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lunes, 29 de mayo de 2023

Armando Jiménez y los desahogos de conciencia

 


DESAHOGOS DE CONCIENCIA

Armando Jiménez

“Aire por detrás, sólo el que sale es bueno”, reza el proverbio mexicano que hace notar lo pernicioso que resulta consentir chiflones por la espalda, en contraposición con otros aires, por demás benignos, de los cuales vamos a tratar, estimados lectores, con la venia de vuestras mercedes.

Si alguien libera los salubres vientos entre un grupo de circunstantes, éstos suelen darle al desaprensivo libertador buenos consejos, como los siguientes: “Cuando comas pinacates, quítales las patas”, o “cuando almuerces zopilote, chíspale las plumas”. No falta, tampoco, quien haga patente un amable elogio a su cocina: “¡Qué bien guisan en tu casa!!, o alguien que salga con preguntas que no vienen al caso como: “¿Qué no traes de pistache?”, o quien presente una oportuna advertencia: “Ya se te soltaron los siete machos”, ni tampoco un pedigüeño que venga con que: “Cuando se te acabe el perfume, regálame el frasquito”.

Pero si el tufo rebasa más allá de los términos que podríamos llamar normales, entonces el desapacible sujeto merece que le digan: “Cuando llegues al camposanto no necesitarás acta de defunción”, o “Si así vas a jieder cuando mueras, van a tener que velarte de cerro a cerro”.

Ahora, que si los benignos aires logran arrancar algún sonido a la trompeta posterior, los testigos auditivos dirigen al desahogado ejecutante locuciones muy variadas; unas formulan buenos deseos: “¡Salud!, venerable anciano” o “Con esa música te entierren”. Otras muestran resignada conformidad: “Así los acostumbro”, u ofrecen espontáneo consejo: “A ese culantro le falta una regadita”, “Esa barrica necesita un tapón de la misma madera” o “Ese jilguerito quiere su platanito”. Otras más, en cambio, constituyen francas provocaciones para iniciar un duelo de albures: ”A flojo nadie me gana”, “Zacualtipán, Estado de Hidalgo”, “Saco y pantalón son prendas de varón”, “Sacudió el pico y siguió volando”, o bien alguna mundana vanidad: “Esa boca me conoce y por eso me saluda”. En temporada de Santa Claus y Reyes Magos es tradición proponer: “Compro la trompetita para ni pelón”. Si entre los circunstantes hay gente culta, cuyos conocimiento hipocráticos desee lucir, externará: “Por la buena voz del paciente se advierte que ya puede comer chile”. Pero si entre ellos hay léperos –que por desgracia nunca faltan en las reuniones-, como algunos del gremio de camioneros, entonces dirán: “Saco, revoloteo y ataco, Tacuba, Azcapotzalco, Santa Anita, Merced e Ixtacalco”.

Hace treinta y tantos años alcanzaron renombre internacional dos anarquistas que en Nueva York fueron electrocutados por atribuírseles un crimen que nadie comprobó. Los nombres de ellos andaban en boca de nuestro pueblo cada vez que alguien roncaba por la retaguardia: “Saco y Vanzetti”; locución que corriendo el tiempo se transformó en “Saco y van siete”.

Durante el gobierno del general Cárdenas, el término de actualidad era: “¡Salud y revolución social!”; antes estuvo de moda decir: “Zacoalco le dijo a botas” o “Sacudo por no barrer”; posteriormente: “No cierres que ahí voy yo” o “No cierres que falta un piano”; “Despierta, pelón, que hay escándalo en tu casa” o bien una frase beisbolística: “¡Estrái guan!” Más adelante la que estuvo en boga fue ésta, pronunciada con un dejo de desengaño: “Eso saco por andar contigo”.

“¡Lástima de ropa!”, se expresa cuando alguien que viste elegantemente tira un trompetazo. De ahí que cierta ocasión en que uno de nuestros ameritados generales encontrándose en una fiesta, soltó un saludable aire, la dama que bailaba con él hizo alto, se desprendió de los brazos del militar y dijo:

-¡Lástima de uniforme!

