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lunes, 23 de marzo de 2020

Leyenda de la calle del Tompeate


La calle del Tompeate


[Juan de Dios Peza, 1852-1910]

I

Don Antonio Casa Abad
nació en Castilla la Vieja
en heredad vasta y propia
con grandes trabajos hecha.

Y sabiendo que las Indias
lugar de ganancias era,
se vino a la Nueva España
en pos de ricas empresas.

Muchos a mal le tuvieron
tan aventurada idea,
más él buscó sin temores
otra gente y otra tierra.

Ya en México radicado,
abrió magnífica tienda,
que fue en la calle del Águila
la más grande y la primera.

Buen cristiano don Antonio
y de relevantes prendas,
con caritativa mano
siempre alivió la miseria.

Y era de verse acoplados
los sábados, en sus puertas,
más de cien pobres que siempre
calmaron sus hondas penas.

Amigos del castellano,
dueños de sus confidencias
fueron tres paisanos suyos
cuyos nombres se conservan.

Muñetón era el más joven,
Duñeto el de edad provecta
y López el que cruzaba
muy cerca de los cuarenta.

Costumbre no interrumpida
en ellos, y muy añeja,
era quedar cada noche,
cuando cerraban la tienda,

con el dueño conversando
en derredor de una mesa
y jugando a la malilla
pasarse las horas muertas.

Cada cual manifestaba
sobre distintas materias
su parecer, respetando
las opiniones ajenas;

y así del gobierno hablaban
lo mismo que de la Iglesia,
cortando al Rey y al Obispo
con unas mismas tijeras.

Casa Abad era un buen hombre
y no concibió sospechas
de que sus tres compañeros
eran malos como hienas.

Cada noche al despedirse,
ellos sin grandes reservas
de su dolo y su perfidia
daban con sus frases pruebas.

--Di, Muñetón, ¿si el tesoro
de Casa Abad lo tuvieras?...
--Calla; entonces no estaría
vendiendo sal y pimienta.
-Mucho dinero escondido
ha de tener este hortera.
-Y que no le sirve a nadie
porque es hijo de las hierbas.
-Tendrá en Castilla familia.
--La de las malvas, babieca,
¿no ves que nadie lo busca
ni le escriben una letra?
---Pues si de un instante a otro
don Antonio se muriera...
-Entre curas y alguaciles
se disputarán la herencia.
-No le hace falta a ninguno.
-¡Vamos hombre! ¡ni a las piedras!
-Y no pierde en la malilla
ya lo véis, ni una peseta.
-Ni nos da un trago de vino.
-Ni un bollo.
-Ni una ciruela.
-Es mentecato.
-Y avaro.
-Y usurero...
-Y yo quisiera...
-¿Qué cosa? dilo sin miedo.
-Es grave.
-Mueve la lengua.
-Pero después...
-No vaciles.
-Y si al fin...
-Larga la prenda.
-Pues bien, dijo López, quiero,
si tenéis valor...
-Y a prueba
de golpes muy repetidos.
-Es cosa de gran reserva.
-No sigas con más ambajes.
-Hombre, al decirlo me tiembla
el corazón, ¿seréis mudo?
-De igual modo que las piedras.
--Vamos sin ningún escrúpulo
en alguna noche de éstas,
torciéndole a Antonio el cuello
¡y a ser ricos por su cuenta!
-¡Hombre!
-¿Qué dices?
-Es chanza
y tembláis como unas hembras.
--La cosa no es para menos;
pero en fin, si bien se piensa.
-No le sirve a Dios ni al Diablo.
-Es la verdad.
-No remedia
el hambre de ningún pobre
ni ampara viudas y huérfanas.
-Y el pan que reparte...
-Es duro, 
capaz de romper las muelas.
-¿Y el dinero?
--El que da es falso,
pues de no ser no lo diera.
-Si no hace falta, ni sirve,
ni deudos que sufran deja,
podremos torcerle el cuello.
-Y aún cortarle la cabeza.
-Hay que no dejar que corra
el tiempo; en tales empresas
lo mejor es lo más pronto
y el retardo caro cuesta.
-¿Mañana?
-Si se pudiere...
-Bien, pues guardemos reserva
y a dormir, pronto seremos
dueños de muchas tabletas.
-Discreción.
-No hay que encargarla,
qué en ocasiones como ésta
bien puede decirse, amigos:
¡la vida guarda la lengua!

