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viernes, 22 de noviembre de 2019

José Clemente Orozco, Páginas Autobiográficas I


El estímulo de Posada
Nací en 23 de noviembre de 1883 en Ciudad Guzmán, conocida también por Zapotlán el grande, en el estado de Jalisco.
Mi familia salió de Ciudad Guzmán cuando tenía yo dos años de edad, estableciéndose por algún tiempo en Guadalajara y más tarde en la ciudad de México, por el año de 1890. En ese mismo año ingresé como alumno en la Escuela Primaria Anexa a la Normal de Maestros, que en esa época ocupaba el edificio que ha sido sucesivamente Escuela de Altos Estudios, Departamento Editorial de la Secretaría de Educación Pública y Facultad de Filosofía y Letras, en la calle de Licenciado Verdad.
En la misma calle y a pocos pasos de la escuela, tenía Vanegas Arroyo su imprenta, en donde José Guadalupe Posada trabajaba en sus famosos grabados.
Bien sabido es que Vanegas Arroyo fue el editor de extraordinarias publicaciones populares, desde cuentos para niños hasta los corridos, que eran algo así como los extras periodísticos de entonces, y el maestro Posada ilustraba todas esas publicaciones con grabados que jamás han sido superados, si bien muy imitados hasta la fecha.
Los papelerillos se encargaban de vocear escandalosamente por calles y plazas las noticias sensacionales que salían de las prensas de Vanegas Arroyo: “El fusilamiento del Capitán Cota” o “El Horrorosísimo Crimen del Horrorosísimo Hijo que mató a su Horrorosísima Madre”.
 Posada trabajaba a la vista del público, detrás de la vidriera que daba a la calle, y yo me detenía encantado por algunos minutos camino de la escuela, a contemplar al grabador, cuatro veces al día, a la entrada y salida de las clases, y algunas veces me atrevía a entrar al taller a hurtar un poco de las virutas de metal que resultaban al correr el buril del maestro sobre la plancha de metal de imprenta pintada con azarcón.
Éste fue el primer estímulo que despertó mi imaginación y me impulsó a emborronar papel con los primeros muñecos, la primera revelación de la existencia del arte de la pintura. Fui desde entonces uno de los mejores clientes de las ediciones de Vanegas Arroyo, cuyo expendio estuvo situado en una casa ya desaparecida por haber sido derribada al encontrar las ruinas arqueológicas de la esquina de las calles de Guatemala y de la República Argentina.
En el mismo expendio eran iluminados a mano, con estarcidor, los grabados de Posada y al observar tal operación recibí las primeras lecciones de colorido.

San Carlos
Bien pronto supe que en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, a dos cuadras de la Escuela Normal, había cursos nocturnos de dibujo, y con gran entusiasmo ingresé a ellos. En aquella época el patio de la academia estaba abierto, pero los corredores estaban cerrados con vidrieras y a lo largo de las paredes había infinidad de aquellas famosas litografías de Julien, la quintaesencia del academismo y que tenían que copiar con el mayor cuidado y limpieza los que querían comenzar sus estudios de arte. Dura e innecesaria disciplina.
En 1897, mi familia me envió a la escuela de Agricultura de San Jacinto a seguir por tres años la carrera de perito agrícola. Nunca me interesó la agricultura y jamás llegué a ser un perito en cuestiones agrarias, pero la educación y las enseñanzas que recibí en esa magnífica escuela fueron de mucha utilidad, pues el primer dinero que gané en la vida fue levantando planos topográficos y posiblemente hubiera sido capaz de planear un sistema de riego, construir un establo o uncir bueyes y trazar con el arado muy largos surcos en línea recta. Podía muy bien sembrar maíz, alfalfa, caña; analizar tierras y abonarlas, en fin, conocimientos bastantes para explotar la tierra. Tres años de vida en el campo, sana y alegre.
Al dejar la Escuela de Agricultura mis ambiciones crecieron y fue mi deseo ingresar en la Escuela Nacional Preparatoria, en donde permanecí por cuatro años con el vago propósito de estudiar más tarde arquitectura, pero la obsesión de la pintura me hizo dejar los estudios preparatorios para volver pocos años después a la Academia, ya con el conocimiento perfectamente definido de mi vocación.
Habiendo muerto mi padre, hube de trabajar para sostener mis estudios en la Academia. Algunas veces fui dibujante de arquitectura. Otra vez estuve por algún tiempo como dibujante en el taller gráfico de El Imparcial y otras publicaciones del señor Reyes Spíndola. Recuerdo con agrado a don Carlos Alcalde, hábil ilustrador de prensa y excelente persona.


