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martes, 6 de agosto de 2024

Historia cultural del cactus VI Historia revolucionaria

 


Historia cultural del cactus 

6 Historia revolucionaria


España conservó durante dos siglos y medio el monopolio de la cochinilla, vigilándo celosamente todos los barcos que zarpaban de las costas mexicanas. El menor intento de exportar el piojo colorante era castigado con la pena de muerte. Sin embargo, un francés, Thierry de Menonville, desafió la terrible pena para procurar a su patria, recién convertida en república, la preciosa materia tintorera. Registró por la noche, cautelosamente, algunas de las mejores plantas-criaderos de cochinilla en el estado de Oaxaca ("Juaxaca", escribe él) y consiguió un puñado de piojos purpúreos. Logró llegar felizmente con su botín a Santo Domingo, donde la cochinilla se crió y se multiplicó, y pronto pudo enviarse a París un barril del precioso colorante.

La cochinilla llega ahora al momento culminante de su historia. El polvo obtenido de ella fue empleada para teñir con el rojo de la libertad la bandera de la República francesa, el glorioso tricolor con que se abanderó a la Convención Nacional en 1793. Los animalillos sustraídos de la Nueva España, fueron los encargados de ungir la nueva bandera de la Revolución.

Desgraciadamente, también el destructor de la república se adornó con la sangre de la cochinilla: el nuevo colorante rindió su tributo al tinte del que surgió la casaca roja del primer cónsul. Más tarde, un cactus mexicano vuelve a aparecer enlazado aunque solo anecdóticamente, con el nombre de Napoleón.

A comienzos del siglo XIX, un capitán inglés llamado Sidney Longwood trasplantó los grandes cactus candelabros de México a la isla de Santa Elena, carente todavía de historia. Ninguna ley española se oponía a esta operación de trasplante, pues las plantas de adorno quedaban todavía, por aquel entonces, al margen de la industria y el comercio. En Santa Elena las nuevas plantas cobraron gran altura y se ramificaron formando sobre la columna recta del tronco candelabros de muchos brazos, como en su tierra natal de México, con la única diferencia de que no florecían. La primera vez que se encendieron en ellos cientos de llamas, formadas por flores verdes y amarillas con puntas rojas, fue en la tarde del mes de mayo en que murió Napoleón. Parecía como si unos espíritus escondidos detrás de las rocas hubiesen esperado esta hora para aprender sus antorchas. A la vista de aquellos sirios encendidos de pronto, los barcos que cruzaban a lo lejos, susurraban: “Ha muerto”.



(Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

domingo, 12 de mayo de 2024

Historia cultural del cactus V Manufactura


 

Historia cultural del cactus


5. Manufactura


Y se apoderan del país con todo lo que repta por su suelo, vuela por su cielo y nada en sus aguas. Entre lo que reptaba por su suelo estaba la cochinilla, animal diminuto llamado a adquirir gran importancia. Cortés envió varias muestras a España, "simplemente por razones de ciencia", como hubo de manifestar disculpando el envío. Los españoles, que de primera intención desdeñaron como inútiles los granos de maíz y de cacao, el tomate y la vainilla y los trozos del jade más precioso, comprendieron inmediatamente el valor potencial de aquel colorante para la manufactura de tejidos de lana de Barcelona y la fabricación de telas de seda de Valencia.


Se plantaron a toda prisa las supuestas semillas, viendo con asombro que no retoñaban. Las autoridades en vista de ello pidieron a la Nueva España vástagos para plantar, tubérculos o raíces y les fueron enviados los de la Opuntia cochinellifera. De ellos surgieron en los territorios cálidos de la corona de España, en Argelia y en las Canarias, las chumberas, cuyas hojas se llenaron de bolitas diminutas, abarrotadas del ansiado colorante.


Ya existían grandes plantaciones de las que se obtenían ricas ganancias y aún no se había descubierto que las semillas vegetales no tenían nada de semillas vegetales. Cuando en 1703, Mynheer Ruyscher vio moverse a la cochinilla a través del microscopio que Leuwenhook acababa de inventar, todo el mundo meneó la cabeza escépticamente. ¿Un piojo? No era posible ¿Cómo iba a salir de un vulgar piojo un colorante tan precioso como éste?


Cuando preparaba en mi casa los apuntes para esta catedrática lección, abrí sobre la mesa un librote encuadernado en piel de cerdo que apenas me dejaba sitio libre para escribir. El título de esta obra, reducido a proporciones humanas, reza así: Museum Museorum o panorama de todas las materias y especias... desplegado ante la vista del doctor Michael B. Valentini; Francfort sobre el Mayn, Anno Domini MDCCXIV. (Largos años pasé por Europa buscando inútilmente esta obra alemana, que es, además de muchas otras cosas, una tecnología completa del período de la manufactura, para venir a dar con ella -¡oh milagros del exilio!- en la ciudad de México.) Todavía en 1714, el autor de este mamotreto lleno de erudición se resistía a dejarse convencer del todo por el microscopio:


Aún no está claro si la cochinilla debe considerarse como semilla o como otra cosa, y acerca de ello existen diversas opiniones -dice el infolio en su lenguaje arcaico-. Algunos la consideran como una semilla, razón por la cual la mayoría de los boticarios la clasifican entre las demás semillas y la incluyen en sus catálogos bajo el nombre de Sem. Coccinillae; otros, opinan que la cochinilla procede del coco, dándose ese nombre entre los españoles a un grano pequeño; otros, como Wilhelmus Piso en su Historia de las plantas brasileñas, describe minuciosamente una especie de higuera India en la que crecen, según ellos, las cochinillas.


Valentini enumera los muchos empleos que se dan a este diminuto y problemático cuerpo colorante en la manufactura de la época y apunta el hecho de que Italia debe a la cochinilla de la Nueva España la coloración roja de su vidrio.


(Continuará)


(Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

viernes, 26 de abril de 2024

El de los algodones

 

El de los algodones

Las nubes nos sacan la lengua, escupen y luego se ríen de nosotros en los charcos del aguacero. Pero como los niños ni los grandes saben de poesía estridentista, las nubes, para ellos, son las que venden los algodoneros de los algodones de azúcar. Unas nubes de color rosa, asidas a estirados palitos, como antes, en los mastodónticos hangares, prendidos a largos mástiles hinchaban su suficiencia los zepelines alemanes. Hasta que los reventó el tiempo.

La civilización o lo que presume de serlo, aventó al algodonero como a otros vendedores ambulantes de los primeros cuadros de la ciudad, para no ofender al tránsito y al qué dirán de nosotros las naciones extranjeras; pero el algodonero, como los otros, ha ido a refugiar la feérica y ferial belleza de su colorido, que nadie podrá quitarnos, en los rumbos que frecuentan las gentes sin mancha, como los niños y los grandes que se parecen a los niños. Y aquí está el algodonero con sus copos sedosos, pizcando su cosecha dulce, para almohadas deleitosas; inflando sus globos de Cantolla que se quedaron lamiendo l'olla. Y los niños deshilando, desbaratando, reventando nubes a dentelladas felices. Creciéndose y rasurándose barbas color del alba o atardecer de octubre.

Aquí están el algodonero y su aparato elemental: un gran cazo que gira al calor de mínimo horno de petróleo, con su varita mágica naciendo alrededor del cono que centra interiormente este caso los aéreos y ¡ay! pasajeros azúcares.

