jueves, 28 de enero de 2021

Ignacio L. Alatorre

 


Nació en Guaymas, Sonora, en 1833. Estudió en el Seminario de Guadalajara, Jalisco. En 1850 se incorporó a la Guardia Nacional. Afiliado al ejército liberal participó en la guerra de Reforma. Se distinguió luchando contra la Intervención Francesa y alcanzó el grado de general de división en 1870. Aplastó la rebelión de la Noria en el Sur (1871-1872). En 1876, fiel al presidente Lerdo, luchó contra el Plan de Tuxtepec y fue derrotado en Tecoac por Porfirio Díaz. En el porfiriato desempeñó comisiones técnicas y se le nombró ministro en Centroamérica. Murió en Tampico el 11 de febrero de 1899. Es una de las figuras militares más notables de la segunda mitad del siglo pasado.

(Tomado de:  Tamayo, Jorge L. (Introducción, selección y notas) - Antología de Benito Juárez. Biblioteca del Estudiante Universitario #99. Dirección General de Publicaciones, UNAM, México, D. F. 1993)


martes, 26 de enero de 2021

Criminales de Estado

 

Conjunto de gobernantes, funcionarios de gobierno, altos mandos de las fuerzas armadas y cuerpos de seguridad que planearon, ordenaron y ejecutaron crímenes de lesa humanidad, desde las estructuras de poder del régimen, en contra de determinados grupos sociales.

Criminales de Estado sobresalientes:

Luis Echeverría Álvarez, presidente de la República (1970-1976), planeó y ordenó la matanza de Tlatelolco del 2 de octubre de 1968, la matanza del jueves de Corpus del 10 de junio de 1971 e inició la guerra sucia de 1974-81.

Miguel Nassar Haro, comandante de la Brigada Blanca, acusado de cientos de desapariciones y torturas de guerrilleros en las décadas de los setenta y ochenta. Director de la DFS (1978-82).

Luis de la Barreda Moreno, director de la DFS (1970-1976), acusado de desaparecer a cientos de guerrilleros.

Arturo Acosta Chaparro, general del ejército acusado de perseguir, torturar y desaparecer a 143 guerrilleros del Partido de los Pobres entre 1975-79 en la Costa Grande de Guerrero. 

Francisco Quirós Hermosillo, general del ejército, coacusado de los mismos delitos que el anterior.

(Tomado de: Roldán Quiñones, Luis Fernando. Diccionario irreverente de Política mexicana. Con ilustraciones de Helguera. Grijalbo/Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2006)

