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sábado, 5 de septiembre de 2020

Ignacio de la Llave

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Ignacio de la Llave (1818-1863)

Se había acostumbrado a la rebelión. Desde los 26 años, su vena liberal lo impulsó a luchar contra el régimen de Antonio López de Santa Anna. No pasó mucho tiempo para que volviera al campo de batalla a pelear contra la invasión estadounidense en el estado que lo vio nacer: Veracruz. Después vino la Revolución de Ayutla y en Orizaba, su ciudad natal, se levantó en armas. La voracidad del tiempo en el que le tocó vivir le dio poco descanso, pues se mantuvo activo durante la Guerra de los Tres Años combatiendo a los conservadores. Pero ningún enemigo como el ejército francés del que ahora era prisionero.
Ignacio de la Llave era querido en su estado. El abogado ya había gobernado Veracruz en dos ocasiones, la primera de 1855 a 1856 tras el triunfo de la Revolución de Ayutla; y la segunda, varios años después, entre 1861 y 1862. Además de entablar leyes liberales, había decidido trasladar los poderes estatales hacia Jalapa.
Pero su popularidad era fuerte, incluso en los círculos políticos del centro del país. Su republicanismo había sido reconocido por Comonfort y Juárez, de cuyos gobiernos fue secretario de Gobernación en distintas etapas. Su trascendencia era tal que la cartera de Guerra y Marina también había sido suya de septiembre de 1860 a enero de 1861, antes de volver a su tierra.
La Intervención Francesa, sin embargo, fue un reto al cual no podía dar la espalda. Desde su gubernatura mandó fortificar el camino de Veracruz a Jalapa por donde habría de transitar el ejército invasor con severas dificultades. Sin embargo, la obligación de don Ignacio se encontraba no en la comodidad de la administración, sino en el ríspido camino de las armas. Por ello, se incorporó a las fuerzas de Jesús González Ortega, con quien participó en la defensa de Puebla en marzo de 1863. Sin embargo, la suerte parecía comenzar a cambiarle.
Pocos días después de la caída de Puebla (17 de mayo de 1863), De la Llave y González Ortega fueron capturados por tropas francesas. De inmediato, los invasores conscientes de la importancia de ambos personajes, decidieron remitirlos hacia Orizaba, en donde tendrían mayor control sobre ellos. Poco sabían que llevarlos a esa tierra sería su peor error.
Llegados a tierras veracruzanas fueron auxiliados por pobladores para escapar. El ímpetu de De la Llave le convenció de alcanzar a Juárez y su gabinete en San Luis Potosí con el propósito de continuar la lucha. Sin embargo, la traición le acompañaba. Los miembros de su escolta, al ver en su posesión varias onzas de oro, decidieron asaltarle. Don Ignacio salió gravemente herido de aquel triste suceso. Aún así, aguantó el trayecto hasta la hacienda del Jaral, en Guanajuato. Pero la guerra contra la muerte estaba decidida. El 23 de junio de 1863, el notable veracruzano perdió la vida.

(Tomado de: Tapia, Mario - 101 héroes en la historia de México. Random House Mondadori, S.A. de C.V. México, D.F., 2008) 