El algodonero que amontona las nubes, como Zeus.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

viernes, 19 de abril de 2024

Historia cultural del cactus IV Historia antigua

  


Historia cultural del cactus 

4. Historia antigua


La planta que ven ustedes aquí, señores, es la Opuntia cochinellifera y fue cogida por mí en la Pirámide de las Serpientes que se alza no lejos de la Ciudad de México [en Tenayuca, Edo. de México]. Un muchachito indio que vendía ídolos junto a la pirámide, metió el dedo en la axila de la planta, sacó una cosita diminuta, rojiza, como espolvoreada de harina, me la alargó y me dijo: "Una cochinilla". La aplastó contra la planta y salió sangre, en tal cantidad, que una de las paletas del nopal, teñida por ella, parecía un pedazo de carne cruda. Del animalito no quedó nada.


Esta planta se cultivó antaño para fomentar la cochinilla que vive en ella. En tiempos de los aztecas, se juntaba toda la sangre de estas pulgas purpúreas para entregarla al erario imperial: los príncipes de las tribus y los héroes guerreros eran recompensados con vasijas llenas de esta especie de carmín. La clase más preciosa de todas, la sangre de las cochinillas vírgenes o, por lo menos, de las hembras no embarazadas, solo podía emplearse para teñir túnicas del propio emperador y el manto del supremo sacerdote. En aquel México todavía no descubierto, el emperador y el verdugo vestían ropa del mismo color, como en el Sacro imperio Romano de la nación germánica. Pues en realidad el supremo sacerdote sacerdote de los aztecas era, al mismo tiempo, el supremo verdugo y tenía por trono y por altar el patíbulo, como nos lo relata Heine: 


Sobre las gradas de mármol del altar 


Se encuclilla un hombrecillo de cien años 


Sin un pelo en la cabeza ni en la barba, 


Revestidos de una roja camisola. 


Es el supremo sacerdote


Y está afilando su cuchillo…


De nada le sirvió afilar el cuchillo, de nada sirvieron los sacrificios humanos. El invasor avanzaba sobre la capital de los aztecas para arrancar el manto púrpura de los hombros del emperador y la camisola escarlata de los hombros del sacerdote-verdugo. Y los dioses no lo impidieron.


Pero lo que no pudieron impedir los dioses, por poco lo impide un modesto cactus, un nopal de la región de Cholula. En Cholula, Hernán Cortés pasó a cuchillo a la población; en tres horas amontonaron seis mil muertos. El Nuevo Mundo no había visto jamás, hasta entonces, una matanza semejante. Consumada esta hazaña, los españoles avanzaron sobre la capital, precedidos por el estandarte de la caballería. Era un día caluroso; los caballeros chupaban afanosamente, para apagar la sed, los frutos rojos de los nopales de Cholula.


Por el camino se ordena hacer alto: "¡Desmonten! ¡Rompan filas!" Pero, ¿Qué es esto, Dios del Cielo? ¡Sangre, es sangre! ¡Los soldados de Cortés orinan sangre! No cabe duda, sus venas han reventado: es un castigo de la Providencia por los crímenes horrorosos cometidos por ellos contra los indios. Los jinetes se apiñan temblorosos, caen de rodillas, elevan sus oraciones a Santiago de Compostela, hacen voto de enmienda y se niegan a seguir bajo las armas.


Poco después llegan a pie las tropas auxiliares de los indios. También ellas orinan rojo, pero la cosa no parece inquietarlas poco ni mucho. Los pecadores arrepentidos averiguan por los naturales del país que aquella "sangre" es, simplemente, la orina teñida por el zumo de las tunas de Cholula. No hay, pues, tal castigo del cielo ni motivo para arrepentirse. Descargada su conciencia de escrúpulos, los católicos caballeros prosiguen sus crueles hazañas guerreras.


(Continuará)


Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

viernes, 26 de enero de 2024

Historia cultural del cactus I Heráldica

 


Historia cultural del cactus 

(una catedrática lección)


1. Heráldica


No crean ustedes, señores, que el cactus figura en el escudo de México porque sea una planta nativa de este país. No; el emblema existía ya antes de que los aztecas conocieran la tierra que habría de ser la suya. Vinieron desde el remoto norte, desde las selvas hiperbóreas de América, por decirlo así, en busca de una patria, aquella patria que el oráculo les había anunciado. Se pasaron años y años recorriendo valles y montañas en todas direcciones y luchando con otras tribus, hasta que por fin, en el año 1325, encontraron la tierra prometida. No podía caberles la menor duda, pues la meta había sido señalada con toda precisión por la profecía: el signo indicado era un nopal de tres palas coronado por dos flores abiertas, sobre una roca rodeada por las aguas y, posada en lo alto, un águila real con una serpiente en el pico.

Sobre las aguas remansadas en el fondo de este valle, en las lagunas, las lenguas de tierra, las riberas y las islas, establecieron sus moradas aquellos indios cansados de largos siglos de vida nómada y dieron a su nueva sede el nombre con que ya la habían bautizado en los sueños de su largo peregrinar: Tenochtitlán, que quiere decir "donde está el nopal silvestre". La ciudad fundada por los aztecas se llama hoy México. La serpiente y el águila no abundan ya tanto como entonces, pero el cactus sigue dominando como entonces el paisaje mexicano.

México ostentaba el cactus como símbolo en sus banderas, en sus velas y en el cuño de sus monedas. Cuando alguna familia de sangre India solicitaba del virrey la merced de la nobleza, le presentaba su árbol genealógico, en que el árbol no era tal árbol, sino un nopal. Cuando visita uno la sala de códices del Museo Nacional, se convence de que las paletas ovales del nopal, con su forma de escudo o blasón, se prestan mucho más para inscribir nombres de personas y fechas que las hojas de roble o de tilo de los árboles genealógicos europeos.


(Continuará)


Tomado de Kisch, Egon Erwin. Descubrimientos en México. Volumen 1. Prólogo de Elisabeth Siefer. Edición aumentada. Colección ideas, #62. EOSA, Editorial Offset, S.A. de C.V., México, Distrito Federal, 1988)

lunes, 28 de agosto de 2023

El cartero

 


El cartero

Su silbato es el de la alegría, aunque a veces sin que él tenga la culpa, pueda ser del sobresalto y la tristeza. Nada, ni la noticia de recibir herencia, es tan esperada como él, porque esta noticia habría de llegar por su conducto.

Es la incertidumbre: "¡El cartero!" -Es la ilusión diferida: "¿No tengo carta hoy?..."

¿Qué hace usted? -preguntaron a cierto imberbe literato, y éste contestó: Por aquí, dando vueltas. ¡Como un tío vivo! -concluyeron los preguntones.

El cartero es un tío bueno que gana el pan de sus hijos dando vueltas, repartiendo de su gran valija de cuero, verdadera lámpara encantada, genios buenos y alguno que otro de mal humor. Si usted, lector, o yo, fuésemos de veras Aladino, estoy seguro de que le concederíamos tres deseos para el regalo de sus pies: las botas de siete leguas, la alfombra mágica y una bicicleta de carreras.

Yo conozco muchachas que lo atisban tras los visillos de las ventanas, como a un novio. A padres que lo esperan como al beso de sus hijos. A hombres llenos de soledad que lo aguardan como al amigo de las confidencias. La simpatía de su informal uniforme y gorra azul, quemados de sol y de cansancio, es unánime, y él lo sabe, pero sólo el Día del Cartero y por Navidad se atreve a ponerla a prueba. Es pobre, pero honrado. Sin embargo, les voy a contar un cuento que sucedió hace muchos años en la tierra de Fue y ya no Volverá.

