La Historia de Mexico y de los mexicanos como se ha escrito: a través de diarios, de proclamas, de actas, de folletos, de libros. Los testimonios, los datos fríos, los análisis, las letras espontáneas de los corridos. Finalmente, nuestra historia. ¡No nos pierdas la pista!
Olga vive tranquilamente con su marido, el pintor Chávez Morado, en una enredada callecita de Coyoacán, rodeada de flores, plantas y cientos de idolitos, así como de mucho folclore mexicano.
El arte consiste en situarlo donde funciona; puede funcionar como parte decorativa, emotiva o en un mural en el que pueden intervenir otras ideas. El artista ante todo debe ser sincero consigo mismo, y si tiene ideas saberse expresar.
¿Aun políticas?
¿Por qué no? Hablar sobre política significa tener interés en lo que pasa en el mundo.
Bien. Pero nos estamos alejando de su mundo, Olga, que no creo sea político. ¿Cuál es su forma de expresarse?
Podría llamarse figurativa.
Pero ha cambiado un poco, ¿no? En su última exposición la mencionan como poseedora de un mundo alucinante, ¿por qué?
El cambio vino solo, sin forzarlo, y ha sido un proceso inconsciente. Cuando uno menos se lo espera llega; es una especie de madurez y experiencia que uno acumula. Lo de alucinante... creo que se debe a una crítica donde, entre otras cosas, dicen que de mil delicadas y extrañas asociaciones de todo lo que me rodea, nacen mis pinturas como pequeños mundos secretos; se refería seguramente a varios cuadros de hongos que he pintado, pero le aseguro que no veo visiones, simplemente me gusta su apariencia y lo expreso en el lienzo; con decirle que no me gusta comerlos…
¿Nunca interpreta sus sueños?
No sueño lo que pinto, cuando lo hago estoy bien despierta. Así se puede apreciar la naturaleza, las plantas, las flores, la fruta o lo interesante de una persona, no puede uno resistir el querer pintarlas y no puede uno hacer fantasías. El año pasado, cuando más encarrilada estaba, surgió nuestro viaje al Oriente. Hace solamente un mes que llegamos: visitamos Japón, Tailandia, Hong Kong, Macao... Vi tanto que podría decir que estoy indigesta, y ahora me pregunto ¿qué pinto? Tengo acumulado todo lo que vi, pero aún no sale.
¿No toma apuntes?
No suelo hacer tal cosa; veo todo en general y nunca he pensado en hacer un documento de lo que he visto, ni una crónica. No tuve ni el tiempo, sólo iba absorbiendo. Con la experiencia en sí, ya saldrá algo; le confieso que yo misma estoy bastante intrigada.
(Tomado de: Krauze, Hellen – Pláticas en el tiempo. Serie: Alios Ventos. Editorial Jus, S.A. de C.V. México, D.F., 2011)
Aurora Reyes, luchadora magisterial, muralista y poeta
Ricardo Cruz García - Historiador
Apenas pasa los cinco años y ya ha vivido la guerra. La revolución no cesa y se cuela por las rendijas de la vida cotidiana, cuantimás para una descendiente de la familia Reyes. Al amanecer, con el barrio de La Lagunilla como forzoso refugio, la pequeña Aurora va con una tablita en la mano ofreciendo el pan que ha horneado pocas horas antes su mamá: "¡Bísquetes, hay bísquetes!", grita y vuelve a gritar, mientras se mantiene atenta a la bolsa con piedras que también carga para sorrajarle un proyectil en la cara o donde se pueda a alguno de los muchachos que con frecuencia intentan robarle su mercancía. Ni modo: hay que aprender a sobrevivir en tiempos de miseria, de hambre y de muerte.
Nacida en la población minera de Hidalgo del Parral, en Chihuahua, Aurora Reyes Flores vio la luz primera el 9 de septiembre de 1908, de acuerdo con su biógrafa Margarita Aguilar Urbán. Fue hija de León Reyes, el primer hijo del general porfiriano Bernardo Reyes, cuya muerte en 1913 provocó que el padre de Aurora se trasladara a la capital del país para asistir al funeral. Más tarde llegarían su esposa y su hija.
En medio de la Revolución, la familia tuvo que mantener un bajo perfil durante un tiempo para evitar alguna represalia. Fue en esos años cuando Aurora vivió en La Lagunilla, en una vecindad que después recordaría como espantosa y promiscua, rodeada de gente cuyo lenguaje podría llenar una antología de la "leperada mexicana". En la ciudad cursó algunos estudios básicos y -como señala Aguilar Urbán- en 1921 ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria, asentada en el antiguo Colegio de San Ildefonso y donde conoció a la joven Frida Kahlo, hija de otro personaje destacado en tiempos porfirianos: el fotógrafo Guillermo Kahlo.
