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lunes, 20 de marzo de 2023

Concha Urquiza, una mística irreverente

 


Una mística irreverente: Concha Urquiza

En su búsqueda de Dios solo consiguió ahogarse en un mar de contradicciones


Por Alberto Cirigo

En 1924 la popular Revista de Revistas mostró la foto de una joven poeta de 14 años que destacaba por su intensa mirada, su corta melena de rubios y encrespados cabellos y la precoz sensualidad que irradiaba. Un año antes había había publicado versos de excelente factura en la Revista de Yucatán. Los poemas revelaban una fascinante mezcla de fervor religioso con amor profano, pero sobre todo reflejaban el alma atribulada de la autora, Concha Urquiza.

Esa singular moreliana nació la Nochebuena de 1910, cuando la revolución ya se extendía sobre gran parte del territorio mexicano, en el seno de una familia católica y tradicionalista. Tempranamente se vio sacudida por la tragedia: a los 3 años murió el padre y la familia se trasladó a la ciudad de México. La ausencia paterna marcó de manera indeleble a Concha, quien empezó a llevar una existencia tan trágica e inestable como la que vivía el país por esa época. Educada en un austero ambiente religioso, le tocó presenciar primero las atrocidades del conflicto revolucionario y luego las de la guerra cristera.

A los 17 años empezó a escribir una especie de diario que terminó 6 años después y que contiene relatos autobiográficos, esbozos de novelas, cuentos y poemas agrupados bajo el título de El reintegro. En los escritos se notan elementos que no se utilizaban en la literatura mexicana de aquel tiempo, tales como el cuestionamiento de la conducta y la vida de los personajes. Entonces Concha estaba muy influenciada por el escritor inglés de origen polaco Joseph Conrad, con quien compartía un hondo sentimiento de soledad, una radical incapacidad para mantener relaciones amorosas y un profundo amor por el mar.

ENTRE LA CRUZ Y EL VERSO 

A los 18 años se fue a vivir a Nueva York, donde permaneció un lustro y donde consolidó su formación intelectual. Trabajó en el departamento de publicidad de la empresa cinematográfica Metro Goldwin Mayer y perfeccionó su inglés leyendo a los más destacados autores anglosajones. Por entonces solía decir a sus amigos: "Cuando estoy en Estados Unidos y oigo ladrar en inglés, me pongo a leer a Shakespeare; cuando estoy en México y oigo aullar en español, leo a Cervantes".

Regresó al país en 1933 más temperamental y caprichosa que cuando se había ido y dueña de una recia personalidad matizada con severos arrebatos de inestabilidad. De carácter más bien modesto -nunca alardeó de intelectual ni dio gran importancia a sus escritos-, pasó su vida entre la bohemia y la religión. Muchos de quienes la conocieron cuentan que mientras estaba platicando en una cafetería pedía una servilleta y se ponía a escribir entusiastamente sobre ella; pero a menudo dejaba lo escrito sobre la mesa o lo regalaba a sus acompañantes. Muchas de esas servilletas son, en la actualidad, originales de numerosos poemas.

Cuando convivía con amigos no vacilaba en utilizar un lenguaje salpicado de groserías, impropio de las damas de aquella época. Trabajó durante un tiempo en el archivo de la Secretaría de Hacienda, se declaró simpatizante de las ideas de izquierda, militó en el Partido Comunista Mexicano (constituido en la segunda década de este siglo) y posteriormente adoptó un anarquismo crítico que degeneró en una aguda insatisfacción personal. En este último periodo emprendió una desesperada búsqueda de sentido para su existencia.

CONVERSIÓN APASIONADA 

Su radical insatisfacción empujó a Concha hacia la vida religiosa. Estaba convencida de que en el seno del catolicismo resolvería las dudas que la acusaban y se convirtió en novicia en un convento michoacano de las Hijas del Espíritu Santo.

Al igual que sor Juana Inés de la Cruz, tuvo un confesor y guía espiritual, Tarsicio Romo, quien tomó a su cargo la tarea de inculcarle las enseñanzas de Cristo. Romo la describe como "rebelde como un matorral, nerviosa y moralmente hecha pedazos". Además de estimular su fervor religioso, el clérigo le ayudó a incrementar sus conocimientos literarios, prestándole obras del poeta español Federico García Lorca, que él consideraba no aptos para estar en la biblioteca de un convento. En una carta en que le pedía la devolución de los libros, Romo se refería a ella como si fuera un hombre, escribiéndole: "usted es demasiado inteligente y puro".

