Mostrando las entradas con la etiqueta yaquis. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta yaquis. Mostrar todas las entradas

lunes, 31 de octubre de 2022

El Caracol y el Sable V

 


Esclavos

Hacia la primera década de este siglo, John Kenneth Turner, periodista norteamericano, se preguntó: ¿Qué es México? Y, como ha sido frecuente en nuestra historia, su respuesta fue un descubrimiento.

Turner oyó, de cuatro desterrados mexicanos en Los Ángeles, una descripción distinta de la que prevalecía respecto de nuestro país. “¿Quieren hacerme creer –dijo- que todavía hay verdadera esclavitud en el hemisferio occidental? ¡Bah! Ustedes hablan como cualquier socialista norteamericano. Quieren decir esclavitud del asalariado, o esclavitud de condiciones de vida miserables. No querrán significar esclavitud humana.”

Los desterrados insistieron:

“-Sí, esclavitud, verdadera esclavitud humana. Hombres y niños comprados y vendidos como mulas, exactamente como mulas, y como tales pertenecen a sus amos: son esclavos.

“-¿Seres humanos comprados y vendidos como mulas en América? ¡En el siglo XX! Bueno, si esto es verdad, tengo que verlo.”

En 1908 emprende su primer viaje al México de Porfirio Díaz. La región descrita en el primer capítulo de su libro es Yucatán. Sobre una tierra, "la de menos sierra, porque toda ella es una viva laja”, Turner entra a un laberinto de fibras, espadas vegetales y cárceles de piedra, representando el papel de un inversionista; única farsa posible para reunir testimonios de unos y otros: propietarios y esclavos. Había pasado la crisis de 1907 y el supuesto capital que invertiría le abre las puertas de las oficinas de Mérida y de las haciendas de la península. Conoce la vida de los reyes del henequén, en sus blancos palacios de Mérida, y la que padecen 8 mil yaquis, 3 mil coreanos y 125 mil mayas.

En la hacienda de San Antonio Yaxché, hombres vestidos de andrajos y descalzos trabajan sin descanso, con mucho cuidado y con la velocidad de los obreros mejor pagados. También trabajaban a destajo y su premio consistía en librarse del látigo, y, con los hombres, mujeres, niños y a veces niñas. Entre los filos hirientes de las plantas, la jornada duraba lo que la luz del día. En cada arbusto debían quedar 30 hojas, tajantes las puntas y en hileras sus fibras verdes. Los hombres trabajaban amenazados por las púas y el látigo del capataz. “Es necesario pegarles –dijo a Turner un representante de la Cámara Agrícola-, sí, muy necesario, porque no hay otro modo de obligarlos a hacer lo que uno quiere. ¿Qué otro modo hay para imponer disciplina en las fincas? Si no los golpeáramos, no habría nada.” Terminando su tarea los encerraban. Guardias armados vigilaban las puertas. Al amanecer, formados en el patio, pasaban lista. Mañana a mañana uno de ellos era atado a las espaldas de un chino para recibir del capataz 15 azotes con fibras de henequén, mojadas y endurecidas. Era la advertencia. En fila caminaban rumbo al campo, aguardándole, a cada uno, 2 mil hojas de henequén, el sol implacable y el látigo.

En 1908, el precio de la fibra era de 8 centavos. El costo de producción no era mayor de un centavo. El sistema de la deuda, transmitido a varias generaciones: el jornal de $22.50 al año; el acasillamiento, la persecución de los que huían –casi siempre de una finca a otra-, la comida de frijol, tortilla y pescado una vez al día, y la renovada presencia de los yaquis, hacían posible que la vida de 50 familias, en Mérida, transcurriera en palacios y jardines.