Aurora no duró mucho en la Preparatoria, pues fue expulsada tras golpear a una prefecta que la había acusado de libertina y jefa de una banda de ladrones. Con una idea más clara de su vocación, su siguiente parada fue la antigua Academia de San Carlos, que contaba entre sus maestros a Alfredo Ramos Martínez y Fermín Revueltas. Alma inquieta, pronto también dejó esta escuela y buscó su propio camino de manera autodidacta.
De acuerdo con Aguilar Urbán, en 1927 recibió su nombramiento como profesora de Artes Plásticas de primaria y más tarde se integró a la planta docente de una prevocacional del IPN. La profesión de maestra la ejerció durante la mayor parte de su vida, hasta su jubilación en 1964.
Como mujer que creció con el fuego de la Revolución, Aurora coincidió con la ideología nacionalista impulsada por el Estado mexicano, al igual que lo hicieron Diego Rivera y otros artistas e intelectuales, y no dudó en respaldar la educación socialista implantada en el cardenismo. Incansable luchadora social, no evadió el debate público ni la polémica. Su activismo político la llevó a formar parte de la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, la famosa LEAR, a la que ingresó en 1936. En ese mismo año elaboró su primer mural: Atentado a las maestras rurales, pintado en el Centro Escolar Revolución (en la actual esquina de Niños Héroes y Chapultepec, frente a la estación de metro Balderas), por el que sería ampliamente reconocida y considerada la primera muralista mexicana.
Como comunista, sindicalista y con una firme postura de izquierda antiimperialista y contra el fascismo, Aurora se mantuvo por muchos años en medio del debate público y el activismo político y social, incluido su apoyo a los estudiantes en 1968. Era vista como una mujer liberada, siempre firme en su lucha por los ideales revolucionarios que veía cada vez más ajenos a los gobiernos priistas. Su arraigado nacionalismo, su idea de la patria y su visión de la mujer y de la historia mexicana quedaron plasmados en sus libros de poesía como Humanos paisajes (1958), La máscara desnuda (1969), o Espiral en retorno (1981), pero sobre todo en su arte gráfico, en especial en sus otros grandes murales: los cuatro que pintó en 1962 al interior del antiguo Auditorio 15 de mayo del SNTE (en la calle de Belisario Domínguez del centro de Ciudad de México), hoy en el abandono; y El primer encuentro realizado en el edificio de la alcaldía de Coyoacán en 1978.
Si algo destaca en la larga trayectoria de Aurora Reyes es su lucha desde el magisterio por un país mejor, su visión de la educación como pilar del desarrollo y la importante labor del maestro "en los movimientos históricos de la patria", pero siempre con una postura crítica, pues como ella afirmó: "Amo por encima de todo la libertad". Murió hace 35 años, el 26 de abril de 1985.
(Tomado de: Cruz García, Ricardo - Aurora Reyes: lucha y arte. Relatos e historias en México. Año XII, número 140 Editorial Raíces, S.A. de C. V., México, 2020)
También formando parte del área central del añejo barrio de Coyoacán, se encuentra esta vieja casona que fuera la habitación de la controvertida pintora mexicana Frida Kalho, "el pincel de la angustia" como le han llamado algunos de sus biógrafos. En este lugar, hoy convertido en museo, vivió Frida con su esposo Diego Rivera, luego de que un accidente automovilístico la obligara a pasar largas temporadas recluida a raíz de severas fracturas en la pelvis y columna vertebral, situación que fue determinante para el desarrollo de sus temas. En la planta baja del recinto se exponen obras pictóricas de artistas nacionales y extranjeros, entre los que se deben mencionar a José María Velasco, Claussel y Orozco, entre otros, así como algunas pinturas de Frida. En la parte alta de la casa se encuentra la habitación que sirviera de estudio a la pintora, donde aún se conservan algunos de sus objetos personales como collares, caballetes y su silla de ruedas, en un ambiente que aún parece rememorar la inmensa tristeza que marcó los últimos días de la notable artista.
(Tomado de: Breña Valle, Gabriel, y Cháirez Alfaro, Arturo - Guía México Desconocido, Descubriendo el Distrito Federal, guía número 14, 1994. Editorial Jilguero, S.A. de C.V).