Y los tres se despidieron
tomando distintas sendas
y pintando en sus semblantes
sus intenciones siniestras.

II

Muchas gentes que acudieron
a la compra en la mañana,
volviéronse sorprendidas
de no hallar lo que buscaban.

Jamás en los muchos años
que acreditaron su fama,
le dio a nadie en tales horas
con las puertas en la cara.

Absortas de la clausura
las gentes se preguntaban:
-"¿Don Antonio estará en quiebra?
¿Estará enfermo? ¿Qué pasa?"

Y no faltaron curiosos
que por inquirir la causa
de tan extraño suceso
de allí no se separaran.

Por fin logró la noticia
llegar a regiones altas
y los guardianes del orden
tomaron en ello cartas.

Para abrir aquellas puertas
les fue preciso forzarlas,
poniendo un dique a la plebe
con buen número de guardias.

Al crujir los duros goznes
que un quejido remedaban
reflejóse en los semblantes
curiosidad, miedo y ansia.

Y en un instante surgieron
con esplendores de llama,
de los espantados ojos
indagadoras miradas.

Alguaciles y corchetes
penetraron en la casa
hallando en el pavimento
un charco de sangre humana.

Escondrijos y rincones
exploraron sin tardanza
hasta quedar cerciorados
de que nadie oculto estaba.

Y después de las pesquisas
en tal caso necesarias
y de mil consultas hechas
con misterio y en voz baja,

del ensangrentado piso
alzaron las toscas tablas
manifestando en sus rostros
la sorpresa más extraña;

como que en el negro fondo
entre el rango y entre el agua,
de un cuerpo humano esparcidos
los yertos miembros estaban.

Tan espantosa noticia
por la ciudad cundió rápida
que para todo lo triste
los heraldos tienen alas.

Del mutilado cadáver
en tan espaciosa estancia,
no sé encontró la cabeza
por más que fue bien buscada.

Y fueron vanos intentos
encontrar cual se anhelaba
a los que el pueblo supuso
autores de tal infamia.

Dice una crónica antigua
que un rapaz una mañana
por las calles de Mesones
vio en la acequia que la traza,

flotar un bulto pendiente
de una cuerda muy delgada,
y que lo sacó, seguro
de que algo bueno encerraba.

Era una cesta flexible
de esas tejidas de palma
cuyo nombre se deriva
de la lengua mexicana.

Cuando la tuvo en las manos
y la desató con ansia
con inexplicable susto
halló una cabeza humana.

Un curioso acudió a verla
y dijo aquestas palabras:
"Esa es la de don Antonio
el de la calle del Águila".

III

Pronto logró la justicia,
que trabajó con gran celo,
aprisionar en sus redes
a los principales reos.

Pronto a la cárcel de corte
Muñetón y López fueron,
librándose por milagro
de la indignación del pueblo.

El otro marchó a esconderse
en el hermoso convento
que fue con los Carmelitas
Oasis en el Desierto.

No faltó quién descubriera
al alcalde este secreto
y a sacarlo de aquel claustro
marcharon con grande empeño.

Y cuentan las tradiciones
que cuando entraron a verlo
y supo que lo buscaban
para conducirlo a México,

se abrazó de una columna
con tanta fuerza y denuedo
que apartarlo de aquel sitio
ni entre muchos consiguieron.

Entonces los religiosos 
con lágrimas y con ruegos
y considerando el caso
como un extraño portento,

negáronse a que saliera
de aquél recinto, diciendo
que estaba en lugar sagrado
donde lo amparaba el cielo.

Atendiendo a estas razones
logró salvarse Duñeto
sentenciándolo a que nunca
dejara el claustro ni el templo.

Para Muñetón y López 
de salvación no hubo medio
y ahorcáronlos en la plaza
con satisfacción del pueblo.

