Mostrando las entradas con la etiqueta fondo de cultura economica. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta fondo de cultura economica. Mostrar todas las entradas

martes, 6 de octubre de 2020

José Vasconcelos y Piedras Negras, Coahuila, 1892


EN LA ESCUELA

En Piedras Negras prosperaban los negocios. Se construían edificios públicos, se desarrollaba la mecánica en los talleres extranjeros de reparación de locomotoras; abundaban los comercios de lujo, almacenes y joyerías; pero no había una escuela aceptable. Del otro lado, los yanquis no tenían un caudillo napoleónico ni Leyes de Reforma a lo Juárez; sin embargo, acompañaban su progreso material acelerado, de una esmerada atención a la escuela. Libres de la amenaza del militar, los vecinos de Eagle Pass construían casas modernas y cómodas, mientras nosotros, en Piedras Negras, seguíamos viviendo a lo bárbaro. Los mismos mexicanos que lograban reunir algún capital preferían invertirlo del lado norteamericano para ponerlo a salvo de gobiernistas del momento y revolucionarios del futuro. También los temperamentos rebeldes --La levadura mejor del progreso- escapaban cuando podían al lado yanqui, bendito de paz alimentada en libertades públicas.
Nosotros, en busca de escuela, nos trasladamos una temporada a la vecina Eagle Pass o, como decían en casa, con total ignorancia y desdén del idioma extranjero, "El Paso del Águila".
El río [Bravo] se cruzaba en balsas. Avanzaban éstas por medio de poleas deslizadas sobre un cable tendido de una a otra ribera. A la chalana se entraba con todo y el coche de caballos. Para el tráfico ligero había esquifes de remo. Estando nosotros en Eagle Pass presenciamos la inauguración del puente internacional para peatones y carruajes. Larga estructura metálica de seis o más armaduras, apoyadas en dobles pilastras de hormigón armado. Al centro pasan los carruajes, y por ambos lados andadores de entarimados y barandal de hierro. Los habitantes de las dos ciudades se congregaron casa cual en su propio extremo del viaducto. Las comitivas oficiales partieron de su territorio para encontrarse a medio río, estrecharse las manos y cortar las cintas simbólicas que rompían barreras y dejaban libre el paso entre las dos naciones. No eran tiempos de espionaje oficial y pasaportes. El tránsito costaba una moneda para la empresa del puente, y los guardas de ambas aduanas se limitaban a revisar los bultos sin inquirir la identidad de los transeúntes. Un sinnúmero de carruajes, algunos enflorados, cruzó en irrupción de visitas recíprocas. El pueblo se mantuvo reservado. Ni los de Piedras Negras pasaron en grupos al "Paso del Águila" ni los de Eagle Pass se aventuraron a cruzar hacia la tierra de los greasers. En aquélla época, cuando bajaba el agua del río, en ocasión de las sequías, que estrechaban el cauce, librábanse verdaderos combates a honda entre el populacho de las villas ribereñas. El odio de raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el rencor. Sin motivo y sólo por el grito de greasers o de gringo, solían producirse choques sangrientos.
Mi primera experiencia en la escuela de Eagle Pass fue amarga. Vi niños norteamericanos y mexicanos sentados frente a una maestra cuyo idioma no comprendía. Súbitamente mi vecino más próximo, tejanito bilingüe, dándome un codazo interpela:
-Oye ¿y tú a cuántos de éstos les pegas?-. Me quedé sin comprender, pero el otro insiste: -¿Le puedes a Jack? -Y señala a un muchacho rubicundo.
Después de examinarlo, respondí modestamente que no.
-¿Y a Johnny, y a Bill?
Por fin, irritado de tanta insistencia, contesté al azar que sí. El señalado era un chico pecoso más o menos de mi estatura. Imaginé que ya no había más que hacer.
Pero luego que salimos al recreo, se formó el ruedo. Se acercaron unos a verme de cerca; otros requirieron mis libros; alguno me dio la mano y varios me empujaron. Entonces mi vecino de banco gritó:
-Éste dice que le pega a Tom...
En seguida nos enfrentaron: marcaron en el suelo una raya entre los dos; el primero que la pisara era el más hombre. Nos lanzamos, no ya a la raya, sino uno sobre el otro, y nos pegamos; volvimos a contemplarnos y otra vez a reñir; por fin nos apartaron.
-Bueno -exclamó mi vecino-, puedes quedar, en seguida de éste... -Luego, volviéndose a mí: -A éste le toca el número siete.
Muy extrañado y ofendido, no tuve, sin embargo, más remedio que someterme. Pocas semanas después otro nuevo, un pequeño barrigoncito, que no quiso reñir, fue entre todos zarandeado y cacheteado hasta que lo hicieron llorar. Me indignó el episodio y acentué mi retraimiento. Era yo tímido y triste, pero sujeto a accesos de cólera, que, por lo menos, me salvaban de transigir con lo que ya me parecía como una ignominia ambiente.
Por lo demás, me sentía la conciencia entre sombras: me asaltaban miedos angustiosos; me quedaba solo, largas horas, hurgando en el interior de mi propia tiniebla. Me sobrecogían temores casi paralizantes, y de pronto se me soltaban impulsos arrojados, frenéticos. Padecía la esclavitud de mis propias decisiones triviales. Cierta vez que mis padres proyectaron un paseo dominical y a última hora lo suspendieron, hice un disgusto casi lúgubre. No acepté ninguna distracción en remplazo, y me estuve todo el día repitiendo:
-Mamá, dijiste que íbamos... Papá, dijiste que íbamos...
Mi madre, aburrida, dijo por fin:
-Te voy a poner a ti, "dijiste", "dijiste"; no seas testarudo, vete a jugar.

Y no es que me importara tanto el paseo; me dolía y me desconcertaba el cambio de plan ya convenido. De mi madre heredaba la resistencia a contrariar una resolución ya concertada. Era ella capaz de los mayores sacrificios por llevar adelante cualquier convenio, no tanto por el honor de la palabra empeñada, sino porque la voluntad es temple que se quebranta si no le respetamos sus decisiones. Falta de flexibilidad, comentará alguien; y en efecto, la vida nos obliga a los cambios; por eso mismo hay que ser muy respetuoso de las resoluciones que libremente adoptamos.
"Cuídate de tomar una decisión, porque en seguida serás su esclavo." Si alguien me hubiera susurrado al oído este consejo, en mucho se habría aligerado mi carga. Oscuridad, desamparo, terrible pavor y comprensión vanidosa, tal es el resumen emocional de mi infancia.