lunes, 25 de enero de 2021

José Vasconcelos y ciudad de México, 1895



NOSTALGIA

Nostalgia anticipada me desgarraba y mantenía en trance de llanto. No sospechaba la alegría que con los años se aprende, alegría de desechar, desdeñar etapas enteras de nuestra modalidad, no sólo la imagen exterior de las cosas queridas que luego se vuelven indiferentes. Tan atada tenía el alma a mi ambiente, que me dolía poco dejar a las gentes y mucho más separarme de la visión exterior cotidiana. El viaje me permitía presentarme ufano ante los conocidos como uno que se va a la capital en busca de su destino glorioso. Pero ¿quién me devolvería jamás la realidad de la pequeña urbe y la huella de mi sensibilidad sobre sus cosas? Con los del pueblo no sería ingrato; mis ojos iban a ver por todos ellos el esplendor de las tierras patrias. La conciencia misma del pueblo iba conmigo para ensancharse y retornar alguna ocasión a devolver, en experiencia y servicio, la deuda de amor que nos ligaba. Nunca había querido a mi ciudad como en el instante de dejarla.
Una extraña saudade me invadía al echar las últimas miradas de adiós a mi mi escuela de Eagle Pass. La gratitud y el afecto me ablandaban el ánimo. Imposible consumar el recuento de lo que debía al plantel; y una cierta acidez se mezclaba a mi añoranza, por la huella de los conflictos raciales patrióticos que allí había padecido. Los campos devastados de nuestros juegos y peleas me harían menos falta que los salones de clase donde la curiosidad robó tesoros. Sin embargo, advertía que me iba después de haber sacado todo el fruto posible de aquellos años ingenuos. Por delante se hallaba una serie de épocas fecundas; la vida entera se me aparecía como tarea explotable con miras de eternidad.
Al concluir las clases, una tarde, me llamó el director de la escuela, gringo alto, correcto, grave y bondadoso. Caminando a pie lo seguí varias cuadras rumbo a su casa.
-Es sensible que te vayas -decía-, dejando interrumpida tu carrera entre nosotros. Si tú padre quisiera dejarte al cuidado de alguna familia... Tienes ahora trece años... al cumplir los catorce, concluido el curso primario, podría obtenerse para ti una beca en la Universidad del Estado, en Austin. Háblale a tu padre; si está conforme, dile que me vea. Será fácil arreglarlo.
Mi padre se ofendió primero; después comprendió que la desinteresada oferta merecía una negativa cortés, agradecida, y fue a darla. Mi madre no necesitó intervenir pero tampoco hubiera consentido entregarme con personas excelentes, mas de otra religión. En la frontera se nos había acentuado el prejuicio y el sentido de raza; por combatida y amenazada, por débil y vencida, yo me debía a ella. En suma: dejé pasar la oportunidad de convertirme en filósofo yanqui. ¿Un Santayana de México y Texas?
Los Estados Unidos eran entonces país abierto al esfuerzo de todas las gentes. The land of the free. ¿Los años maduros me hubieran visto de profesor de Universidad enseñando filosofías?
No estaba entonces por los destinos modestos. El futuro me sonreía ilimitado de dichas y éxitos. Tan intenso lo soñaba, que a menudo la cabeza me ardía de esperanza y anticipadas certidumbres. Horas de exaltación desmedida, que alternaban con estados de anulación y pesimismo, claudicaciones del albedrío.
Entre los de Las mil y una noches, el episodio que me obsesionaba era el de los compañeros que se reparten por los cuatro rumbos del horizonte, tomando camino según el viento que sopla. Lo urgente era caminar, tomar rumbo, trasponer horizontes. ¿No era yo un alma caída al mundo? Pues urgía lanzarse a explorar toda la extensión de la temporal morada.
Por fin, una mañana, desde la ventanilla del tren, dijimos adiós a la pradera de la Villita, y con el pecho sobresaltado nos internamos luego en el arenal sobre los rieles y entre las nubes de tierra.
Periódicamente, en el llano, los remolinos del aire cavan el suelo, levantan el polvo y lo bailan en espirales, dispersándolo en la altura.
Las estaciones, muy distantes unas de otras, constan apenas de un tejadillo que abriga la sala de boletos y el telégrafo. Al lado, la choza de adobe de algún pastor, unas cuantas gallinas desmedradas, ni una brizna de hierba y en torno leguas y leguas de páramo. Sólo al día siguiente, por la Laguna, vimos los primeros pastos reverdecidos, bajo el sol caliente. Luego, al atardecer, la tierra empezó a ponerse roja, y muy altas montañas dibujaron estupendos perfiles. Los valles empezaron a poblarse de rebaños. Un sol encendido iluminó un ocaso bermejo, como metal de fundición. En los riscos, sobre la montaña, se adivinaba también el cobre, el oro, en bruto, el óxido de plata.