sábado, 24 de agosto de 2019

Ley de Desamortización, 1856


Un economista irlandés de origen, Bernardo Ward, que pasó la mayor parte de su vida en España, que fue consejero de Fernando VI y ministro de la Real Junta de Comercio y Moneda, decía en su libro titulado Proyecto económico que la medida más importante para resolver los problemas de América, consistía en dar en propiedad tierras a los indios para que así gozaran de la plena y pacífica posesión de todo el fruto de su trabajo. Pero las opiniones de Ward, del hombre de ciencia desinteresado, no fueron atendidas por los gobernantes y políticos españoles, y la realidad se impuso decenios más tarde al desgajarse de España sus vastos y ricos territorios de América. Claro está que de todos modos no era posible evitar la independencia de los pueblos sojuzgados; mas la lucha hubiera sido distinta si las tierras se hubieran repartido con inteligencia y equidad, creándose así intereses vitales entre un gran número de pobladores. La pequeña propiedad -dice un autor- es la espina dorsal de las naciones.
Entre los caudillos de la Independencia no faltaron quienes vieron con claridad la cuestión relativa a la tierra. Morelos pensaba que debía repartirse con moderación, “porque el beneficio de la agricultura consiste en que muchos se dediquen con separación a beneficiar un corto terreno que puedan asistir con su trabajo”. Pero como la Independencia la consumaron los que combatieron a Morelos, los criollos acaudalados que llegaron a comprender las ventajas económicas y políticas que obtendrían con la separación de España, nada hicieron para resolver el problema fundamental y de mayor trascendencia para el nuevo Estado. De 1821 a 1855 no se puso en vigor ninguna medida de significación tendiente a encontrarle solución al serio problema de la tenencia de la tierra. Por supuesto que durante ese tercio de siglo no faltaron hombres preocupados y patriotas que se dieron cuenta de la mala organización de la propiedad territorial. El doctor Mora fue siempre adversario de las grandes concentraciones territoriales y siempre se pronunció a favor de la pequeña propiedad. Pensaba que nada adhiere al individuo con más fuerza y tenacidad a su patria, que la propiedad de un pedazo de tierra; y Mariano Otero, el notable pensador cuyo pulso dejó de latir prematuramente, decía en 1842: “Son sin duda muchos y numerosos los elementos que constituyen las sociedades; pero si entre ellos se buscara un principio generador, un hecho que modifique y comprenda a todos los otros y del que salgan como de un origen común todos los fenómenos sociales que parecen aislados, éste no puede ser otro que la organización de la propiedad”. Así, Otero, por estas y otras de sus ideas cabe ser catalogado entre los que se anticiparon a la interpretación materialista o económica de la historia.
El problema más grave de México en cuanto a la propiedad territorial, desde principios del siglo XVIII hasta mediados del XIX, consistía en las grandes y numerosas fincas del Clero en aumento año tras año y sin cabal aprovechamiento. Propiedades amortizadas, de “manos muertas”, que sólo en muy raras ocasiones pasaban al dominio de terceras personas; constituían, pues, enormes riquezas estancadas sin ninguna o casi ninguna circulación. El doctor Mora planteó con erudición, valentía y claridad el tremendo problema en su estudio presentado a la Legislatura de Zacatecas en los comienzos de la cuarta década del siglo pasado. El trabajo de Mora fue visto con disgusto por las autoridades eclesiásticas, puesto que implicaba amenaza de pérdida de tan cuantiosos bienes, probablemente necesarios para dominar en la conciencia de los fieles. Las opiniones del distinguido polígrafo, y de otros mexicanos progresistas, se abrieron camino lentamente, se filtraron en el ánimo de los ciudadanos más alertas, hasta transformarse en firme convicción de que el país no podía avanzar y constituirse definitivamente como nación, si no se desamortizaban las propiedades del Clero.
Por fin, el 25 de junio de 1856 se promulgó la Ley de Desamortización. Sus preceptos y tendencias fundamentales pueden resumirse de la manera siguiente:


1° Prohibición de que las corporaciones religiosas y civiles poseyeran bienes raíces, con excepción -tratándose de las del Clero- de aquellos indispensables al desempeño de sus funciones.
2° Las propiedades del Clero debían adjudicarse a los arrendatarios calculando su valor por la renta al 6% anual.
3° En el caso de que los arrendatarios se negaran a adquirir tales inmuebles, éstos quedarían sujetos a denuncio, recibiendo el denunciante la octava parte del valor.
4° El Clero podía emplear el producto de la venta de sus fincas rústicas y urbanas en acciones de empresas industriales o agrícolas.


Como lo habrá advertido el lector, la Ley no trataba de despojar al Clero de su cuantiosa riqueza sino sólo de ponerla en movimiento para fomentar la economía nacional. Sin embargo, el Clero estuvo inconforme y amenazó con la excomunión a quienes se atrevieran a adquirir sus bienes raíces por cualquiera de los dos procedimientos que la Ley señalaba. Además, tal vez por no confiar demasiado en la eficacia de la excomunión, provocó las guerras más sangrientas que registran las páginas de la historia mexicana, y tan largas como las de la Independencia, puesto que duraron también once años, de 1856 a 1867. Terminaron con la prisión y fusilamiento de Maximiliano y el triunfo de los ejércitos liberales.
Pío IX estimuló la intransigencia del Clero mexicano, lo mismo que la de todos los fieles, ordenándoles desobedecer no sólo la Ley de 25 de junio, sino también la Constitución de 1857, condenándolas, reprobándolas y declarándolas írritas y de ningún valor. Sin los anatemas del Papa, cargados de odio anticristiano, quizás no hubiera estallado la guerra de Tres Años y no hubiera sido tal y como fue, por lo menos en parte, la historia de México de aquel periodo sangriento y cruel.
Por otra parte, los resultados de la Ley de Desamortización no coincidieron con los propósitos del legislador. Los arrendatarios, en su mayor parte de escasa cultura y de más escasos recursos, no se adjudicaron las fincas del Clero. En cambio, no faltaron denunciantes, propietarios de extensos terrenos que agrandaron sus ya vastos dominios con los bienes de “manos muertas”. Mientras tanto, la Iglesia de Cristo utilizaba el dinero producto de tales ventas para intensificar la lucha en contra del Gobierno de la República, para que fuese más enconada y sangrienta la guerra entre hermanos. Había que defender sobre todas las cosas los bienes temporales.