El general, visiblemente extrañado, toma la parte posterior del pantalón, lo observa y luego pregunta:

-¡Qué!, ¿lo ensucié?

De todas las locuciones anteriores, sin embargo, las que se llevan la palma son las que manifiestan amables galanterías, como: “Esa voz me agrada”, “Dichoso túnel por donde salió ese tren”, “Bien haiga el pito d’esa caldera”. “Afortunado el clavo que ponchó esa llanta”.

A este respecto viene al caso un sucedido que puntualiza cómo, estando en elegante banquete, distribuidos alternadamente los caballeros y las damas, uno de aquéllos no pudo reprimir, en un momento de silencio, que se le escapara un sonoro efluvio. La estirada señora que se encontraba a un lado, en vez de disimular, como don Antonio Carreño hubiera recomendado, volvióse en forma despectiva a ver al causante de su desagrado. Éste, sin perder la serenidad, respondió con una sonrisa y le susurró, en voz muy baja, pero de modo que todos escucharon, una galantería digna de la esplendorosa corte versallesca, de la época de los Luises:

-Si quiere usted, señora, diga que fui yo.

Personas dignas de fe aseguran que tal suceso fue verídico, tanto como el siguiente; pero si algún lector duda de ello, con su pan se lo coma, que nadie está obligado a creer lo que no ha visto: 

En cierta ocasión rodeaban a la soberana de un poderoso país, nuestro representante diplomático y otros caballeros que lucían ostentosas condecoraciones, cuando de pronto aconteció algo...

Mas antes de continuar con el relato, permítaseme que señale, por ser de justicia, que los enviados mexicanos, si bien a veces han adolecido de escasa habilidad política, en cambio no desmerecen ante nadie por lo que respecta a educación y buenas maneras, como es el caso del embajador de nuestra historia.

La reina, según ya explicábamos, se encontraba rodeada de gentiles caballeros y, vayan ustedes a saber por qué, no pudo reprimir una silbante cornetilla; sin embargo no tuvo siquiera oportunidad de disculparse, pues el embajador de Francia se adelantó y dijo: “Pido indulgencia por mi falta incalificable; mas debo confesar que durante la guerra del catorce contraje en trincheras una enfermedad que me produce terribles bochornos como el de este momento.”

Transcurren pocos minutos y la soberana repite el acto. Esta vez se anticipa el delegado de España para solicitar disculpa: “Demando perdón de sus excelencias, pero mi salud se halla sumamente quebrantada; sólo el deber que he protestado cumplir con mi nación me ha hecho acudir a esta agradable tertulia.”

El digno representante mexicano, habiendo escuchado lo anterior -¿creen ustedes que podía ser menos?-, se dirigió a los circunstantes:

-El próximo pedo que se tire la reina corre a cargo, completamente, de la embajada de mi país.


(Tomado de: Jiménez, Armando - Picardía mexicana. Desahogos de conciencia. Editorial Diana, S.A. de C.V. México, D. F., 2000)


martes, 11 de junio de 2019

Las “chivas” y otras voces



Publicado en El Nacional, ¿junio de 1954?

Los mexicanismos -que son muy abundantes- me interrumpían a cada momento la comprensión de la frase cuando llegué a Mexico. No digo con esto que ya esté al cabo de la calle, o sea que todos aquellos vocablos peculiares del país se hayan incorporado a mi léxico. Todavía tengo que preguntar a mis interlocutores los significados de muchos. Y si no pregunto a veces es por no desviar la conversación hacia las etimologías. O por no hacerme el extranjero. Cuando se llevan ya diecisiete años en un sitio, da vergüenza ignorar las palabras que se usan en él.

Yo distingo dos clases de mexicanismos: los basados en palabras españolas que aquí cobraron nuevo sentido y los que son puras palabras indígenas o levemente alteradas.

Los primeros me confunden, me desorientan, suelo contar lo que me ocurrió con la palabra mascada al oírle decir a la criada: “Señor, le metí la mascada en el saco.”