Un airecillo frío y una sordera parcial advierten la entrada en el altiplano. Y los valles se ensanchan circundados de serranías. La vía férrea corre a la falda de los montes y serpea en las gargantas. Es famosa la cuesta que conduce a Zacatecas. Trepa jadeante la locomotora por una serie de curvas que periódicamente ocasionan descarrilamientos. El viajero desde un vagón se asoma a la noche y de pronto descubre un enjambre de luces que aparecen y desaparecen al fondo de un abismo. Aproximándose, adviértese el trazo irregular de la ciudad cuyo nombre evoca historias de mineros enriquecidos o fracasados. Al detenernos en la parada subieron al convoy damas y caballeros de porte distinguido. Empezaba el México de los refinamientos castizos. Al deseo de habernos quedado un día para conocer Zacatecas se mezclaba la impaciencia de ver pronto las maravillas del interior de la patria. Sobre camas improvisadas con mantas nos fue cogiendo el sueño al ritmo del acero en fuga estrepitosa.
Amanecimos más allá de Aguascalientes. El paisaje había cambiado; pero sólo después de León, por Irapuato y Celaya, comienza el deslumbramiento de los campos verdes de alfalfa y los trigales que la brisa agita en la distancia. Bajo un cielo azul diáfano y en el marco de montañas violeta, aparece el milagro de ciudades de ocre y blanco y rosa. Cúpulas de vidriado amarillo, que fingen el esplendor del oro, y campanarios de cantería en tonos claros, se levantan como aleluya perenne. Los caminos, arbolados, conducen a quintas de recreo y a santuarios con leyendas piadosas. Todo engendraba dichoso contraste con los páramos de nuestra frontera.
En cada parada consumábamos pequeñas compras. Abundaba la tentación en forma de golosinas y frutas. Varas de limas y cestos de fresas o de higos y aguacates de pulpa aceitosa; cajetas de leche en Celaya; camotes en Querétaro y turrones de espuma blanca y azucarada; deshilados en linos y mantas o sarapes de colorido detonante; manufacturas de cerda que recuerdan la paciencia china; por ejemplo: cestitos de colores, trenzados, que embonan en orden descendente o sombreritos minúsculos; pequeñas cajas de secreto, incrustadas; sobre papel negro docenas de ópalos de llama o de celaje claro. No alcanzaba el tiempo ni el dinero para elegir. Los vendedores de comestibles ofrecen también a gritos tacos de aguacate, pollo con arroz, enchiladas de mole, fríjoles, cerveza y café. Y del seno de la algarabía, tímidamente y, sin embargo, permeándola toda, la voz del ciego ambulante, que improvisa corridos, tañe la guitarra y recoge limosnas.
Docenas de chiquillos descalzos, trigueños, piden: "Un centavito, niño; un centavito, jefe."
Con el cuerpo fuera de la ventanilla, todo lo vemos, deseándolo; adquirimos baratijas y dulces, repartimos cobres. Mucho he viajado después, pero nunca he visto en las paradas de ningún ferrocarril semejante animación abigarrada y fascinante. En México mismo, las gentes visten cada día con más uniformidad; las artes menores decaen, el estilo de comer se americanista, el traje se vuelve uniforme y el viajero ya no asoma la cabeza a la ventana; la hunde en la partida de póker o, por excepción, en la revista recién entintada. El prejuicio sanitario veda el gusto de los platos populares y el comercio ambulante decae.
Corría el tren por las comarcas feraces del Bajío; la frescura del campo nos penetraba en todas las fibras, nos colmaba la sed orgánica de los años pasados en sitios resecos. Propiamente, veíamos campo por primera vez. Unas cuantas vacas enterradas en el pasto bastaban a darnos sensación de plenitud agrícola. Las nubes adoptan allá no sé qué distinción barroca, muy blancas y bien recortadas en el azul. Ya al oscurecer pasamos a la orilla de un río, quizá el Lerma. Sus aguas cristalinas corrían entre arboledas, se perdían en el cauce pedregoso. Lápiz en mano, intenté fijar en mí cuaderno siquiera algunas de las impresiones tumultuosas del día. No me guiaba la vanidad, sino el deseo de guardar de algún modo la emoción venturosa del viaje. Pero me estorbaban los adjetivos. En vez de apuntar las cosas, me empeñaba en calificarlas. Cada montaña tenía que ser alta; las ciudades me merecían el mismo epíteto de bonitas y cada paisaje resultaba encantador. Con plena conciencia de que traicionaba mi sentir, escribía y acusaba al lenguaje de llevarnos por caminos trillados, pese a la virginidad de la percepción. El caso es que mi ensayo me dejaba triste. No correspondía al intenso vivir. ¿Qué iba a ser de mi en la capital sabía? Recordaba las narraciones amenas de un libro de viajes alrededor del mundo, que en Piedras Negras leyera, y me sentía apocado. Era yo el grano de arena que se pierde en la sabana, brizna de muchedumbre. Así de humilde penetré al carricoche que nos condujo al hotel. La iluminación suntuosa de las avenidas producía estupor. Los cascos de docenas de caballos de tiro repercutían en la atmósfera urbana, ornada de piedra, esplendor y paz. 