"Irremediablemente loca". Con esa etiqueta que escapaba a cualquier metáfora lúdica o creativa, Leonora Carrington (1917-2011) vivió momentos de encierro. Pese a ello, fue eternamente libre con su pintura, sus esculturas, sus escritos y su vida misma, por concebir el mundo de una manera poco habitual, lejano de las simplificaciones, cargado de gnomos, astros, sacerdotisas, chamanes y duendes. Por otorgarles poderes cósmicos a los objetos más humildes. Por tratar de salvar el orbe o, al menos, descubrirlo de otra manera para ofrecer de él una estampa divergente.
Cuestionadora de los sistemas racionales, mujer rebelde y creadora indescifrable, firme creyente en los poderes del más allá y, sobre todo, con la fe puesta en la inteligencia, Leonora Carrington fue una surrealista plena, aunque la etiqueta le molestara. Con el grupo de André Breton, Benjamín Péret y Max Ernst, ella decía: "No tratábamos de reinventar el mundo; era descubrir y dar una imagen diferente. Eso ya lo habían hecho los románticos y mucho antes en la Edad Media. Sólo queríamos descubrir un mundo. De reinventarlo no hubiéramos sido capaces".
Inmersa en la forma del pensamiento surrealista, prefería situarse por separado: "Lleva su tiempo individualizarse. Al calor del entusiasmo inicial de un movimiento se da cabida a todo tipo de cosas. Pero [el surrealismo] era un movimiento dominado por los hombres". Y por ello, Leonora cuestionaba algunos sesgos "machistas" del colectivo y la consideración romántica de que la mujer era "musa", con un lugar asegurado en un nicho.
Decía Carrington: "Enfrentábamos nuestra situación de mujeres -junto a Remedios Varo y Alice Rahon- con mucho cabrón trabajo. ¿De qué otra manera lo puedo decir? Era sobre todo el trabajo de no mentirse a una misma para tener un poco de más paz. De no aceptar chistes desagradables sobre las mujeres, de no aceptar los paternalismos ni que te dijeran "mejor ocúpate de tejer o de cuidar a tus hijitos." Tampoco que te dieran palmaditas en la cabeza como diciendo: "¡Qué bien, mi chula!". Breton tenía una visión tradicional de la mujer. Establecía límites a la realidad de seres mucho más ricos, complejos y profundos: las mujeres de carne y hueso. Las veía como musas y yo no estaba de acuerdo". Así, como una insurrecta siempre, no tuvo acogida en un mundo supuestamente "racional", atento a las guerras y a una concepción plana de la naturaleza de los hombres y de los animales. Su pintura fue su mejor y más complicado lenguaje con el que entabló contacto con su entorno. Pleno de múltiples significados, su trabajo con el pincel, el bronce y la letra estableció, sin embargo, un orden laberíntico que encerró siempre el enigma: "Raras veces pongo en mi pintura cosas que son literalmente de cuerdas... Nunca he creído en las simplificaciones", le dijo a la crítica de arte Teresa del Conde con motivo de la retrospectiva que ocupó el Museo de Arte Moderno en febrero de 1995.
El guardián del huevo, ca. 1947
Una niña ineducable Nació el 6 de abril de 1917 en Clayton Green, Lancashire, Inglaterra. Procedente de una familia de buena cuna en la que rigió la educación católica estricta, tuvo como progenitores a una irlandesa de extracción rural y a un rico industrial inglés al que le llegaban de manera constante los reclamos de profesores por considerar a esa pequeña un ser "ineducable", interesado sólo en dibujar desde los 3 años. En 1920 la familia se mudó a Crookhey Hall, cerca de Lancaster, y la niña y sus hermanos quedaron al cuidado de una institutriz francesa, un tutor religioso y una nana irlandesa, personaje que sería fundamental, pues llenó la imaginación de Leonora con cuentos populares irlandeses y relatos de fantasmas. En 1921 comenzó a inventar historias y a ilustrarlas con dibujos pero, mientras su rebeldía afloraba, sus padres la enviaron a Florencia y a París para formarla adecuadamente dentro de los cánones de la sociedad británica. En la ciudad italiana pasó nueve meses en un internado, donde se empapó del arte del Renacimiento. En 1936 ingresó en Londres a la academia del pintor purista Amédée Ozenfant, y conoció a Max Ernst a través de su ilustración para la portada del libro Dos niños amenazados por un ruiseñor. Un año después estableció contacto personal con él; decidieron vivir juntos y, ya como pareja, se mudaron al sur de Francia, donde ambos realizaron los decorados para la obra de Alfred Harry, Ubú rey.