Perplejo y hasta temeroso de que aquella infeliz hubiese hecho algún disparate, le pregunté: “Pero, ¿qué me dices, muchacha? ¿De qué saco saco hablas y por qué le metiste una mascada?

Y es que por mascada no entendía yo otra cosa que bocado, y por saco una talega o un costal.

También lo de chivas me intrigó en su día. Salió de la casa con todo y chivas. Y especialmente cuando me preguntó un amigo: “Entonces, ¿usted no pudo sacar de Madrid ninguna de sus chivas?"

¿Es que yo había sido alguna vez cabrero?

-¿De qué chivas me habla usted? -inquirí.

El amigo se echó a reír al ver mi perplejidad.

-Aquí le llamamos chivas a los bártulos, a los chismes, a los trastos, a todas esas cosas que van amontonándose en torno a nosotros en las casas y son, en realidad, las que nos ayudan en las tareas diarias o las que hemos ido coleccionando o atesorando para nuestro recreo.

-Ah, vamos. Yo no sé qué les habrá impulsado a llamarles chivas a esas cosas, pero, ya que ha equiparado usted chivas con bártulos, ¿sabe usted lo que bártulos significó en su origen? Pues, tanto como alhajas…

Acaso ocurre con chivas lo mismo. Chivas son cabras en camino, futuras fuentes de leche, riqueza. De modo que al decir nuestras chivas decimos nuestros tesoros, como al decir nuestros bártulos lo que hacemos es llamarles alhajas a nuestros pequeños bienes.

El pudor, la vergüenza es la que nos impele a ironizar y motejar despectivamente a lo que mucho amamos y necesitamos. Nos sonaría a ridiculez decir: “Salí de mi casa con todos mis bienes.” Resulta en cambio simpático decir: “Salí con todos mis trastos, con todos mis chismes, cachivaches, chismarracos, cacharros, chirimbolos”.

Con las palabras mexicanas de origen indígena no hay confusión posible. Nos paran como desconocidas que son, pero no por ambiguas. Hay que aprendérselas y confieso que muchas de ellas me encantan.

Por ejemplo, la palabra chiquear.

Oigo a la madre que le dice al escuincle con aire compungido: “A mí nadie me chiquea”. Y me produce más efecto que si la oyera decir: “A mí nadie me acaricia” (o me mima).

Escuincle es también una palabra muy útil: está entre niño y mocoso.

Otra que me agrada es apapachar, que como chiquear, significa mimar, hacer carantoñas. Hay en ella tanta papa blandita que me parece apropiada para designar las caricias táctiles del mimo.

Hay, sin embargo, palabras que considero mal empleadas. Por ejemplo, llamar chino al pelo rizado. ¿De cuándo acá les nace rizado el pelo a los chinos? Yo no les conozco otra clase de pelo que negro y sumamente lacio.

Volviendo a las chivas, y para contestar a quien me preguntó, digo que las mías se quedaron en Madrid. Todas. Absolutamente todas, y que ninguno de los amigos que allá tengo sabe adónde fueron a parar. Si en vez de chivas hubieran sido cabras, yo diría: “¡Qué remedio!; como eran cabras, tiraron al monte!”. Pero eran mis humildes chivas, mis libros, mis pinturas y dibujos, mis manuscritos o recortes de artículos, mis trabajos de veinticinco años.




(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)

lunes, 3 de junio de 2019

Las derrotas corteses

Hacia los meses finales de 1949 y los primeros de 1950, la leyenda viviente del fútbol mexicano, Rafael Garza, “Récord”, y el incipiente entrenador Octavio Vial, se reunieron con frecuencia y trataron de desactivar la tremenda bomba que el destino les había deparado.