EN LA CAPITAL

Vagos son los recuerdos de esta mi primera estancia consciente en la metrópoli mexicana. Buscando en las aguas profundas y oscurecidas de mi pasado, extraigo: un doble corredor de columnas esbeltas en torno a un patio con palmeras pequeñas, sillones de mimbre y un comedor extenso con mesas blancas y cristalería. ¿Fue el Hotel Bazar? Luego, como si el tapete maravilloso nos hubiese transportado allí, veo una vivienda en la calle del Indio Triste. Farol de vidrio sobre una escalera angosta de piedra con barandal de hierro. Llega de afuera el olor de alquitrán sobre el asfalto nuevo. Mil circunstancias se pierden igual que si meses enteros y aun años de nuestro vivir muriesen antes que nosotros, sin que logremos resucitarlas. Y me pregunto: ¿Qué hay de común entre el jovenzuelo que se quedaba absorto ante las fachadas de los palacios citadinos y éste que soy ahora incapaz de reconstruirme en lo que fui? Los mismos afectos que parecen determinar modalidades perennes se descargan de su vehemencia y fluyen con lo que pasó.
Me es más fácil rememorar lo que era mi madre entonces, que lo que fui yo mismo. ¿Acaso porque era persona ella y yo todavía un conato? Sin embargo, en vano imagino lo que haya sido como persona social y sólo la concibo como una especie de divinidad que cumplía conmigo una tarea misteriosa. ¿Qué queda, pues, de cada uno?; ¿qué queda del todo? La única respuesta que da mi experiencia es que la pregunta conmueve, preocupa nada más en la juventud. Más tarde se alcanza la indiferencia dulce que nos acerca casi con agrado a la muerte común. Cama bien tendida del hospedaje que nos abriga tras la jornada penosa. Buena cama la muerte si en ella despertamos a mejor ventura que estás otras pequeñeces que se nos deshacen en la atención, aunque nos duela perderlas.
Vivía, y por el hecho de vivir me estaba muriendo a diario; pero no me acongojaba, ni siquiera lo advertía. Muy distante aún, la muerte física no me preocupaba. Ímpetus tensos aguzaban mis sentidos y los saciaba de belleza urbana. Con sólo asomarse al balcón, en la acera de enfrente nos embobaba un palacio de piedra blanca, persianas verdes, zaguán con arco, entresuelo proporcionado y principal con balcones regios. De la noble mansión salía todas las tardes un carruaje flamante tirado por caballos magníficos. Asombrados lo mirábamos torcer por la calle de la Moneda. En ésta, el Museo Arqueológico al costado de Palacio, la Escuela de Bellas Artes y la cúpula de Santa Inés al fondo y la saliente de la Catedral en el otro extremo componen la más hermosa y singular perspectiva del México castizo. A menudo atravesábamos la Moneda con rumbo a Jesús María, de estilo neoclásico y columnas de acantos revestidas de oro. Todas las tardes rezábamos allí el rosario y cada mañana la misa en el altar del Perdón de la Catedral; "la mejor Catedral de América", recalcaba mi padre, mirándola. Y con doble placer de artista y de patriota nos paseaba delante de la cortina oriental del Sagrario churrigueresco. Tallas y encajes de piedra caliza entre dos tableros de rojo tezontle volcánico. Encima, una cornisa de curvas que recuerdan la gracia de un manto. Al lado, la Catedral majestuosa con su par de torres robustas que encuadran la fachada neoclásica de Tolsá, sobria y proporcionada. Nunca hubo construcción más severa y grandiosa.
Entrando por el Sagrario, las naves se reparten espaciosas en torno a una cúpula circular. El ábside vertical levanta el empuje de las bóvedas. A la izquierda, una magnífica nave liga las curvas redondeadas de las naves y columnas de la Catedral. En los costados de ésta hay capillas con enrejado de maderas olorosas; lujosa talla de bronce circunda en barandal el coro adornado de estatuas, candelabros y tubos de órgano. Al centro, el altar mayor bajo un cimborrio atrevido. Detrás, en el ábside, uno de los mejores retablos del barroco del mundo: el altar de los Reyes, todo de oro, imágenes damasquinas, columnas salomónicas, marcos suntuosos y óleos oscurecidos por el incienso. El corazón saltaba primero, se sobrecogía después y se sumaba al coro de las celestes alabanzas.
El atrio enverjado del costado poniente dejaba ver un jardín lateral con el mercado de flores, anexo sobre la calle de las Escalerillas. Ramos de claveles, manojos de rosas recién abiertas, refrescadas con finas gotas de agua que semejan el rocío; gardenias de carne blanca y aroma intenso, violetas fragantes, amapolas como llamas, lirios de rojo y gualda o de azul violáceo, begonias en macetas, tulipanes vistosos, pensamientos aterciopelados, dalias cárdenas, crisantemos y azucenas; flora de todos los climas gracias a la meseta sin estaciones y a la inexhausta fecundidad de la costa inmediata.
Apartándose de los puestos de los vendedores, se prolonga el jardín. Andadores irregulares de cemento en cuadros afirman el borde metálico de camellones de césped y plantas. Al centro de una fuente circular y asentada en planta de piedra, una mujer de mármol vierte una jarra de agua cristalina que en su caer incesante le ha desgastado un pie de blancura lustrosa. Serena la cabeza griega, finos los hombros, firmes las maternales pomas bajo la tela simulada de mármol y el talle opulento, la divinidad anónima se inclina alargando los muslos castos bajo los pliegues de la piedra y sonríe a los niños que juegan en torno. Encima, el ramaje siempre verde difunde fragancias, serena la alegría del cambio en la inmutable perennidad.