Toro bravo, 1959
Memorias de abajo En 1939, escribió La dama oval, con ilustraciones de Max Ernst, quien ese mismo año fue recluido por los nazis en un campo de concentración. Leonora logró liberarlo meses después, pero al poco tiempo, el pintor volvió a ser encarcelado y, al no lograr su rescate, ella escapó a España, donde sufrió un colapso nervioso que motivó su internamiento en un hospital para enfermos mentales de Santander, durante seis meses. No volvió a ver a Ernst. Por recomendación de André Breton y Pierre Mabille escribió Down Below como testimonio de esa experiencia. En 1941 su padre solicitó la transferencia de Leonora al sur de África, pero ella huyó a Lisboa y se refugió en el consulado mexicano, donde contactó al escritor Renato Leduc, con quién contrajo matrimonio para conseguir la visa que haría posible su salida hacia Nueva York. Ya en Manhattan la pintora colaboró en revistas y exhibiciones surrealistas; en 1942 viajó a México para mantener, desde entonces, una vida activa en el mundo intelectual, sobre todo, con los surrealistas refugiados de guerra: Benjamin Péret, Remedios Varo, Kati y José Horna, así como con el fotógrafo húngaro Emerico "Chiqui" Weisz, quien -una vez divorciada de Leduc- desde 1946 se convirtió en su esposo, padre de sus hijos y compañero de vida.
Night Nursery Everything, 1947.
Armada de locura Muchas fueron las descripciones que de ella hicieron escritores y pintores, amigos y admiradores. Breton dijo que Leonora contempló el mundo real con los ojos de la locura y la locura del mundo con cerebro lúcido. Octavio Paz la llamó -junto con Remedios Varo- "hechicera hechizada", insensible a la moral social, a la estética y al precio. Finalmente, uno de los comentarios más entrañables que pinta a Leonora de cuerpo entero es de Luis Carlos Emerich: "Una fantasía en pie, con la rebeldía como sello. Una mujer culta e inteligente que parece tenebrosa, pero en el fondo es un chistorete cotidiano. Creadora de mundos donde confluyen el juego eterno del bien, el mal y el conocimiento. Pintora abigarrada, compleja, irónica, con una sintaxis que escapa a la anécdota. Surrealista que es pura intuición y sabiduría de los valores esenciales: vida, muerte, destino y trascendencia del ser". "Estoy armada de locura para un largo viaje". Esa afirmación hecha por Leonora en 1948 se incluyó en el catálogo de una de sus primeras exhibiciones en París. Y la sentencia fue cumplida con creces: en su trayecto la acompañaron siempre el frenesí frente al mundo y sus pobladores; un cerebro lúcido frente a la injusticia de los hombres. Y entre la locura y la clarividencia, transitó ese interminable viaje que concluyó el 25 de mayo de 2011. Obras literarias Además de su obra plástica, Carrington dejó varios escritos de un valor literario notable: su obra de teatro Penélope se publicó en 1946 y fue estrenada en 1962, bajo la dirección de Alejandro Jodorowsky. En 1976 publicó La porte de pierre --La puerta de piedra- y una década más tarde salió a la luz Pigeon vole -Vuela paloma-, relatos que había escrito entre 1937 y 1940. En México, La dama oval apareció bajo el sello Era en 1965; La trompetilla acústica salió al público por medio de Monte Ávila Editores en 1977. Además, sobre ella han aparecido múltiples volúmenes, como Leonora Carrington (1974), con textos de Juan García Ponce y de ella misma. La editorial Siglo XXI publicó en 1992 El séptimo sello y otros cuentos y La casa del miedo. Memorias de abajo. (Angélica Abelleyra es una de las periodistas cultura más notables de México -con más de 30 años de trayectoria-, experta en artes visuales y literatura. Ha sido docente de maestría en periodismo y curadora de varias exposiciones)
(Editado del texto publicado en "Laberinto", de Milenio Diario, 28 de mayo de 2011. Abelleyra, Angélica - Leonora Carrington, la rebeldía como sello. Algarabía #128, Surrealismo, el arte de los sueños, Editorial Otras Inquisiciones, S. A. de C. V., México, D. F., 2015)
Para contemplar su rostro desde el lecho de inválida y pintar sus autorretratos, Frida había mandado instalar un espejo en el techo de su dormitorio. Armada de pinceles copiaba sus expresivos ojos, el arco negrísimo de sus cejas, sus labios llenos, la extrema belleza de sus facciones.
La cama de madera torneada; el armario repleto de vestidos de tehuana; los floreros con alcatraces siempre frescos; la caja de cristal donde están guardados el ropón y los zapatos de estambres que usó en su bautismo un niño llamado Diego; la figura nerviosa y oscura del señor Xólotl, el perro azteca; los judas de cartón… todos esos objetos forman, dentro de la casona de Coyoacán, el mundo íntimo de Frida Kahlo, testigos de la lucha de años que entabló esta mujer contra el sufrimiento, empleando las armas que mejor manejaba: el amor y el arte.