Este era un cartero que tenía 10 hijos. Un día no tuvo para darles de comer, y extrajo de una carta un giro de $10.00. Entonces el Gran Visir, que era inflexible, lo condenó a 10 años de prisión.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

jueves, 17 de agosto de 2023

El merolico

 


El Merolico

"¡Esta pluma importada de Alemania por la firma de Balk, cuesta en los aparadores la cantidad de 75 pesos. Aquí conmigo, representante directo, esta pluma legítima alemana punto garantizado, oro de 14 kilates, acompañada de un fino lapicero y elegante estuche de terciopelo, no le cuesta a usted cien pesos, ni 75 de 50 ni 30. Le cuesta a usted, caballero, en oferta especial de propaganda, la insignificante cantidad de siete cincuenta. ¡Siete pesos con cincuenta centavos!..."

Un palero compra una pluma; otro también. Adquisiciones bastantes para que indecisos pero picados fuereños y crédulos capitalinos se resuelvan a efectuar tan tentadora operación.

Este, vende plumas; aquél, que tiene una serpiente enroscada al brazo, medicinas curalotodo; el otro, elíxires para extraer muelas sin dolor; ese, adivina el porvenir; el de más allá, vende carteras de piel de Rusia a tres pesos.

Su utilería: una pequeña mesa de tijera, un paño tendido en el suelo; el curalotodo tiene una tribuna con quitasol, y silla para el "paciente". Los paleros se dejan extraer muelas, poner cataplasmas, hacen de clowns y sostienen diálogos picarescos que hacen morirse de risa. Su escenografía es la plaza pública, el mercado, la calle.

Yo he engrosado muchas veces el auditorio del merolico, y he quedado bobo ante su extraña habilidad, su psicología al centavo, su desplante, su irresistible elocuencia, su marrullería graciosa. Esto último me convence de que el merolico no es un político disfrazado.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

jueves, 18 de mayo de 2023

Tacos de carnitas

 

Tacos de carnitas

¡Fuchi!, exclaman aquellos como el del cuento -que puro pollo y vino blanco y traía los hollejos de los frijoles entre los dientes- cuando ven las fritangas de carnitas de cerdo; esas que olerlas atrofian cuatro sentidos en favor de uno solo: el gusto; porque así como el de los hollejos desfallecía por comer pollo, estos del ¡fuchi! qué darían por, a pesar de la pretensión, sanos hijos de vecino, llegar hasta el umbral de "El Tentempié", frente a la vitrina cuadrada que medio encierra, sobre una plancha que alimenta lumbre oculta, las odoríferas carnitas "gordas y coloradas" a las que la luz de un foquito relumbra el espejismo voluptuoso, la grasa abundante.

Que en tal lugar, tras la vitrina, está esa segunda versión del vendedor de tacos al que la buena gente aldeana llama "carnitero" cortando a la frita calculados trozos que luego coloca en la tablita o segmento de tronco, para tasajearlos con donaire y primor dignos de clientela de tan privilegiado gusto, como que nomás es verlo trabajar y ya está haciéndose lenguas.

Formadas las tortillas calientitas, chiquitas, van recibiendo de mano del orfebre ésta su porción de "gordito", la otra de "maciza", aquella de "nana", y la de más allá hígado, sin faltar la costura del palillo para evitar reventones prematuros.

"¿Le pongo salsa?", -Y usted, o yo, en Soto, Santa María la Redonda, el Carmen, aquí en Bucareli, de los muy afamados en el cubo del zaguán, muy sentados en la escalera, contando los peldaños de nuestra más lisonjera beatitud.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)


jueves, 6 de abril de 2023

Acá las tortas

 

Acá las tortas

Rótulo o letrero en la pared, en San Cosme, en Palma, en Santa María la Redonda, o Justo Sierra con Correo Mayor, el reclamo, Acá las tortas quiso indicar eso: que allí las tortas, vamos: que ese expendio presumía de vender las insuperables. Hay acá las poderosas en amor, en trabajo, en pelea.

Tortero y tortera hay en México para competir en el más rumboso concurso internacional, pues 500 o mil tortas al día es récord olímpico. Aquí y en Melbourne. Mover manos prodigiosamente, en un santiamén, en menos que canta un gallo; de rebanar teleras, quitarles el migajón, untarles tapas de crema o mostaza, ponerles la vianda indicada entre veinte que se exhiben en otras tantas cazuelas de peltre; freírlas o calentarlas si se requiere; aderezarles chipotle, chilitos verdes, lechuga, cebolla, aguacate; atender veinte manos que se alargan, es ser campeonísimo

"¡Quiero una de pulpo! ¡Tres para llevar! Usted, de qué me dijo?..."

Y él, o ella, rebanando, juntando, rellenando, tapando, envolviendo, haciendo cuentas. Y frente a ellos cien bocas, cada boca con 32 dientes que no se aguantan y una lengua pidiendo tortas a Dios dar; de acuerdo con el hambre, el antojo y el bolsillo.

Al fin de la jornada el tortero queda hecho tortilla, pues aunque en una torta se haya ido el picante del requiebro y en otra la mostaza de una cita, no todo para él son tortas y pan pintado…


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

jueves, 23 de febrero de 2023

La tamalera

 



La tamalera

"¡Verdes y colorados los tamales! ¡De dulce y de manteca! ¡Lleve los tamales! ¿Cuántos le servimos, marchantita?..."

Está envuelta en su rebozo, manto de sus mayores; sobre el fuego lento del anafre, el bote de los tamales. Destapa el bote, quita el lienzo que cubre su calor propicio; a pellizcos rápidos, porque el vapor quema, va sacándolos y poniéndolos en el plato de peltre. Una nube de incienso oloroso cosquillea el olfato del apetito.

Verde, blanco y colorado, la bandera del soldado. Estos tamales mexicanos hasta las cachas, envueltos en hojas de maíz como la superficie de la patria suave. El goce supremo de los tamales es comérselos a mordida ansiosa y trago de atole; este atole que hierve y chorrea en la olla de barro, panzona; champurrado o de cáscara, blanco, de fresa…

"¡Ay, marchantita! ¡Si no están caros! ¡Si nos han subido todo: la masa, la manteca, el azúcar, la hoja, la carne ni se diga! Por eso le pongo poquita! ¡Yo qué más quisiera!..."

El mercado por la mañana; las puertas del cine y las esquinas por las noches son altar de su oficio. Y este pueblo nuestro que hace mesa de la calle y al cochinito del ahorro prefiere la barriga llena para el corazón contento.

"¡Los tamales! ¡De chile y de dulce los tamales!"

Aquí está la tamalera, mientras la noche crece. Corte de caja y balance es el montón de hojas de maíz junto al asiento de ocote. Mientras el frío crece, envuelta en su rebozo, su rescoldo y su vapor, aquí está la tamalera: mal y vendiendo.


(Tomado de: Cortés Tamayo, Ricardo (texto) y Alberto Beltrán (Dibujos) – Los Mexicanos se pintan solos. Juego de recuerdos I. El Día en libros. Sociedad Cooperativa Publicaciones Mexicanas S.C.L. México, D. F., 1986)

jueves, 2 de febrero de 2023

Seis ademanes

 


Seis ademanes

Dentro de la serie de ademanes que tiene el hombre para evitar palabras o para subrayarlas hay algunos que son exclusivos de una raza o nación. En México veo tres ademanes nacionales o propios que son los que doy en diseño para su mejor comprensión. El ademán 1, significa dinero (pesos); el número 2, unidad mínima de tiempo y de volumen; el número 3, acción de gracias.