(Tomado de: Vasconcelos, José – Ulises criollo. Primera parte. Lecturas Mexicanas #11; 1a serie. Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 1983)

jueves, 21 de enero de 2021

Huehuetéotl, Dios viejo y del fuego

 

(Huehuetéotl, dios viejo y del fuego. Cultura totonaca. Clásico. Cerro de las Mesas, Tlalixcoyan, Veracruz)

Esta antigua deidad mesoamericana se representa con la figura de un hombre anciano, desdentado, que lleva sobre su cabeza un enorme brasero. Sus antecedentes los vemos en Cuicuilco, lugar que floreció antes de nuestra era, localizado al sur de la Ciudad de México. Siempre he pensado que la deidad representa los conos volcánicos tan abundantes en esa región del Valle de México. Uno de ellos, el Xitle ("ombligo"), con sus erupciones de humo y lava, acabó con ese centro urbano. En ese sitio surgieron las primeras representaciones del dios, en pequeñas piezas de barro en las que se observa el brasero que porta, y que para mí no es otra cosa que el cráter del volcán, que arroja humo. Sin embargo, una de las figuras más emotivas de esta deidad que rige el centro u ombligo del universo es la que proviene de la Costa del Golfo. Posee una calidad excepcional y muestra al anciano encorvado, con las características ya señaladas. En el brasero vemos la cruz, símbolo del dios y que representa los cuatro rumbos universales. En la cosmovisión de estos pueblos él es quien, con su sabiduría, guarda el equilibrio del universo con dioses beligerantes que ocupan los extremos de esos rumbos.

