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viernes, 1 de septiembre de 2023

Los dioses de los mexicas

 


Los dioses de los mexicas


La religión, concebida como conjunto de creencias, no es una mera acumulación de éstas, sino un acervo sistematizado de pensamiento. Para lograr sus propósitos, el hombre desarrolla un sistema simbólico por medio del cual se establece el intercambio social de las ideas y se desarrolla colectivamente el pensamiento. Un componente fundamental de este sistema lo constituye el panteón, en el que confluyen un complejo conjunto de símbolos. Entre éstos se encontraban el maquillaje, las divisas y los atavíos de los dioses. Tales símbolos permitían a los fieles no solo identificar a los dioses, sino entender algunas de sus funciones.

El rico y complejísimo panteón del México central no es una creación súbita o espontánea sino el producto de largo siglos de tradición: gran parte de los dioses, de sus ritos y la mayoría de sus mitos son comunes a toda Mesoamérica y se remontan al período Clásico. Esto es cierto para dioses como Quetzalcóatl, Tláloc, Xipe, los dioses del fuego y de la muerte, y resulta probable para otros muchos.


*COATLICUE. "La de la falda de serpientes". Fue una de las diosas madre en la cosmogonía mexica. Coatlicue, a quien quiso matar su hija Coyolxauhqui, diosa de la Luna, fue madre de Huitzilopochtli, dios principal de los mexicas. Huitzilopochtli mata a Coyolxauhqui y la arroja desde lo alto del Coatépetl.


*HUITZILOPOCHTLI. "Colibrí zurdo o colibrí del sur". Era dios de la guerra y patrono de los mexicas, y se le dedicaban rituales diariamente. En varios mitos aparece como uno de los dioses creadores de los humanos, aunque destaca su papel de guía durante la peregrinación mexica desde Aztlan hasta Tenochtitlan. Se le representaba con un yelmo con forma de colibrí, ave asociada con el Sol.


*TLÁLOC. Dios de la lluvia y patrono de los campesinos. Era uno de los dioses más antiguos e importantes de Mesoamérica; se le representaba con una especie de anteojos formados por dos serpientes entrelazadas, cuyos colmillos se convertían en sus fauces. Su cara estaba pintada de negro y azul y a veces de amarillo, y su ropa estaba manchada de gotas de hule que simbolizaban gotas de lluvia. Se le ofrecían en sacrificio, en el mes de atemoztli, niños, hombres y perros.


*COYOLXAUHQUI. "La del afeite facial de cascabeles". Diosa de la luna. Era hermana mayor de Huitzilopochtli. Coyolxauhqui se enteró del embarazo de su madre, Coatlicue, y por eso trató de matarla ayudada por sus hermanos los cuatrocientos huitznahua. Huitzilopochtli salió del vientre de Coatlicue y, armado con una xiuhcóatl, dio muerte a Coyolxauhqui, desmembrándola.


*TEZCATLIPOCA. "Espejo humeante". Dios que daba y quitaba la riqueza; también era protector de los esclavos. Fue uno de los dioses que gobernaba el destino de los hombres y quien, transfigurado con los atributos de Quetzalcóatl, obligó al Sol a mantener su diario recorrido.


Tomado de: Dossier: La religión mexica. Los mexicas. Arqueología Mexicana, Vol.XVI núm. 91. Editorial Raíces, México, 2008)

lunes, 15 de junio de 2020

Temor a la muerte, angustia de vivir

TEMOR A LA MUERTE. ANGUSTIA DE VIVIR

¿Dónde es, corazón mío, el sitio de mi vida?
¿Dónde es mi verdadera casa?
¿Dó mi mansión precisa está?
¡Yo sufro aquí en la tierra!


Cantares mexicanos
Trad. de Ángel María Garibay K.