Cuando un español quiere significar dinero valiéndose de la de la mímica, frota repetidamente la yema del pulgar contra el índice.

Este ademán, que es ante todo movimiento, como si fuésemos pasando una por una las monedas, se usa también en México pero no es el típico. El ademán mexicano es mucho más sobrio y contundente, consiste en abrir ciertos dedos de modo que evoque la forma del peso. Es un ademán estático.

Cuando un español quiere decirle a otro, valiéndose de la mímica, que espere un poco, tiene que acudir a una serie de movimientos aproximativos: con la mano hace un signo de detener o aguardar y, con la expresión del rostro y el movimiento de la cabeza, una especie de súplica confirmativa. Total, movimientos y pocas sobriedad. El mexicano, en cambio, no tiene más que estirar paralelamente dos dedos dejando entre ellos un pequeño espacio. Ademán muy plástico, muy sobrio y sin dinamismo.

Finalmente cuando el español quiere agradecer algo pronuncia las gracias acompañándolas con una sentimiento de la cabeza. En cambio, el mexicano que agradece un cigarrillo, por ejemplo, no tiene más que levantar la mano abierta, darle un giro de un cuarto de círculo y afirmar esta postura.

En estos tres ademanes mexicanos hay la nota común ya dicha, expresividad estática, lo cual hace pensar en el hieratismo de las razas asiáticas. Pero vemos además esto otro: que el mexicano consiguió sus ademanes propios para estas tres cosas, el dinero el tiempo o el espacio, y la cortesía.

Más tarde averigüé que los mexicanos tienen tres ademanes para señalar la altura: uno para la altura de los seres humanos, otro para la altura de los animales y otro para la de las cosas. En cada uno de estos casos presenta la mano una postura especial. Para el primero se apiñan los dedos, cuidando de unir el pulgar y el índice; para el segundo, la mano extendida y plana se proyecta como telón o cuchillo; y, para la tercera, se extiende plana, como si fuese a posarse en la superficie de una mesa o de un libro.


¿Qué es esto? ¿No es una maravilla, por lo pronto? ¿No es una maravilla de finura, de agudeza, llegar a diferenciar con esos tres ademanes las tres categorías de lo humano, lo animal y lo inerte?

No creo que exista otro pueblo tan sensible a las alturas. ¿Proviene ello de una vieja civilización que se cuidaba mucho de las jerarquías? ¿Será un residuo azteca? ¿Hay entre los indios o los chinos algo parecido? Y hago esta pregunta porque los orientales y los mexicanos coinciden en otras sutilezas de olfato y de paladar que no alcanzamos los occidentales.

No creo que los etnólogos deban pasar por alto estos ademanes significativos de los mexicanos. Téngase en cuenta que los mexicanos son hombres que no bracean ni manotean al hablar; vicios comunes entre latinos. Sus ademanes no son como los del español o del italiano: alharaquientos, improvisados, tumultuosos y personalísimos; son pocos y rituales. Hasta el grado de poder catalogarse y dibujarse. Yo puedo dibujarlos y decir: ademán para indicar pesos; ademán para indicar agradecimiento; ademán para indicar tamaño del hombre, de la bestia o de la cosa.

De los seis ademanes genuinamente mexicanos, los que más se prestan a filosofar son el de espacio y tiempo y los de altura.

Vemos que uno y otros son signos de medición. "Espérame tantito", "dame tantito café" o bien "la mesa, el animal o el niño eran así de altos".

El haber dado con un signo para aquel diminutivo de tantito es un hallazgo feliz pero, además, tiene que responder a la psicología mexicana, cautelosa, refrenada, medida.

¿Ven ustedes? Ya salió la medida.

El mexicano es cauto y meticuloso, muy distinto que el español. Si este dice: "espérame un rato", o, incluso "espérame un ratito", no expresa lo mismo que el mexicano con su "espérame tantito".

Este tantito es sumamente nebuloso, no compromete a nada. Es una medida elástica y escurridiza; cautelosa. Con él expresa el mexicano la relatividad del tiempo y el espacio.

Muchos de los diminutivos que se usan en México se deben probablemente al mismo sentimiento de inseguridad, a la misma idea de relatividad. "Te veo en la nochecita." "En la mañanita, en la tardecita." "Orita vengo." "Lueguito".

El mexicano desmigaja el tiempo, lo hace migas, para que no le coaccione ni comprometa.

Y, pasando a los ademanes que indican alturas, nos encontramos con el mismo escrúpulo, con la misma meticulosidad.

¿Qué es eso de medir a todos con el mismo rasero? ¿Es que se pueden sumar o barajar cantidades heterogéneas?

Pues fijémonos bien en cómo son los ademanes que aplican en cada caso. ¿Por qué se pone la mano en esa postura cuando se refiere al tamaño de un burro? Porque así alude a las cuatro patas y al avance del caminar, se le supone en cuatro patas. ¿Y por qué en esa otra cuando se trata de la mesa o de cosa inerte? Porque con tal postura se indica mejor la gravitación, la inercia de los objetos. ¿Y por qué en la otra cuando hablamos del niño? Porque el ser humano es espiritual y erguido.

Estas explicaciones no se las he oído a ningún mexicano, pero me parecen lógicas y perfectamente aceptables.


(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)