[...]

(Tomado de: Matos Moctezuma, Eduardo - "Voces de barro" - Los ejes de vida y muerte en el Templo Mayor y en el recinto ceremonial de Tenochtitlan. Arqueología Mexicana, edición especial #81. Agosto de 2018. Editorial Raíces/Instituto Nacional de Antropología e Historia. Ciudad de México)

lunes, 18 de enero de 2021

Fortaleza de Veracruz


Por constituir el puerto de conexión más importante con España y el más cercano a la ciudad de México, desde fines del siglo XVI se pensó en dotar a la ciudad de algunas obras defensivas, para protegerla de los piratas.

Para 1633 ya existían algunos baluartes y estacadas situadas al derredor del caserío; estas obras fueron mejorándose al correr de los años, y para principios del siglo XIX  Veracruz era ya una ciudad amurallada considerada como plaza fuerte militar. El recinto fortificado de la plaza consistía en una muralla (de unos 3.2 m de altura media y 0.80 de espesor) que rodeaba la población y tenía un desarrollo de unos 2,540 m para formar un recinto cerrado.

Por la protección de San Juan de Ulúa, el ataque del lado del mar era poco probable, así que el frente hacia el Golfo sólo se apoyaba por sus extremos en sendos baluartes (los de Santiago y de la Concepción) cuyas artillerías batían los canales de acceso al puerto, cruzándose con las del castillo. La muralla poligonal era de siete baluartes en cuyo interior había depósitos de municiones y arriba de los cuales se debían instalar 86 cañones; el tiro de fusil se podía únicamente realizar a través de las aspilleras de la muralla.

Para entrar en la población había seis puertas; tres, en el frente de tierra, daban salida a los caminos de Jalapa, Orizaba y Medellín.

En 1683 Veracruz fue ocupada y saqueada por los piratas Nicolás Grammont y Lorenzo Jácome (a) "Lorencillo", sin que las incipientes fortificaciones lograran impedirlo; una vez construido el recinto fortificado de la plaza, ya no hubo ataques similares en todo el virreinato. En el s. XIX la plaza desempeñó funciones militares de importancia: bajo el amparo de sus fortificaciones, Santa Anna inició en 1832 la revuelta que derrocaría a Bustamante, y resistió el asedio; en 1834, cuando la Guerra de los Pasteles, los franceses asaltaron por sorpresa la plaza y fueron rechazados por las tropas de Santa Anna; en 1847, durante la guerra con los EU, Veracruz fue ocupada por los norteamericanos; en 1858 y 1859, siendo sede del gobierno de Juárez, el puerto fue asediado sin éxito por Miramón.

Para permitir el crecimiento de la ciudad, a fines del s. XIX las fortificaciones fueron demolidas: ahora sólo queda, como recuerdo de aquellas obras, el baluarte de Santiago.

                        (Baluarte de Santiago, Veracruz)

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen IV, - Familia - Futbol)

jueves, 14 de enero de 2021

María Douglas


(Wolf Rubisnkis y María Douglas -Blanche  DuBois- en Un tranvía llamado Deseo)

La biografía espiritual de María Douglas puede explicarse apenas en el rastro de sus interpretaciones, una clave que vaga del placer al ascetismo. Bailó con el torso desnudo, sensual y armónicamente, "La danza de los siete velos" cuando fue la Salomé, de Oscar Wilde, en el escenario del Palacio de Bellas Artes, dirigida por Marta Elba, en tiempos en que Carlos Chávez estaba al frente de la institución y Salvador Novo se encargaba del teatro.