Con hopa y capuchas negras
al patíbulo subieron,
quedando a vista de todos
hasta que el sol se hubo puesto.

Y agregan los narradores
de tan horribles sucesos
que nunca la rica tienda
se volvió a abrir al comercio.

Y que entre muchas consejas
hubo en tan remotos tiempos
la de que ambos asesinos
de la noche en el silencio

rondaban, andando en pena,
el lugar triste y siniestro
donde por artes del diablo
un gran crimen cometieron.

Y que rumbo a Cuajimalpa
iban en pos del convento,
para presentarse juntos
a su antiguo compañero.

Y así lo dice la fama
y así al lector se lo cuento,
diciéndole como siempre:
"Ni lo afirmo, ni lo niego".

(Tomado de: Peza, Juan de Dios – Leyendas históricas, tradicionales y fantásticas de las calles de la Ciudad de México. Prólogo de Isabel Quiñonez. Editorial Porrúa, S.A. Colección “Sepan cuantos…”, #557, México, D.F., 2006)

viernes, 16 de marzo de 2018

Fray Antonio Alcalde



Fray Antonio Alcalde



Nació en la Villa de Cigales, provincia de Castilla la Vieja, España, en 1701; murió en Guadalajara, Jalisco, en 1792. A los 17 años de edad tomó el hábito dominicano en el convento de San Pablo. Después de profesar, fue preceptor de estudiantes y lector de artes y de teología en varios conventos durante 26 años ininterrumpidos. En 1751 se graduó de maestro en filosofía y ocupó sucesivamente los prioratos de los monasterios de Zamora y de Jesús María de Valverde. Llevaba en éste 9 años cuando en 1760, andando de cacería, entró ocasionalmente a descansar al convento Carlos III, quien se sorprendió gratamente al ver que en la celda de Alcalde había tan sólo una tarima, un cilicio, una mesa, unos libros, una silla, un crucifijo y una calavera. Al siguiente año, cuando el monarca tuvo que proponer sucesor para el segundo obispo de Yucatán, fray Ignacio Padilla y Estrada, muerto el 20 de julio de 1760, exclamó: “Nómbrese al fraile de la calavera”. Alcalde, que había rehusado varias mitras, aceptó ésta. Las bulas se expidieron el 29 de enero de 1792 y en virtud de ellas fue consagrado en Cartagena el 8 de mayo de 1763, partiendo luego hacia América para tomar posesión de la diócesis el 1° de agosto.

A pesar de su edad -62 años- aprendió el maya para comunicarse mejor con los indios, amplió el Hospital de San Juan de Dios en Mérida, reformó los estatutos del seminario, mejoró varias iglesias y en 1769-1770, con motivo del hambre que provocaron las plagas de langosta, que destruyeron por completo la mies, mandó abrir los graneros y socorrió cuanto pudo a los pobres. el 20 de mayo de 1771 dispuso el Rey que fray Antonio pasara a ocupar la silla episcopal de Nueva Galicia. Esta diócesis comprendía los actuales estados de Jalisco, Colima, Zacatecas, Aguascalientes, San Luis Potosí, Nuevo León, Coahuila y Nayarit y los territorios de Texas y parte de Luisiana; tenía 210 curatos y 27 canonjías. El 17 de agosto tomó posesión de ella en la ciudad de México, donde había asistido al Cuarto Concilio Mexicano, y en agosto tomó posesión de ella en la Ciudad de México, donde había asistido al Cuarto Concilio Mexicano, y el 12 de diciembre llegó a Guadalajara. Una de sus primeras acciones consistió en practicar una larga y fatigosa visita pastoral, a cuyo término solicitó al rey (15 de diciembre de 1773) la creación de un nuevo obispado, que éste erigió, con el nombre de Nuevo Santander (Nuevo León, Coahuila, Texas y el Seno Mexicano), para atender aquellas dilatadas provincias y procurar la conversión de los indios gentiles.