Dentro del convento en Morelia, Concha tuvo que soportar una vida de encierro, obediencia y disciplina que contrastaba con su dominante carácter. A raíz de ello sus nervios, de por sí muy sensibles, se mantenían "siempre tensos como un arco a punto de disparar la flecha", de acuerdo con el sacerdote Gabriel Méndez Plancarte, uno de sus biógrafos y principal promotor.

ESTE AMOR QUE YO ALIMENTO...

Durante años la poeta se sintió torturada por la falta de amor, "aun por el más bajo de los amores humanos", hasta que una noche de 1937 tuvo, por fin, su encuentro con la divinidad, su enamoramiento de Dios, quien -escribió- "se apoderó completamente de todos mis deseos". Meses después la conversa declaró: "Nunca amé a nadie con tal pasión del entendimiento y la voluntad, ni creo que después de haber sentido esto pudiese contentarme con el amor a un hombre", sentimiento que expresó en la frase "quiero amarte sin mí", que aparece en uno de sus versos.

En esa etapa escribió sus mejores poemas, caracterizados por imágenes amorosas similares a las de los poetas místicos como fray Luis de León, santa Teresa y san Juan de la Cruz. Ubicada a un paso del erotismo, la poesía mística requiere de una revelación, de un trance espiritual como los que Concha experimentaba después de orar intensamente. Ella describió esa sensación "que entraba por todos los sentidos, mezcla de estupor y angustia, como quien pasa de un medio físico a otro…"

Apunta el investigador José Vicente Anaya que para el amor del misticismo católico la muerte es el único medio por el cual el amante puede vivir definitivamente con el amado, por lo que morir es un anhelo ferviente de los místicos. En Concha Urquiza las ansiedades terrenales y los impulsos celestiales chocaban duramente, provocándole reiteradas crisis nerviosas, mientras en sus escritos la vida y la muerte constituye un único y reiterativo tema. Empezó a sufrir lo que llamó "marejadas de sombra" y escribió: "Sufro porque vivo en una contradicción perpetua... No sé qué tengo ni qué quiero".

VUELTA A LA VIDA TERRENA

Harta de la vida conventual, regresó a la Ciudad de México a vivir con su madre y su hermana. Fumaba sin parar y le gustaba beber cerveza en las comidas, cosa que no hizo mientras permaneció con las monjas. Luego realizó un viaje a Morelia y Pátzcuaro en el que lamentó separarse por segunda vez de sus allegados. Escribió: "Sólo he querido morir para descansar un poquito, pero no quisiera morir por haberte amado poco" e imaginó una muerte gloriosa, "morir por amor al amado".

Aunque fuera del convento, continuó ligada a la congregación, enseñando literatura e historia en colegios confesionales del DF y provincia. En 1939 viajó a San Luis Potosí, donde impresionada por la tranquilidad interior que sentía decidió quedarse una temporada. Trabajó como maestra de lógica e historia de las doctrinas filosóficas, y su vida se volvió más sosegada y fecunda. Terminó el bachillerato en ciencias sociales e inició el primer año de leyes en la Universidad Autónoma de San Luis Potosí. Continuó escribiendo y consolidando un estilo propio. Hizo la adaptación para cine de la obra de Edmundo D'Amicis, Corazón, diario de un niño, y escribió poesías, cartas y su Diario.

A pesar del remanso de paz que había encontrado en tierra potosina, en septiembre de 1944 regresó a México para profundizar sus estudios de filosofía. Asistió al seminario de investigaciones históricas que impartía el admirado José Gaos, pero una severa crisis nerviosa la sumió en "una gran aridez espiritual".

Censurados por la Iglesia, muchos de los escritos de Urquiza acabaron quemados por las monjas del Espíritu Santo, en tanto otros fueron "editados" por Méndez Plancarte. Si bien a este biógrafo se debe el descubrimiento público de la poeta, comenta el escritor Emmanuel Carballo que los maledicentes de los años 50 murmuraban que el editor había transformado los poemas eróticos de Concha, dirigidos en su mayoría al filósofo Adolfo Menéndez Samará, en intensos poemas místicos. El afán apostólico de Méndez Plancarte por salvar un alma descarriada -dice Carballo- acabó por imponerse; y donde la autora escribía "señor" con minúscula, el religioso copiaba "Señor" con mayúscula, operación que también realizó con el pronombre "Él".