Desde que la Douglas apareció en la escena, su presencia mágica, su belleza irreal, sus movimientos precisos y elegantes, su entrega absoluta al personaje y su dicción exquisita, impresionaron gratamente al público que se identificó con su gracia y su delicada sensibilidad.

La Douglas fue Medea y Fedra en Hipólito, ambas tragedias de Eurípides. Fue Santa Juana en la hoguera, de Claudel. La fierecilla domada, de Shakespeare. Blanche DuBois en Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams. Interpretó también: Deseo bajo los olmos, de Eugene O'Neill; Los signos del zodiaco, de Sergio Magaña; El oso, de Chéjov; La casa de los siete balcones, de Alejandro Casona; Martina, de Rodolfo Álvarez; La hiedra, de Xavier Villaurrutia; Juegos fatuos, de Carlos Olmos.

La UNESCO la declaró "La mujer del año" en Nueva York, después de su histórica actuación en Las tentaciones de María Egipciaca, escrita y dirigida por Miguel Sabido. Sus otros directores fueron Seki Sano, Salvador Novo, Fernando Wagner, Xavier Rojas y André Maurois.

(Tomado de: Terán, Luis - Somos Uno, especial de colección, Las 100 estrellas del siglo XX. Año 7, núm. 1. Editorial Eres, S.A. de C.V., México, D.F., 1997)

lunes, 11 de enero de 2021

Vladimir Kaspé


(1910-1996) Arquitecto chino de origen ruso. Se instaló en México en 1942. Destacó en su trabajo editorial en la revista Arquitectura México y en obras relacionadas al entorno académico como en la Escuela Secundaria Albert Einstein (1949), la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Autónoma de México (1953) y el Liceo Franco-Mexicano (1950); además participó en el diseño arquitectónico de oficinas, laboratorios y casas, así como en el conjunto habitacional El Rosario en la Ciudad de México. Fue profesor emérito de la UNAM entre 1943 y 1973.

(Tomado de: 100 extranjeros que amaron México. Muy interesante, septiembre de 2018, no. 09)





miércoles, 6 de enero de 2021

Qué era el movimiento de Los Guadalupes


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¿Qué era el movimiento secreto de Los Guadalupes?

Tras el golpe de 1808, casi todas las actividades de oposición al régimen colonial se realizaron en secreto. Las autoridades coloniales juzgaban y enjuiciaban cualquier intento de conspiración. El Virrey Francisco Javier Venegas ordenó que se estableciera una "vigilante policía", para lo que emitió un reglamento, aprobado por Real Acuerdo. Por lo tanto, aparecieron dos sociedades secretas: Los Guadalupes, la cual surgió en la ciudad de México, y la derivada de la Sociedad de Caballeros Racionales de Cádiz, que se organizó en Jalapa y de filiación masónica. Los integrantes de Los Guadalupes se reunían con frecuencia en tertulias y sin llamar demasiado la atención. Existía una necesidad imperiosa de los insurgentes para unir a sus simpatizantes a la causa. La sociedad prestaba auxilio material y moral y transmitía cualquier información útil. Los integrantes estaban al tanto de las medidas que las autoridades querían tomar en contra de los insurgentes, lo que hace suponer que algunos de sus miembros eran parte de la administración virreinal. Los informes se firmaban con nombre en clave (Señor Núm. 1, Señor Núm. 2 etc.) o con seudónimos, aunque por lo general usaban en sus escritos la designación "los guadalupes". Además el grupo buscaba constantemente a personalidades que pudieran ayudar al movimiento, como fue el caso del abogado Andrés Quintana Roo. La sociedad redactaba sus informes entre varios miembros. Cuando Morelos se convirtió en la figura principal de la lucha armada, Los Guadalupes redactaron una carta ofreciendo sus servicios. Para hacer llegar su correspondencia, los miembros del grupo secreto utilizaban mensajeros y correos leales. Sus simpatizantes participaban también en la cadena secreta de comunicaciones. Los iniciados tenían que jurar la defensa de la religión católica, rechazar la dominación extranjera, evitar la efusión de sangre y guardar los secretos. En la ceremonia de iniciación, los nuevos miembros prestaban juramento de guardar el secreto de la asociación bajo pena de muerte.