En esa casa nació Frida en 1910 y allí vivió hasta el día de su muerte. En el patio cerrado, la pequeña jugaba, a veces desnuda, entre las macetas floridas, o se perdía en la pequeña selva del jardín, o corría por las habitaciones de altos techos y paredes adornadas con los retratos ovalados de sus abuelos o de la boda de sus padres, el fotógrafo húngaro Guillermo Kahlo y la dulce dama mexicana Matilde Calderón. A los 6 años enfermó de parálisis y aunque se repuso, la vida ya se había propuesto condenarla a la inmovilidad.
El accidente
Por 1926 Frida cursaba la preparatoria. No sólo desafiaba los convencionalismos en una época en que se creía que la mujer no debía pisar las universidades, sino que era el único miembro femenino de una pandilla de estudiantes rebeldes llamados Los Cachuchas.
Un día de septiembre abordó, en compañía de un amigo, uno de los frágiles autobuses que circulaban por la ciudad de México. Frente al mercado de San Juan, un tranvía aplastó al autobús contra una esquina. “Fue un choque extraño” escribiría más tarde Frida. “No fue violento, sino sordo, lento, y maltrató a todos. Y a mí mucho más”.
No sentía sus heridas ni lloraba, a pesar de que tenía fracturada la columna vertebral, la pelvis y el brazo izquierdo; la pierna derecha estaba rota en 11 pedazos y una varilla de acero le atravesaba el cuerpo de lado a lado.
Un hombre rescató a Frida de entre los fierros retorcidos, la llevó a un billar y la colocó sobre una mesa mientras llegaba la ambulancia. En el hospital la muchacha sintió por primera vez un dolor intenso. En aquella época no se hacían radiografías y los médicos no sospecharon la magnitud de sus lesiones. Más tarde llegó la familia; la madre enmudeció por un mes, la hermana se desmayó y el padre enfermó de tristeza. En una cama, Frida balbuceaba: “No tengo miedo a la muerte, pero quiero vivir”.
El accidente la condenó a una vida de invalidez intermitente; pero también le dio oportunidad de establecer contacto con el mundo maravilloso de la pintura. En su cama de hospital, aprisionada dentro de una coraza de yeso, Frida tomó los pinceles que le había obsequiado su padre y comenzó a pintar.
El encuentro
Años atrás se había fascinado al ver cómo Diego Rivera llenaba de color los muros del anfiteatro Bolívar, en la Preparatoria. El artista acababa de regresar de Europa con la fama de haber figurado entre los mejores pintores cubistas. Lleno de vitalidad hacía entonces las primeras incursiones en lo que comenzaba a llamarse el muralismo mexicano.
El día en que Diego y Frida se vieron por primera vez, él pintaba trepado en un andamio mientras Lupe Marín, su temperamental mujer, tejía a sus pies. Frida irrumpió en el sitio empujada por unos estudiantes. Parecía no tener más de 12 años de edad. Pidió permiso al artista para verlo trabajar y la celosa Lupe le lanzó un insulto que Frida recibió sin inmutarse. Lupe tuvo que sonreír al reconocer el valor y la presencia de ánimo de la joven.
En 1928 se produjo un segundo encuentro. Frida había mejorado de su invalidez y estaba dedicada por completo a pintar. Un día vio a Diego encaramado en sus andamios, pintado un mural en la Secretaría de Educación Pública. Ella le pidió que viera 3 retratos de mujer que acababa de pintar. Diego se entusiasmó con las pinturas y Frida lo invitó a su casa para mostrarle otras.
Al siguiente domingo Diego tocó la puerta de la casa número 126 de la calle Londres, en Coyoacán. Frida lo esperaba en el jardín, al pie de un árbol y silbando La Internacional, vestida de overol para recalcar su condición de comunista. Poco después hacía desfilar sus pinturas ante el visitante. Días más tarde se repitió la visita; al despedirse, el pintor beso a Frida. Ella tenía 18 años; Diego el doble.
La primera boda
Al poco tiempo contraían matrimonio por lo civil ante el alcalde de Coyoacán, un comerciante en pulque. Un peluquero y un médico homeópata fueron los testigos. En la fiesta hizo irrupción Lupe Marín para llenar de insultos a la novia.
(Frida Kahlo: La Venadita)
Diego fue para Frida todo el amor y todo el sufrimiento. Después del accidente, los médicos le habían advertido que no intentara concebir un hijo. Ella los desobedeció. Su intento de ser madre reavivó las heridas y terminó en un fracaso doloroso. En 3 ocasiones más perdió a los vástagos que anhelaba. Expresaba su dolor en bellas imágenes, con la del cuadro en que se representaba a sí misma con su rostro injertado en un cuerpo de venado horriblemente lacerado por flechas.