BORRASCA ESPIRITUAL 

Los demonios internos volvieron a atormentar a Concha, quien viajó a Baja California invitada por las Hijas del Espíritu Santo para dar clases en su colegio de Tijuana. Abordó la avión a Mexicali y de allí partió a Ensenada con el fin de pasar unos días de descanso junto al mar. Llegó a su destino muy afectada, pues en los últimos tiempos se había sentido muy alejada de Dios. Miguel M. Domínguez, un conocido de ella quien la vio en esa época, dijo que "su alma venía buscando a Dios en ese mar tan azul".

El 20 de junio de 1945 fue al balneario "El Estero" con un grupo de amigos. Realizó un paseo por un islote cercano, mientras sus acompañantes se alejaban en una embarcación, dejándola con otro de los visitantes y despreocupados de ella, a quien consideraban excelente nadadora. Un día después se encontraron los dos cuerpos flotando en el océano Pacífico y el 22 de junio la poeta fue sepultada en el panteón del Tepeyac, en Tijuana.

De los amores de Concha poco se sabe, salvo lo dicho por Carballo. Lo cierto es que ella consideraba que el amor humano y el divino eran excluyentes, lo cual le acarreó una vida de dudas, incertidumbre y mortificaciones. Aun cuando todavía se especula sobre su muerte, muchos sostienen que se abrazó voluntariamente a la inmensidad del mar para castigarse por haber interrumpido su íntima ligazón con lo divino.

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Dos poemas de Concha Urquiza


A Jesús, llamado "El Cristo"


Entre el cobarde impulso de olvidarte 

y el doloroso afán de poseerte,

el corazón vacila de tal suerte 

que ya no sabe huirte ni buscarte.


Conozco que he nacido para amarte,

que dejarte de amar sería mi muerte,

y más quiero perderme con perderte 

que mi torpe placer sacrificarte.


más, ¿qué mucho, mi Dios, si me quisiste 

de contrarios principios engendrada?

Cielo y tierra es el ser que tú me diste;


y cuando busca el cielo su morada 

primera, y va a subir, se le resiste 

la tierra, de la tierra enamorada.


San Luis Potosí 14 de junio, 1939


De "Cinco sonetos en torno a un tema erótico"


Mi cumbre solitaria y opulenta 

declinó hacia tu valle tenebroso,

qué oro de espiga ni frescor de pozo 

ni pajarera gárrula sustenta.

 

En tu luz gravitante y macilenta,

quebrado el equilibrio del reposo,

vago sobre su espíritu medroso 

como un jirón de bruma cenicienta.


Libre soy de tornar a mis alcores 

do Eros impúber la zampoña toca 

ceñido de corderos y pastores;


mas a exilio perpetuo me provoca 

la chispa de tus ojos turbadores,

la roja encrespadura de tu boca.


(Tomado de: Círigo, Alberto: Una mística irreverente: Concha Urquiza. Contenido ¡Extra! Mujeres que han dejado huella. Segunda serie, segundo tomo. Editorial Contenido, S. A. de C. V. México, D. F., 1999)





jueves, 17 de noviembre de 2022

Carlota de México


Carlota de México

El 9 de julio de 1866, muy temprano, la emperatriz Carlota salió de la Ciudad de México rumbo a Veracruz, donde abordaría un barco con destino a Europa. No iba en viaje de placer, sino a cumplir una misión política: convencer al emperador francés Napoleón III y al papa Pío IX para que ayudaran al tambaleante imperio que 2 años antes una junta de 215 notables decidiera establecer en tierras mexicanas. Su esposo Maximiliano, el archiduque de Austria y emperador de México, la había acompañado hasta Ayotla, en las estribaciones de la Sierra Nevada, donde medio de fragantes naranjales el matrimonio se dio el que sería su último beso.

A partir de ese momento la mala suerte pareció ensañarse con la soberana, de sólo 26 años. Llovía torrencialmente, los caminos estaban casi intransitables y una rueda del carruaje que la transportaba se partió en 2, retrasándola varias horas.

Niña bonita

Nacida en 1840, María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina pasó su niñez en el castillo de Laecken. De tarde en tarde, su padre, el rey Leopoldo I de Bélgica, la sentaba sobre sus piernas y acariciándole los cabellos castaños la llamaba "mi pequeña sílfide". Su madre, la piadosa Luisa María de Orleans, hija de Luis Felipe (rey de Francia entre 1830 y 1848) había muerto cuando Carlota tenía 10 años, pero la niña encontró a diario en los mimos de su progenitor y sus hermanos mayores: Felipe, príncipe de Flandes, y Leopoldo, duque de Brabante, quien más tarde sería rey de Bélgica y del Congo Belga.