FRENTE A LA PLAZA

Tan pronto como encontramos habitación aceptable, regresamos a Piedras Negras. Para entonces, la familia se había enriquecido con Carlos, Samuel y Chole. Ocupamos unos bajos, esquina de la plaza, sobre la calle donde comienza el puente. Para llegar a mi escuela bastaba atravesar éste y caminar después dos o tres cuadras en los suburbios de Eagle Pass. En esta casa se inicia mi vida consciente. Tendría diez años de edad. Me veo comiendo higos negros, pasados, especialidad de la frontera; los pies recogidos sobre el asiento a causa de los pisos recién lavados. Mi madre, de pañuelo blanco en la cabeza, contempla satisfecha sus nuevas habitaciones, flamantes de limpias. Desde nuestra pequeña sala veíamos las bancas, los arbolillos del jardín público. En el lado opuesto quedaba la iglesia, y por la derecha mirábamos el cuartel y la casa municipal: doble construcción larga de un solo piso blanqueado y techado con tejas. A la vuelta, a media cuadra, teníamos la entrada del puente sobre el barranco y el río.
Nos alegraba dar por terminada la permanencia en Eagle Pass. Mi madre había estado allí muy enferma de unas neuralgias. Atormentada, además, por una de esas preocupaciones que degeneraron en celos y recriminaciones.
Mi padre no faltaba nunca a dormir, pero empezó a llegar tarde en las noches. Se hallaba de visita con nosotros un tío Esteban, el hermano mayor de mi madre, que conseguía calmarla. Acababa de recibirse de ingeniero y manejaba muchos libros. Mirando su frente leída, creía yo descubrir la ilimitada sabiduría. Con mi madre discutía de religión, y ambos se apasionaban. Otra vez lo oí desde una habitación contigua referirse a mí...
-Pobrecito, no sabe lo que le espera.
Hablaba en general de la vida y sus problemas; pero el "pobrecito" me molestó. Del porvenir yo podría ya algunas certidumbres... La vida mía no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativas magníficas se agitaban en mis presentimientos, en nada acreedoras de aquel "pobrecito". Con todo, en aquella época me iba por algún rincón del traspatio a llorar de angustia sin causa y cavilaba, pensaba hasta sentir fuego en las sienes.
El tío volvió pronto a la capital. Llevaba planes lisonjeros y acabó metiéndose en Aduanas, con puestos de categoría; pero, al fin y al cabo, impropios de un profesionista. A los pocos días de su partida, mi madre me mandó hacer una fogata en el corral. Junté la leña, prendí un gran fuego y luego ayudé a echar sobre él un gran número de libros empastados y sin cubierta. Toda una pira de letra impresa se consumió entre las llamas...
-Son libros -explicó mi madre-; libros herejes...



(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)

lunes, 31 de agosto de 2020

José Vasconcelos y Sásabe, Sonora, 1885


EL COMIENZO

Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentía me prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.
En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. Visión de llanuras elementales, casas blancas, humildes; las estampas de un libro; así se van integrando las piezas de la estructura en qué lentamente plasmamos. Brota el relato de los labios maternos, y apenas nos interesa y más bien nos atemoriza descubrir algo más que la dichosa convivencia hogareña. Por circunstancias especiales, el relato solía tomar aspectos temerosos. La vida no era estar tranquilos al lado de la madre benéfica. Podía ocurrir que los niños se perdiesen pasando a manos de gentes crueles. Una de las estampas de la Historia Sagrada representaba al pequeño Moisés abandonado en su cesta de mimbre entre las cañas de la vega del Nilo. Asomaba una esclava atraída por el lloro para entregarlo a la hija del Faraón. Insistía mi madre en la aventura del niño extraviado, porque vivíamos en el Sásabe, menos que una aldea, un puerto en el desierto de Sonora, en los límites con Arizona. Estábamos en el año 85, quizás 86, del pasado siglo [XIX]. El gobierno mexicano mandaba sus empleados, sus agencias, al encuentro de las avanzadas, los outposts del yanqui. Pero, en torno, la región vastísima de arenas y serranías seguía dominada por los apaches, enemigo común de las dos castas blancas dominadoras: la hispánica y la anglosajona. Al consumar sus asaltos, los salvajes mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes. "Si llegan a venir -aleccionaba mi madre-, no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte."
En vano trato de representarme cómo era el pueblo del Sásabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio, la memoria emocional me revive fácilmente. La emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. Mirándola en perspectiva, se combaba casi como rival del cielo. Anegados de inmensidad nos acogíamos al punto firme de unas cuantas casas blanqueadas. En los interiores desmantelados habitaban familias de pequeños funcionarios. La Aduana, más grande que las otras casas, tenía un torreón. Una senda sobre el arenal hacía las veces de calle y de camino. Algunos mesquites indicaban el rumbo de la única noria de la comarca. Perdido todo, inmergido en la luz de los días y en la sombra rutilante de los cielos nocturnos. De noche, de día, el silencio y la Soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso.
Una noche se me quedó grabada para siempre. En torno al umbral de la puerta familiar disfrutábamos la dulce compañía de los que se aman. Discurría la luna en un cielo tranquilo; se apagaban en el vasto silencio las voces. A poca distancia, los vecinos, sentados también frente a sus puertas, conversaban, callaban. Por el extremo de la derecha los mezquites se confundían con sus sombras. Acariciada por la luz, se plateaba la lejanía, y de pronto clamó una voz: "Vi la lumbre de un cigarro y unas sombras por la noria..." Se alzaron todos de sus asientos, cundió la alarma y de boca en boca el grito aterido: "Los indios... allí vienen los indios..."
Rápidamente nos encerramos dentro de la casa. Unos "celadores", después de ayudar al refuerzo de la puerta con trancas, subieron con mi padre a la azotea, llevando cada uno rifle y canana. Cundió el estrépito de otras puertas que se cerraban en el villorrio entero y empezaron a tronar los disparos; primero, intermitentes; después enconados, como de quién ha hallado el blanco. Mientras arriba silbaban las balas, en nuestra alcoba se encendieron velas frente a una imagen de la Virgen. Aparte ardía un cirio de la "Perpetua", reliquia de mi abuela. De hinojos, niños y mujeres rezábamos. Después del padrenuestro, las avemarías. En seguida, y dada la gravedad del instante, la plegaria del peligro: "La Magnífica", como decían en casa. El Magnificat latino que, castellanizado, clamaba: "Glorifica mi alma al Señor, y se regocija mi espíritu en Dios mi Salvador..." "Cuyo nombre es Santo... y su misericordia, por los siglos de los siglos, protege a quien lo teme..."
No fue largo el tiroteo; pronto bajó mi padre con sus hombres. "Son contrabandistas -afirmaron-, y van ya de huida; ensillaremos para ir a perseguirlos." Se dirigieron a la Aduana para pertrecharse, y a poco pasó frente a la casa el tropel, a la cabeza mi padre en su oficio de Comandante del Resguardo. Regresó de madrugada, triunfante. En su fuga, los contrabandistas habían soltado varios bultos de mercancías.
Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos techos, mi panorama del Sásabe se corta a menudo; bórranse días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Sobre el suelo reseco, papeles arrugados, latas vacías, botellas, restos de comida. Los comensales, dispersos o en grupos, contemplan el tiro al blanco. Mi padre alza la barba negra, robusta; lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas.
Gira el rollo deteriorado de las células de mi memoria; pasan zonas ya invisibles y, de pronto, una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomó de Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión.
-Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios Todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allí por tu abuelo, se llama Esteban... Sí, Esteban Calderón, de Oaxaca; en México le conocen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos mataron a nosotros... Ahora bien: si no puedes escapar o pasan los años y prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no olvides que hay un solo Dios Padre y Jesucristo, su único hijo; eso mismo dirás entre los indios... -Las lágrimas cortaron el discurso y afirmó-: Con el favor de Dios, nada de eso ha de ocurrir...; ya van siendo pocos los insumisos... Me llevan estos recuerdos al de una misa al aire libre, en altar improvisado, entre los mezquites, el día que pasó por allí un cura consumando bautizos.
No sé cuánto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí.
Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caían bajo la jurisdicción yanqui, y nos echaban: "Tenemos que irnos -exclamaban los nuestros-. Y lo peor -añadían- es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua."
Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo...
Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conveniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.