La esclavitud de los mayas era el fin de una larga, dolorosa lucha empezada en la ocupación de Tepich hacia 1847. en pocas horas aquel poblado se convirtió en un hacinamiento de escombros y brasas. Ni una choza quedó en pie. La tropa cegó los pozos, las cisternas y cubrió de barro los cuerpos y despojos de las víctimas. Los indios fueron derrotados; sus caudillos, fusilados. Dos años después empezó la deportación de los vencidos a Cuba. Los hacendados llegaron a vender –y aun las señoras y los jovencitos de Mérida participaron en el negocio- a los hombres, en cuarenta pesos; en veinticinco a las mujeres. A los niños menores de diez años, los regalaban. La “raza maldita”, que dijera O’Reilly, debía salir de su país. Juárez y Melchor Ocampo hicieron cuanto pudieron para impedir las atrocidades. Los hacendados, para mantener la esclavitud, llegaron a pedir de Estados Unidos apoyo para separar, políticamente, Yucatán. La venta de mayas a Cuba terminó 15 años después, pero no la esclavitud. Los indios, acosados, se refugiaron en la parte oriental de la península; para exterminarlos, Díaz decretó en 1902 la organización de esa zona en territorio federal. Quintana Roo fue, a partir de ese año, una región de guerra. El ejército, dotado de máuseres en 1898, derrotó a los indios y los persiguió con saña por la selva.

En 1902, J. P. Morgan, “El Magnífico”, convocó a los interesados en el henequén –McCormick, Glessner, Deering, Jones- y los agrupó en una sola, poderosa compañía: la International Harvester, para comprar y exportar, a todo el mundo, el henequén en rama. El agente de la Harvester en México, Olegario Molina, hacendado, gobernador y ministro de Fomento y Colonización, recomendó, a partir de entonces, producir más para vender barato. La fibra bajó de precio acarreando la ruina, la desesperación y el hambre: de 9.48 centavos de dólar la libra en 1902 a 3 centavos en 1911.

Los propietarios consideraban terminada la campaña contra los indios. Las haciendas habían logrado un sistema de opresión que hacía imposible la escapatoria de los esclavos. La exportación de henequén, 1877 a 1911, fue de 2,150,458,958 kilos, con un valor de 452,081,615 pesos.

Sólo de 1902, año de la fundación de la Harvester, a 1911, la exportación fue de 927,520,098 kilos de henequén en rama con un valor de 231,272,842 pesos. La exportación dependía de la concentración del henequén en unas cuantas manos; de la feudalización de la tierra y de los hombres. En abril de 1909, dos meses después de aplastada la última rebelión indígena –la del 20 de enero de 1909-, Olegario Molina denunció, como ministro de Fomento y Colonización, la falta de títulos legales en una zona de 2,700 hectáreas en el partido de Tizimín. Los pueblos, las rancherías y las aldeas que abarcaban eran numerosas. El jefe político de Tizimín comunicó a los campesinos y rancheros que estaban emplazados por dos meses para desocupar las tierras o “quedar sujetos al nuevo propietario”. Lo mismo ocurrió, en ese año, en el partido de Espitia. Era el procedimiento seguido desde 1880 y, en Yucatán, coincidente con las guerras a los indios. Extensas tierras fueron cubiertas de henequén. La Harvester hizo uno de los negocios más cuantiosos de su historia. Los indios no recibían salario, sólo una comida al día. El ejército resguardaba las ciudades y los pueblos. Los rurales iban de un sitio a otro fusilando o encarcelando indios. Los mayordomos, látigo en mano, vigilaban la tarea durante 12 o más horas. Los indios habían sido “pacificados” y para reconocer el mérito de haberlo logrado, al fin de la batalla en Quintana Roo, el Congreso de la Unión otorgó a Porfirio Díaz la condecoración del Gran Cordón del Mérito Militar. La unidad de la patria se había, al fin, logrado. El equilibrio de las “razas”, tenazmente buscado desde 1847, era perfecto. El henequén, sin embargo, exigía de brazos. Los cordeles elaborados por la Harvester para los sacos de azúcar y café no bastaban. Los 125 mil mayas no alcanzaban a producirlos. Los indios, “raza” débil, morían jóvenes. Fue necesario llevar a los henequenales, chinos, coreanos y yaquis.

