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viernes, 15 de noviembre de 2019

El teatro en ciudad de México, de 1824 a 1826

(Teatro Principal)


En 1824 llega a México un buen actor español, Diego María Garay, quien forma la primera compañía seria de teatro que funcionó en la capital, es decir, sujetos los actores a una disciplina, a un sueldo fijo y a una dirección escénica. Garay, que era hombre hábil, de inmediato se enteró de las ideas liberales privativas de la ciudad, y para congraciarse con el público anunció en sus primeras representaciones el drama intitulado La virtud perseguida por la superstición y el vicio, que era una diatriba en contra de la Inquisición y de los inquisidores. La publicidad que hizo Garay fue tan directa en contra del clero, que las familias protestaron y las autoridades mandaron prohibir la representación. ¡A los tres años escasos de la proclamación de la Independencia y cuando no se hablaba de otra cosa en toda la República que no fuesen la libertad y los derechos del hombre! La censura teatral nació, pues, con la libertad de expresión. México ha hecho siempre honor a su fama de país de contrastes y de paradojas.
Pero no sólo las autoridades andaban un tanto atrasadas y sin hacer caso a las nuevas ideas de progreso: también el público seguía viviendo en pleno oscurantismo, como pudo darse cuenta un pobre italiano que recorría el mundo con su espectáculo de prestidigitación. El el mes de agosto de 1824 se presenta Castelli en el Coliseo Nuevo y los espectadores se santiguan horrorizados al ver cómo aquel hombre hace desaparecer los objetos, convierte el agua en vino y resucita a un pajarillo. ¿Prestidigitación? ¿Juego de manos? El público no conocía el significado de tales palabras; sólo daba crédito a sus ojos y aquello no era otra cosa que brujería. ¿Por qué habrá desaparecido la santa Inquisición?, se preguntaban, y decidieron convertirse ellos mismos en inquisidores y quemar en leña verde a aquel hechicero. El pobre de Castelli tuvo que abandonar el teatro a toda prisa, y la capital, y el país. José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, lamenta la ignorancia y el fanatismo de sus conciudadanos desde las páginas del diario El Sol.
El estado del teatro Principal en 1825 era lamentable. Por desidia de los empresarios hacía muchos años que se le había abandonado y apenas si diariamente los mozos lo barrían con desgano. Los sanitarios despedían tales emanaciones, que los espectadores desde sus palcos y lunetas se veían obligados a llevarse a la nariz constantemente sus pañuelos empapados en perfume; pero en cambio, existía una pequeña capilla en la entrada que estaba siempre muy limpia, y a veces el santo que la ocupaba se veía iluminado por veladoras. El público, como ya se ha visto, tampoco era muy escrupuloso ni ilustrado, y las tertulias proseguían en voz alta una vez que ya había comenzado la representación, y en ciertas ocasiones una discusión entablada en un palco tenía un volumen mayor que el de la voz de los actores, de manera que el público se olvidaba de éstos y seguía con interés lo que se hablaba en el palco. Cuando terminaba un acto de la comedia o drama, en el intermedio aparecían cantantes a entonar coplas de actualidad, o bailarinas a ejecutar “sonecitos del país”, como se llamaba entonces a nuestro folklore. Entre bastidores se agolpaba un heterogéneo conjunto de petimetres que iban en pos de las cómicas, de criadas y vestidoras, de tramoyistas y de amigos, y todos comentaban en voz alta lo que les venía en gana y sus carcajadas se escuchaban por todo el teatro, así como la voz del apuntador, quien desde su concha dejaba escapar todo el torrente de su voz y todo el humo de su pestilente cigarro. Las decoraciones eran ya hilachos llenos de remiendos y de manchas, y el vestuario era el mismo para una tragedia de corte griego que para una comedia de Fernández de Moratín. A todo esto debe añadirse el desagradable olor que despedían las lámparas de aceite con que se iluminaba el escenario y el salón, y casi siempre las que estaban colgadas sobre los espectadores dejaban gotear incesantemente su viscoso líquido que manchaba los vestidos de las señoras. Este estado del teatro perduró por mucho tiempo, puesto que quince años después, en 1840, cuando llegó la marquesa Calderón de la Barca como esposa del embajador de España en México, en sus deliciosas cartas sobre La vida en México nos lo confirma.


(Tomado de: Reyes de la Maza, Luis - Cien años de teatro en México. Colección ¿Ya LEISSSTE?. Biblioteca del ISSSTE. México, 1999)

