La Historia de Mexico y de los mexicanos como se ha escrito: a través de diarios, de proclamas, de actas, de folletos, de libros. Los testimonios, los datos fríos, los análisis, las letras espontáneas de los corridos. Finalmente, nuestra historia. ¡No nos pierdas la pista!
Representan 6.9% de los indígenas del estado y los principales pueblos donde habitan son Las Margaritas, La Independencia, Altamirano, Ing. González de León, Saltillo, Ignacio Zaragoza y Comitán. Los tojolabales se dedican primordialmente al cultivo de la tierra, cuyos productos destinan en gran medida al consumo familiar. También tienen un amplio conocimiento de la tradición herbolaria, tanto alimentaria como medicinal. Además, crían borregos para la obtención de lana. Los tojolabales tejen en telar vertical de pedales -en todo México manejado por varones- mientras que las mujeres cardan e hilan la lada.
Como la mayoría de los mayas de las Tierras Altas, las mujeres hilan, tejen y bordan su propia ropa, y su indumentaria consta de falda de colores llamativos, decorada con encajes y listones de colores, blusa bordada también con listones y en la cabeza usan un pedazo de tela del mismo color que su falda. Las mujeres solteras pueden decorarse el cabello con listones de colores, las casadas sólo se peinan con dos trenzas. Esta indumentaria no se comercializa. Los hombres usan ropas contemporáneas, pues los materiales con que se elaboran los trajes típicos son muy costosos.
(Tomado de: Recorridos por Chiapas. Guía visual. Arqueología, Naturaleza e Historia. Arqueología Mexicana, Edición especial #20. Editorial Raíces, México, 2006)
Es el más importante de la capital. Radica en la parte vieja, en terrenos del antiguo convento que le da nombre. Pero no se ciñe a un ámbito propio, de construcción adecuada, sino que se extiende y derrama por una porción de calles y callejones adyacentes que hacen imposible dominarlo en una visita.
Los mercados revelan en todas partes muchos pormenores de la población y de la vida, pero éste es particularmente rico en datos de importancia. Lo primero que sorprende es el silencio dominante en todo aquel conglomerado humano que por la índole de su comercio suele ser ruidoso. Ya en otro lugar hemos apuntado algo sobre ese silencio del indio. Como sobre sus modales suaves y finos. En este mercado no se grita, no se canta, no se despide con mal humor al visitante; nadie ríe, nadie pide. Si se invita a comprar, se hace con maneras modosas y tan simpáticas que se siente uno dolorido de no poder acceder a todas las ofertas.
Antes de penetrar en el edificio matriz del mercado, entre las apreturas de una calle obstruida por barracas, puestecillos, automóviles y peatones, topamos con el hombre del pajarito de la suerte. La jaula triple, donde tenía a sus tres pajaritos amaestrados, merecía una foto porque su forma, su color y adornos eran de un mexicanísimo agudo. Esta jaula, pintada con amarillo limón, pequeño mueble rococó, teatrito de singular arquitectura, estaba cubierto con su pequeño dosel de terciopelo para evitar insolaciones a los cómicos pajaritos.
Para poder avanzar y salir con bien de este laberinto es preciso un práctico, como en las ensenadas difíciles. Sin él nos pararíamos ante el primer montón de cosas y no llegaríamos nunca a los mejores. Inés Amor, esta mexicana inteligente y activa, nos llevó, a Pedro Salinas, el poeta, y a mí, a un corredor del mercado que parecía el templo de la magia, cubierto desde el suelo al techo con la más rica variedad de plantas aromáticas y medicinales, que uno puede soñar, más algún camaleón vivo, algunas alas de murciélago y algunos cuernos de macho cabrío. Delante del puesto número 380 campeaba un cartelón que decía: “Dominga Paredes, herbolaria. Vende toda clase de hierbas medicinales, explicando su procedencia de cada una de ellas. Cura toda clase de enfermedades. Especialidad en venéreas y del corazón.” Y en otro, lo que sigue: “Curo la diabetes y la úlcera del estómago, la tuberculosis, la sangre [este nombre acompañado de un manchón carmín], embriagues [así, con s], sin perjudicar el organismo.”
Mil aromas invitaban a comprar. Pero ¿para qué? La herbolaria nos sacó de dudas: “Para un baño tónico y aromático”. Y nos puso en un papelón varios puñados de estas hierbas: toronjil, hinojo, romero, azocopaque, santodomingo, pericón, azahar, hoja de higo, ruda, cedrón, rosa de Castilla y manzanilla.
La experta, la práctica, la conductora Inés nos empujó a otro corredor lleno de encanto, pasando sin detenernos ante los puestos de chiles variadísimos den tamaño, colores y calidades. Este otro corredor estaba especializado en objetos de caña, paja, petate, jarcia, junco y madera. Es decir, en canastos, cestas, sillas, anaqueles e infinidad de variantes.