En 1905 Porfirio Díaz dio la orden de que los indios rebeldes de Sonora, sus mujeres e hijos, fueran deportados a Yucatán.

El origen del conflicto fue la apropiación de las tierras del Valle del Yaqui. Durante 24 años gobernaron el estado de Sonora, Ramón Corral, Rafael Izábal y el general Luis G. Torres. La guerra empezó en 1880. un grupo de rurales, ebrios, saquearon una aldea. La protesta ante el gobernador Corral fue rechazada. Idéntica respuesta recibieron del jefe de la zona militar, Luis G. Torres. Los yaquis organizaron su propia defensa y empezó la campaña que duró 25 años, en los cuales un ejército permanente persiguió implacablemente, por valles y montañas, a hombres, mujeres y niños.

El exterminio de los yaquis tenía por objeto el despojarlos de sus tierras comunales, las cuales se extendían en las márgenes de los ríos Yaqui y Mayo. En 1890 Díaz otorgó a Carlos Conant 300 mil hectáreas; éste, a su vez, organizó en Nueva York la Sonora and Sinaloa Irrigation Company, que construyó los primeros canales de riego. Hacia 1902 la compañía de Conant se declaró en quiebra. Las tierras se fraccionaron. Los accionistas pidieron los terrenos de la margen izquierda del río Yaqui y nuevamente se hizo la guerra a los indios. En 1908 los hermanos Richardson compraron las acciones de la Sonora and Sinaloa y obtuvieron de varios capitalistas norteamericanos un crédito por 15 millones de dólares. Los canales de riego abrieron al cultivo 35 mil hectáreas, la invasión trajo consigo otra guerra más contra los yaquis. Las órdenes a los soldados se convirtieron en premios a los que presentaban las orejas de los prisioneros. Ahorcaban sin descanso, sirviéndose de la misma reata para cuatro o cinco capturados. El fusilamiento de Cajeme, capitán de la tribu yaqui, apagó la resistencia el tiempo justo de la lucha reanudada por Tetabiate. Varias veces se intentó hacer la paz. Los tratados fueron desconocidos una y otra vez por las autoridades. En el refugio de la isla Tiburón algunos yaquis se creían a salvo; se presentó el gobernador Izábal y exigió a los seris que le entregaran las manos de los refugiados con la alternativa de sufrir ellos el exterminio de no cumplir su orden. Los seris cumplieron. En 1898, al aumentar el poder combativo del ejército por el nuevo armamento adquirido, la resistencia de unos cuantos centenares de yaquis era cada vez más débil. Entonces empezó la deportación de los supervivientes a Yucatán.

“¿Por qué se hace sufrir a una porción de mujeres, de niños y de viejos –preguntó Turner a un médico militar-, sólo porque algunos de sus parientes en cuarto grado están luchando allá lejos, en las montañas?”

el médico militar respondió:

“¿La razón? No hay razón. Se trata solamente de una excusa y la excusa es que los que trabajan contribuyen a sostener a los que luchan. Pero si esto es verdad, lo es en mínima parte, pues la gran mayoría de los yaquis no se comunican con los combatientes. Puede haber algunos culpables, pero no se hace ningún intento por descubrirlos, de manera que por lo que un puñado de yaquis patriotas estén haciendo, se hace sufrir y morir a decenas de miles. Es como si se incendiase a toda una ciudad porque uno de sus habitantes hubiera robado un caballo.”

La deportación fue un incalculable negocio. Quinientos yaquis eran entregados, cada mes, en Yucatán. Los sacaban de las rancherías en las que cultivaban la tierra, de las aldeas y pueblos. Los hacían caminar miles de kilómetros; otros, los ancianos, morían en las jornadas. A bordo de los navíos 200 de ellos se arrojaron al mar en suicidio colectivo. La tierra quedaba despoblada.