martes, 6 de octubre de 2020

José Vasconcelos y Piedras Negras, Coahuila, 1892


EN LA ESCUELA

En Piedras Negras prosperaban los negocios. Se construían edificios públicos, se desarrollaba la mecánica en los talleres extranjeros de reparación de locomotoras; abundaban los comercios de lujo, almacenes y joyerías; pero no había una escuela aceptable. Del otro lado, los yanquis no tenían un caudillo napoleónico ni Leyes de Reforma a lo Juárez; sin embargo, acompañaban su progreso material acelerado, de una esmerada atención a la escuela. Libres de la amenaza del militar, los vecinos de Eagle Pass construían casas modernas y cómodas, mientras nosotros, en Piedras Negras, seguíamos viviendo a lo bárbaro. Los mismos mexicanos que lograban reunir algún capital preferían invertirlo del lado norteamericano para ponerlo a salvo de gobiernistas del momento y revolucionarios del futuro. También los temperamentos rebeldes --La levadura mejor del progreso- escapaban cuando podían al lado yanqui, bendito de paz alimentada en libertades públicas.
Nosotros, en busca de escuela, nos trasladamos una temporada a la vecina Eagle Pass o, como decían en casa, con total ignorancia y desdén del idioma extranjero, "El Paso del Águila".
El río [Bravo] se cruzaba en balsas. Avanzaban éstas por medio de poleas deslizadas sobre un cable tendido de una a otra ribera. A la chalana se entraba con todo y el coche de caballos. Para el tráfico ligero había esquifes de remo. Estando nosotros en Eagle Pass presenciamos la inauguración del puente internacional para peatones y carruajes. Larga estructura metálica de seis o más armaduras, apoyadas en dobles pilastras de hormigón armado. Al centro pasan los carruajes, y por ambos lados andadores de entarimados y barandal de hierro. Los habitantes de las dos ciudades se congregaron casa cual en su propio extremo del viaducto. Las comitivas oficiales partieron de su territorio para encontrarse a medio río, estrecharse las manos y cortar las cintas simbólicas que rompían barreras y dejaban libre el paso entre las dos naciones. No eran tiempos de espionaje oficial y pasaportes. El tránsito costaba una moneda para la empresa del puente, y los guardas de ambas aduanas se limitaban a revisar los bultos sin inquirir la identidad de los transeúntes. Un sinnúmero de carruajes, algunos enflorados, cruzó en irrupción de visitas recíprocas. El pueblo se mantuvo reservado. Ni los de Piedras Negras pasaron en grupos al "Paso del Águila" ni los de Eagle Pass se aventuraron a cruzar hacia la tierra de los greasers. En aquélla época, cuando bajaba el agua del río, en ocasión de las sequías, que estrechaban el cauce, librábanse verdaderos combates a honda entre el populacho de las villas ribereñas. El odio de raza, los recuerdos del cuarenta y siete, mantenían el rencor. Sin motivo y sólo por el grito de greasers o de gringo, solían producirse choques sangrientos.
Mi primera experiencia en la escuela de Eagle Pass fue amarga. Vi niños norteamericanos y mexicanos sentados frente a una maestra cuyo idioma no comprendía. Súbitamente mi vecino más próximo, tejanito bilingüe, dándome un codazo interpela:
-Oye ¿y tú a cuántos de éstos les pegas?-. Me quedé sin comprender, pero el otro insiste: -¿Le puedes a Jack? -Y señala a un muchacho rubicundo.
Después de examinarlo, respondí modestamente que no.
-¿Y a Johnny, y a Bill?
Por fin, irritado de tanta insistencia, contesté al azar que sí. El señalado era un chico pecoso más o menos de mi estatura. Imaginé que ya no había más que hacer.
Pero luego que salimos al recreo, se formó el ruedo. Se acercaron unos a verme de cerca; otros requirieron mis libros; alguno me dio la mano y varios me empujaron. Entonces mi vecino de banco gritó:
-Éste dice que le pega a Tom...
En seguida nos enfrentaron: marcaron en el suelo una raya entre los dos; el primero que la pisara era el más hombre. Nos lanzamos, no ya a la raya, sino uno sobre el otro, y nos pegamos; volvimos a contemplarnos y otra vez a reñir; por fin nos apartaron.
-Bueno -exclamó mi vecino-, puedes quedar, en seguida de éste... -Luego, volviéndose a mí: -A éste le toca el número siete.
Muy extrañado y ofendido, no tuve, sin embargo, más remedio que someterme. Pocas semanas después otro nuevo, un pequeño barrigoncito, que no quiso reñir, fue entre todos zarandeado y cacheteado hasta que lo hicieron llorar. Me indignó el episodio y acentué mi retraimiento. Era yo tímido y triste, pero sujeto a accesos de cólera, que, por lo menos, me salvaban de transigir con lo que ya me parecía como una ignominia ambiente.
Por lo demás, me sentía la conciencia entre sombras: me asaltaban miedos angustiosos; me quedaba solo, largas horas, hurgando en el interior de mi propia tiniebla. Me sobrecogían temores casi paralizantes, y de pronto se me soltaban impulsos arrojados, frenéticos. Padecía la esclavitud de mis propias decisiones triviales. Cierta vez que mis padres proyectaron un paseo dominical y a última hora lo suspendieron, hice un disgusto casi lúgubre. No acepté ninguna distracción en remplazo, y me estuve todo el día repitiendo:
-Mamá, dijiste que íbamos... Papá, dijiste que íbamos...
Mi madre, aburrida, dijo por fin:
-Te voy a poner a ti, "dijiste", "dijiste"; no seas testarudo, vete a jugar.

Y no es que me importara tanto el paseo; me dolía y me desconcertaba el cambio de plan ya convenido. De mi madre heredaba la resistencia a contrariar una resolución ya concertada. Era ella capaz de los mayores sacrificios por llevar adelante cualquier convenio, no tanto por el honor de la palabra empeñada, sino porque la voluntad es temple que se quebranta si no le respetamos sus decisiones. Falta de flexibilidad, comentará alguien; y en efecto, la vida nos obliga a los cambios; por eso mismo hay que ser muy respetuoso de las resoluciones que libremente adoptamos.
"Cuídate de tomar una decisión, porque en seguida serás su esclavo." Si alguien me hubiera susurrado al oído este consejo, en mucho se habría aligerado mi carga. Oscuridad, desamparo, terrible pavor y comprensión vanidosa, tal es el resumen emocional de mi infancia.


FRENTE A LA PLAZA

Tan pronto como encontramos habitación aceptable, regresamos a Piedras Negras. Para entonces, la familia se había enriquecido con Carlos, Samuel y Chole. Ocupamos unos bajos, esquina de la plaza, sobre la calle donde comienza el puente. Para llegar a mi escuela bastaba atravesar éste y caminar después dos o tres cuadras en los suburbios de Eagle Pass. En esta casa se inicia mi vida consciente. Tendría diez años de edad. Me veo comiendo higos negros, pasados, especialidad de la frontera; los pies recogidos sobre el asiento a causa de los pisos recién lavados. Mi madre, de pañuelo blanco en la cabeza, contempla satisfecha sus nuevas habitaciones, flamantes de limpias. Desde nuestra pequeña sala veíamos las bancas, los arbolillos del jardín público. En el lado opuesto quedaba la iglesia, y por la derecha mirábamos el cuartel y la casa municipal: doble construcción larga de un solo piso blanqueado y techado con tejas. A la vuelta, a media cuadra, teníamos la entrada del puente sobre el barranco y el río.
Nos alegraba dar por terminada la permanencia en Eagle Pass. Mi madre había estado allí muy enferma de unas neuralgias. Atormentada, además, por una de esas preocupaciones que degeneraron en celos y recriminaciones.
Mi padre no faltaba nunca a dormir, pero empezó a llegar tarde en las noches. Se hallaba de visita con nosotros un tío Esteban, el hermano mayor de mi madre, que conseguía calmarla. Acababa de recibirse de ingeniero y manejaba muchos libros. Mirando su frente leída, creía yo descubrir la ilimitada sabiduría. Con mi madre discutía de religión, y ambos se apasionaban. Otra vez lo oí desde una habitación contigua referirse a mí...
-Pobrecito, no sabe lo que le espera.
Hablaba en general de la vida y sus problemas; pero el "pobrecito" me molestó. Del porvenir yo podría ya algunas certidumbres... La vida mía no iba a ser cosa corriente. Una serie de alternativas magníficas se agitaban en mis presentimientos, en nada acreedoras de aquel "pobrecito". Con todo, en aquella época me iba por algún rincón del traspatio a llorar de angustia sin causa y cavilaba, pensaba hasta sentir fuego en las sienes.
El tío volvió pronto a la capital. Llevaba planes lisonjeros y acabó metiéndose en Aduanas, con puestos de categoría; pero, al fin y al cabo, impropios de un profesionista. A los pocos días de su partida, mi madre me mandó hacer una fogata en el corral. Junté la leña, prendí un gran fuego y luego ayudé a echar sobre él un gran número de libros empastados y sin cubierta. Toda una pira de letra impresa se consumió entre las llamas...
-Son libros -explicó mi madre-; libros herejes...