(Tomado de: Silva Herzog, Jesús - Breve historia de la Revolución Mexicana. *Los antecedentes y la etapa maderista. Colección Popular #17, Fondo de Cultura Económica; México, D.F., 1986)

martes, 4 de junio de 2019

Ramón Corona



Nació en Tuxcueca y murió asesinado en Guadalajara, ambas del Estado de Jalisco (1837-1889). En 1858, cuando trabajaba en el mineral de Montaje, entonces del cantón jaliscience de Tepic, decidió afiliarse al partido liberal y hacer armas contra el cacique Manuel Lozada, aliado de los conservadores. Al frente de algunos hombres, se apoderó de Acaponeta en diciembre; se incorporó al coronel Bonifacio Peña en Escuinapa; juntos libraron el combate de El Espino, donde éste perdió la vida; asumió el mando de la tropa (a los 22 años de edad), tomó Tepic el 11 de junio de 1859, pero tuvo que abandonar la plaza ante la proximidad del general Leonado Márquez. En mayo de 1860 participó en la batalla de Santiago Ixcuintla, viajó con su cuerpo de ejército hasta Sayula, para reunirse con el gobernador Ogazón, y en enero de 1861, ganada ya la Guerra de Tres Años, volvió a territorio nayarita para continuar la campaña contra Lozada. Jefaturó sucesivamente el Batallón Degollado y la Brigada de Tepic. Organizó tres ofensivas contra el caudillo serrano, pero sólo obtuvo triunfos parciales. En 1863, invadido ya el país por los franceses, careció de recursos oficiales para mantener a sus soldados; organizó la Guardia Nacional en los pueblos que controlaba y dos veces fue a entrevistar al presidente Juárez, en San Luis Potosí, haciendo penosos recorridos por mar y tierra, para solicitar auxilios que no obtuvo. Mientras el cantón de Tepic quedaba en manos de Lozada, apoyado por los intervencionistas, Corona se incorporó en Jalisco a las fuerzas de Arteaga y Lopez Uraga. A partir de 1863 promovió y dirigió guerrillas y hostilizó al enemigo. El 15 de mayo de 1866 el presidente Juárez lo nombró general en jefe del Ejército de Occidente, formado a ritmo de la larga lucha contra los imperiales. Brigadas de este ejército derrotaron a los franceses en Palos Prietos (12 de septiembre de 1866), Mazatlán (ocupado el 13 de noviembre, tras un estrecho sitio) y la Coronilla (18 de diciembre), de modo que pudieron entrar a Guadalajara (día 21), limpiar de enemigos toda la entidad, hasta Colima (enero y febrero de 1867), avanzar sobre Querétaro (6 de marzo) y participar en el sitio y toma de la plaza que puso fin al imperio.


A principios de 1871 Corona se hizo cargo de la comandancia militar de Jalisco y el 28 de enero de 1873, al mando de 2,200 hombres, derrotó en La Mojonera, a 5 kilómetros de Chapala, a los 8 mil indígenas guerreros de Lozada, que habían proclamado un Plan libertador e invadido el Estado desde la Sierra de Alica. Luego persiguió al caudillo nayarita, durante 6 meses, en lo más intrincado de la tierra, hasta que al fin éste cayó prisionero y fue fusilado en Tepic el 19 de julio. En 1874 Corona fue nombrado ministro plenipotenciario en España y Portugal. Regresó a México el 10 de abril de 1885 y el 28 de enero del año siguiente fue postulado candidato al gobierno de Jalisco. Triunfante en los comicios, asumió el poder el 1° de marzo de 1887. Durante su administración fundó el Monte de Piedad y Caja de Ahorros; promulgó el Reglamento de Instrucción Primaria, según el cual las escuelas serían pagadas por el Estado; aumentó el número de planteles de 200 a 423; inició la práctica de visitar las poblaciones para conocer y resolver sus necesidades; expidió la Ley del Notariado; abolió las alcábalas (10 de octubre de 1887); impulsó la construcción del ferrocarril México-Guadalajara, inaugurado el 15 de mayo de 1888; reformó la Escuela de Medicina; gestionó el establecimiento de una sucursal del Banco de Londres y México; construyó el mercado que llevó su nombre, organizó la administración y equilibró las finanzas públicas. El 10 de noviembre de 1889, cuando se dirigía al Teatro Principal en compañía de su esposa, para concurrir a la representación de Los Mártires de Tacubaya, fue agredido a puñaladas por Primitivo Ron, un joven normalista de 22 años de edad que luego se quitó la vida. Corona murió al día siguiente y el Congreso lo declaró Benemérito del Estado en grado heroico.




(Tomado de: Enciclopedia de México, Enciclopedia de México, S. A. de C. V. D. F., 1977 tomo III, Colima - Familia)

sábado, 14 de abril de 2018

Pedro Ampudia

Pedro Ampudia



Nació en La Habana, Cuba, en 1803; muerto en la Ciudad de México en 1868. Llegó a Veracruz el 1° de agosto de 1821, formando parte del séquito del general Juan O’Donojú, último virrey de la Nueva España. Se adhirió al Plan de Iguala y combatió contra los españoles que continuaron resistiendo en San Juan de Ulúa. Tomó parte en la defensa contra la invasión de Barradas en 1829 y en las campañas de Texas de 1840-1842 y 1847.


Luchó contra el movimiento separatista de Yucatán. Como general en jefe y gobernador de Nuevo León, estuvo en la batalla de La Angostura. Volvió a ser gobernador de Nuevo León en 1854 y durante la Guerra de Tres Años peleó del lado liberal. Después sirvió a Maximiliano. Sus restos están en el Panteón de San Fernando.

(Tomado de: Enciclopedia de México)