Los soldados y agentes del gobierno enviaban ópatas y pimas, y todo hombre, mujer o niño, que vistieran andrajos. Cada uno costaba, a los hacendados de Yucatán, $65.00. Turner transcribe este diálogo con un oficial encargado de las deportaciones:

“-Durante los últimos tres y medio años –me dijo- he entregado exactamente en Yucatán 15,700 yaquis; entregados, fíjese usted, porque hay que tener presente que el gobierno no me da suficiente dinero para alimentarlos debidamente y del 10 al 20 por ciento mueren en el viaje.

“-Estos yaquis se venden en Yucatán a $65.00 por cabeza: hombres, mujeres y niños. ¿Quién recibe el dinero? Bueno, “10.00 son para mí en pago de mis servicios; el resto va a la Secretaría de Guerra. Sin embargo, eso no es más que una gota de agua en el mar, pues lo cierto es que las casa, vacas, burros, en fin, todo lo que dejan los yaquis abandonado cuando son aprehendidos por los soldados, pasa a ser propiedad privada de algunas autoridades del gobierno de Sonora.”

Turner describe el viaje de los yaquis a Yucatán, partiendo de los sitios en que eran concentrados. Los ve en la ciudad de México, comprueba su penoso camino por las tierras áridas y también a bordo de los barcos de carga. Dialoga con hombres y mujeres: sus breves historias, sus angustias y dramas increíbles.

“-¿A quién pertenecen –pregunta a una mujer- todas esas criaturas, estos muchachos, todos del mismo tamaño?

“-¿Quién sabe? –le responde-. Sus padres han desaparecido, lo mismo que nuestros hijos.”

Los acompaña en su travesía. El agua del mar entra por las hendiduras de la embarcación. Hay enfermos y muchos mueren. Frío y hambre. Agrupados, esperan el desembarco. En Yucatán son entregados a sus compradores. Separan las familias que estaban unidas y empieza el segundo capítulo de su esclavitud: el trabajo entre las púas del henequén.

Día a día, mucho más que los mayas, son azotados. Quince latigazos contados cada seis segundos por el capataz. “el extraordinario verdugo, llamado mayocol –escribió Turner-, un bruto peludo de gran pecho, se inclinó sobre la cubeta y metió las manos hasta el fondo. Al sacarlas, las sostuvo en alto para que se vieran cuatro cuerdas que chorreaban, cada una de ellas como de un metro de largo. Las gruesas y retorcidas cuerdas parecían cuatro hinchadas serpientes a la escasa luz de las lámparas; y a la vista de ellas, las cansadas espaldas de los 700 andrajosos se irguieron con una sacudida; un involuntario jadeo se escuchó entre el grupo. La somnolencia desapareció de sus ojos. Por fin estaban despiertos, bien despiertos.”

Entre el henequén, el látigo y el hambre, el yaqui prefirió la muerte por su propia voluntad.

Si en el cultivo del henequén los mayas morían más de los que nacían, y los yaquis soportaban un año, los esclavos de Valle Nacional sobrevivían ocho meses.

¡Quince mil hombres entraban cada año a cultivar tabaco!

Escribió Turner: “No hay supervivientes de Valle Nacional... no hay verdaderos supervivientes –me contó un ingeniero del gobierno que está a cargo de algunas mejoras en ciertos puertos-. De vez en cuando, sale alguno del Valle y va más allá de El Hule. Con paso torpe y mendigando hace el pesado camino hasta Córdoba; pero nunca vuelve a su punto de origen. Esa gente sale del Valle como cadáveres vivientes, avanzan un corto trecho y caen.”

Valle Nacional, situado al noroeste de Oaxaca, es una honda cañada de 3 a 10 kilómetros de anchura, rodeada por montañas inaccesibles. Las plantas de tabaco se extendían por la faja de tierra lo mismo que las haciendas, en las cuales el monopolio de los hermanos Balsa, españoles, ejercía el poder a nombre del gobierno. Era el sitio del castigo de los que cometían delitos menores, de los capturados por la gendarmería y el de los rebeldes; de los caídos en desgracia por algún conflicto con la burocracia. Hombres, mujeres y también niños.

