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miércoles, 30 de mayo de 2018

La Elotera





¡Los elotes! ¡Los elotes cocidos! ¡Tiernitos los elotes!


De verdad tiernos; de veras dientes de leche para nuestros cansados dientes.



-¿A cómo los da, marchantita?



La elotera va sacando del agua hervida, dentro del bote de lata renegrida, tiznada a fuerza de tantas lumbres, atados de blancos peces, sartas de perlas, y los va colocando en la tablita de madera bañada que está sobre el bote, pero a modo de ocupar sólo una tercera parte de su obertura.



-Éstos grandes a ochenta; éstos cuestan sesenta…



-Caray, marchanta, ni que fueran las perlas de la virgen. A ver, búsqueme uno chiquito de a cuarenta para este muchacho de porra, tan necio.



-Pos sólo que sea este, marchanta. Pero tiéntelo, está muy tiernito.



Exactamente como en los peces: la clienta o el cliente clava la uña al elote previamente despojado de la seda verdenilo de sus hojas.



-Póngale sal, marchanta.



-¿Con chile?



Y la elotera unta de la sal húmeda de los platitos sobre la tabla, el elote túrgido. Sal con chile o blanca. Al gusto.



Llovió a cántaros, quedaban despidiéndose las gotitas menudas de la lluvia cuando la elotera recogió sus cosas: el bote ya vacío, la tablita, el banquito también de madera en que se sienta, los platos de la sal blanca y de chile y el cerrito de hojas dos veces mojadas de los elotes, y se encamina a su vivienda olorosa a maíz, arrebujada en su rebozo a pintas azules, brincando los charcos de la calle. Y uno va por la tarde con la abierta sonrisa del campo entre los dientes, y el aroma del campo y su figura morena que se ha vuelto blanca para nuestra gula.


(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (texto) y Alberto Beltrán (dibujo) – Los mexicanos se pintan solos)



sábado, 26 de mayo de 2018

El Nevero

El Nevero



Este era el profesor de historia sagrada. Una vez preguntó a sus alumnos: -¿A qué vino Jesús al mundo?

Y un vozarrón se metió entre los barrotes de la ventana del salón contestando:

-¡A tomar nieve!

Era, ¿lo recuerda usted?, el cuento inocente de abuelito; cuando abuelita, tan piadosa, se enfurruñaba, apostrofándolo: -¡Mídete esa boca, hereje!

Era el nevero, un amigo jurado de este calor que ya no se aguanta. Y del bochorno.

El vendedor equilibrista con su chongo de trapo sobre la cabeza, sobre el chongo el cubo de madera; dentro del cubo, entre hielo y sal gruesa, de cocina, el bote de nieve.

"¡De limón la nieve!"...

Porque la nieve clásica es la que cae del cielo, por diciembre, cuando Jesús nació entre los humildes. Después la de limón; después la de piña, después la de mango, después... porque, dígase lo que se diga, las nieves maravillosas, talismanes del sosiego refrescante, son las "de agua".

Chente aguarda al nevero que trae su cubo y bote con la nieve, junto con los barquillos, los vasos y conos de papel, sobre un carrito con ruedas de patines. Pero también le compra, a la entrada del mercado de Independencia, al tradicional nevero de los "cartuchos" de vainilla, que todavía anda por ahí.

Marcela, en cambio, apenas es mediodía y ya tiene el oído prendido en los tendederos del aire, esperando las campanitas del carro moderno de los helados. En cuanto lo oye, corre y me dice: -¡Dame veinte centavos para un helado de campanitas! -¿De campanitas? Ya caímos. Es por eso que nos parece, a veces, que Marcela tiene la música por dentro.

(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (Texto) y Alberto Beltrán (Dibujo) – Los Mexicanos se pintan solos)



 

domingo, 13 de mayo de 2018

El Camotero





¡Qué extraña locomotora de vapor es esta que incendia la noche y alborota el espacio y el tiempo! ¿Una de 1873, cuando Sebastián Lerdo de Tejada inauguró el Ferrocarril Mexicano de México a Veracruz?


¿Una máquina de patio, una exploradora, una máquina loca? Sí: es una máquina romántica, de esas de grandes ruedas y recia trompa; de las del tren que corría por el ancha vía pita y pita y caminando; de silbato ululante en mitad de la llanura y del silencio; del caballo de fuego de la montaña. Sólo que su silbar no llama a la nostalgia sino a la glotonería. Viene la achacosa máquina que no puede con su alma de láminas, con su descarrilado estruendo. Atrás, bañado en resplandores de pasos cansados y largos, a pie a tierra, su maquinista fogonero.



¡Uuu! ¡Uuu! ¡Camotes…!



Arriba, la humeante chimenea escupiendo estrellas. Abajo la caldera crepitando leña. En medio el depósito de los almíbares irresistibles.



¡Camotes! ¡Plátanos asados!



En los andenes del barrio esperan impacientes niños y mujerío, preguntando con cuántas horas de retraso viene.



-Camotes medianos a ochenta; grandes a peso. Los plátanos, igual.



Si validos de la noche los rebeldes han volado puentes y durmientes, puede acontecer que un gendarme mordelón lo asalte a preguntas: que si pertenece al STFRM; que qué licencia porta; que qué piensa de la rehabilitación de los ferrocarriles. Entonces, infeliz de él, es de ver al camotero tragar camote.


(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo y Alberto Beltrán – Los Mexicanos se pintan solos)