(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)

lunes, 31 de agosto de 2020

José Vasconcelos y Sásabe, Sonora, 1885


EL COMIENZO

Mis primeros recuerdos emergen de una sensación acariciante y melodiosa. Era yo un retozo en el regazo materno. Sentía me prolongación física, porción apenas seccionada de una presencia tibia y protectora, casi divina. La voz entrañable de mi madre orientaba mis pensamientos, determinaba mis impulsos. Se diría que un cordón umbilical invisible y de carácter volitivo me ataba a ella y perduraba muchos años después de la ruptura del lazo fisiológico. Sin voluntad segura invariablemente volvía al refugio de la zona amparada por sus brazos. Rememoro con efusiva complacencia aquel mundo provisional del complejo madre-hijo. Una misma sensibilidad con cinco sentidos expertos y cinco sentidos nuevos y ávidos, penetrando juntos en el misterio renovado cada día.
En seguida, imágenes precursoras de las ideas inician un desfile confuso. Visión de llanuras elementales, casas blancas, humildes; las estampas de un libro; así se van integrando las piezas de la estructura en qué lentamente plasmamos. Brota el relato de los labios maternos, y apenas nos interesa y más bien nos atemoriza descubrir algo más que la dichosa convivencia hogareña. Por circunstancias especiales, el relato solía tomar aspectos temerosos. La vida no era estar tranquilos al lado de la madre benéfica. Podía ocurrir que los niños se perdiesen pasando a manos de gentes crueles. Una de las estampas de la Historia Sagrada representaba al pequeño Moisés abandonado en su cesta de mimbre entre las cañas de la vega del Nilo. Asomaba una esclava atraída por el lloro para entregarlo a la hija del Faraón. Insistía mi madre en la aventura del niño extraviado, porque vivíamos en el Sásabe, menos que una aldea, un puerto en el desierto de Sonora, en los límites con Arizona. Estábamos en el año 85, quizás 86, del pasado siglo [XIX]. El gobierno mexicano mandaba sus empleados, sus agencias, al encuentro de las avanzadas, los outposts del yanqui. Pero, en torno, la región vastísima de arenas y serranías seguía dominada por los apaches, enemigo común de las dos castas blancas dominadoras: la hispánica y la anglosajona. Al consumar sus asaltos, los salvajes mataban a los hombres, vejaban a las mujeres; a los niños pequeños los estrellaban contra el suelo y a los mayorcitos los reservaban para la guerra; los adiestraban y utilizaban como combatientes. "Si llegan a venir -aleccionaba mi madre-, no te preocupes: a nosotros nos matarán, pero a ti te vestirán de gamuza y plumas, te darán tu caballo, te enseñarán a pelear, y un día podrás liberarte."
En vano trato de representarme cómo era el pueblo del Sásabe primitivo. La memoria objetiva nunca me ha sido fiel. En cambio, la memoria emocional me revive fácilmente. La emoción del desierto me envolvía. Por donde mirásemos se extendía polvorienta la llanura sembrada de chaparros y de cactos. Mirándola en perspectiva, se combaba casi como rival del cielo. Anegados de inmensidad nos acogíamos al punto firme de unas cuantas casas blanqueadas. En los interiores desmantelados habitaban familias de pequeños funcionarios. La Aduana, más grande que las otras casas, tenía un torreón. Una senda sobre el arenal hacía las veces de calle y de camino. Algunos mesquites indicaban el rumbo de la única noria de la comarca. Perdido todo, inmergido en la luz de los días y en la sombra rutilante de los cielos nocturnos. De noche, de día, el silencio y la Soledad en equilibrio sobrecogedor y grandioso.
Una noche se me quedó grabada para siempre. En torno al umbral de la puerta familiar disfrutábamos la dulce compañía de los que se aman. Discurría la luna en un cielo tranquilo; se apagaban en el vasto silencio las voces. A poca distancia, los vecinos, sentados también frente a sus puertas, conversaban, callaban. Por el extremo de la derecha los mezquites se confundían con sus sombras. Acariciada por la luz, se plateaba la lejanía, y de pronto clamó una voz: "Vi la lumbre de un cigarro y unas sombras por la noria..." Se alzaron todos de sus asientos, cundió la alarma y de boca en boca el grito aterido: "Los indios... allí vienen los indios..."
Rápidamente nos encerramos dentro de la casa. Unos "celadores", después de ayudar al refuerzo de la puerta con trancas, subieron con mi padre a la azotea, llevando cada uno rifle y canana. Cundió el estrépito de otras puertas que se cerraban en el villorrio entero y empezaron a tronar los disparos; primero, intermitentes; después enconados, como de quién ha hallado el blanco. Mientras arriba silbaban las balas, en nuestra alcoba se encendieron velas frente a una imagen de la Virgen. Aparte ardía un cirio de la "Perpetua", reliquia de mi abuela. De hinojos, niños y mujeres rezábamos. Después del padrenuestro, las avemarías. En seguida, y dada la gravedad del instante, la plegaria del peligro: "La Magnífica", como decían en casa. El Magnificat latino que, castellanizado, clamaba: "Glorifica mi alma al Señor, y se regocija mi espíritu en Dios mi Salvador..." "Cuyo nombre es Santo... y su misericordia, por los siglos de los siglos, protege a quien lo teme..."
No fue largo el tiroteo; pronto bajó mi padre con sus hombres. "Son contrabandistas -afirmaron-, y van ya de huida; ensillaremos para ir a perseguirlos." Se dirigieron a la Aduana para pertrecharse, y a poco pasó frente a la casa el tropel, a la cabeza mi padre en su oficio de Comandante del Resguardo. Regresó de madrugada, triunfante. En su fuga, los contrabandistas habían soltado varios bultos de mercancías.
Igual que una película, interrumpida porque se han velado largos techos, mi panorama del Sásabe se corta a menudo; bórranse días sin relieve y aparece una tarde de domingo. Almuerzo en el campo, varias personas aparte de la familia. Sobre el suelo reseco, papeles arrugados, latas vacías, botellas, restos de comida. Los comensales, dispersos o en grupos, contemplan el tiro al blanco. Mi padre alza la barba negra, robusta; lanza al aire una botella vacía; dispara el Winchester y vuelan los trozos de vidrio, una, dos, tres veces. Otros aciertan también; algunos fallan. Por la extensión amarillenta y desierta se pierden las detonaciones y las risas.
Gira el rollo deteriorado de las células de mi memoria; pasan zonas ya invisibles y, de pronto, una visión imborrable. Mi madre retiene sobre las rodillas el tomó de Historia Sagrada. Comenta la lectura y cómo el Señor hizo al mundo de la nada, creando primero la luz, en seguida la Tierra con los peces, las aves y el hombre. Un solo Dios único y la primera pareja en el Paraíso. Después, la caída, el largo destierro y la salvación por obra de Jesucristo; reconocer al Cristo, alabarlo; he ahí el propósito del hombre sobre la Tierra. Dar a conocer su doctrina entre los gentiles, los salvajes; tal es la suprema misión.
-Si vienen los apaches y te llevan consigo, tú nada temas, vive con ellos y sírvelos, aprende su lengua y háblales de Nuestro Señor Jesucristo, que murió por nosotros y por ellos, por todos los hombres. Lo importante es que no olvides: hay un Dios Todopoderoso y Jesucristo su único hijo. Lo demás se irá arreglando solo. Cuando crezcas un poco más y aprendas a reconocer los caminos, toma hacia el sur, llega hasta México, pregunta allí por tu abuelo, se llama Esteban... Sí, Esteban Calderón, de Oaxaca; en México le conocen; te presentas, le dará gusto verte; le cuentas cómo escapaste cuando nos mataron a nosotros... Ahora bien: si no puedes escapar o pasan los años y prefieres quedarte con los indios, puedes hacerlo; únicamente no olvides que hay un solo Dios Padre y Jesucristo, su único hijo; eso mismo dirás entre los indios... -Las lágrimas cortaron el discurso y afirmó-: Con el favor de Dios, nada de eso ha de ocurrir...; ya van siendo pocos los insumisos... Me llevan estos recuerdos al de una misa al aire libre, en altar improvisado, entre los mezquites, el día que pasó por allí un cura consumando bautizos.
No sé cuánto tiempo estuvimos en aquel paraje; únicamente recuerdo el motivo de nuestra salida de allí.
Fue un extraño amanecer. Desde nuestras camas, a través de la ventana abierta, vimos sobre una ondulación del terreno próximo un grupo extranjero de uniforme azul claro. Sobre la tienda que levantaron flotaba la bandera de las barras y las estrellas. De sus pliegues fluía un propósito hostil. Vagamente supe que los recién llegados pertenecían a la comisión norteamericana de límites. Habían decidido que nuestro campamento, con su noria, caían bajo la jurisdicción yanqui, y nos echaban: "Tenemos que irnos -exclamaban los nuestros-. Y lo peor -añadían- es que no hay en las cercanías una sola noria; será menester internarse hasta encontrar agua."
Perdíamos las casas, los cercados. Era forzoso buscar dónde establecernos, fundar un pueblo nuevo...
Los hombres de uniforme azul no se acercaron a hablarnos; reservados y distantes esperaban nuestra partida para apoderarse de lo que les conveniese. El telégrafo funcionó; pero de México ordenaron nuestra retirada; éramos los débiles y resultaba inútil resistir. Los invasores no se apresuraban; en su pequeño campamento fumaban, esperaban con la serenidad del poderoso.