“Récord” era técnico del cuadro crema, y era tal su fama que de pronto se vio preso del mayor tormento: ser el entrenador de la selección nacional. “La Pulga” Vial lo sustituyó en la dirección del América, y fungió como su asistente en la selección, que ya pensaba en la próxima Copa del Mundo en Brasil [1950]. Hacia la Navidad de 1949, la selección que “Récord” había armado en sus ratos libres fue goleada en España por el Real Madrid (7-1) y el Atlético de Bilbao (6-3). La crítica no se hizo esperar, y el apesadumbrado “Récord” tuvo que delegar el cargo en Vial.

Sin embargo, cuando la selección de Vial fue derrotada, días antes del Mundial, por el Botafogo y éste a su vez por un improvisado Combinado Tapatío, el diario El Nacional dictaminó: “Nuestra selección perdió y no debe ir a Brasil. Nada más van a poner en ridículo el nombre de México.” así las cosas, una selección nacional con escasos 15 días de preparación partió a hacerle frente al mejor equipo del momento, en la inauguración del estadio más grande del mundo.

El 24 de junio de 1950, ante las tribunas inacabables del Maracaná, disputando el primer partido de Copa del Mundo tras su interrupción en 1938, México no estuvo a la altura del compromiso. Ante un sistema ultradefensivo que apenas dejaba aire suficiente para respirar al portero Carbajal, Brasil, caminando, aplastó 4-0 a un equipo de profesionales a la mexicana.

El 28 de junio, en Porto Alegre, Yugoslavia planchó otra vez las camisas nacionales al ritmo de 4-1, el gol mexicano a cargo de Héctor Ortiz. Y el 2 de julio, en su despedida del Mundial carioca, México cayó vencido ante los suizos por 2-1, con el solitario tanto anotado por el veterano Casarín.

En aquel último partido ocurrió un detalle interesante. Al confundirse la casaca nacional suiza con la mexicana que se usaba entonces -de un rojo tirando a guinda- se decidió echar mano del clásico volado para resolver el problema. Esa fue la única victoria mexicana en el Mundial de Brasil: Suiza debía cambiar de uniforme. Pero no. La tradicional cortesía mexicana dijo que “de ninguna manera, no faltaba más, pase usted primero”... y los seleccionados nacionales jugaron con el uniforme de pantalón oscuro y camiseta a rayas azules del Gremio de Porto Alegre. México había perdido sin tocar el balón.

(Tomado de: Sotelo, Greco - Crónica del futbol mexicano: el oficio de las canchas (1950-1970). Editorial Clío, Libros y Videos, S.A. de C.V., México, 1998)

jueves, 15 de noviembre de 2018

Urbanidad a la mexicana II

[El carácter de los indígenas]

El carácter de las tribus que tuve oportunidad de tratar no es, en lo general, franco y abierto, sino cerrado, desconfiado y calculador. El indio no solamente levanta ese muro de defensa contra los miembros de otra tribu y contra los descendientes de sus opresores, lo cual sería muy natural; sino también contra su propia gente. Esta tradición está en su lenguaje, en sus maneras y en su historia. De esta suerte, las salutaciones de los indios entre ellos, especialmente las de las mujeres, son todo un galimatías de deseos y de preguntas sobre la salud, repetidas monótona e indiferentemente por los dos lados, aun sin mirarse una a la otra, y a veces sin detenerse. El indio que desea obtener algo de otro, nunca se lo pide directamente o sin rodeos; primero le hace un pequeño regalo, en seguida elogia esto o aquello, y al final formula su deseo. Si un indio tiene algo que preguntarle al juez o al alcalde de su aldea, y aun cuando su demanda sea plenamente justificada, quien por supuesto es también un indio como él, y posiblemente un pariente suyo, primeramente envía a un íntimo amigo con una botella de aguardiente o con una gallina gorda para asegurarse de que el funcionario que recibirá tal presente lo recibirá de buen grado. A menudo acudieron a verme grupos de vecinos de las aldeas indias para pedirme consejo acerca de sus problemas locales; tales grupos constaban de diez o doce personas, por el temor de que un solo emisario pretendiera sacar provecho del asunto en alguna forma. El grupo entero entraba en mi cuarto, un indio tras otro, y a la cabeza iba un gran dignatario que llevaba la voz; cada uno de los visitantes llevaba en la mano algún presente. El que hacía las veces de jefe comenzaba cumplimentándome con una serie de reverencias y diciendo: “Buenos días, padre, ¿cómo está usted?, ¿cómo está nuestra madre, su esposa, y los niños? Vea usted: le traemos esta nimiedad, es pequeña, porque somos pobres; pero debe tomarla por nuestro buen deseo, más que por lo que es.” En seguida, todos se acercaban para entregarme aves, huevos y diversas frutas. Era totalmente inútil que yo rehusara. Respondía: “Usted conoce a mis hijos. Yo no puedo aceptar esto. Si puedo serles útil a ustedes, los atenderé con mucho gusto. Guarden sus regalos y díganme lo que desean.”