(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1983)

miércoles, 6 de noviembre de 2019

Malinali

(El sueño de la Malinche, por Antonio Ruiz, el Corcito)

[...] Como después de la batalla los caciques continúan invisibles, Cortés con cinco prisioneros provistos del acostumbrado puñado de cuentas verdes y diamantes azules, les envía una nueva embajada de paz. Poco después se presentan quince indios esclavos, vestidos de pobres ropas y los rostros “entiznados” llevando pescado asado, gallinas y pan de maíz. [Jerónimo de] Aguilar, que conoce las costumbres de los mayas, comunica a Cortés la burla, pero el capitán ordena que sean bien tratados, y con un mensaje de paz y regalos, los devuelve a los caciques.
Al fin esta paciente política da sus resultados. Al día siguiente llegan al campamento treinta indios principales lujosamente ataviados, trayendo mantas y comidas. No eran los caciques, sino sus representantes, encargados de solicitar autorización para quemar y sepultar a los muertos que se pudrían a centenares en el campo de batalla. Los señores vendrían a la otra mañana a concertar las paces con los blancos.
En la imaginación de Cortés se perfila una estratagema para terminar de vencer la rebeldía de los tabasqueños. “Sabéis, señores -dijo riendo a los soldados que lo acompañaban-, que me parece que estos indios temerán mucho a los caballos y deben pensar que ellos solos hacen la guerra y asimismo las lombardas. He pensado una cosa para que mejor lo crean: que traigan la yegua de Juan Sedeño que parió el otro día en el navío y atarla han aquí, donde yo estoy; y traigan el caballo de Ortiz el Músico que es muy rijoso y tomará el olor de la yegua y desde que haya tomado el olor de ella, llevarán la yegua y el caballo cada uno por sí en parte donde desde que vengan los caciques que han de venir, no los oigan relinchar ni los vean hasta que vengan delante de mí y estemos hablando.”
Al mediodía, según lo prometido, cuarenta caciques invaden el improvisado aposento de Cortés, que los espera sentado en una silla de tijera, teniendo a su lado a Jerónimo de Aguilar. Entre profundas reverencias y nubes de incienso, los señores expresan en una larga plática su arrepentimiento por lo pasado y su decisión de mantenerse amigos en lo futuro.
Cortés les habla fingiendo enojo. Todas las veces que los había requerido con la paz, ellos se empeñaron en darles guerra. Por ser los culpables de lo ocurrido merecían la muerte, ellos y los habitantes de los pueblos, pero los españoles son vasallos de un gran rey que los envió a sus tierras para ayudar y favorecer a los que estuvieran en su real servicio, y si ellos prometían ser buenos, los ayudarían en todo. De no ser así, soltaría algunos tepuzques -al hierro llamaba tepuzque, aclara Bernal- que todavía estaban enojados por las pasadas guerras. Entonces hizo una seña a los artilleros que esperaban la orden de poner fuego en la lombarda, y la pelota, en la calma del mediodía, salió zumbando con gran estruendo por los bosques. Como si no bastara esta manifestación del enojo de los cañones para terminar de aterrar a los caciques, traen además el caballo, y el animal, al percibir el olor que la yegua había dejado en la habitación de Cortés relincha, se para de manos y mira con sangrientos ojos a los sorprendidos caciques. Cortés, una vez obtenido el efecto que deseaba, se levanta de su silla, ordena a los mozos de espuela que se lleven lejos al cuadrúpedo y vuelve donde están los señores mayas, a los cuales asegura haberle dicho ya al caballo que no mostrara más enojo.
Cinco días permanecen los españoles en Tabasco, al que bautizan como Santa María de la Victoria, entregados a pláticas con los caciques, con el fin de ganar sus almas para el cielo, y sus cuerpos pecadores para la mayor gloria del Emperador Carlos V.
Ni una sola referencia sobre las nuevas tierras se encuentra en las crónicas y relaciones de esos días. Por mucho tiempo se experimenta un verdadero terror hacia aquella tierra, donde el agua establece un imperio tiránico y donde el paisaje de anchos ríos, esteros y lagunas, húmedos terrones y vegetación antropofágica, sugiere con fuerza la imagen hostil de un mundo abatido por el diluvio.
El 15 de marzo, un numeroso grupo de caciques y señores cruza los bosques mojados para rendir vasallaje a los blancos, a los cuales llevan un presente de oro, toscas mantas labradas y veinte esclavas jóvenes, pues son más ricos en hombres que en metales y piedras preciosas. Al preguntarles Cortés de dónde procede el oro, los caciques, señalando el poniente, responden que de un país llamado Culúa o México, “pero no sabíamos -dice Bernal- qué cosa era México ni Culúa dejábamoslo pasar por alto”.
La pasada resistencia de los indios de ha transformado en un vasallaje completo. La autoridad civil y religiosa, base de su existencia, son minadas hábilmente por Cortés empeñado en sustituirlas, a la mayor celeridad posible, con las españolas. En el breve tiempo de su estancia en Tabasco, logra que todos los caciques presten obediencia a la monarquía, y así resultan los tabasqueños “los primeros vasallos que en la Nueva España dieron obediencia a su majestad”.
[...]