Alcalde, que seguía viviendo con la misma humildad que en Valverde, sin abandonar el hábito, destinó cuantiosas sumas para la construcción del Sagrario Metropolitano y del Santuario de Guadalupe, y para la ampliación o reparación de Capuchinas, Jesús María, Santa Teresa, Santa Mónica y Santa María de Gracia, en Guadalajara; para las parroquias de Lagos, Zapotlán, Chapala y muchas otras, y para el colegio de Propaganda Fide de Guadalupe, en Zacatecas. En el orden civil –acto que lo consagra como precursor de los programas de vivienda popular- mandó construir al norte de la ciudad 158 casas, agrupadas en 16 manzanas, para satisfacer la demanda de habitación de la gente pobre y extender la población por ese rumbo.

En materia de enseñanza, dotó al seminario y al colegio de San Juan para que aumentasen sus clases, creó becas para niñas desvalidas en el de San Diego, fundó escuelas primarias para varones en el Santuario y en los barrios del Beaterio y del Colegio de San Juan, en una época en que sólo había un plantel de esta índole, sostenido por el Consulado; y levantó un cómodo y espacioso edificio para el Colegio de Santa Clara (Beaterio), dedicado a las niñas sin recursos. Y, finalmente, promovió la expedición de la real cédula del 18 de noviembre de 1791 por la cual se autorizó la fundación de la Universidad de Guadalajara, la segunda en Nueva España, en la cual se habrían de establecer, a partir del 3 de noviembre de 1792, las cátedras de cánones, leyes, medicina, y cirugía, trasladándose a ella, del Seminario, las de teología y sagradas escrituras. Alcalde propuso destinar a la nueva institución el antiguo edificio del Colegio de Santo Tomás, que fue de los jesuitas, y destinó sesenta mil pesos para su reacondicionamiento. Murió, sin embargo, el 7 de agosto de 1972, casi tres meses antes de su inauguración.

En ocasión del hambre de 1786, ocasionada por las abundantísimas lluvias del año anterior que acabaron con las siembras, el obispo Alcalde compró y distribuyó el maíz que pudo encontrar, refaccionó las siembras del siguiente ciclo, estableció cocinas gratuitas en los barrios de Guadalajara e hizo cuantiosos donativos a los curatos, en especial a los de Sayula, Tepatitlán, Asientos y Fresnillo. Al hambre siguió la peste, estimulada por la desnutrición. En el segundo semestre de aquel año murieron 50 mil personas en la Nueva Galicia. El Hospital de Belén, que se hallaba en la parte más céntrica de Guadalajara –donde hoy está el Mercado Corona- no sólo resultó insuficiente, sino que se convirtió en un gravísimo foco de infección, por la acumulación inusitada de enfermos. Alcalde quiso prevenir futuros desastres y, previa la autorización real, mandó construir a sus expensas un nuevo establecimiento, en las orillas de la ciudad, útil para contener con holgura mil pacientes, aparte los servicios, un departamento para internos –entonces los religiosos betlemitas-, el templo y el camposanto. La obra se inició el 27 de febrero de 1787 y se terminó el 3 de mayo de 1794. El edificio principal tiene 6 grandes salas, de 80 metros de longitud, que parten radialmente de un solo núcleo. Ciento setenta y ocho años después, convertido en Hospital Civil, este nosocomio sigue siendo el mayor en su género en el occidente de la república (datos de 1976).

El señor Alcalde invirtió también el dinero de su diócesis en la compostura de calles y caminos, y en ocasión de la epidemia de viruela de 1803, destinó salas especiales para la aplicación de la vacuna –recién descubierta- en el Hospital de San Juan de Dios. Finalmente, promovió el juicio de canonización de fray Antonio Margil de Jesús mediante su Epístola supplex ad S.S. Dom. Pium VI Pontif. Max. pro Causa Beatificationis ven. servi Dei Antonii Margil, missionari apostolici Ordinis Minorum in America Septentrionali, dat. postridi Non. Januar 1790.

Fue sepultado en el santuario de Guadalupe, en la pared del presbiterio, del lado del Evangelio. Ahí se puso su estatua, arrodillado.

(Tomado de: Enciclopedia de México)