perros. Se propagaron rápidamente, pues se trajeron bastantes de la Metrópolis, de distintas razas y calidades. Tanto y tanto llegaron a abundar que los había en gran cantidad y en vagabundeo constante por las calles de la ciudad causando daños y mil molestias, por lo cual mandó el Ayuntamiento del año de 1581 que el que tuviese algún perro no lo dejase andar libre por las rúas, sino que siempre debería mantenerlo atado, o al menos, dentro de la casa, pues al que anduviese suelto y sin dueño se le daría muerte inmediatamente sin que hubiese lugar ninguna reclamación por parte del propietario que tendría, además, hasta diez pesos de multa por su descuido.

No solamente en poblaciones causaban daños sino que también muy grandes los cometían en los campos. Fray Antonio de Remezal lo dice en su sabrosa crónica dominica de la gobernación de Chiapa y Guatemala. Refiere el padre que en Almolonga acababan con ganados no solamente los feroces leones que en esa región montuosa abundaban, sino que también los perros bravos que se habían utilizado en la guerra devoraban hatos enteros de ovejas y piaras de cerdos. No se podía librar de su ferocidad toda esa extensa región. El gobierno dispuso bajo penas severísimas que se mantuviesen bien sujetos a tales perros que tamaños estropicios ocasionaban en los ganados. Se atrevían no sólo con el inofensivo lanar sino aun con el mayor. No les valían a las reses ni la ligereza de las piernas, ni la aguda defensa de sus cuernos para que los perros no se hartaran de sus carnes. En ellas hacían comida a toda satisfacción.

Un perro famélico sirvió para una salvadora estratagema que hicieron unos españoles asediados tenazmente por los indios. El padre Fray Alonso Ponce lo cuenta. Sucedió que los naturales batían sin intermisión alguna a los conquistadores que estaban en el pueblo de Tinum, en el Yucatán. Ni de día ni de noche les daban reposo. No les valían a los hispanos los filos y aceros de su valor para alejar a los airados aborígenes, por lo que acordaron unánimemente salir del lugar y así lo hicieron, pero en el badajo de la campana con que hacían sus velas, ataron con una larga cuerda a un perro hambriento, poniéndole la comida a una distancia a la que no podía llegar; para alcanzarla tiraba el animal constantemente de la cuerda con lo cual hacía sonar la campana, y así, con sus tañidos continuos, los indios creyeron que aún los españoles permanecían en el pueblo cuando ya iban bien lejos, pies en polvorosa, y no salieron a perseguirlos, lo que hubiese sido acabarlos a todos.

En el año de 1792 había tal abundancia de perros en todo México y eran tan fastidiosos e intolerables, que daban molestias sin cuento a todos los habitantes de la ciudad y sacábanlos de paciencia con sus alborotadísimas riñas, con sus ruidosos amores, con sus ladridos inacabables y su corretear continuo en manadas alharaquientas y rivales, que por dondequiera pululaban. Revilla Gigedo ordenó que los exterminaran. “Habiendo en esta ciudad –escribe en sus Noticias de México el diarista Francisco Sedano-, grande cantidad de perros en las calles de día y de noche, por orden superior, se mandó a los serenos guardafaroles que los mataran, pagándoles a cuatro pesos el ciento. En abril y mayo de 1792 mataron gran cantidad, hasta casi exterminarlos, y no bastando esta primera providencia, a la presente todavía los matan de noche.”

Cuando venían las inundaciones que anegaban a todo México, convirtiendo sus calles en caudalosos canales y sus plazas en lagunas y, por lo tanto, el tránsito solamente se hacía en canoas, a los perros que sin dueño vagaban por la ciudad lo llevaba su instinto para defenderse de las aguas y no perecer ahogados, a guarecerse en la parte más elevada de la población adonde no llegaba la corriente, lo que ahora es el comienzo de la segunda calle de la Avenida de la República de Guatemala.

Isla de los perros se le dijo a ese sitio que les era seguro refugio y lugar de buen acogimiento. Ahí encontraban guarida, defensa y abrigo. Pero tan luego como descendían las aguas y quedaban las calles y plazas enjutas seguían de nuevo sin rumbo, vagando otra vez alegres por todas partes, ya persiguiendo enamorados a alguna perra coqueta y veleidosa, ya armando grandes riñas por la posesión de un hueso seco y sin tuétano, o bien continuaban trotando por aquí y por allá, se acercaban a olisquear las esquinas para luego alzar la pata y despachar su líquido menester.


(Tomado de: de Valle-Arizpe, Artemio. De perros y colibríes en el México antiguo. Cuadernos Mexicanos, año II, número 86. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)