LA CALAVERA como motivo plástico, una fantasía popular que desde hace milenios se deleita en la representación de la muerte, como el Renacimiento y el barroco en la de los angelillos y cupidos: esto fue una tremenda sorpresa y casi un trauma para los visitantes de la Exposición del Arte Mexicano en París. Se paraban ante la estatua de Coatlicue, diosa de la tierra y de la vida, que lleva la máscara de la muerte; contemplaban el cráneo de cristal de roca -uno de los minerales más duros-, tallado por un artista azteca, en innumerables horas de trabajo, con un asombroso dominio del oficio; miraban los grabados de los dibujantes populares, Manilla y Posada, que recurrían a esqueletos para comentar los sucesos sociales y políticos de su tiempo. Se enteraban de que en México hay padres que el 2 de noviembre regalan a sus niños calaveras de azúcar y chocolate en las cuales está escrito con letras de azúcar el nombre de la criatura, y que ésta se come encantada el dulce macabro, como si fuera la cosa más natural del mundo. Les fascinaba un arte popular que confeccionaba con materiales muy humildes, con tela, madera, barro y hasta con chicle, unos muñecos en forma de esqueletos, ataviados con abigarradas prendas, juguetes muy comunes y queridos por el pueblo… Paul Rivet, en una crónica sobre la exposición, habla de “motivos inesperados” y pregunta: “¿Qué decir de esos muñecos que representan una pareja de recién casados en traje de boda y son en realidad una pareja de esqueletos?” Pregunta en la que se vislumbra, además de asombro, un dejo de espanto. El europeo, para quien es una pesadilla pensar en la muerte y que no quiere que le recuerden la caducidad de la vida, se ve de pronto frente a un mundo que parece libre de esta angustia, que juega con la muerte y hasta se burla de ella… ¡Extraño mundo, actitud inconcebible!

El México antiguo no conocía el concepto del infierno. Es posible y hasta probable que en el subconsciente del pueblo, sobre todo del pueblo indígena, siga viviendo todavía el oscuro recuerdo de un más allá abierto aun al pecador. El hecho en sí es el mismo en todas partes, pero la concepción de la muerte es otra. La imagen del esqueleto con la guadaña y el reloj de arena, símbolo de lo perecedero, es en México de importación: en los casos en que se la acoge -por ejemplo, en las representaciones de la danza macabra-, se adapta, en seguida, y se aclimata, se mexicaniza, como lo vemos en Manilla y Posada. Xavier Villaurrutia, cuya poesía gira, casi enteramente, en torno a la muerte, escribió alguna vez: “Aquí se tiene una gran facilidad para morir, que es más fuerte en su atracción conforme mayor cantidad de sangre india tenemos en las venas. Mientras más criollo se es, mayor temor tenemos por la muerte, puesto que eso es lo que se nos enseña”. La carga psíquica que da un tinte trágico a la existencia del mexicano, hoy como hace dos y tres mil años, no es el temor a la muerte, sino la angustia ante la vida, la conciencia de estar expuesto, y con insuficientes medios de defensa, a una vida llena de peligros, llena de esencia demoníaca.

La íntima convicción del indio de que la vida es sufrimiento, de que el sumiso y débil es víctima de la brutalidad del fuerte -aquello que Roualt expresó al poner debajo de uno de los grabados de Miserere et Guerre la sentencia de Plauto “El hombre es el lobo del hombre”- hizo que el arte religioso del México colonial adoptara con verdadera pasión y tratara en mil conmovedoras variantes el tema del cristo martirizado, cuyo cuerpo, fustigado por inhumanos verdugos, chorrea sangre de mil pavorosas heridas. Es significativo que estas representaciones abunden en el siglo XVIII, siglo en que el indio y el mestizo, ejecutantes casi siempre anónimos, empiezan a imprimir al arte religioso su carácter y mentalidad. Y el hecho de encontrarse estas esculturas y pinturas sobre todo en las humildes iglesias pueblerinas, en aldeas de población indígena al margen de las influencias de la civilización urbana, admite la conclusión de que el martirio que el hombre inflige al hombre es una experiencia honda y primordialmente arraigada en el mundo sentimental del indio; y que el Cristo torturado es tan particularmente adorable para él porque siente su tortura como algo muy suyo. No cabe duda de que tal “patetismo del dolor material” -permítaseme citar esta frase de Werner Weisbach (El arte del barroco)- procede del realismo, o más bien, del verismo español, que se complace “en recargar la idea de la vida con imágenes de lo sangriento, terrible y espantoso”. Pero tampoco hay duda de que México se apoderó del tema con intenso fervor -comparable al fervor con el que se adueñó del estilo churrigueresco para dotarlo de la pompa y exuberancia que corresponde a su propia idiosincracia- y que el Nazareno colonial no es una simple variante del español, sino creación independiente, obra de una sensibilidad específicamente mexicana. “En los Cristos misérrimos de aullidos, de sudor y de sangre, encontramos, con la puntualidad infalible de lo extraordinario, gran parte de la dramática mitología indígena anidando, con forzado confort, en la exigua y lamentable imagen de la aldea”, dice Cardoza y Aragón, (Pintura mexicana contemporánea).