Historia de una esclava que quería dejar de serlo


Las veinte mujeres indias -el primer regalo de esta naturaleza que se hace a los españoles en México- permanecen hacinadas sobre un rincón de la cubierta. Han sido arrancadas a su mundo primitivo al bosque y a las cabañas familiares, para ser embarcadas, sin que nadie se molestara en pedirles su consentimiento, en aquella extraña casa flotante. Palabras desconocidas suenan en sus oídos, y los fuertes, desconocidos olores que la nave despide aumentan su confusión. Hay sin duda mucho de magia en las velas que se hinchan y crujen llenas de aire; en los relinchos de los caballos y en el continuo movimiento casi inexplicable de los hombres blancos que se encaraman como monos a las cuerdas y gritan alocadamente, mientras la tierra firme va quedándose atrás con sus árboles, sus casas, sus parientes y sus amigos.
Acostumbradas a pasar de mano en mano y a no ser otra cosa que una mercancía, toman el nuevo cambio con su fatalismo habitual. ¿Protestas? ¿Para qué? ¿Con qué objeto? Sin embargo, esta vez no se las entrega a unos señores indígenas en cuyo caso ellas sabrían con exactitud cuál era su deber y cómo debían cumplirlo. Lo terrible de su situación consiste en que todas las reglas de su vida anterior, sus ideas, sus sentimientos, no les sirven ahora para nada. Cada una de ellas pertenece a un dios blanco, al que han de servir en lo que mande; pero, ¿cómo se sirve a un dios desconocido, en una casa rarísima que anda sobre el mar sin que los remos la impulsen? Pediría comida. ¿Y cómo dársela? Pedirá quizá que se acueste con él. ¿Y cómo podrá ser aquello? ¿A dónde les llevan? ¿Cuál sería su destino? Las preguntas quedan sin respuesta. Un cúmulo de hechos misteriosos, de situaciones inconcebibles las arrolla, aturdiéndolas en lo íntimo, aunque en el exterior aparezcan silenciosas y resignadas y se defiendan con su fatalismo de los peligros que las amenazan, como una tortuga sorprendida en la playa esconde la cabeza bajo el caparacho de su escudo.
De las veinte mujeres regaladas en Tabasco, una de ellas no sólo destacó entre la muchedumbre de los cautivos americanos, sino que incluso llegó a sobrepasar la fama de numerosos soldados españoles. Se llamaba en lengua india Malinali, que quiere decir “torcer sobre el muslo” y al ser bautizada, su nombre cambió por el de Marina.
Malinali, en tanto que sus compañeras permanecen atontadas en la cubierta, sigue con sus negros ojos las acrobacias de los marineros, anda por el barco examinándolo todo, y se pasa el día preguntando cosas en su lengua de pájaro. Bernal la recuerda a bordo, diciendo que era “de buen parecer, entremetida y desenvuelta”.
En Veracruz, los españoles afrontan un complicado problema lingüístico. Los embajadores de Moctezuma hablan náhuatl, el idioma  que en el inmenso territorio dominado por los mexicanos juega un papel semejante al que desempeñó el latín en el imperio romano. El maya de Aguilar ha sido útil en Yucatán, en Campeche y en parte de Tabasco, pero en Veracruz se inicia una vasta área idiomática, en la que no es posible avanzar con éxito sin el conocimiento de la lengua. El obstáculo, al parecer insalvable, lo resuelve la india entrometida que había sido regalada al noble Puertocarrero. Marina, en efecto, habla el náhuatl, por ser su lengua natal, y el maya, por haberlo aprendido en Tabasco. De esa manera se organiza un sistema de traducciones que habría de funcionar con éxito a lo largo de la Conquista. A partir de Veracruz, Marina del mexicano hará la versión en maya para Aguilar, y éste, a su vez, la traducirá del maya al castellano para Cortés.
Revela además Marina una discreta inteligencia, insospechada en una mujer indígena que puede regalarse como una mercancía de poco precio. En las primeras pláticas sostenidas con los embajadores de Moctezuma, sabe emplear el argumento decisivo, la palabra convincente donde antes fallaron los españoles ignorantes de los sutiles mecanismos del alma indígena. El talento diplomático de Cortés -sus mejores victorias fueron siempre diplomáticas- encuentra un valioso auxiliar en Marina, al grado de que se los ve identificados formando una sola persona, en la que Cortés fuera el pensamiento y Marina la palabra que le da forma.
No carece de persuasión la fresca belleza juvenil de la india. Cortés, al principio, entregado en cuerpo y alma a su empresa, utiliza a la esclava de Puertocarrero exclusivamente como una traductora; pero, a medida que transcurre el tiempo, el continuo trato, su afición a las mujeres en él tan poderosa, la diaria revelación de inesperadas cualidades, lo empujan insensiblemente a Marina. No se sabe si sus relaciones íntimas se iniciaron antes de la partida de Puertocarrero, pero no es difícil inferir que la decisión de enviar al pariente del conde de Medellín como su embajador ante Carlos V haya sido inspirada en el deseo de disfrutar, sin sombra de rivalidad, la posesión de Malinali. Haya sido así o de otra manera el caso es que en pocos días, la oscura esclava se convierte en la traductora oficial y en la querida no menos oficial del capitán general de la armada.
la rápida ascensión le va ganando títulos. En el olvido queda sepultado su nombre indígena, y en adelante ningún español la mencionará sin anteponer a su nombre cristiano el título de Doña, que asimismo consagra la historia. Doña Marina es la sombra de Cortés, su eterna compañera. Los códices aztecas la pintan, de manera invariable, cerca de la silla de tijera del conquistador ataviada con su túnica flotante y brotándole de la boca un manojo de coruscantes jeroglíficos.
Doña Marina juzgada por el conjunto de su vida, resulta una de las peores jugarretas del destino. Para nosotros es la imagen de la traición por antonomasia. Ni Santa Anna, ni los conservadores que ofrecieron el trono a Maximiliano, ni los muchos traidorzuelos que hemos padecido, representan en forma tan definida y elocuente lo que supone ese afán de entreguismo, esa admiración por lo extranjero en menoscabo de lo nuestro que simboliza la amante de Cortés. Un país celoso de su integridad, combatido por influencias destructoras y sobre el que pesan graves amenazas contrarias a su soberanía, se ha empeñado en tomar a esa india entrometida como un Judas perfecto y después de asustar a los niños con su fantasma durante cuatro siglos, se da el nombre de malinchismo a todo lo que pueda dañar nuestra idea del patriotismo.
Por mucho que se grite, doña Marina no pasa de ser un espantajo, que se agita para velar las razones verdaderas en que se apoya el real malinchismo. El malinchismo está en las bases de nuestro sistema económico y social y lo fomentan la radio, los periódicos, los políticos entreguistas, los que quieren industrializar el país con capital norteamericano, los guías de turismo y todos los que andan en el sucio negocio de convertir sus pesos mexicanos en milagrosos dólares. 
No es éste el caso de Marina. De común con los pueblos a los que ayudó a destruir, sólo tenía el odio. se odiaban los mayas, los mexicanos, los zapotecas, los tlaxcaltecas y los otomíes que vivían haciéndose la guerra. Se odiaban las tribus y aun los barrios, combatiéndose despiadadamente, como ocurría entre la misma familia de los mayas. Tezcoco y Tacuba, los pueblos que formaban al parecer una compacta y ejemplar alianza con Tenochtitlán, al final se pasaron al enemigo común, y hasta Tlaltelolco, unido materialmente a Tenochtitlán, la abandonó a la hora suprema. El angustioso llamado de Cuauhtémoc en favor de la unidad fue escuchado como un sarcasmo, y los españoles, en los últimos días del sitio de Tenochtitlán, horrorizados del odio que habían desencadenado, tuvieron que defender a sus enemigos los aztecas de la ferocidad de sus propios aliados.
Abundan las contradicciones en la vida de Marina. La genuina inspiradora del malinchismo, contra lo que pudiera pensarse, era reverenciada como un dios por los indios de acuerdo con el testimonio de Bernal: “Doña Marina -escribe- tenía mucho ser y mandaba absolutamente entre los indios en toda la Nueva españa.” Un sentimiento mágico, un hábito arraigado de obedecer sin replicar al que manda, una supersticiosa adoración por ciertas formas rituales crearon en torno a la mujer enemiga de los suyos, una atmósfera de servil reverencia y acatamiento. Y no sólo Marina gozaba del favor popular. Cortés debió la desconfianza de la Corona y su postergamiento final al culto que le profesaban los indios. Parece así que el destino hubiera querido reunir a Cortés y a su amante haciéndoles objeto del amor del pueblo aniquilado por ellos. Para Marina, no pasaba de ser un consuelo. Para Cortés, fue la causa de su ruina.
La tragedia personal de Marina estriba en que, a pesar de todos los esfuerzos, nunca pudo dejar de ser una esclava. Quizá ella no tuvo conciencia de este drama, pero resulta impresionante comprobar, en el desarrollo de la conquista, cómo cada nuevo esfuerzo, cada victoria suya la hunde más en la esclavitud.
Desde pequeña debe luchar contra su sino. Nació en Painala, un pueblo cercano al río Coatzacoalcos. Su padre, un guerrero joven, era el cacique de la tribu. Tenían la cabaña más espaciosa, algunos esclavos y, cuando el reyezuelo volvía triunfante de una batalla, traía a la niña joyas de oro, mantas y plumas de colores. Un día el padre murió, no se sabe si de un flechazo o consumido por las fiebres del trópico, dejando a su mujer el cacicazgo. La madre de Marina todavía joven, a semejanza de la buena Penélope, luego se vio asediada por ambiciosos pretendientes y, como no esperaba la vuelta del marido, se casó pronto y tuvo un hijo varón de su segundo matrimonio.