Como en Yucatán, Turner representa idéntica farsa: la de un norteamericano que pretende adquirir una hacienda. Conoce palmo a palmo el Valle, pregunta por los que desaparecen y la causa de las muertes colectivas. Ve las tareas en el campo bajo el látigo de los capataces, y escucha el relato de un hombre que le señala el rumbo de los pantanos donde agonizantes y muertos son arrojados a los caimanes. Sabe de los esqueletos hacinados en las hondonadas y en Tuxtepec recibe esta proposición:

“-El hecho de que soy cuñado de Félix Díaz, y además amigo personal de los gobernadores de Oaxaca y Veracruz y de los alcaldes de esas ciudades, me coloca en situación de atender los deseos de usted mejor que cualquier otro. Yo estoy preparado para proporcionarle cualquier cantidad de trabajadores, hasta cuarenta mil por año, hombres, mujeres y niños, y el precio de $50.00 por cada uno. Los trabajadores menores de edad duran más que los adultos; le recomiendo usarlos con preferencia a los otros. Le puedo proporcionar a usted mil niños cada mes, menores de 14 años, y estoy en posibilidad de obtener su adopción legal como hijos de la compañía, de manera que los pueda retener legalmente hasta que lleguen a los 21 años.

“-Pero ¿cómo puede adoptar mi compañía –le respondió Turner- como hijos a doce mil niños por año? ¿Quiere decir que el gobierno permitiría semejante cosa?

“-Eso déjemelo a mí –contestó el cuñado de Félix Díaz-. Lo hago todos los días. Usted no paga los $50.00 hasta que tenga en su poder a los niños con sus papeles de adopción.”



(Tomado de: García Cantú, Gastón - El Caracol y el Sable. Cuadernos Mexicanos, año II, número 56. Coedición SEP/Conasupo. México, D.F., s/f)