Precoz, dotada de fuerte temperamento y notable perseverancia, la chiquilla poseía una figura esbelta y sus ojos color castaño oscuro cambiaban al verde claro cuando les daba la luz del sol. De adolescente,  leía las obras de los santos Alfonso de Ligorio y Francisco de Sales, del historiador griego Plutarco y de Carlos Forbes, Conde de Montalembert y defensor del catolicismo liberal.

Por aquellos tiempos llego a la corte de Bruselas un personaje que marcaría su destino: el archiduque Maximiliano de Habsburgo, hermano de Francisco José, emperador de Austria y Hungría. Al recién llegado le gustaba la buena comida, la danza, la música, la poesía y la literatura (en su castillo de Miramar, a orillas del mar Adriático, guardaba alrededor de 6,000 libros). No tenía una gran fortuna personal, por lo que su familia buscaba cazarlo con alguna acaudalada princesa.

Días de vino y rosas

Carlota, de 17 años, se enamoró profundamente del apuesto noble de 1.85 de altura, ojos azules y larga barba rubia. Él tenía 25 años y no aparentaba quererla con tanta intensidad; de hecho, había negociado con Leopoldo I casarse con ella, a cambio de un millón de francos que requería para terminar de construir su Palacio en Miramar.

El matrimonio se celebró el 27 de julio de 1857 en la catedral de Santa Gúdula. Carlota uso una diadema de brillantes entreverados con flores de naranjo, un velo confeccionado por hilanderas de Bruselas y un manto real bordado en Brujas. Maximiliano, por su parte, lucía el vistoso uniforme del ejército austríaco. Después de la ceremonia viajaron por el río Rhin y, a su paso, los lugareños arrojaban floridas guirnaldas.

Los recién casados fueron comisionados para gobernar las provincias lombardo-venecianas, al norte de Italia. En Milán fueron bien recibidos, pero los conflictos regionales y las intrigas palaciegas los obligaron poco después a dejar los asuntos de Estado y retirarse al castillo de Miramar.

La aventura mexicana

A Maximiliano le faltaban bienes y le sobraban deudas; en cambio la fortuna de Carlota era cuantiosa (algunos historiadores afirman que al morir, en 1927, era la mujer más rica del mundo). Leopoldo I, previendo que al archiduque no lo movía el amor sino la ambición, había incluido en el contrato matrimonial una cláusula según la cual las posesiones de Carlota no podían ser usadas por su consorte. El rey no se equivocaba: cuando Maximiliano aceptó gobernar México se fijó a sí mismo un sueldo de un millón 600,000 al año. En contraste, el presidente Benito Juárez (a quien la lucha contra los conservadores había obligado a asentarse en Paso del Norte, actual Ciudad Juárez) sólo percibió 30,000 pesos  anuales durante su gestión.

El 14 de abril de 1864, a bordo de la fragata Novara, Maximiliano y Carlota enfilaron hacia México, convencidos por los conservadores mexicanos y por Napoleón III de que México entero anhelaba una monarquía y de que el emperador francés apoyaría el Imperio con tropas y recursos económicos. En junio llegaron a Veracruz; y cuando entraron a la Ciudad de México, con gran pompa y circunstancia, fueron seguidos por más de 200 carruajes en los que viajaba lo más lucido de la sociedad capitalina. Al anochecer fueron conducidos a las habitaciones del Palacio Nacional, pero la cama estaba tan llena de chinches que no pudieron dormir. El emperador pasó horas tendido sobre una mesa de billar y su esposa permaneció en un sillón, rascándose furiosamente. Por las ventanas se colaba el ruido ensordecedor de los cohetones y petardos que los partidarios de la monarquía lanzaban para festejar a sus regias majestades.

El principito

Radicados en el castillo de Chapultepec, Maximiliano y Carlota jamás volvieron a dormir juntos ni engendraron hijos. Un pasquín difundido por un por un tal Abate Alleau decía que Maximiliano era estéril debido a una enfermedad venérea que una mulata le contagio en un viaje por Brasil y otros murmuraban que era impotente. Al menos esta última versión era falsa: mientras Carlota se ocupaba de los quehaceres administrativos en México, el emperador solía escaparse a Morelos donde, en la Quinta Borda de Cuernavaca o en su quinta El Olvido, en Acapantzingo, recibía a mujeres como Guadalupe Martínez (la legendaria "India bonita") y Concha Sedano, hija del jardinero que cuidaba la quinta morelense.