La felicidad del principillo consorte hubiera sido perfecta, de no haber existido la heredera legítima. Aspiraba a que su hijo, andando el tiempo, se hiciera cargo, por derecho propio, del cacicazgo, pero la existencia de la niña suponía un grave obstáculo a sus proyectos. El cacique estaba pensando la forma en que se libraría de ella sin dejar huellas comprometedoras, cuando la muerte de la hija de una esclava que tenía aproximadamente la misma edad que Malinali, le dio al fin la oportunidad anhelada, y aprovechando el paso de unos mercaderes de Xicalango que salían para Tabasco les vendió a Malinali con el mayor sigilo -el negocio era doble- y a la mañana siguiente, el pequeño cadáver descompuesto de la hija de la esclava se mostró al pueblo cubierto de flores, como el cadáver de Malinali.
Marina nunca se refirió a su estancia en Tabasco. Fue sin duda un periodo de oscura esclavitud que debería traerle dolorosos recuerdos. De niña aprendió a hilar, iba por agua al pozo de la tribu, molía el maíz, y de adolescente -en el trópico las niñas pronto dejan de serlo- pasó a ser la mujer de algún señor lo bastante rico para comprarla.
Este drama -tan común, por lo demás, en la nobleza europea- tuvo un desenlace inesperado. En 1523, dos años después de realizada la conquista de México, Marina, ya casada con Juan Jaramillo, acompañaba a Cortés en su desastrosa expedición a las Hibueras. La selva, las turbias aguas del río Coatzacoalcos, le traían con fuerza a su memoria las crueles escenas de su infancia. ¿Viviría aún su madre? ¿Qué sería del padrastro y del medio hermano por quien la condenaron a la esclavitud?
No tardaría en saberlo. Dada la cercanía a que estaban de Painala, Cortés ordenó que un destacamento fuera al pueblo y aprehendiera al cacique, a su mujer y a su hijo, llevándolos a su presencia. “Esto me parece -escribe oportuno Bernal- que quiere remedar lo que acaeció con sus hermanos a Josef, que vinieron en su poder cuando lo del trigo.” La sugestión es perfecta. Ante la poderosa Marina aparecen su madre y su medio hermano el caciqe, pues el padrastro ya había muerto para entonces. La madre no sabe una palabra del motivo de su prisión ni, mucho menos, en aquel momento recuerda a la hija sacrificada; pero las dos muestran una semejanza de tal modo evidente que se reconocen sobre los años transcurridos, y la madre, temiendo por su vida y la de su hijo, se echa a los pies de Marina con el viejo cuerpo agitado por violentos sollozos.
Marina entonces la levanta del suelo consolándola. “Sabía muy bien que cuando la vendieron a los mercaderes de Xicalango no se dieron cuenta de lo que hacían, por lo que había olvidado el mal pasado y los perdonaba. Dios le había hecho merced en quitarle de adorar ídolos y tener un hijo de su amo y señor Cortés y ser casada con un caballero como era su marido Juan Jaramillo, y aunque la hicieran cacica de todas cuantas provincias había en la Nueva España, no lo sería, que en más tenía servir a su marido y a Cortés que cuanto en el mundo hay.”
En cuatro años, Marina había completado su educación occidental. Delante de su madre y de su hermano, en medio de su paisaje natal, caía en la cuenta de que no la ataba ningún lazo con lo que fue suyo en otra época. Creía haberse desarraigado de lo indígena y pertenecer en cuerpo y alma a los españoles.
No mentía Marina. ¿Pero se sentía realmente feliz en la posición que había alcanzado? El hijo que le había dado a Cortés y el haber sido su amante ¿justificaban su orgullo? Posiblemente, no. Fuera de su victoria ante su familia, de la pasajera vanidad de haberse sentido un José bíblico que en lugar de tomar venganza supo perdonar las ofensas recibidas, Marina, en su largo trato con los españoles, sólo vio confirmarse su condición de esclava.
Durante la conquista, cada triunfo de Cortés era en parte un triunfo suyo. Sin ella, la mayoría de las negociaciones diplomáticas hubieran fracasado, y muchas de las maniobras políticas de Cortés, falto de hábiles intérpretes, no habrían resultado eficaces. Marina evitó un derramamiento innecesario de sangre en Cempoala, descubrió la conspiración de Cholula, y su conocimiento del alma indígena, su tacto y su inteligencia constituyeron para Cortés una colaboración insustituible. En otro aspecto, Marina fue un soldado más en la conquista. No abandonó su puesto al lado del extremeño en las horas de mayor peligro; entró con él a México; sufrió el desastre de la Noche Triste y, aunque con frecuencia no se la mencione sino como la “lengua”, puede sentírsela tremendamente activa en toda la campaña. Su figura cobra un relieve singular a la luz de los incendios, en los grandes quebrantos de los pueblos indígenas en los que ella tiene tanta parte de culpa.
Esta sobrehumana tarea -al mismo tiempo es la amante de Cortés y la madre de su primer hijo-, a medida que se acerca a su meta, se vuelve contra ella. Al caer Tenochtitlan el 13 de agosto de 1521, Cortés ya no es un aventurero acusado de rebelión, sino uno de los grandes capitanes de España. El imperio que ha conquistado le permite vivir con un boato que hace palidecer los remedos cortesanos del segundo almirante Diego Colón y de Diego Velázquez. Tiene una vajilla de plata, músicos, ministriles, bufones, un capellán y numerosos esclavos. Su autoridad es ilimitada y puede, por primera vez en su vida, satisfacer sus deseos amorosos sin temor a complicaciones desagradables, instalando en su residencia de Coyoacán un pequeño, pero bien abastecido serrallo. En él figuran la propia Marina; doña Isabel, hija del difunto emperador Moctezuma, mujer de Cuauhtémoc, que vive prisionero; doña Francisca, hermana de Coanacoch; una misteriosa india llamada doña Inés, “que paseaba antes que doña Marina su vientre grávido por la huerta” [Héctor Pérez Martínez] y las españolas Leonor Pizarro y Antonia Hermosillo, que desaparecen al llegar de Cuba inesperadamente, su mujer legítima, Catalina Suárez, muerta misteriosamente, a poco de estar en México.
Para Marina la nueva situación es la confirmación absoluta de su sino. Cuando se realiza la victoria tan duramente perseguida, lejos de saborear su disfrute, pasa a formar parte, primero, del serrallo de Coyoacán y, a la llegada de la Marcaida, a ser considerada como una intrusa que debe ceder el lecho y las preeminencias de que goza la mujer del conquistador.
Muerta Catalina Suárez, Cortés se aleja todavía más de su antigua intérprete. El último eslabón de la cadena que lo retenía a su pasada existencia de colono pobre, había desaparecido con la Marcaida, y ahora que se le abría el porvenir -en realidad se lo cerraban las intrigas de la Corte-, podía aspirar a casarse con una noble española y a tener hijos con ella que perpetuaran el nombre de su casa.
Podía haber terminado aquí la historia de Malinali, pero Cortés la prolonga, una vez más, al decidir casarla con Juan Jaramillo. Las bodas -ese mismo día Cortés le da en propiedad las encomiendas de Oluta y Tetiquipa- se efectuaron en Orizaba, en el inicio del famoso viaje a Honduras, una aventura incierta que estuvo a punto de costarle la vida a Cortés y que se ha considerado como su más grave error político. La ceremonia fue poco alegre. Jaramillo estaba borracho, no se sabe si de alegría o de tristeza. Se casaba por conveniencia con la india querida de Puertocarrero y de Cortés, y esto, que ya es un hecho nada honroso en nuestro tiempo, debía haber sido insoportable para un pretendido caballero español del siglo XVI.
La concertación del matrimonio viene a destruir la leyenda del idilio que se supone vivieron Marina y Cortés. El hijo de ambos, don Martín el bastardo -muy pequeño se lo quitó Cortés a la madre, confiándolo a un primo suyo-, fue el resultado de una colaboración profesional que rebasó los linderos de la traducción y de la guerra, un hijo de la necesidad, como los otros hijos de españoles habidos en las indias durante la Conquista y después de ella. De haber existido la sombra de un amor en Cortés, no le habría arrebatado al hijo ni la hubiera vendido a un hombre de la contextura moral de Jaramillo, contentándose con mantenerla sola y rodeada de la protección necesaria.
¿Amó Marina a Cortés? Le tuvo la fidelidad de la esclava, la adoración de la sierva al amo omnipotente, mezclada a la conciencia muy clara en ella del honor que suponía para una india ser la amante de un hombre blanco en el que se daban las circunstancias que hicieron célebre a Cortés. De cualquier manera, su sentimiento por él debió de haber sido en todo diferente al que hoy damos el confuso y terrible nombre de amor.
Concluido el viaje a las Hibueras, en el que Marina tiene la última oportunidad de traicionar a los suyos denunciando la pretendida conspiración que costó la vida a Cuauhtémoc, la intérprete de la Conquista vuelve a la sombra. Reflejaba la luz de Cortés y, al salirse de su órbita, no vuelve a figurar en la historia. El marido debe de haberla odiado. Ningún español prominente se casaba con indias, y a Jaramillo todos lo señalaban acusándolo de haberse casado por el dinero de Marina, conociendo su pasado. Así languideció hasta la muerte, ocurrida en 1531. Seis meses después, Jaramillo estaba casado de nuevo.
A los pocos años, la imaginación popular la convirtió en el fantasma oficial de la ciudad de México. Con el pelo suelto y la túnica flotante andaba en el aire nocturno, gritando por la suerte de sus hijos, los indios, a quienes ella había ayudado a destruir. Por cuatro siglos tuvo el privilegio de ser fiel, incansable “coco” de los niños mexicanos. 