(Frida Kahlo: Las dos Fridas)
Su pintura tenía obsesivas reminiscencias de salas de operaciones, camas de sanatorio, planchas de granito. Un sol agónico ilumina el cuadro en que dos Fridas, con los corazones descubiertos y unidas entre sí, dejan escapar la vida por unas venas que detienen levemente unas pinzas quirúrgicas. En otro autorretrato aparece mostrando en el tronco una columna rota, una lluvia de lágrimas en los ojos, y el cuerpo vendado y herido por mil clavos.
(Frida Kahlo: La Columna rota)
Cuando André Breton, el padre del surrealismo, visitó México, quedó sorprendido por aquella pintura que reflejaba el universo íntimo de un ser poseído por el dolor. En Nueva York y en París recibieron a la pintora con entusiasmo. Kandinsky la levantó en brazos y la besó en las mejillas; Picasso, avaro para los elogios, expresó públicamente su admiración ante los autorretratos de la mexicana. Frida se hizo célebre en París, y Schiaparelli presentó en una de sus colecciones el vestido Madame Rivera, versión de alta costura del traje mexicano que lucía la pintora.
El divorcio
Frida regresó a México enferma. Sufría además por las continuas infidelidades de Diego. “Supongo que todo el mundo espera de mí revelaciones indecentes”, dijo ella en una ocasión. “Tal vez esperen oír también mis lamentaciones por lo que me ha hecho sufrir Diego. Pero yo no creo que la tierra sufra a causa de la lluvia”.
Frida había descubierto que su mejor amiga era amante de su esposo y se dejó consumir por la amargura. Diego pensó que procuraría cierto alivio a su compañera divorciándose. Ella se opuso, diciendo que prefería el engaño a la separación. Hubo escenas en las cuales él confesó que deseaba el divorcio. Finalmente se separaron después de 13 años de matrimonio.
Producto de esa tormenta fue un autorretrato en el que Frida aparece vestida de tehuana, con el rostro de Diego en la frente. Finalmente se puso tan enferma que Rivera la llevó a un hospital de San Francisco, California.
La segunda boda
Cuando Frida se recuperó, Diego le propuso una reconciliación. Ella aceptó y el día en que el pintor cumplía 54 años, el 8 de diciembre de 1940, volvieron a casarse. Ella lo reincorporó a su vida consciente de cuáles eran sus defectos y con la certidumbre de seguir siendo engañada. Años más tarde Diego le pidió de nuevo el divorcio para casarse con María Félix. La propia María dijo a Frida que no se preocupara: ella no tenía ningún deseo de casarse con Diego.
La salud de Frida seguía empeorando. En 16 años los médicos le habían practicado 14 operaciones. Cuando le amputaron una pierna se sintió tan deprimida que ya no podía reír cuando Diego le contaba sus chistes habituales. Recluida en su cuarto, con el corsé de yeso que había decorado con florecitas y otras figuras de colores, contemplaba su piernas postiza y en un momento de cruel ironía decidió cubrirla con un botín rojo al que había cosido unos cascabeles.
(Frida Kahlo: Árbol de la esperanza, mantente firme)
Siguió entregando a la pintura sus últimas energías. Creó así ese paisaje agrietado en el que flotan dos desolados planetas y ella aparece desnuda sobre una camilla de hospital, con una herida en la espalda, un corsé ortopédico en el cuerpo y una banderita de papel en la mano: “Árbol de la esperanza, mantente firme”, dice el letrero de la bandera.
Frida lloraba y suplicaba que llegara la muerte. La víspera del 13 de julio de 1954 su enfermedad hizo crisis. Al anochecer dio a Diego un anillo, como regalo anticipado de sus 25 años de casados. Murió al amanecer.
Diego despidió en el cementerio al amor de su vida. Durante mucho tiempo buscó el recuerdo de Frida en la casa de Coyoacán. Luego quiso disfrutar de los últimos años que le quedaban, y volvió a su vida de siempre.