(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F.,1983)

viernes, 28 de agosto de 2020

José Guadalupe Posada, el trabajo gustoso


3. El trabajo gustoso

En el semanario El Fandango el 31 de mayo de 1892 fue publicado el siguiente anuncio: José Guadalupe Posada tiene el honor de ofrecer al público sus trabajos como grabador en metal, madera, para toda clase de ilustraciones de libros y periódicos. Igualmente ofrece sus servicios como dibujante de litografía. Cerrada de Sta. Teresa no. 2.
Allí hay que buscar a Posada, en su taller. Visto desde fuera es una pequeña accesoria en la puerta cochera de una casa de vecindad igual a muchas que todavía podemos encontrar en el centro de la ciudad. Si entramos hallaremos un microcosmos autosuficiente en el que se hacen cosas con las manos. Porque, pese a los aromas de ácidos y tintas, ese delicado olor a prensas que puede ventear desde lejos quien lleva en su sangre a un impresor, o a los suntuosos colores de las hojas volantes, o al rasgueo del buril sobre el metal en el ámbito silencioso, se percibe inmediatamente que el sentido primordial del artesano es el del tacto.

El maestro está trabajando. Trabaja mucho: Cardoza y Aragón le atribuye la horrible cantidad de más de 20 mil grabados; se dice pronto, más de 20 mil. Está como siempre, encorvado sobre la plancha un poco alzada sobre un atril, mirando por una lupa con la gran cabeza un poco inclinada hacia abajo, y en la gorda mano, el buril. Junto a una pata de la mesa, la escupidera de latón; al fondo los aprendices accionan la prensa; uno de ellos, su hijo, prometía como ilustrador, pero murió joven. Trabajar. Pero trabajar en el taller del artesano no tiene las sórdidas y descorazonadoras implicaciones que hallamos en la oficina, la fábrica y los otros hormigueros. Esta jornada de trabajo, escribe Octavio Paz, "no está dividida por un horario rígido sino por un ritmo que tiene que ver más con el cuerpo y la sensibilidad que con las necesidades abstractas de la producción. Mientras trabaja puede conversar, y a veces, cantar".

Todo en el taller tiene medida humana. Este espacio es todavía un cálido y, sólo en apariencia, anárquico espacio indiferenciado donde se puede trabajar, comer, dormir, conversar con los amigos que vienen de visita, vivir con la mujer y los hijos, y no una víctima más de los autoritarismos de la arquitectura funcional: cada actividad en el espacio que le corresponde, orden, asepsia y vacío, como en el quirófano. No sin razón se afirma que la historia de los espacios es la historia de las modalidades del poder. En el taller todo está gratamente confundido y a la mano. "Por sus dimensiones y por el número de personas que la componen -sigue diciendo Paz-, la comunidad de los artesanos es propicia a la convivencia democrática; su organización es jerárquica pero no autoritaria y su jerarquía no está fundada en el poder sino en el saber hacer: maestros, oficiales, aprendices; en fin, el trabajo artesanal es un quehacer que participa también del juego y de la creación. Después de habernos dado una lección de sensibilidad y fantasía, la artesanía nos da una de política."
El tiempo y el espacio del artesano son, pues, abarcables y muy personalizados. En su cuerdo ámbito el artesano trabaja lentamente, con ese ritmo que hace que las cosas salgan bien. Posada pudo haber sido cestero, carpintero, vidriero o alfarero; las cosas, y su natural predilección, lo hicieron grabador. Pero él también hace útiles, hace "toda clase de ilustraciones de libros y periódicos", sin las cuales los escritos serían elocuentes pero ciegos. Toda clase. En un cartel donde de autorretrató puede leerse: imprenta de A. Vanegas Arroyo (fundada en el siglo XIX año de 1880. En esta antigua casa se halla un variado y selecto surtido de canciones para el presente año. Colección de felicitaciones, suertes de prestidigitación, adivinanzas, juegos de estrado, cuadernos de cocina, dulcero, pastelero, brindis, versos para payaso, discursos patrióticos, comedias para niños o títeres, bonitos cuentos. El nuevo oráculo o sea el libro del porvenir. Reglas para echar las cartas. El nuevo agorero mexicano. La magia prieta o blanca o sea el libro de los brujos.

Todo esto y más. Al maestro lo urgen más que al relojero o al sastre porque trabaja para los periódicos. La Gaceta Callejera, hoja volante que se publicará cuando los acontecimientos de sensación lo requieran, no puede esperar. El número de asuntos ilustrados por Posada es enorme: la catástrofe y la carta de amor, la fiesta, el fenómeno y la ejecución pública; el descarrilamiento, el ardid político, el juego de la lotería, el fin del mundo; actrices, toreros, rufianes, sirvientas, usureros, curas, catrinas, peones, lagartijos, policías, comadres, pelados, burócratas, envenenadores, prostitutas, jueces, damas de la más alta sociedad, tranviarios, rateros, militares, políticos, buzos, acróbatas, y, en fin, tipos y más tipos, y personajes y más personajes: Don Porfirio, Madero y Don Chepito Marihuano, Nuestra Señora de Zapopan y el Tigre de Santa Julia... Todos lúcida y puntualmente retratados. Así, lentamente ha ido dibujando su zoológico mexicano, su historia natural de una época mansa y turbulenta, festiva y cruel; Posada, como Balzac, es el notario de la historia, el testigo del orden social.