(Tomado de: Benítez, Fernando - La ruta de Hernán Cortés. Lecturas Mexicanas #7, primera serie. Fondo de Cultura Económica, México, 1983)

sábado, 5 de octubre de 2019

Daniel Cosío Villegas


Nació y murió en la Ciudad de México (1898-1976). Cursó el bachillerato en el Instituto Científico y Literario de Toluca y en la Escuela Nacional Preparatoria; un año de la carrera de ingeniería y dos de la maestría en filosofía en la Escuela de Altos Estudios. Abogado (1925) por la Universidad Nacional, con anterioridad se había iniciado en el periodismo (Excélsior, 1919), la cátedra (sociología y economía política en la Escuela de Jurisprudencia, 1920) y la creación literaria (Nuestro pobre amigo, novela, 1924). Colaboró con José Vasconcelos en La Antorcha y más tarde dirigió esta revista. Fue secretario general de la UNAM (1929); consejero de la Secretaría de la Hacienda y del Banco de México; director de la Escuela Nacional de Economía (1933-1934), de la revista El trimestre económico y de la editorial Fondo de Cultura Económica; secretario-tesorero (1940-1957) y presidente (1957-1963) de El Colegio de México; director de Historia mexicana (1951-1961) y fundador de Foro Internacional (1960). Aparte unos 250 artículos periodísticos, es autor de: Memorandum sobre tregua aduanera (s.t.), Miniaturas mexicanas. Viajes, estampas, teorías (1922), Sociología mexicana (apuntes, 1924-1925), La cuestión arancelaria en México (1932), Estudio sobre la creación de un organismo económico-financiero panamericano (1933), Aspectos concretos del problema de la moneda en Montevideo (1934), Extremos de América (1949), La historiografía política del México moderno (1953), Porfirio Díaz en la revuelta de La Noria (1953), La República restaurada. La vida política (1955), Estados Unidos contra Porfirio Díaz (1956), La Constitución de 1857 y sus críticos (1957), El porfiriato. Vida política exterior (2 ts., 1969 y 1963), Cuestiones internacionales de México, una bibliografía (1966), Ensayos y notas (1966), El porfiriato. La vida política interior (2 ts., 1970 y 1973), El sistema político mexicano (1972), El estilo personal de gobernar (1974) y La sucesión presidencial (1|975). De 1955 a 1974 dirigió la obra Historia moderna de México, en 10 tomos, de los cuales 5 fueron obra suya. En 1976, póstumamente, aparecieron sus Memorias.