sábado, 18 de julio de 2020

Porfirio Díaz Mori III 1867-1915 1a parte

Al triunfo de la República, Benito Juárez propuso su reelección en la Presidencia, la cual obtuvo fácilmente; pretendió aumentar sus poderes ejecutivos e intentó que los eclesiásticos gozaran del derecho de voto y elección. Estos hechos, y el retiro hizo de varios jefes relevantes del ejército, provocaron serio disgusto entre los radicales del partido liberal. Porfirio Díaz, que había sido designado jefe de la segunda división, con sede en Tehuacán, expresó su disgusto y solicitó su retiro definitivo, el cual le fue concedido. Pasó a Oaxaca y se dedicó a la agricultura, pero no se alejó de la política, pues en 1870 fue elegido miembro del Congreso Federal. La segunda reelección de Juárez en 1872 hizo crecer el descontento de la oposición y se produjo el levantamiento que tuvo como bandera el Plan de la Noria; pero muerto el presidente el 18 de julio de ese año, la rebelión perdió su razón de ser. Lo sucedió el presidente de la Suprema Corte, Sebastián Lerdo de Tejada, quien al declararse reelecto en septiembre de 1875, exacerbó nuevamente a la oposición. Porfirio Díaz se levantó en armas, conforme al Plan de Tuxtepec, y al triunfar el movimiento, Lerdo abandonó la capital (20 de noviembre de 1876) y se refugió en Estados Unidos. El vencedor convocó a elecciones y fue electo presidente en mayo de 1877. El lema de Tuxtepec había sido la no reelección; así, en 1880 entregó el gobierno al general Manuel González. Sin embargo, nada le impedía ser reelecto para el periodo 1884 a 1888. Tras el tormentoso período de González, promovió su candidatura y volvió al poder. Se restituyó el texto constitucional a su forma primitiva, que nada decía de la reelección y Díaz ya no abandonó la presidencia sino hasta 26 años más tarde, en que tuvo que renunciar ante la revolución acaudillada por Francisco I. Madero. Poco antes de las elecciones enviudó de su primera esposa y contrajo segundas nupcias con una joven de 19 años (Porfirio tenía 54), Carmen Romero Castelló, hija de Manuel Romero Rubio, que fuera su enemigo político durante la presidencia de Lerdo.
Desde su primera gestión presidencial (1876-1880), el principal cuidado de Porfirio Díaz fue consolidarse en el poder. En el orden político, procuró dominar al Poder Legislativo, que hasta los tiempos de Juárez había sido poderoso opositor del Ejecutivo. Para ello manejó las elecciones de senadores y diputados de manera que sólo tuvieron acceso a las cámaras quienes le eran incondicionales. Se recurrió al fraude electoral por la violencia, la impostura de cajas electorales o la múltiple votación de las mismas personas. El Congreso decayó completamente y se convirtió en apéndice del Ejecutivo, sin otro fin que dar al régimen una apariencia de legalidad y democracia. La misma política fue ejercida en los Estados: se impusieron gobernadores adictos al presidente, de manera que la federación desapareció de hecho y se instauró un centralismo presidencial absoluto. El Poder Judicial se acomodó fácilmente a las circunstancias. Díaz sofocó toda rebelión aun en sus principios. En 1879, como le llegara la noticia de un complot revolucionario que se fraguaba en Veracruz, ordenó al gobernador Terán la aprehensión de los sospechosos y luego que los ejecutara, lo cual hizo con 9 de ellos sin formación alguna de causa (25 de junio). A esta política se le llamó de "Mátalos en caliente", por el texto de las instrucciones telegráficas que envió al mandatario local. Es muy larga la lista de las personas que fueron sacrificadas a causa de su rebeldía. Una de las más conspicuas fue el general Trinidad García de la Cadena, quien al aproximarse las elecciones para el cuatrienio 1888-1892, pretendió disputar la presidencia de Díaz: al internarse al norte del país, donde tenía sus partidarios, fue asesinado. Cuando la oposición provenía, no de caudillos particulares, sino de grupos, se les exterminaba igualmente, como ocurrió en el pueblo de Tomochic, en Chihuahua, cuyos habitantes fueron pasados por las armas, hasta el último, pues hasta los heridos fueron rematados en el paredón de fusilamiento (29 de octubre de 1892). Sin embargo, esta despiadada energía impidió la sucesión de revoluciones que con frecuencia estallaban en México por la disputa del poder, y se consolidó una paz muy grata a los habitantes de la nación, cansados de más de 60 años de guerra civil. Así se explica que a Porfirio Díaz se le llamara "héroe de la paz", y que sus opositores calificaran la situación de "paz sepulcral". La oposición de la letra impresa fue reprimida mediante la compra o la persecución de los editores de periódicos, hasta lograr su completo sometimiento. Hubo quienes resistieron heroicamente el soborno, la cárcel y la hostilidad, como los directores de La Voz de México y El Hijo del Ahuizote, El Tiempo, periódico católico, acabó por aceptar una subvención del gobierno, de manera que sus textos eran tolerados para dar la impresión de la existencia de una prensa libre. En los estados de la República la persecución contra la prensa libre fue aún más atroz, pues se llegó al asesinato de los directores de periódicos. La consecuencia de está política de represión, en lo cívico y en lo editorial, fue la absoluta indiferencia electoral del pueblo mexicano, que acabó por dejar desiertas las urnas, a las cuales sólo asistían por obligación los empleados públicos con la consigna de votar por los candidatos oficiales para las cámaras y por Díaz para la Presidencia.