Angustia de vivir. Recordemos las palabras que el padre nahua decía a su hijita cuando ésta llegaba a la edad de seis o siete años: “...Aquí en la tierra es lugar de mucho llanto, lugar donde… es bien conocida la amargura y el abatimiento. Un viento como de obsidianas sopla y se desliza sobre nosotros… no es lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad” (Códice Florentino, lib. VI, trad. de Miguel León-Portilla).

(Francisco Goitia: Tata Jesucristo)

Y recordemos también la obra maestra de un pintor de nuestros días, Tata Jesucristo de Francisco Goitia, quien, hablando de las dos mujeres representadas en su cuadro, dice: “Están llorando lágrimas de nuestra raza, penas y lágrimas nuestras, diferentes de las de los otros. Toda la congoja de México está en ellas”. Lo que las hace sollozar es la vida, el dolor de la vida, la incertidumbre que es la vida del hombre en la tierra.

El México antiguo no temblaba ante Mictlantecuhtli, el dios de la muerte; temblaba ante esa incertidumbre que es la vida del hombre. La llamaban Tezcatlipoca.

(Tomado de: Westheim, Paul - La Calavera. Traducción de Mariana Frenk. Lecturas Mexicanas #91, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1985)

sábado, 13 de abril de 2019

Tollan

Su nombre sobresale en los escritos del posclásico y de la Colonia, sin embargo, por sus vagos datos de tiempo y espacio, aún no se sabe si esta ciudad es sólo parte de un mito. Cabe señalar que el término de Tollan se aplicaba a cualquier gran ciudad.

Se narra que el rey Quetzalcóatl tenía un templo con muchas escaleras angostas en las que sólo cabía un pie, su estatua estaba cubierta de mantas, la cara era alargada y barbuda. Dicha ciudad estaba compuesta por todas las razas humanas y sólo tenían una lengua. Sus vasallos eran mejor conocidos como chalchihuites, quienes eran expertos en artes mecánicas y diestros para labrar piedras verdes. Se les reconocía como gente mágica.

Los vasallos eran muy rápidos para caminar, por ello se les conocía como los que “corren todo un día”.

Por órdenes de monarca se enviaba a un hombre al Tzatzitépetl (cerro del grito), como hasta hoy se le nombra, quien pregonaba para llamar a los pueblos apartados que estaban a más de 100 leguas para que vinieran a la brevedad a conocer los deseos de Quetzalcóatl.

Tollan era considerado un reino muy rico, poseedor de las tierras más fértiles. Las calabazas eran enormes, las mazorcas de maíz eran tan largas que se llevaban abrazadas; las cañas eran largas y gruesas, de tal forma que se podían escalar como si fueran árboles. Había una extensa variedad de árboles de cacao de diversos colores.

Quetzalcóatl hacía penitencia picando sus piernas, con su sangre manchaba las puntas del maguey, y por la noche se bañaba en una fuente que se llama Xipacaya (lugar donde lavan las turquesas); esta costumbre y orden tomaron los sacerdotes de los ídolos mexicanos.

El templo de Quetzalcóatl tenía cuatro aposentos, uno estaba dirigido hacia el oriente y era de oro, se le conocía como “Casa de oro”, por dentro tenía planchas sutilmente enclavadas; el otro se dirigía hacia el poniente, se le conocía como Aposento de esmeralda y turquesa, por dentro estaba cubierto de éstas; el tercero estaba dirigido hacia el mediodía, era de conchas y plata; el cuarto aposento se dirigía hacia el norte, este era de piedra colorada y jaspes.

Asimismo, existían otros dos, uno hacia el oriente estaba decorado con plumas amarillas y el último estaba dirigido hacia el poniente; por su decoración de plumas azules, se le conocía como Casa de Quetzal.

Los habitantes eran tan hábiles en la astrología su ellos fueron los primeros que tuvieron cuentas de los días que tiene el año, las horas y la diferencia de tiempos; además inventaron el arte de interpretar los sueños, conocían las estrellas, les pusieron nombre y va prendieron los movimientos de los cielos.

Sabían de la existencia de 12 cielos donde en el más alto estaba el gran señor y su mujer a quienes les llamaban dos veces señor y dos veces a la señora para dar a entender que ellos dos dominaban sobre la tierra y cielo. Estos pobladores eran buenos y apegados a la virtud, jamás decían mentiras, adoraban a un solo señor que tenían por dios al cual le llamaban Quetzalcóatl.

Se dice que Tezcatlipoca decidió bajar del cielo, descendiendo por una soga hecha de tela de araña. La intención era acabar con Quetzalcóatl, pues su periodo estaba por terminar.