miércoles, 9 de octubre de 2019

El teatro en ciudad de México, de 1812 a 1821


Teatro del Coliseo nuevo (actualmente calle de Bolívar) Cambió de nombre a Teatro Principal el 1° de marzo de 1931
En ese año de 1812 se ofrecen magnas funciones en el Coliseo de comedias para honrar al triunfador de las batallas de Aculco y Calderón, al general que había diezmado los ejércitos insurgentes: Félix María Calleja del Rey, héroe popular en la capital al que le hicieron tantos homenajes de admiración y lambisconería, que el virrey Francisco Javier Venegas furioso y celoso, se negó a asistir a las funciones teatrales que fuesen en honor de Calleja, presintiendo seguramente que aquel hombre cubierto de gloria lo iba a destronar un año después, en 1813, cuando surge en el ambiente teatral de la aún llamada Nueva España la segunda figura artística de la que tenemos noticia en cuanto a popularidad y cariño del público. La primera fue Antonia de San Martín, hermosa y escandalosa primera actriz de finales del siglo XVIII y la segunda fue Inés García, graciosa y joven cantante que enloquecía a los espectadores. He aquí cómo nos la describe Enrique de Olavarría y Ferrari en su Reseña histórica del teatro en México: “El óvalo de su rostro, tenuemente apiñonado, se encerraba graciosamente en un marco de suavísimos cabellos negros, artificialmente rizados; negros y grandes sus ojos, miraban al medroso ante su hermosura con graciosa picardía; la boca era un canastillo de verdaderas gracias; pequeños y encendidos los labios, diminutos y blancos los dientes, embriagador y aromático el aliento…” Después de esta descripción, no es de extrañar que la noche de su beneficio en el citado año de 1813, Calleja ordenase a sus ayudantes que arrojaran al escenario, en el momento de aparecer la Inesilla, como era conocida cariñosamente por el público, más de cien onzas de oro, por lo que aquella noche la artista ganó 3,500 pesos entre lo que recaudó a la entrada y lo que le fue arrojado al escenario, sin contar las alhajas que le fueron enviadas a su camerino. En realidad debe haber sido muy hermosa la Inesilla, pero no se explica uno cómo Enrique de Olavarría, quien llegó a México en 1865, o sea cuando ya no vivía la Inesilla, puede asegurar tan enfáticamente que tenía “embriagador y aromático el aliento”. Licencias de romántico.


(Tomado de: Reyes de la Maza, Luis - Cien años de teatro en México. Colección ¿Ya LEISSSTE?. Biblioteca del ISSSTE. México, 1999)

jueves, 26 de septiembre de 2019

El teatro en ciudad de México, de 1821 a 1823

(Teatro Nacional)

Durante los largos años que duró la guerra de Independencia, el teatro de la capital se sostuvo con variable fortuna, y el 1821, fecha trascendental, lo es también para la historia de nuestro teatro, ya que en ese año encontramos la primera noticia de una obra de Shakespeare montada en México. Ésta fue, tenía que ser, el Hamlet. Pocas noches después, el 27 de octubre de 1821, día de la proclamación y jura solemne de la Independencia, fue ofrecida en el Coliseo una magna función en honor del Ejército Trigarante y de su jefe, Agustín de Iturbide, en la que se representó una obra de autor nacional intitulada, precisamente, México libre, pero con sorpresa vemos que los personajes eran Marte, Palas Atenea y Mercurio, luchando con La Libertad en contra del Despotismo, la discordia, el Fanatismo y la Ignorancia. No tenía, pues, nada de mexicano este México libre
Iturbide, casi enloquecido por el triunfo, la gloria y el incienso, se proclama emperador, pero su corte dura muy poco tiempo y al caer surgen en la conciencia del pueblo sus derechos, e inspirándose en la Revolución Francesa todos los habitantes de la recién nacida República se hacen llamar “ciudadanos”, costumbre que hasta la fecha perdura con una ridícula C antepuesta al nombre en los escritos oficiales. El teatro, que siempre estaba, está y estará listo para adaptarse a la moda del momento, recoge la nueva costumbre y en 1823 así eran los programas: “Se cantará una aria por la ciudadana Mariana Gutiérrez; un concierto de violín por el ciudadano profesor Francisco Delgado; una aria bufa por el ciudadano empresario Victorio Rocamora.”
Por esa misma época el Coliseo Nuevo tiene su primer competidor al inaugurarse un nuevo teatro: el Provisional, situado en lo que fue un palenque de gallos, hecho de madera y sin techo, por lo que en los programas se tenía que anunciar: “La hora de comenzar será a las siete y media si el tiempo lo permite”. Este teatro fue mejorado después, techado y acondicionado, y funcionó por largos años con modestas compañías hasta que fue destruido por el fuego en 1884.
En mayo de 1823 se estrenan dos comedias de autor mexicano del que por desgracia ignoramos su nombre. La primera se tituló El liberal entre cadenas, y la segunda El despotismo abatido. Era El liberal una loa a quienes hicieron posible la Independencia, y constaba de cinco pequeños actos. En el primero veíase a una mujer abrazando a su hijo y llorando a mares porque su esposo había sido encarcelado por sus ideas liberales y por su ardiente amor a la patria. En el segundo acto la esposa es consolada (no sabemos de qué manera) por un amigo de su marido. En el tercero vemos al liberal encadenado pero muy orgulloso de su estado. En el cuarto llega el amigo a decirle que pronto estará libre porque ha triunfado la buena causa, y en efecto, entra un carcelero y lo libera. Y por fin, en el quinto se entona una marcha patriótica por toda la tropa liberal. Sólo que al director de escena se le olvidó cambiar la escenografía para el quinto acto, y así resultó que los liberales entonaban su marcha de libertad dentro de un calabozo. A pesar de tan enorme despropósito, la obra gustó y fue aplaudida, no así la segunda, o sea El despotismo abatido, que fue rechazada por el público porque aparecía Iturbide víctima del escarnio del autor, y el público mexicano jamás ha permitido que se haga burla de un caído, como volvió a demostrarlo años después con Maximiliano y Carlota, y mucho más tarde con Porfirio Díaz.


(Tomado de: Reyes de la Maza, Luis - Cien años de teatro en México. Colección ¿Ya LEISSSTE?. Biblioteca del ISSSTE. México, 1999)