(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen III, Colima - Familia)

martes, 27 de agosto de 2019

Córdova, Alaska


Hace años me sobrecogió el descubrimiento,en el mapa de Alasca, de Córdova, el puerto más cercano al cabo San Elías. Escribí al alcalde Roy Goodman y poco a poco me enteré de la historia de la pequeña metrópoli hiperbórea que ostenta un nombre “tan nuestro”. Goodman y los demás cordoveses (o cordovanos, como ellos se definen) ignoraban que Córdova se originó en las expediciones de conquista que llevaron a cabo en el lejano norte España y Nueva España. El 16 de julio de 1741 es la fecha de descubrimiento de América desde el oeste: Vito Bering, navegante danés al servicio del zar de Rusia, entrevió en la bruma el monte San Elías, gigantesco pico volcánico visible desde el mar a 300 kilómetros de distancia; tiene una altura de 5,516 metros, poco menos que el pico de Orizaba. Las expediciones novohispanas, que salieron todas del puerto nayarita de San Blas entre 1774 y 1792 para ganarle a los rusos e ingleses la posesión de aquellas regiones boreales en el extremo de California, dejaron en la costa canadiense nombres muy nuestros: el estrecho Juan de Fuca, las islas Galiano, Valdés y Texada, la bahía Redonda. El estrecho de Malaspina recuerda al navegante italiano al servicio de España, Alejandro Malaspina, quien en 1791 midió la altura del San Elías. Más al norte se encuentran los estrechos de Laredo y de Caamaño y la isla de Aristazábal; más al norte todavía, ya en Alasca, a una latitud de 61 grados, está la ciudad de Valdéz, (hoy Valdez), así llamada por Cayetano Valdéz, jefe de la expedición compuesta por las goletas Mexicana y Sutil. El vecino puerto de Fidalgo inmortaliza al teniente de navío Salvador Fidalgo, comandante del paquebote San Carlos; un poco al sureste, el puerto Gravina es homenaje al siciliano duque de Gravina, capitán general de la Armada Española y futuro héroe de Trafalgar. Casi paralelo a la bahía Orca (también nombre castellano que recuerda el encuentro con uno de estos feroces cetáceos de los mares fríos) se encuentra el puerto de Córdova.
Está por investigarse en los archivos de la Marina el día de la toma de posesión de Córdova. Su nombre es una fabulosa reminiscencia, en el extremo norte de América, de la Córdoba del Guadalquivir, debida a hispanos y novohispanos. No es menos impresionante el nombre de la goleta de Valdéz, llamada La Mexicana decenios antes de la independencia y que se adoptara el nombre de México para la nueva nación.
A principios del siglo XX, cuando se descubrió en el retrotierra una prodigiosa riqueza mineraria, MIke Heney, constructor del Ferrocarril Alascano, escogió Córdova como puerto ideal para la exportación del cobre. Córdova se volvió el más conspicuo canal del mundo por el cual pasaba el rojo metal; esto duró hasta el agotamiento de las minas. En 1939 se oyó en el puerto el último silbido de la locomotora. Los cordovanos tuvieron que dedicarse a una nueva actividad: la pesca. Se multiplicaron las empacadoras de salmón y de cangrejo; hoy en día Córdova es una ciudad moderna, ansiosa de progreso, una meca de los que buscan su futuro en el norte. Desde hace poco sacude a Alasca una nueva fiebre del oro, mil veces más fuerte que la de 1982. Esta vez se debe al descubrimiento del oro negro. ¿Cómo llevarlo al mar? En lugar de arriesgar el transporte por superpetroleros rompehielos, que se abrirían camino a través de un dédalo de islas polares, -venciendo rutinariamente el fabuloso pasaje del noroeste- se ha optado por la construcción de un oleoducto transalascano que desembocará en Valdés, puerto libre de hielos todo el año. El Pacífico en lugar del Atlántico.
Las autoridades de Córdova, Alasca, aceptaron mi proposición de establecer una relación de hermandad con Córdoba, Veracruz. Ignoraban las raíces mexicanas de su ciudad: en el museo que planeé para los cordovanos habrá piezas arqueológicas totonacas, bordados de Amatlán de los Reyes, muestras de café y de ron cordobés; en tanto que el museo de nuestra Córdoba se enriquecerá con muestras de antiguas piezas de cobre de los indígenas alascanos, cabezas de alce y de oso pardo, muestras de los exquisitos cangrejos enlatados. Desde luego, habrá intercambio de fotomurales, hábilmente iluminados.


(Tomado de Tibón, Gutierre - México en Europa y en África. Colección Biblioteca Joven, #14. Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V. México, D.F., 1986)

sábado, 24 de agosto de 2019

Ley de Desamortización, 1856


Un economista irlandés de origen, Bernardo Ward, que pasó la mayor parte de su vida en España, que fue consejero de Fernando VI y ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda, decía en su libro titulado Proyecto económico que la medida más importante para resolver los problemas de América, consistía en dar en propiedad tierras a los indios para que así gozaran de la plena y pacífica posesión de todo el fruto de su trabajo. Pero las opiniones de Ward, del hombre de ciencia desinteresado, no fueron atendidas por los gobernantes y políticos españoles, y la realidad se impuso decenios más tarde al desgajarse de España sus vastos y ricos territorios de América. Claro está que de todos modos no era posible evitar la independencia de los pueblos sojuzgados; mas la lucha hubiera sido distinta si las tierras se hubieran repartido con inteligencia y equidad, creándose así intereses vitales entre un gran número de pobladores. La pequeña propiedad -dice un autor- es la espina dorsal de las naciones.
Entre los caudillos de la Independencia no faltaron quienes vieron con claridad la cuestión relativa a la tierra. Morelos pensaba que debía repartirse con moderación, “porque el beneficio de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo”. Pero como la Independencia la consumaron los que combatieron a Morelos, los criollos acaudalados que llegaron a comprender las ventajas económicas y políticas que obtendrían con la separación de España, nada hicieron para resolver el problema fundamental y de mayor trascendencia para el nuevo Estado. De 1821 a 1855 no se puso en vigor ninguna medida de significación tendiente a encontrarle solución al serio problema de la tenencia de la tierra. Por supuesto que durante ese tercio de siglo no faltaron hombres preocupados y patriotas que se dieron cuenta de la mala organización de la propiedad territorial. El doctor Mora fue siempre adversario de las grandes concentraciones territoriales y siempre se pronunció a favor de la pequeña propiedad. Pensaba que nada adhiere al individuo con más fuerza y tenacidad a su patria, que la propiedad de un pedazo de tierra; y Mariano Otero, el notable pensador cuyo pulso dejó de latir prematuramente, decía en 1842: “Son sin duda muchos y numerosos los elementos que constituyen las sociedades; pero si entre ellos se buscara un principio generador, un hecho que modifique y comprenda a todos los otros y del que salgan como de un origen común todos los fenómenos sociales que parecen aislados, éste no puede ser otro que la organización de la propiedad”. Así, Otero, por estas y otras de sus ideas cabe ser catalogado entre los que se anticiparon a la interpretación materialista o económica de la historia.
El problema más grave de México en cuanto a la propiedad territorial, desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XIX, consistía en las grandes y numerosas fincas del Clero en aumento año tras año y sin cabal aprovechamiento. Propiedades amortizadas, de “manos muertas”, que sólo en muy raras ocasiones pasaban al dominio de terceras personas; constituían, pues, enormes riquezas estancadas sin ninguna o casi ninguna circulación. El doctor Mora planteó con erudición, valentía y claridad el tremendo problema en su estudio presentado a la Legislatura de Zacatecas en los comienzos de la cuarta década del siglo pasado. El trabajo de Mora fue visto con disgusto por las autoridades eclesiásticas, puesto que implicaba amenaza de pérdida de tan cuantiosos bienes, probablemente necesarios para dominar en la conciencia de los fieles. Las opiniones del distinguido polígrafo, y de otros mexicanos progresistas, se abrieron camino lentamente, se filtraron en el ánimo de los ciudadanos más alertas, hasta transformarse en firme convicción de que el país no podía avanzar y constituirse definitivamente como nación, si no se desamortizaban las propiedades del Clero.
Por fin, el 25 de junio de 1856 se promulgó la Ley de Desamortización. Sus preceptos y tendencias fundamentales pueden resumirse de la manera siguiente:


1° Prohibición de que las corporaciones religiosas y civiles poseyeran bienes raíces, con excepción -tratándose de las del Clero- de aquellos indispensables al desempeño de sus funciones.
2° Las propiedades del Clero debían adjudicarse a los arrendatarios calculando su valor por la renta al 6% anual.
3° En el caso de que los arrendatarios se negaran a adquirir tales inmuebles, éstos quedarían sujetos a denuncio, recibiendo el denunciante la octava parte del valor.
4° El Clero podía emplear el producto de la venta de sus fincas rústicas y urbanas en acciones de empresas industriales o agrícolas.


Como lo habrá advertido el lector, la Ley no trataba de despojar al Clero de su cuantiosa riqueza sino sólo de ponerla en movimiento para fomentar la economía nacional. Sin embargo, el Clero estuvo inconforme y amenazó con la excomunión a quienes se atrevieran a adquirir sus bienes raíces por cualquiera de los dos procedimientos que la Ley señalaba. Además, tal vez por no confiar demasiado en la eficacia de la excomunión, provocó las guerras más sangrientas que registran las páginas de la historia mexicana, y tan largas como las de la Independencia, puesto que duraron también once años, de 1856 a 1867. Terminaron con la prisión y fusilamiento de Maximiliano y el triunfo de los ejércitos liberales.
Pío IX estimuló la intransigencia del Clero mexicano, lo mismo que la de todos los fieles, ordenándoles desobedecer no sólo la Ley de 25 de junio, sino también la Constitución de 1857, condenándolas, reprobándolas y declarándolas írritas y de ningún valor. Sin los anatemas del Papa, cargados de odio anticristiano, quizás no hubiera estallado la guerra de Tres Años y no hubiera sido tal y como fue, por lo menos en parte, la historia de México de aquel periodo sangriento y cruel.
Por otra parte, los resultados de la Ley de Desamortización no coincidieron con los propósitos del legislador. Los arrendatarios, en su mayor parte de escasa cultura y de más escasos recursos, no se adjudicaron las fincas del Clero. En cambio, no faltaron denunciantes, propietarios de extensos terrenos que agrandaron sus ya vastos dominios con los bienes de “manos muertas”. Mientras tanto, la Iglesia de Cristo utilizaba el dinero producto de tales ventas para intensificar la lucha en contra del Gobierno de la República, para que fuese más enconada y sangrienta la guerra entre hermanos. Había que defender sobre todas las cosas los bienes temporales.


(Tomado de: Silva Herzog, Jesús - Breve historia de la Revolución Mexicana. *Los antecedentes y la etapa maderista. Colección Popular #17, Fondo de Cultura Económica; México, D.F., 1986)

viernes, 12 de julio de 2019

La Muerte como elemento sin importancia

No conozco todo el mundo, pero en lo que conozco de él no he visto nada que pudiera inspirarme la frase que encabeza este capítulo. México es la primer nación donde encuentro datos suficientes para sugerirla. Calaveras que comen los niños, esqueletos que sirven de recreo y hasta cochecitos fúnebres para encanto de la gente menuda. Ayer me despertaron con un llamado pan de muerto para que me desayunase. El ofrecimiento me produjo mala impresión, francamente, y aún después de saboreado el bizcocho me rebelé contra el nombre.
La fiesta de los muertos existe en España también, pero lo que no existe allá es esta recreación con la muerte. Aquí cabe pensar que el mexicano no le da importancia ninguna. En las banquetas o aceras, hechos con maderitas o bejucos articulados con alambre y tachonados de lentejuelas claras y negras, y en las confiterías, montones de calaveritas de azúcar. Los muñecos macabros bailan apoyándolos en un cabello de mujer que se tiende disimuladamente de rodilla a rodilla; y las calaveritas de azúcar se las mete uno en la boca y las mastica.
Estoy seguro de que cualquier chico europeo retrocedería ante el ofrecimiento que le hicieran por primera vez de una de estas confituras. Es la mejor prueba de que nos hallamos ante un fenómeno exótico.
Además de los juguetes y de los dulces macabros, se pregona por las calles un periódico lleno de calaveras políticas, El Tornillo, hoja epigramática en que se dan por muertos a los hombres eminentes en política o en otras actividades nacionales. En esta otra forma vuelve a entrar la muerte como de rondón en las casas para regocijo de las familias.
Hubiera querido ver en México al buen don Miguel de Unamuno, que tanto se preocupó de la muerte. A él, que la tomaba tan en serio. A él, que la convirtió en centro mental de su vida.
Para nosotros  la pregunta inmediata es ésta: ¿cómo puede llegar toda una comunidad a este manoseo y jugueteo con una cosa tan seria y tan importante? ¿Es concebible una invitación a la muerte como es concebible una invitación al vals? ¿Será esta costumbre un residuo del culto a la muerte que practicaban los aborígenes, como lo practicaban los egipcios? ¿Se enlaza con esto el libro de Xavier Villaurrutia Nostalgia de la Muerte?
Seguramente ningún mexicano de hoy ve en tal costumbre nada de particular. No ve la muerte en tales objetos. Le debe ocurrir lo que al blasfemo en mi tierra, que nombra  Dios sin saber que lo nombra. O que lo mismo le da Dios que diez. ¡Rediós, rediez! ¡Qué invenciones verbales! Y es que la costumbre, el uso excesivo de los vocablos, hace que el hombre se olvide del significado primario a fuerza de la repetición. La costumbre es rutina. Después de abrocharse los botones del chaleco durante cuarenta años el hombre se los abrocha sin darse cuenta, y después de cuarenta años de tragar humo no es fácil que se maree como con el primer cigarrillo.
Vengo de un país donde ahora, más que nunca, la muerte no es un juego (año de 1938). Donde lo que se juega es la vida. Y, naturalmente, la costumbre mexicana me impresiona y obliga a filosofar. México ha tenido, como España, una educación religiosa y una educación taurófila. A la fiesta de los toros se le ha llamado fiesta de la sangre o fiesta de la muerte, y en la educación religiosa es un punto central la muerte, sea la de Cristo o la del individuo católico. Si de los toros o de la religión pudiera derivarse esta familiaridad mexicana con la muerte, ¿por qué no se derivó lo mismo en España?
En esto, como en muchas otras cosas, el europeo cree advertir un elemento asiático incomprensible para él. En Europa tuvimos durante la Edad Media la danza de la muerte, pero ella no puede separarse de la religión, mientras lo de aquí se me antoja paganismo, indiferencia.

(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)