En el orden religioso, no obstante el triunfo del liberarismo sobre la Iglesia Católica, el presidente Díaz optó por una política de completa reconciliación. Sin derogar las Leyes de Reforma, pues lo contrario hubiera sido otorgar un triunfo póstumo al partido conservador, tomó el más fácil camino de no observarlas. El pueblo se acostumbró así al desprecio y violación de la ley, aún por las mismas autoridades. Al amparo de este disimulo, la Iglesia volvió a ocupar un sitio determinante en el destino de la nación, pero sin responsabilidad alguna, pues oficialmente estaba separada del Estado. Las diócesis aumentaron en 8, los conventos de hombres y mujeres renacieron y aún se fundaron otros; y las escuelas confesionales funcionaban libremente, en especial las de los jesuitas a las cuales asistían los hijos de quienes fueron próceres liberales. Los bienes eclesiásticos, respetados y protegidos, aumentaron con donaciones y combinaciones financieras. Díaz hizo pública ostentación de su credo católico, al mismo tiempo que era miembro prominente de la masonería. El las bodas de oro del Arzobispo de México, el antiguo intervencionista Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, el presidente le regaló un lujoso bastón de carey y plata, que se exhibió por las calles de México. La Basílica de Guadalupe fue remozada a gran costo y el 12 de octubre de 1895 la imagen fue coronada solemne y espectacularmente.
El ejército había sido otra fuente de inestabilidad, a causa del poder que daba a los generales ambiciosos. Al principio de su gobierno, Porfirio Díaz no licenció a las tropas porque su cesantía las hacía propensas a seguir a los caudillos revolucionarios, pero las tuvo en constante movimiento por toda la República y las desarraigó de sus localidades nativas, con lo cual impidió las rebeliones locales. A quienes fueron guerrilleros liberales y republicanos los agrupó en cuerpos de policía rural y les encargó la persecución de los bandoleros y la seguridad de los caminos. Posteriormente, conforme consolidaba su poder, otorgaba de una parte grandes beneficios a los militares de alta graduación, y de la otra iba reduciendo los efectivos de tropa, de manera que no existiera una fuerza bélica que alguien pudiera encabezar en su contra. Al asumir la secretaria de Hacienda, José Ives Limantour redujo en todo lo posible las partidas destinadas al ejército con el fin de hacer ahorros y nivelar el presupuesto. Llegó la ocasión en qué prácticamente los generales no tenían a quién mandar y se les ocupaba en comisiones de estudio en México y en el extranjero. Sólo los muy adictos al presidente manejaban tropas, formadas por medio de la leva que arrancaba a los campesinos de sus hogares. Díaz no temía una agresión por parte de Estados Unidos, nación con la cual estaba en excelentes términos por su política de concesiones al capital norteamericano, cuyos intereses en México impedirían una nueva intervención europea como la francesa. Al ejército lo mantuvo ocupado en sofocar aún los más insignificantes brotes rebeldes y también en dos guerras contra los indios yaquis y mayos, en el norte, y mayas, en el sur.
Las tribus de yaquis y mayos vivían prácticamente independientes del gobierno y consideraban al hombre blanco, fuese norteamericano o mexicano, como su peor enemigo, lo cual las mantenía en constante pie de guerra. Díaz pretendió incorporarlos a la vida nacional, con el propósito de aprovechar sus tierras, pero el jefe Cajeme (José María Leyva) encabezó un levantamiento general (1885-1886) y libró sangrientos combates con las tropas federales hasta que fue vencido en Buatachive (12 de mayo de 1886). Huyó, pero denunciado por una india, se le aprehendió y fue muerto. Lo sucedió Tetabiate (Juan Maldonado), quien durante 10 años (1887-1897) acosó al gobierno con sus guerrillas hasta que se firmó el tratado de paz del 15 de mayo de 1897. Más adelante estalló nuevamente el conflicto, por incumplimiento del tratado, y Tetabiate fue derrotado, perseguido y asesinado por otro indio el 10 de julio de 1901. Los indios mayas en Yucatán, que se mantenían sublevados desde la primera mitad del siglo XIX, se habían hecho fuertes en Quintana Roo. El general Ignacio A. Bravo los redujo en 1901 y en 1905 se rindieron los últimos cabecillas. En las postrimerías del porfirismo, el general Bernardo Reyes organizó el servicio militar obligatorio con excelentes resultados, y acaso fue ésta la razón por la que Díaz se apresuró a alejarlo del mando y aun de la República. Aunque el Colegio Militar fue bien atendido, de ahí sólo salían oficiales destinados principalmente a los estados mayores...

(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S.A. México, D.F. 1977, volumen III, Colima-Familia)