Un biógrafo no muy confiable dijo que cuando Carlota partió hacia Europa a solicitar auxilio estaba embarazada del coronel Karl van der Smissen, jefe del cuerpo de voluntarios belgas que custodiaban a los emperadores. En todo caso, para asegurar la sucesión en el trono, Carlota y Maximiliano adoptaron a un nieto del ex gobernante Agustín de Iturbide; llamado igual que su abuelo, tenía 3 años de edad, era hijo de una estadounidense y hablaba con acento "pocho". Por la adopción, los familiares del pequeño fueron nombrados príncipes y princesas, indemnizados con 150,000 pesos cada uno y obligados a establecerse en Europa, con la promesa de no volver sin permiso de Maximiliano.

Momento de decisión

Durante los primeros meses del imperio, una parte del pueblo adoraba a los soberanos, en especial a Carlota, preocupada más por el bienestar de sus gobernados que por las banalidades del protocolo que su marido cumplía con fastidioso rigor. La emperatriz fundó la Casa de la Maternidad e Infancia e impulsó leyes que prohibían el castigo corporal y las jornadas excesivas de trabajo para los indígenas.

En febrero de 1866 Napoleón III a anuncio Maximiliano el retiro de las tropas francesas de México (porque su mantenimiento era muy costoso); sólo dejaría al servicio del mandatario a 10,000 integrantes de la Legión Extranjera. Desconsolado, el emperador decidió renunciar a su cargo y largarse del país, pero Carlota, en una elocuente carta, le hizo ver que abdicar era como extenderse un certificado de incapacidad. "Mientras en México haya un emperador, habrá un imperio", sentenció la archiduquesa.

Cinco meses después se embarca rumbo a Europa, donde la aguardaba un triste destino: la locura.

Diplomacia dudosa 

Respecto a la pérdida de sus facultades mentales se ha contado numerosas historias. Unos dicen que la archiduquesa fue víctima de hechizos del culto vudú; otros, que le dieron ciertas yerbas de origen prehispánico capaces de enloquecer a quien las ingiere, como el toloache o el ololiuque ("hongo de los ojos desorbitados" que causa "visiones o cosas espantables"). 

En todo caso, la emperatriz se trastornó a partir del desdeñoso recibimiento que tuvo en Europa. En Francia, Napoleón III y su consorte se negaron a verla y la hospedaron en un hotel y no en el Palacio de las Tullerías, como correspondería a su cargo imperial. Cuando por fin logró ver al monarca francés, lo acusó a gritos de traidor, advenedizo, desleal y carente de palabra. Como réplica, el aludido convocó a un consejo de ministros que decidió dejar a su suerte a Maximiliano frente a sus enemigos.

Tampoco tuvo éxito con el papa Pío IX. El 2 de octubre llegó al Vaticano pero el pontífice (que estaba desayunando cuando la exaltada emperatriz, vestida de negro, irrumpió en sus aposentos) le dijo de mal talante que nada podía hacer por ella ni por su marido. Colérica, Carlota metió los dedos en la taza de chocolate de Pío IX; decía no haber bebido o comido nada tras el intento de Luis Napoleón y su mujer de envenenarla y calificó el emperador de "Satanás disfrazado". Luego se negó a salir de la residencia papal, asegurando que espías de Napoleón III la esperaban afuera para matarla, y tanto lloró y gritó que el papá se resignó a dejarla dormir en la biblioteca del edificio.

Paranoia

Al día siguiente, para lograr sacarla del Vaticano, inventaron una visita al orfanatorio de San Vicente de Paul donde, sedienta, Carlota metió la mano en un puchero hirviente y se desmayó. Los guardias vaticanos aprovecharon esta circunstancia para ponerle una camisa de fuerza y depositarla en el Grand Hotel de Roma.

De allí se escapaba regularmente para tomar agua de las fuentes y exigía que antes de probar bocado una tal señora Kruchacsévic y su gato cataran los alimentos. La camarera particular de la emperatriz, Matilde Doblinger, puso en las habitaciones de su ama un brasero y unas gallinas, porque la hija del rey Leopoldo solo accedía a comer los huevos que las aves ponían ante sus ojos.