(Tomado de: Valdéz, Alejandro - Frida Kahlo: Te amo, Diego. Contenido ¡Extra! Mujeres que dejaron huella, segundo tomo. Editorial Contenido, S.A. de C.V. Mexico, D.F., 1998)
El crítico de arte Olivier Debroise dijo sobre el trabajo de Beloff: "Sus cuadros de pequeñas dimensiones, sus delicados y deslavados paisajes, sus ilustraciones acuareladas, los diminutos grabados de un modern clasicismo, parecen contenidos si se les compara con la furia coloristica, el monumentalismo de los cuadros de Diego que cuelgan de las mismas paredes en muchas casa de México”. Nació en San Petersburgo, Rusia, donde estudió en la Academia Imperial de las Artes, continuó sus estudios en París. Angelina fue la primera esposa de Diego Rivera, de quien se separó en 1921. Germán y Lola Cueto la ayudaron a instalarse en suelo mexicano en 1932, donde trabajó como profesora de arte y marionetista hasta su muerte.
(Tomado de: Algarabía #138, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V. México, D.F. 2016)
Cuando Rivera regresó a México, una tarde de 1922, Angeline Beloff, Gachita Amador y Siqueiros fueron a despedirlo al Puerto del Havre. La más tierna camaradería los ligaba. Sus manos permanecieron enlazadas mucho tiempo y hubo lágrimas en los ojos de los cuatro. El viajero, en el ultimo minuto, ya a punto de subir al barco que lo llevaría a América, le dijo a Angeline: -Aleja de ti las dudas, mi amor, y sonríe como cuando estás contenta. En cuanto llegue a México sabrás por mis cartas que estoy bien y que no hago otra cosa que reunir dinero para el pasaje de mi mujercita –y le acariciaba la barbilla y la besaba-. El mayor día de mi vida esperaré tu regreso en el puerto de Veracruz y nunca, nunca más nos volveremos a separar. -¿De veras, Diego? –y la voz de Angeline, que había decidido adoptar la patria del artista, por amor a él, se escapó como el suspiro que aleja de un alma cándida los últimos temores.
En París, Diego y Angeline habían vivido en un departamento de la rue de Saix, callecita proletaria no lejos de la Torre Eiffel. El rumbo estaba invadido por por legiones de gatos pardos y por un penetrante olor a alimentos descompuestos y vino tierno. Las casas –de una misma altura, de un mismo tono gris, casi negro- se parecían todas entre sí y en ellas se perdían, ya entrada la madrugada, sombras que trastabillaban. En el departamento, ella era “el señor de la casa”. Aportaba hasta el ultimo centavo para el gasto y aun sumas adicionales para distracciones modestas. Frente a su mujer, la actitud de Rivera, satisfecho de sí mismo, el cuerpo presto para recibir todos los placers de la vida, era la del fauno.
(Pareja, s/f. Angelina Beloff. Grabado en madera)
Cuando Angeline, por las noches, regresaba de la casa de antiguedades en que estaba empleada, daba principio a sau trabajo como falsificadora de obras maestras. En un pequeño cualrto al que ni Siqueiros tuvo acceso jamás, había montado su fábrica de primitivos italianos y flamencos, así como de pintores catalanes de la antigüedad. “No sé si serían sus preferidos, pero de lo que no me cabe duda es de que tenían aceptación en el estrecho ámbito en que ella se movía en aquel entonces. De sensibilidad cultivada con esmero y diestras manos que manejaban con soltura el pincel y la paleta, Angeline era ejemplo de celo en su clandestina actividad. Diego le decía que se comportaba igual que una alucinada. -Cuando pinta parece que quiere hipnotizar la tela. ¡Vieras cómo la mira! A veces pienso que sus ojos se han vuelto duros y que ya no podrá moverlos. Trabaja, Siqueiros, con la pasión del creador. La verdad, sin embargo, era otra, pues no había en Angeline más impulso que el de la generosidad. Una vez le pregunté por qué no dejaba las falsificaciones y hacía su propia obra, por qué no se lanzaba a ese mundo maravilloso en el cual ilumina el artista los cerros y los valles, como si la naturaleza hubiera sido hecha a medias y él tuviera que completarla, que descubrir su parte oculta, pero ella me contestó que uno de los dos debería sacrificarse por el otro. ¿Diego? –y se volvió a mirarle-. Sólo quedo yo, ¿no te parece?”
Empezaron a transcurrir los días, las semanas, inclusive algunos meses sin que Rivera diera la menor señal de vida, ¿Habría llegado a México? En su tránsito se habría desviado para pasar una temporada en La Habana o en los Estados Unidos? ¿Le habría sucedido algo, un accidente, alguna enfermedad grave, quizás mortal? “En París padecíamos a causa de la miseria. Hasta la última moneda nos era útil. Pero el temor desplazaba todos los sentimientos y Angeline sufría los primeros ataques de histeria.