Solían utilizar una serie de astucias para guardar los documentos y evitar que fueran descubiertos. Ocultaban cartas en las suelas de los zapatos. La sociedad también se encargaba de hacer circular los periódicos de la época: Diario de México, Las Gacetas, El Pensador Mexicano, El Juguetillo, El Español de Londres y Diario de España, entre otros. A veces tenían que arriesgar su vida para llevar tipos de imprenta o hasta la imprenta misma, para lo cual ocultaban las piezas en los arneses de los carruajes o en cargas de carbón. Algunos de los integrantes estaban dedicados exclusivamente a la mensajería; otros sólo ayudaban a hacer llegar correo ocasional. Los Guadalupes tenían su propio periódico, en el que redactaban las noticias políticas, militares y económicas más sobresalientes del país. Gracias a ellos, la obra de fray Servando Teresa de Mier comenzó a circular por la Nueva España, además de difundir la Constitución de Cádiz de 1812. Los Guadalupes pagaban a los impresores una cuota para que no difundieran su existencia, algo de vital importancia. Había una revisión periódica de la fidelidad de los miembros, además de vigilar de cerca a los espías del gobierno virreinal.

Otra de sus funciones era sostener a las familias de los patriotas que estaban en el campo de guerra. Ayudaban también a los nuevos miembros de la insurgencia y eran consultores a la vez. Morelos les enseñó los proyectos de Constitución que había redactado junto con Rayón y Bustamante. Las derrotas que sucedieron en 1814 le dieron la oportunidad a Calleja de perseguirlos interminablemente. Los llamaba la "junta diabólica". Cuando las fuerzas reales fusilaron a Morelos en 1815, la sociedad quedó sin un líder y su actividad disminuyó. Cuando Xavier Mina se incorporó a la lucha insurgente en 1817, la sociedad adquirió un aire vigorizante, pues además se alió a la secta la masonería. 

(Tomado de: Pacheco, Cecilia - 101 preguntas sobre la independencia de México. Grijalbo Random House Mondadori, S.A. de C.V., México, D.F., 2009)

sábado, 2 de enero de 2021

León Felipe


(León Felipe Camino y Galicia), poeta nacido en Tábara, Zamora, España, en 1884; muerto en México en 1968. Comenzó su vida literaria en Madrid (1920), con Versos y oraciones de caminante. Residió en México, como exiliado político, desde 1940; junto con otros intelectuales y literatos, alentó la creación de la revista Cuadernos Americanos. Su obra comprende también traducciones, prosa y teatro; pero debe a la poesía su gran celebridad. Entre los veinticinco volúmenes por él publicados se encuentran: Antología poética (1935), El payaso de las bofetadas y El pescador de caña (1938), Español del éxodo y del llanto (1939), Ganarás la luz (1942), Antología rota (1947), El ciervo (1958), ¡Oh, este viejo y roto violín! (1966). En 1964 la Editorial Losada publicó en Buenos Aires sus Obras completas.

COMO TU

Así es mi vida,
piedra,
como tú. Como tú,
piedra pequeña;
como tú,
piedra ligera;
como tú,
canto que ruedas
por las calzadas
y por las veredas;
como tú,
guijarro humilde de las carreteras;
como tú,
que en días de tormenta
te hundes
en el cieno de la tierra
y luego
centelleas
bajo los cascos
y bajo las ruedas;
como tú, que no has servido
para ser ni piedra
de una lonja,
ni piedra de una audiencia,
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera;
como tú,
que tal vez estás hecha
sólo para una honda,
piedra pequeña
y
ligera...

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. México D.F. 1977, volumen IV, - Familia - Futbol)