Su hermano Felipe fue por ella a Roma y se la llevó a Miramar, donde la mantuvo enclaustrada por espacio de varios meses. Algunos biógrafos sostienen que allí vino al mundo el hijo de Carlota e identifican a ese vástago con el general Máximo Wygand, quien, nacido en 1867, fue sucesivamente gobernador de Argelia, ministro de guerra francés y jefe militar en África del Norte.

La hora final

Maximiliano se enteró de la locura de su esposa desde octubre de 1866, al recibir un telegrama del Vaticano y otro de Miramar. La noticia lo desmoronó por completo. Acosado por los liberales, inició una descontrolada huída, hasta que fue apresado, encerrado en el convento queretano de Las Capuchinas y fusilado el 19 de junio de 1867 en el cerro de las Campanas, junto con sus aliados conservadores Tomás Mejía y Miguel Miramón.

Carlota no solo sobrevivió a su marido sino a casi todos sus contemporáneos. Conservaba como reliquia una caja de palo de rosa que, según ella, contenía un fragmento del corazón de Maximiliano, órgano que presuntamente le habían arrancado después de fusilarlo. Como jamás soltaba la caja, sus damas de compañía tenían que darle de comer en la boca.

Durante sus últimos años quedó casi calva, tullida y semiciega, además de padecer cáncer de mama. Comía hilos de colchas, alfombras y cortinas, insectos, el jabón con que la bañaban y hasta sus propios y escasos cabellos.

Finalmente, murió el 19 de enero de 1927, a los 86 años de edad. En sus manos cruzadas fue colocado un rosario, en su cabeza, un gorro de encaje blanco (cuyas cintas le sostenían la mandíbula) y sobre su cuerpo docenas de rosas. Una helada tarde prolífica y nieve y ventiscas fue enterrada en la capilla del castillo de Laecken, donde había transcurrido su infancia, junto al lugar en que yacía el cuerpo de su madre.


(Tomado de: Estrada, Elsa R. de - Carlota de México. Contenido ¡Extra! Mujeres que han dejado huella. Segunda serie, segundo tomo. Editorial Contenido, S. A. de C. V. México, D. F., 1999)

lunes, 29 de abril de 2019

Ángela Peralta


Henriette Sonntag, famosa coloratura alemana contratada por el Teatro Nacional de México para la temporada de ópera, estaba fatigada de los empalagosos homenajes que le rendía la sociedad capitalina de mediados del siglo XIX. Tenía además que soportar interminables demostraciones de talento musical de cuanta aristocrática señorita que estudiaba canto, y cuando el director de ópera Agustín Balderas le pidió que escuchara a su discípula de 9 años de edad, la prima donna exhaló un suspiro de desaliento antes de aceptar.

Cuando vio aparecer a la chiquilla en la sala de su residencia, quedó aturdida por la sorpresa. Pobremente vestida, chaparra y regordeta, de piernas flacas y torcidas, la niña tenía la cara ancha, el cutis de un prieto amarillento, la nariz chata y roma y una boca enorme. Lo más desagradable eran sus ojos, saltones y estrábicos. Acentuada la torpeza de sus movimientos por el miedo a la admirada cantante, saludó con grotesca falta de gracia y sin más preámbulos se puso a cantar la Cavatina de la ópera Belisario.

La diva cambió de expresión al percibir el timbre de increíble dulzura y la voz potente que la garganta modulaba con asombrosa flexibilidad. Desbordante de entusiasmo, en cuanto la niña hubo terminado, quiso probar las posibilidades de una voz que alcanzaba sin esfuerzos el do natural y que, en cuanto a puntos superiores flauteados, parecía no tener fin; trazó un pentagrama, inscribió en él algunos ejercicios con saltos que sólo ella dominaba y los puso en manos de su visitante. Ésta los estudió un momento y en seguida atacó y sorteó fácilmente todas las dificultades.

-¿Cómo te llamas, maravilla? -preguntó Henriette Sonntag.

-Ángela Peralta…

-Si te llevaran a Italia, llegarias a ser una de las cantantes más grandes de Europa.

Oírla sin verla

Poco se sabe de la vida de Ángela Peralta en los años anteriores a su encuentro con Henriette Sonntag. Era de condición evidentemente humilde y se asegura que trabajó de criada en Puebla. lo cierto es que llegó a ser una excelente soprano ligera, y que tenía 15 años cuando debutó en el Teatro Nacional de la ciudad de México, cantando el papel de Leonora en el Trovador de Verdi.