Decidimos, a costa de lo que fuera, telegrafiar a México. Varios mensajes quedaron sin contestación. ¿Y Diego? Cada vez más alarmados remitimos un telegrama con respuesta pagada. El resultado fue el mismo. Nada. Hicimos una instancia más y el telégrafo nos informó que el destinatario había recibido nuestro mensaje, pero… nada. Rivera había enmudecido. Angeline se hacía la fuerte, pero sus emociones la traicionaban. Cuando hablaba de él palpitaba su pecho, se agrandaban sus azules ojos de porcelana, sus mejillas se coloreaban y la voz se volvía cada vez más más nerviosa y precipitada, hasta que los gritos, las lágrimas, las acusaciones contra el ausente, el llanto, un llanto amargo, con lágrimas gruesas y pesadas, acababan por agotarla. Yo le reprochaba a Diego su traición de colega. ¿Qué no habíamos decidido que él me contaría cómo encontraba el ambiente artístico de México y a quiénes podíamos tomar en cuenta para iniciar nuestro movimiento muralista, tantas veces proyectado, concebido con ilusión? Diego había ido a México como avanzada. Así lo habíamos convenido. El vería los primeros campos y pisaría antes que nadie esa tierra en la que anhelábamos trabajar. ¿Por qué callaba? Vi su figura gigantesca, sus enormes pies que se arrastraban como dos reptiles, sus ojos redondos y saltones, de sapo o de vaca, sus manos pequeñitas, blancas, blancas, lampiñas, blanduchas y siempre mojadas; recordé su repugnancia al jabón, el tufo que siempre lo envolvía, sus poses de condescendiente superioridad, y sentí por él algo que se parecía al odio.
(Maternidad, s/d. Angelina Beloff. Grabado en madera / papel)
Por fin llegó un telegrama, pero no provenía de Rivera, sino de la Secretaría de Guerra y autorizaba mi regreso a México, que yo había solicitado tiempo atrás. Cuando Angeline supo que yo también dejaba París, me pidió que la llevara a su patria, que era la de Diego.
Sin poderla apartar de mis brazos, pues era como un ser desvalido que se aferra a lo último que puede salvarla, en vano le hacía yo promesas. Mira Angeline, óyeme, escúchame, por favor. Trataba de hacerle comprender que en México yo le exigiría a Diego, hasta a golpes, si era necesario, que le enviara el dinero suficiente para que ella pudiera reunirse con el pintor cuanto antes. Pero la bella mujer nacida en Tsaritsin sólo tenía en los labios las mismas palabras: ¡Llévame a mi patria, mi patria verdadera! La crisis duró horas. No recuerdo cómo terminó. Sólo tengo presente que ya en la madrugada caminábamos ella y yo por las calles en penumbra y hacíamos recuerdos de Diego. Había llovido y el fresco nos obligó a levantarnos los cuellos de los abrigos. La visita de Ilya Ehrenburg al departamento de rue de Saix, cuando el escritor ruso trabajaba en su Julio Jurenito, basado precisamente en las mentiras de Rivera, nos divirtió un buen trecho.
Ella era como los niños que han asimilado una paliza y poco a poco retornan a la alegría de su mundo, entre suspiros y lágrimas. Yo la miré a los ojos: aún húmedos, brillaban como las hojas de los árboles. Del brazo, sin cesar de hablar de Diego, contemplamos el amanecer en plena calle. Poco después reverberaban los adoquines, las fachadas de las casas, los monumentos. El Sena se acoplaba al despertar del día y era el correr de sus aguas un canto en voz baja. Cuando nos despedimos, el sol daba de lleno en el rostro de Angeline. -¿Te das cuenta –le dije- que tus cabellos rubios tienen el color de los girasoles de Van Gogh? Ella se alejó llorando”.
(Tomado de: Julio Scherer García – Siqueiros, la piel y la entraña. Ediciones Era, S.A. México, D.F. 1974)
Hija del compositor y violinista ruso Jacobo Kostakovski, Olga nació en Leipzig, Alemania, y desembarcó, en 1925, en Veracruz. En 1933 se inscribió a la Academia de San Carlos, donde fue alumna de Carlos Mérida, quien la bautizó como "el Ángel Blanco de la pintura mexicana". En 1935 se casó con el renombrado pintor guanajuatense José Chávez Morado. Siguiendo la visión folklorista y exótica de México de Rivera, Anguiano y Chávez Morado, pinta Vendedora de frutas (1951), en la que realiza un delicioso homenaje a los sabores y colorido de nuestras frutas. En sus trabajos tardíos de paisaje Olga encuentra en la monotonía de los grandes espacios una sorpresiva tendencia a la abstracción. En 1990 recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes, por su destacada carrera.
(Tomado de: Algarabía #138, de mujeres, Editorial Otras Inquisiciones, S.A. de C.V., México D.F. 2016)