A partir de este segundo corredor ya no pude ordenar mis observaciones. Sólo puedo decir que salimos a una calle, a cuyo fondo se veía una extrañísima iglesita barroca llamada del Cristo de Manzanares. Donde había patibularias y sucias imágenes entre centenares de lamparitas de aceite, paredes renegridas y altares sin lienzo. Sé que tuve en mis manos ojos de venado, secos y adornados con hilos y cuentas de plata, útiles contra el mal de ojo, y manitas de azabache que vendían las mismas mujeres para el mismo fin. Sé que observamos las llamadas encomiendas, que son portales para mercaderes, y notamos que en el interior de todas ellas lucían altarcitos con su correspondiente lámpara encendida. Sé que pasamos cerca del Callejón de la Pulquería de Palacio y que nuestros ojos se colaban por puertas con vistas a corredores superholandeses donde flameaban los lienzos colgados a secar y se movían mujeres y niños, entre hombres apoyados en bultos de mercancía.
Dando vueltas por puestos de frutas ricas y bajo letreros y muestras de tiendas pintorescas, objetos brillantes y mates, coloreados o desvaídos, fuimos a parar a unas barracas donde vendían soldaditos de plomo o apetitosos dulces más visitados por las moscas de lo que era menester. Pedro Salinas goza con todos los productos menores del pueblo artista y se detuvo a comprar chácharas plumíferas y de barro. Compró soldaditos de plomo y todo un bestiario de diminutas figurillas arcillosas tan toscas como gráciles. La vendedora nos ofreció unos banquillos muy bajos para poder examinar sus géneros extendidos en el suelo.
Y Salinas exclamaba a cada momento: “¿No es un encanto comprar así, en plena calle, sentado bajo un toldo y sin prisas ni abusos?” Todo el papelón lleno de figurillas costó noventa y cinco centavos.
Nuestro examen final fue el de los dulces. La dulcería es en México un tema tan cabal y tan extenso que tardaré varios años en medio documentarme para poder abordarlo. En este momento baja de su motocicleta un militar, compra un dulce hincado en un palillo, se lo pone en los labios monta otra vez y arranca veloz. Nuestros ojos escudriñan, saltan y comparan buscando los dulces más seductores de forma, color y jugosidad. Entre los puestos andan o duermen los perros. Hay dulcerías de éstas que preservan sus confituras con vitrinas, otras no. Despachan mujeres de abundantes carnes, que mientras no tienen parroquianos, amamantan a sus chamacos. El colorido de los puestos es variado pero, por si no bastan los colores de los dulces, cuelgan de las paredes abigarrados cartones de lotería con premios en juguetes entre tiras de plata y oro.
(Tomado de: Moreno Villa, José – Cornucopia de México y Nueva Cornucopia mexicana. Colección Popular #296, Fondo de Cultura Económica, S.A. de C.V., México, D.F., 1985)
Dentro de los mercados hay jardines en primavera y bosques antiguos en perpetuo invierno. Estos bosques son los de las yerbas, que vienen del tiempo indígena en que la gente, sin complicaciones presuntuosas, se curaba con la sencilla hechicería de la naturaleza. La yerbera -herbolaria dicen los diccionarios- es la durmiente de un bosque de mil años; raíces y ramas petrificadas, hojas y flores de ceniza. Cuachalate para la úlcera; doradilla para la vescícula; cola de caballo para los riñones; boldo, un té en ayunas, para la bilis; flores de azahar y naranjo para los nervios; semillas de sulemán para las reúmas, los calambres y el dolor de huesos por el frío; grangel para la vejiga; tumbavaquero para el insomnio; polvo de culebra para la sangre…
-¡Ay, marchanta! ¿Qué haré con mi muchacho? No puedo quitarle lo empachado. Y la yerbera: -¡Um! Para el empacho no hay como la lengua de vaca con una cortecita de viuchito; tres cogollitos de guayaba y de Durazno; una cascarita de lo blanco del mesquite y una rama de yerbabuena. Se hierve todo y se toma en ayunas. Eso y con untarle al muchacho manteca con flor de ceniza. Luego le jala el cuerito de la rabadilla, y cuando truena, ya salió el empacho….¡Ah, y no deje de ponerle su ojo de venado con un collarcito, pa’que no vuelvan a hacerle mal de ojo!... Hay que ver a la yerbera, perdida en su follaje y breñal milagroso, entre canastos, paquetes, haces de ramas y montes de raíces y flores secas. “Concha nácar para las cicatrices; flor de yoloxóchitl para el corazón”…
(Tomado de: Ricardo Cortés Tamayo (Texto) y Alberto Beltrán (Dibujo) – Los Mexicanos se pintan solos)