Meses más tarde viajó a Italia con el propósito de estudiar. De paso por Cádiz, la crítica española le tributó grandes elogios y le dio el título de “El ruiseñor mexicano”, que habría de ostentar toda su vida. La Peralta estudió en Milán, donde su maestro exclamaba entusiasmado: -¡Angelical de voz y de nombre! -y debutó en el teatro de la Scala de esa ciudad a los 18 años, el 13 de mayo de 1862, con Lucía de Lammernoor de Donizetti. En su siguiente actuación en Turín, en la que sería su gran creación, Sonámbula, de Bellini, deslumbró materialmente al público. Los contratos menudearon y la Peralta emprendió una gira por Piacenza, Alejandría, Reggio, Pisa, nuevamente Turín, Piamonte, Bérgamo, Cremona, Colonia, Lisboa. Muy pronto pudo jactarse de haber cantado en todas las grandes salas europeas y con los mejores tenores de su tiempo. Su interpretación de Los Puritanos de Bellini le valió una medalla de la Sociedad Filarmónica de Bolonia. En esa época, en la que no abundaban en la ópera los grandes actores, no era tan notoria como lo sería ahora su falta de gracia escénica. Su mímica exagerada rayaba a veces en lo grotesco y no había relación alguna entre la belleza de su voz y la fealdad de su apariencia. Pero era tal su magnetismo que el público, conquistado, se levantaba al terminar cada función para aplaudir gritando a coro: ¡Ángela!¡Ángela!

Fuera del escenario se sentía sola y desvalida. Pero aprendió a desenvolverse en medio de musicófilos parlanchines, perdió la timidez y se transformó pronto en una mujer capaz de ir contra viento y marea.

El regreso a México

Entre tanto, las noticias de sus triunfos conmovían a la patria. Una de las anécdotas que corrían sobre la Peralta se refiere a la gran soprano Adelina Patti, mujer hermosísima, quien se mostraba indiferente y altiva frente a la mexicana. Invitada a cantar, la Patti quiso demostrar su superioridad e hizo prodigios. Al terminar su aria, dijo en voz baja a la Peralta: -Así cantamos en Italia.

Ángela logró que también la invitaran al estrado. Cantó entonces, como pocas veces volvería a hacerlo, la aria de Sonámbula, hechizando a toda los asistentes, que acudieron en masa a felicitarla. La oyeron susurrar a su competidora: -Así cantamos en México -y cuentan que uno de los violinistas gritó: -¡Así se canta en la gloria!

La anécdota, aunque de dudosa veracidad, muestra la simpatía con que veían en México a la Peralta, simpatía gratuita y nacionalista incubada durante los 5 años que duró su ausencia. La cantante tenía 20 años cuando regresó al Teatro Nacional por gestiones que hizo el emperador Maximiliano.

La recibieron tumultuosamente. La muchedumbre desenganchó los caballos de la carroza que la transportaba y tiró del vehículo entre gritos de bienvenida y lluvia de flores. Ángela quiso reaparecer en su papel preferido, la Amina de Sonámbula, y el público le tributó delirantes ovaciones. Durante uno de los entreactos se leyó una carta de Maximiliano, quien la nombraba Cantarina de Cámara de la casa imperial y le enviaba, como regalo especialísimo, un aderezo de brillantes. (En el momento en que la fuerza del emperador declinaba, este gesto despertó comentarios adversos y hasta el ataque periodístico de Ignacio Manuel Altamirano; pero la diva jamás perdió popularidad entre el pueblo.)

Los mejores años

Ángela hizo una gira por todo el país y 2 años más tarde partió de nuevo al extranjero. En 1866, a los 22 años de edad, casó con su primo Eugenio Castera. Al año siguiente debutó en la Ópera de la Habana, donde recibió las primeras críticas adversas por sus limitaciones como actriz. Actuó luego en Nueva York, Módena, Brescia y Florencia. Como todas sus colegas de la época, pasó también, entre 1869 y 1870, por las prestigiadas compañías de opereta y zarzuela de Madrid.

Por aquellos días, la bohemia internacional comentaban en los cafés el mal trato que Eugenio Castera daba a la Peralta. Los compañeros de zarzuela se dieron cuenta muy pronto de que la salud mental de Castera distaba mucho de ser perfecta; poco después, éste tuvo crisis que preocuparon a los doctores, y llegó a empeorar en tal forma que Ángela se vio obligada a regresar a México tras declinar una invitación para cantar en la Ópera de Moscú y en la de San Petersburgo.