Pero el desmesurado mundo de Posada se distingue de otros universos semejantes, los de Balzac o Galdós, por ejemplo, en que su comedia no ha sido planeada ni obedece a ningún programa; esta obra inmensa, labor de una vida, es casi un accidente, es nada más la aglomeración que resulta del aluvión de demandas. De aquí se sigue algo cuya sola mención habría indignado, creo yo, a Diego Rivera y los otros críticos socialistas, y es el carácter medieval del arte de Posada. Los trabajos del maestro que no siguen ningún plan, que van creciendo casi silvestremente, que son fieles a todas las tradiciones y toman lo que quieren de aquí y de allá, tienden a ser impersonales; Posada, como Juan Ruiz, se oculta y se revela en la tradición; él también es un anónimo coplero o un anónimo constructor de catedrales. Y si de comparaciones se trata, me parece que la enciclopedia de Posada se parece más a la de Rabelais que a la de cualquier otro. Ellos comparten la alegría, la minuciosidad y precisión, el encanto y el fuerte sabor popular. Los dos son muy simpáticos. Sí, nuestro maestro bien podría haber sido el regocijado ilustrador de los dichos y hechos del buen Pantagruel.

(Tomado de: Hiriart, Hugo - El universo de Posada. Estética de la obsolescencia. VIII Memoria y olvido: imágenes de México. SEP/Martín Casillas Editores. México, D.F., 1982)

viernes, 24 de julio de 2020

Creelman y Don Porfirio, 1908

Creelman y Don Porfirio
Periodista el uno. Presidente de la República el otro. Un régimen a la deriva. Y para salvarlo, ambos, como los necios, quieren tapar el sol con un dedo.
Ambos también ya no tienen oídos para escuchar los tremendos latidos del corazón enardecido de un pueblo a quien a fuerza desean meter en la órbita de un siglo fallecido: el siglo XIX, cuando las manecillas del reloj marcan horas de la centuria veinte.
Porfirio Díaz, osado, soberbio, ha preferido en este momento fúnebre hablar con un periodista extranjero, antes que conceder ya la misma entrevista a cualquier reportero mexicano. Esa ofensa del dictador al periodismo nacional es, según la califican los filósofos prácticos, de aquéllas ofensas que no se borran.
James Creelman es un cincuentón. Tapa la barbilla afilada con una piocha muy solemne, más afilada aún. Largos bigotes dan respetabilidad a su faz. Su cara es de las que al primer golpe de vista no se olvidan. Llega Creelman al Alcázar de Chapultepec. Se le recibe con exagerados protocolos, en tanto que en las bartolinas de la Cárcel de Belén decenas de periodistas sufren insolencias de los esbirros y prolongado ayuno.
Creelman saluda a Porfirio Díaz. Acomódase éste en amplío sillón, cerca de larga mesa, y el "publicista norteamericano muy afamado", representante del Pearson's Magazine, de Nueva York, extiende su libreta y saca su puntiagudo lápiz. "He hecho un viaje de cuatro mil millas para entrevistarlo", afirma cortésmente el reportero. La farsa ha comenzado.
-"Es un error suponer que el porvenir de la democracia en México se haya puesto en peligro por la continua y larga permanencia de un Presidente en el poder."
Tan gran mentira es anotada por el periodista yanqui. Después de cambiar impresiones en torno de la política norteamericana. Porfirio exclama: "¡Varias veces he tratado de renunciar a la Presidencia, pero se me ha exigido que continue en el ejercicio del poder, y lo he hecho en beneficio del pueblo que ha depositado en mí su confianza. El hecho de que los bonos mexicanos bajaran once puntos cuando estuve enfermo en Cuernavaca, es una de las causas que me han hecho vencer la inclinación personal de retirarme a la vida privada."
El carnet de Creelman sigue anotando falacias.
-"Hemos conservado la forma de gobierno republicano y democrático -agrega cínicamente el dictador Díaz-, hemos defendido y mantenido intacta la teoría; pero hemos adoptado en la administración de los negocios nacionales una política patriarcal, guiando y sosteniendo las tendencias populares, en el convencimiento de que bajo una paz forzosa, la educación, la industria y el comercio desarrollarían elementos de estabilidad y unión en un pueblo naturalmente inteligente, sumiso y benévolo."
Al decir paz forzosa, paradójicamente en el escritorio de trabajo del llamado "Pacificador' se encuentran muchos partes de guerra: levantados en el norte, pronunciados en el Bacatete, guerrillas en el sureste, fusilamientos en todos lados.
-"He esperado con paciencia el día en que la República de México -dice sumisamente- esté preparada para escoger y cambiar sus gobernantes en cada periodo sin peligro de guerras, ni daño al crédito y al progreso nacionales. Creo que este día ha llegado..."
Y ahora el periodista engolosina al general Díaz y le habla de política, de partidos, de hombres nuevos. Y el general Díaz, sin ningún recato, echa a volar está monstruosa mentira:
-"Es cierto que no hay partidos de oposición. Tengo tantos amigos en la República, que mis enemigos no se muestran deseosos de identificarse con la minoría. Aprecio la bondad de mis amigos y la confianza que en mí deposita el país; pero una confianza tan absoluta impone responsabilidades y debes que me fatigan más y más cada día. Tengo la firme resolución de separarme del poder al expirar mi periodo, cuando cumpla ochenta años de edad, sin tener en cuenta lo que mis amigos y sostenedores opinen, y no volveré a ejercer la Presidencia."
El general Díaz -nos cuenta el mismo Creelman- contempló un momento el majestuoso paisaje que se extendía al pie del antiguo castillo, y luego, sonriendo ligeramente, se internó por una galería, rozando a su paso una cortina de flores rojas y geranios rosa, amorosamente enlazados, al jardín interior, en cuyo centro una pila rodeada de palmeras y flores lanzaba plumas de agua, de la misma fuente en qué Moctezuma apagó su sed bajo los gigantes cipreses que aún levantan sus ramas alrededor de las rocas que pisábamos.
Porfirio Díaz cruza los brazos y dando muestras evidentes de estar al margen, muy lejos de la realidad, sostiene está inexactitud.
-"Si en la República llegase a surgir un partido de oposición, le miraría yo como una bendición y no como un mal, y si ese partido desarrollara poder, no para explotar, sino para dirigir, yo le acogería, le apoyaría, le aconsejaría, y me consagraría a la inauguración feliz de un gobierno completamente democrático. Por mí, me contento con haber visto a México figurar entre las naciones pacíficas y progresistas. No deseo continuar en la Presidencia. La Nación está bien preparada para entrar definitivamente en la vida libre. Yo me siento satisfecho de gozar a los setenta y siete años, de perfecta salud, beneficio que no pueden proporcionar ni las leyes ni el poder, y el que no cambiaría por todos los millones de vuestro rey del petróleo."
Otras mentiras más y la farsa termina. James Creelman regresó a su país y poco tiempo después húbose de dar cuenta con escepticismo que su entrevistado de Chapultepec no había dicho la verdad. En su propio periódico, el Pearson's Magazine, leyó este titular, a fines de noviembre de 1910: "Estalló la Revolución en México."

(Tomado de: Morales Jiménez, Alberto - 20 encuentros históricos en la Revolución Mexicana. Creelman y Don Porfirio. Colección METROpolitana, #2, Complejo Editorial Mexicano, S.A. de C.V., México, D.F., 1973)