(Tomado de: Orozco, José Clemente - Páginas autobiográficas. Cuadernos Mexicanos, año II, número 97. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F. s/f)

lunes, 19 de noviembre de 2018

Nota Roja en el Porfiriato


(Grabados, por José Guadalupe Posada)
 
Los primeros cultivadores de la nota roja son los autores de corridos y los grabadores. En el porfiriato, José Guadalupe Posada (1868-1913) convierte los crímenes más notorios en expresión artística y presenta los hechos de sangre como los cuentos de hadas de las mayorías. No la viejecita que vivía en un zapato ni el gato con botas, sino El horrorosísimo crimen del horrorosísimo hijo que mato a su horrorisísima madre o Una mujer que se divide en dos mitades, convirtiéndose en bola de fuego. En La Gaceta Callejera, Posada transforma hechos de la naturaleza social en “sensaciones”, en aquello “tan real” que es inverosímil, tan cercano a nosotros que sólo si el arte o el escándalo lo transfiguran, advertimos su definitiva lejanía. Así, el horrible asesinato de María Rodríguez que mató a su compadre de diez puñaladas porque él no quiso acceder a sus deseos, o el Tigre de Santa Julia, bandido famoso, o la Bejarano, asesina por antonomasia, o los robachicos que secuestran para vender.




Los títulos son una medida exacta del morbo: Drama sangriento en la Plazuela de Tarasquillo, Asesinato de la Mañagueña/El asesinato de Leandra Martínez por su hermano Manuel (1891)/ “Horribilísimo y espantosísimo acontecimiento! Un hijo infame envenena a sus padres y a una criatura en Pachuca (1906) / El ahorcado de la calle de Las Rejas de Balvanera. Horrible suicidio del lunes 9 de enero de 1892.

La Gaceta Callejera de Vanegas Arroyo publica a diario corridos –novelas comprimidas en verso- que Posada complementa con ilustraciones. Allí la ciudad suprimida oficialmente halla un representante flexible y ecléctico, que será, por separado y en conjunto, anticlerical y supersticioso, misógino y devoto de la Virgen, creyente en el diablo y en las infinitas apariciones de la Guadalupana. No hay contradicción: no es asunto de Posada si los criminales son ídolos populares y si los danzantes del Señor de Chalma practican el otro culto a la razón; él se concibe como medio expresivo, un relato visual donde no hay distinciones entre lo que pasa y lo que debería pasar.



En Posada, el fervor deriva de pasiones gritadas o vividas a voz en cuello en los que encarnan caprichosamente el sentido de justicia y el sentido de libertad. En el tránsito metafórico, los crímenes dejan de ser sacudimientos colectivos y devienen leyendas hogareñas. Olvidadas las víctimas, desvanecido el escalofrío inicial, queda el estupor complacido ante un relato que fija el grabado y rehace una cultura oral que es, masivamente, la que importa durante el porfiriato, y la que preserva en la ciudad leyendas y relatos de milagros.



El público (el pueblo) localiza en la nota roja a una de las prolongaciones del Catecismo. Idénticos los juegos entre fantasía y realidad (demonios y llamas voladoras visitan asesinos y pecadores en trance de muerte); idénticas las conclusiones morales: La Tierra se traga a José Sánchez por dar muerte a sus hijos y a sus padres, o los grabados sobre Los 41 maricones encontrados en un baile de la calle de la Paz el 20 de noviembre de 1901. Posada es fidedigno y es creativo: así ve el pueblo o así ve él mismo, todo pueblo, el espacio donde la Pasión y la justicia rectifican en lo que pueden los crímenes de la vida misma.

(Tomado de: Carlos Monsiváis – Los mil y un velorios (Crónica de la Nota Roja). Alianza Editorial y CNCA, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. México, D.F., 1994)