El público mexicano la recibió con el fervor de siempre. Esta vez, la soprano incluyó en sus temporadas algunas óperas nacionales, como el Guatimotzin, de Aniceto Ortega, que cantó en compañía de Enrico de Tamberlick, uno de los grandes tenores de su tiempo. Los triunfos de taquilla señalaban que la cantante estaba en su apogeo. Consciente de ello, integró su propia compañía y recorrió todo el país. Pero Eugenio Castera empeoró en tal forma que Ángela decidió retirarse temporalmente para cuidarlo. Con los años y los médicos se esfumaron sus bienes.

El “asesinato” de Ruy Blas

En 1876, a los 32 años, reapareció con una larga serie de óperas. En 4 abonos se pusieron 27 obras diferentes. Poco a poco, la opinión pública comenzó a cambiar. Se comentaban con sarcasmo las intimidades de Ángela con el licenciado Julián Montiel Duarte; los periódicos propagaban noticias malévolas sobre su vida privada; los antimaximilianistas no perdían ocasión de atacarla. En 1877 murió Eugenio Castera en una casa de salud.

Tres años después Ángela reorganizó su compañía. La situación era difícil y tuvo que contratar a cantantes baratos. Ella misma no era más que una sombra de lo que fue. El público se sintió defraudado y su reacción fue violenta. Durante la función de Aída, la mayoría de los espectadores sisearon y un crítico señaló: “Fue un fracaso de lo más extraordinario y colosal que recordamos”. A propósito del Ruy Blas de Marchetti, las crónicas no pudieron ser más crueles: “A las 8 de la noche del viernes de la última semana -comentaban- fue asesinado en el Teatro Nacional, con premeditación y ventaja, un extranjero que según algunos testigos se llamaba Ruy Blas. Fue imposible identificarlo por lo desfigurado del cadáver”. La temporada se suspendió con el pretexto de una enfermedad del director. Esto era el resultado de una carrera conducida con gran imprudencia. Se sabe que Ángela cantó 166 veces Lucía, 166 Los puritanos y 122 Sonámbula. Fue desenfrenada la forma en que explotó su garganta, gastada prematuramente.

La fiebre amarilla

Las relaciones de Ángela Peralta con el licenciado Montiel y Duarte se hicieron públicas y ambos organizaron giras por la provincia, donde la cantante fue recibida con cordialidad. A excepción de un evento oficial en el que se vio comprometida a participar por el año de 1882, la soprano nunca más volvió a cantar en la ciudad de México.

Sus últimos años fueron tristes. Cosechó pequeños triunfos en las ciudades del interior, pero una ceguera progresiva entorpecía su actuación sobre los escenarios; su amante le daba malos tratos, y su situación económica empeoró en tal forma que tuvo que regresar a México para vender sus casas hipotecadas y sus alhajas, entre ellas el aderezo que le diera Maximiliano.

En Mazatlán, cuando los carteles anunciaban el Trovador y la diva en decadencia recibía manifestaciones de cariño que alegraron sus días difíciles, la peste amarilla hizo estragos entre la compañía: en unos cuantos días sólo quedaron 6 de los 80 miembros. El 25 de agosto de 1883 ocurrió primero la muerte del tenor y, casi inmediatamente, la de Ángela Peralta.

Poco antes de morir, ella se había casado con el licenciado Montiel y Duarte; nunca se supo si este matrimonio se efectuó por mutuo deseo o por un posible interés, por parte del desposado, de heredar los bienes materiales de la compañía. El Semanario Independiente de Mazatlán relataba: “Uno de los artistas sostenía a doña Ángela por la espalda. En el momento en que el juez hizo la pregunta sacramental: -¿Acepta a este hombre por esposo? -el compañero de la enferma le movió la cabeza en señal afirmativa. La cantante prácticamente ya estaba muerta y tengo la seguridad de que no se enteró de la importancia del acto…” La Peralta tenía 38 años de edad.

Su deceso causó consternación. Los periódicos recordaron su admirable trayectoria y se declaró duelo nacional. Se olvidaron sus yerros políticos y los fracasos de los últimos años; el balance final era bueno y México saludaba a una artista que tan dignamente lo había representado con su voz.

(Tomado de: Flores, Ernesto - Ángela Peralta, el ruiseñor feo. Contenido ¡Extra! Mujeres que dejaron huella, segundo tomo. Editorial Contenido, S.A. de C.V. Mexico, D.F., 1998)