“No, padre, no hablaremos si usted rechaza estas cosas…” al terminar el diálogo, y después de que la honorable embajada de vecinos era invitada a sentarse, los mayores se acomodaban en el piso, en semicírculo, a pesar de que no faltaban las sillas; sólo el portavoz permanecía de pie y por medio de un discurso cuidadosamente estudiado exponía sus deseos, mientras los demás asentían de vez en cuando con la cabeza como para reforzar las palabras del que hablaba.

En sus negociaciones los indios actúan como verdaderos diplomáticos, y les gusta expresarse con ambigüedad, con el objeto de poder después interpretar con ventaja para ellos todo cuanto se hubiere hablado. En los tratos con ellos, uno debe tener en cuenta que todas las condiciones sean especificadas de manera precisa.

Si después de una transacción de esta índole usted les ofrece una copa de ron, todas las caras se iluminan y unos y otros se intercambian miradas significativas; ellos prefieren tomar licor fuera de la puerta, y el hombre que regresa con su vaso vacío ciertamente sabe cómo expresar su gratitud en forma tal que pueda asegurarse una segunda copa.
(Tomado de: Carl Christian Sartorius – México hacia 1850)

martes, 11 de septiembre de 2018

Urbanidad a la mexicana


Urbanidad a la mexicana




He pasado cerca de una semana con una ligera fiebre; entre escalofríos y calor. Me atendió un médico de aquí y que parece ser la persona más inofensiva que uno pueda imaginarse.

 Cada día me tomaba el pulso y me recetaba alguna inocente pócima. Más lo que dio de veras fue una lección de urbanidad. Todos los días, cuando se ponía en pie para despedirse, sosteníamos el siguiente diálogo:

“-¡Señora (esto junto a la cama), estoy a sus órdenes!”

“-Muchas gracias, señor.”

“-¡Señora (esto ya al pie de la cama), reconózcame por su más humilde servidor!”

“-¡Buenos días, señor!”

“-¡Señora (aquí haciendo alto junto a una mesa), beso a usted los pies!”

“-¡Señor, beso a usted la mano!”

“-¡Señora (esto cerca de la puerta), mi pobre casa, y cuanto hay en ella, y yo mismo, aunque inútil, todo lo que tengo, es suyo!”

“-¡Muchas gracias, señor!”

Me da la espalda para abrir la puerta, pero se vuelve hacia mí después de abrirla.

“-¡Adiós señora, servidor de usted!”

“-¡Adiós, señor!”

Sale por fin, mas entreabriendo luego la puerta y asomando la cabeza:

“-¡Buenos días, señora!”

Estos cumplidos, tan prolongados entre el médico y el paciente, como si indicasen una separación con un no sé qué de “dulce pesar”, me parece que están, hasta cierto punto, mal empleados. Se considera aquí más cortesano decir Señorita que Señora, aun cuando se trate de una mujer casada; y la dueña de la casa es generalmente llamada La niña, aunque pase de los ochenta. Esta última costumbre es todavía más común en la Habana, en donde las negras ancianas que siempre han vivido con la familia están acostumbradas a llamar así a sus jóvenes amas, sin cambiar jamás el tratamiento en el curso de los años.

(Tomado de: Madame Calderón de la Barca: La vida en México)