Después de la llegada de Huitzilopochtli, llegaron Tezcatlipoca, Tlacahuepan, quienes cometieron tales embustes que Quetzalcóatl decidió irse de este lugar. Entre los engaños de los demonios estuvo el hecho de quererlo disuadir para realizar sacrificios humanos, a los cuales siempre se negó.

Un día, ya cansado de recorrer distintas poblaciones, se puso a llorar, se quitó su insignia de plumas, su máscara de piedras verdes, y él mismo se prendió fuego, de sus cenizas aparecieron aves preciosas, al acabarse sus cenizas se vio encumbrarse el corazón de Quetzalcóatl, la leyenda cuenta que tardó ocho días en dejarse ver por medio de la gran estrella de Venus. Tras su muerte Matlaxóchitl le sucedió y reinó en Tollan, le siguió Nauyótzin, Matlacoatzin, Tlicohuatzin, y Huémac.

Durante el período de este último rey, se comenzó a sacrificar niños en honor al dios de la lluvia, fue en este período cuando hubo mucha hambre, los dioses para salvar la situación pidieron el sacrificio de los hijos de Huémac, y de ahí en adelante comenzaron los sacrificios. Aunque no fue lo único que ocurrió, se hizo la guerra y se luchó contra los procedentes de Nextlalpan; después de vivir trágicas circunstancias emigraron hacia numerosos lugares. Algunos se establecieron en Cholula, Tehuacán, Teotitlán, Cazacatlán, Nonoualco, Tamazula, Copilco, Topila, Ayotlán, cubriendo muchas partes de la tierra de Anáhuac.

Huémac se suicidó en la cueva casa de maíz de Chapultepec en el año 7. Otra versión asegura que quienes habitaron aquí fueron los toltecas y que el tipo de vida cambió cuando pecaron, es por ello que tuvieron que abandonar la ciudad antes de la salida del sol, aquel pueblo se disgregó por el mundo formando grupos con distintas lenguas y tipos de vida y llevando como penitencia sufrir pesares antes de encontrar un nuevo asentamiento.

Algunos estudiosos coincidieron que su asentamiento original fue Tula en el estado de Hidalgo, otros aseguran que fue Teotihuacan.

A pesar de su imprecisión geográfica, Tollan no sólo significó majestuosidad, sino que también fungió como el lugar donde la humanidad se disgregó para dar surgimiento a distintos pueblos.


(Tomado de: Toledo Vega, Rafael. Enigmas de México, la otra historia. Grupo Editorial Tomo, S. A. de C. V. México, D. F., 2006)



jueves, 13 de diciembre de 2018

Del mal agüero, estantiguas


 LIBRO QUINTO 

Que trata de los agüeros y pronósticos, que estos naturales tomaban de algunas aves, animales y sabandijas para adivinar las cosas futuras.


[...]

Capítulo XI
Que trata del agüero que tomaban cuando de noche veían estantiguas

Cuando de noche alguno veía alguna Estantigua, con saber que eran ilusiones de Tezcatlipoca, también tomaba mal agüero en pensar que aquello significaba que el que la veía había de ser muerto en la guerra, o cautivo;

-y cuando acontecía que algún soldado valiente y esforzado veía estas visiones, no temía sino asía fuertemente de la estantigua y demandábala que le diese espinas de maguey, que son señas de fortaleza y valentía, y que había de cautivar en la guerra tantos cautivos cuantas espinas le diese; y cuando acontecía que algún hombre simple y de poco saber veía las tales visiones, luego las escupía o apedreaba con alguna suciedad.

A ese tal ningún bien le venía, más antes le venía algún desdichado infortunio; y si algún medroso o pusilánime veía estas estantiguas, luego se cortaba, luego se le quitaban las fuerzas y luego se le secaba la boca, que no podía hablar, y poco a poco se apartaba de la estantigua para esconderse donde no la viese.

Y cuando iba por el camino, pensaba que iba tras él la estantigua, para tomarle, y en llegando a su casa abría de pronto la puerta y entraba de presto, y cerraba la puerta de su casa y pasaba a gatas por encima de los que estaban durmiendo, todo espantado y pavoroso.

(Tomado de: Sahagún, fray Bernardino de - Historia General de cosas de Nueva España. Numeración, anotaciones y apéndices de Ángel María Garibay K. Editorial Porrúa, S. A. Colección “Sepan Cuantos…” #300. México, D.F. 1982)